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Juan Gavasa

El signo de los tiempos

Sahara

Sahara

Los políticos siempre acaban siendo una decepción. Quizá el problema es nuestro, de los ingenuos ciudadanos que primero nos entusiasmamos y después caemos en el desencanto, sumidos en una melancolía que todavía no somos capaces de reconocer a la legua. Esta partitocracia de mercachifles, vendedores de humo y profesionales de la nada nos ha vuelto a engañar. Un amigo me recordaba el otro día que un conocido italiano suyo solía calmar su decepción diciéndole: “tranquilo que los españoles sois unos demócratas muy jóvenes. Con el tiempo os acostumbrareis a todo”.

            Efectivamente, la cultura democrática española es tan anémica como lo fue su Ilustración o su revolución Industrial. Siempre hemos llegado tarde a casi todo y cuando fuimos pioneros en algo lo hicimos a golpe de sable y crucifijo, incapaces de reprimir nuestras pulsiones siquiera para llevar la pragmática diplomacia al otro lado del charco. Nosotros, los españoles, somos nuestro principal problema.

            El cinismo del gobierno de Zapatero con el conflicto del Sahara sólo se puede medir en términos de infinita desvergüenza moral y profunda irresponsabilidad. Al no condenar la actuación represiva del gobierno marroquí en el campamento de Gdeim Izik –con varios muertos, entre ellos un ciudadano español-, instala su retórica política en el mismo registro que la de Batasuna. Es decir; la formación abertazle sigue ilegalizada por no condenar el terrorismo de ETA pero el gobierno español se niega a condenar la violencia de estado del gobierno marroquí y se limita a lamentar los hechos. Sorprendentemente, el arsenal semántico es el mismo.

            ¿Con qué autoridad moral se podrá exigir a Batasuna a partir de ahora que condene la violencia? ¿Cómo explicar que los intereses de estado están por encima de los derechos humanos? ¿Cómo explicar la ausencia de una condena enérgica al trato recibido por los periodistas españoles desplazados la semana pasada a El Aaiun? ¿Cómo explicar tanta decepción?

            La ministra de cultura Ángeles González Sinde instaba ayer a moderar las declaraciones públicas de unos y otros y dejar hablar solo a los expertos en el tema. Curioso razonamiento. Hay aspectos de la vida que no pertenecen a territorios ignotos, están muy cerca de nosotros, en el sentido común y la decencia. Busco la sensatez y soy consciente de que, como en todo conflicto bélico, las fuentes de información siempre llegan infectadas por la propaganda. Ésta es una herramienta más, incluso más poderosa que el armamento. Supongo que desde el colectivo Resistencia Saharaui y el Frente Polisario se está mezclando la verdad con dosis de eficaz propaganda para que resuene el eco de sus históricas y despreciadas reivindicaciones. Dada la terrible situación del pueblo saharaui no cabe más que la comprensión y el apoyo.

            Marruecos, donde ha crecido toda una generación de ciudadanos ajena al conflicto, convencida de que el Sáhara es territorio marroquí, la estulticia de su monarquía y de su gobierno no es más que fiel heredera de aquella Marcha Verde de 1975 que acogotó a un gobierno español arrumbado por un caudillo agonizante, origen de todo lo que ha pasado en las últimas décadas.

             De nuevo el gobierno español se retrata ante Marruecos. En el primer tercio del siglo XX fue la monarquía de Alfonso XIII la que utilizó el viejo protectorado para el lucro de las oligarquías dominantes. La explotación y protección de las minas del conde de Romanones llevó a la muerte a miles de ciudadanos españoles en una guerra eterna escondida en falsos intereses generales. La Semana Trágica de Barcelona en 1909 fue el detonante de una revuelta social que se resistía a que los pobres pusieran los muertos para que los poderosos recogieran el dinero.

            Hoy los intereses parecen más sofisticados. Pero el razonamiento es el mismo y el resultado no ha variado. El pueblo saharaui es el triste damnificado de unos juegos diplomáticos en los que el individuo no es más que una pieza. A veces sirve para ganar la partida pero casi siempre es un estorbo que hay que retirar.

Laicismo agresivo

Laicismo agresivo

El Papa ha pasado por Santiago de Compostela y Barcelona dejando un reguero de indignación y estupefacción en muchos sectores sociales del país. Nunca antes una visita del jefe de la iglesia romana había levantado en los días previos y en las reflexiones posteriores tanta contrariedad y divergencia. Tampoco nunca antes había surgido una reacción popular tan manifiesta de los sectores más agredidos por la doctrina de la iglesia que dirige Benedicto XVI. Barcelona, nuevamente en la vanguardia de los movimientos sociales y de contestación ciudadana, ha dado un ejemplo de compromiso cívico y de conciencia ciudadana, si entendemos ésta como parte de la responsabilidad que cada individuo tiene en la defensa, reivindicación y cumplimiento de los valores democráticos.

            Está claro, como apuntaba recientemente el teólogo Juan José Tamayo, que el Jefe de Estado del Vaticano es probablemente la autoridad terrenal menos capacitada para cuestionar los movimientos sociales y la respuesta ciudadana en la calle: son legítimas expresiones de soberanía popular y de libertad de expresión. Estos valores están consagrados en nuestra Constitución, el único documento que puede regir la conciencia colectiva de un país democrático. En contraposición a esta realidad política, Tamayo recordaba que la elección de Ratzinger como Papa Benedicto XVI fue obra de “114 "príncipes de la Iglesia", sin consulta ni participación de la comunidad cristiana, lo que limita sobremanera su capacidad para representar a todos los católicos. Benedicto XVI ejerce su autoridad religiosa antidemocráticamente y la jefatura de Estado de la Ciudad del Vaticano con un poder absoluto superior al de los faraones egipcios, los emperadores romanos y los califas del Imperio Otomano”.

Por lo tanto, el ciudadano libre está, sin duda, en un plano moral superior al del máximo representante de la iglesia católica en la tierra. Un plano moral legitimado por su libertad individual para opinar y para elegir; para discernir poniendo en práctica los atributos de la razón que tanto exasperan a los guardianes de la ortodoxia católica. Benedicto XVI no sólo ha visitado un Estado soberano y aconfesional con todos los gastos pagados (no merece la pena, por obvio, entrar en el derroche de dinero público que ha supuesto este viaje. Dinero pagado con los impuestos de todos los ciudadanos españoles, independientemente de su fe), sino que además ha cometido la insolencia de criticar a sus generosos anfitriones con una falta de educación y de rigor sólo comparables a su infinita ignorancia sobre la realidad social de España.

Benedicto XVI ha acusado al gobierno español de practicar un “laicismo agresivo” y ha comparado la supuesta clerofobia radical que vive el país con la que se desató durante la Segunda República y la Guerra Civil. Es interesante el sintagma “laicismo agresivo”, casi actúa como un oximorón. Porque el laicismo sólo puede ser real si se aplica consecuente con lo que expresa. Que la sociedad se organice de forma aconfesional sin vínculo alguno con ninguna religión –entendiendo que éste es un ámbito que sólo puede organizarse en la conciencia personal de cada individuo-, nunca podrá calificarse de agresivo. No es posible otra praxis del laicismo. Sólo puede sentirse agredido quien ha ostentado un poder omnímodo durante siglos fundamentado en la connivencia con el poder. Sólo puede sentirse agredido quien nunca mostró la mayor inquietud por la persecución a la que eran sometidas el resto confesiones. Sólo puede sentirse agredido quien vivió plácidamente su condición de religión oficial, vigilando la educación y las almas de millones de ciudadanos. Sólo puede sentirse agredido quien ejerció el poder durante siglos sin escrúpulos. Sería justo decir que España ha sufrido durante siglos un catolicismo agresivo que le alejó de Europa, de la modernidad y del progreso, de las luces de la Ilustración y de la claridad de la razón.

Pero como escribía ayer Juan G. Bedoya, pese a que la Iglesia ha perdido su influencia en algunos ámbitos de la sociedad española desde la llegada de la democracia, “pocos gobiernos han tratado mejor que éste a la Iglesia romana desde la muerte de Franco y la cancelación del repugnante nacionalcatolicismo que sirvió de sostén durante décadas a la brutal dictadura”.

Quizá debería analizar Benedicto XVI las razones de la irrefrenable pérdida de clientela en España, la tradicional reserva espiritual de occidente. Se equivocará deliberadamente si se empeña en buscar el rastro en la izquierda política y social. Debería preguntarse porqué existe un anticlericarismo histórico en este país que incluso pervivió cautivo durante las décadas del yugo, la cruz y las flechas. Debería leer la historia de España para conocer el papel fundamental que desempeñó su iglesia en la conformación histórica, económica y social del país, y también en su proverbial retraso. Sólo así podrá llegar a comprender la magnitud del rencor y el hastío acumulado por una sociedad que creció mutilada moralmente por un guardián severo e inflexible.

Las sorprendentes referencias de Benedicto XVI a la Segunda República, sorprendentes por insólitas, nos trasladan nuevamente a un periodo de la historia reciente de España que de manera incuestionable ha quedado fijado en la historiografía como el único experimento de modernización que fue capaz de poner en práctica España. La historia ya se sabe cómo acabó, pero ahora que se han cumplido 70 años de la muerte de Manuel Azaña se hace necesario recuperar alguno de los párrafos del memorable discurso que pronunció el 13 de octubre de 1931 cuando defendía la necesidad de una reforma religiosa que acabara con el lastre que representaba para el país la omnipresente iglesia católica. Si en aquellas palabras hay que buscar el rastro del actual laicismo severo, que venga Dios y lo vea.

 “... Yo no puedo admitir, señores diputados, que a esto se le llame problema religioso. El auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal, porque es la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino. Éste es un problema político, de constitución del Estado, y es ahora, precisamente, cuando este problema pierde hasta las semejas de religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la curatela de las conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad, por el camino de su salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata, simplemente, de organizar el Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer”.

 “… yo creo más bien que es el catolicismo quien debe a España, porque una religión no vive en los textos escritos de los Concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan, y el genio español se derramó por los ámbitos morales del catolicismo, como su genio político se derramó por el mundo en las empresas que todos conocemos”.

 “... Tengo los mismos motivos para decir que España ha dejado de ser católica, que para decir lo contrario de la España antigua. España era católica en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy importantes disidentes, algunos de los cuales son gloria y esplendor de a literatura castellana, y España ha dejado de ser católica, a pesar de que existen ahora muchos millones de españoles católicos, creyentes”.

 Me quedo finalmente con otra de las afirmaciones del teólogo Juan José Tamayo, “yo creo que el Vaticano como Estado y el autoritarismo papal son dos de los factores que más han contribuido al fracaso del cristianismo en su historia y que más escándalo generan entre los no creyentes, pero también entre no pocos cristianos evangélicos. Además, están en abierta oposición al Evangelio, que acusa a los jefes de las naciones de dominar al pueblo e imponer su autoridad (Marcos 10, 42-45), al tiempo que alejan, más que acercan, de la fe en Jesús de Nazaret. La desaparición del Vaticano es condición necesaria para la recuperación de la credibilidad de la Iglesia en el mundo actual”.

Trabajo

Trabajo

Jean Baudrillard escribió hace unos años un ensayo titulado El crimen perfecto (Anagrama, 1996) en el que mantenía la tesis de que en nuestra época se producía el asesinato de la realidad.

La crisis que estamos viviendo no es la única ni la más grande de la historia, ni los factores que la han desencadenado (la ingeniería financiera, la desigualdad, la plena libertad de movimientos de capital…) nos pueden resultar novedosos. Quizá sí haya sido la primera auténticamente global, pero tampoco esto es un hecho del todo nuevo en un planeta como el nuestro afectado por el cambio climático o por crisis alimentarias que tienen que ver con lo que ocurre en cada una de sus esquinas.

Pero me parece que está empezando a ser singular porque las respuestas que se les están dando no podrían llegar a ningún lado si no se estuviera produciendo al mismo tiempo el “exterminio progresivo del mundo real” del que hablaba Baudrillard.

Cada vez menos de lo que dicen y hacen los gobiernos y los grandes organismos internacionales es verdad. Han logrado convertir la crisis en una gran excusa. Haciendo creer a la ciudadanía que luchan denodadamente contra ella, toman en realidad medidas que van a provocar dentro de poco otra semejante a la que aún estamos sufriendo.

Afirman que ponen fin a la avaricia bancaria y al desorden regulatorio de las finanzas, pero no mueven ni una coma de las normas que han dejado y siguen dejando hacer a su antojo a la banca, que continúa sin utilizar los billones de recursos que se han puesto a su disposición para financiar a empresas y consumidores mientras se dedica a jugar al Monopoly sobre el tablero del mundo.

Dicen que desean relanzar la economía y favorecer la creación de empleo, pero lo que hacen es limitar el gasto y aplicar medidas de austeridad que van a volver a reducir el crecimiento. Y afirman que así debe ser para limitar el impacto negativo de los déficits y la deuda, cuando lo más probable es, como han demostrado recientemente Mark Weisbrot y Juan Montecino, del Center for Economic and Policy Research de Washington, que la nueva desaceleración que están provocando limite a medio y largo plazo las posibilidades de obtener ingresos y, por tanto, de reducirlas efectivamente.

El Gobierno español insiste en mostrarse como un adalid de las políticas de igualdad, pero acaba de presentar un proyecto de presupuestos en los que se reducen las prestaciones por maternidad, paternidad, riesgo durante el embarazo y lactancia natural y las ayudas a las familias con escasos recursos, y que incluso incumple la ley recién aprobada el año pasado que determinaba la ampliación del permiso de paternidad de las dos a cuatro semanas a partir del 1 de enero de 2011.

Hablan de que es imperioso obtener recursos para salir adelante y huir así de la amenaza de la crisis y, sin embargo, se dedican a remover el chocolate del loro que más daño hace a los trabajadores mientras pasan de soslayo por las inmensas fortunas de los poderosos o de los multimillonarios gastos militares. Y con la reforma laboral que ha motivado la huelga general se alcanza, de momento, la cima del argumento falsario.

Ni siquiera les resulta necesario a quienes la promueven ponerse de acuerdo en los argumentos con que justificar el mayor recorte de derechos laborales de nuestra historia democrática. Sea una medida o su contraria, afirman sin rubor que es imprescindible para crear empleo, aunque a su lado el otro promotor diga que es para aumentar la productividad por lo que se adopta, o el de más allá afirme que es para reducir la temporalidad, y el de acullá sostenga que es para favorecer a los jóvenes desempleados. Y siempre, eso sí, porque sin tales medidas no podremos salir de la crisis, cuando la realidad indica que la teoría económica más solvente no es la que reduce los problemas del empleo a lo que ocurre en los mercados de trabajo, sino la que pone el acento en los mercados de bienes y servicios. Y los efectos que sin lugar a dudas va a provocar en ellos esta reforma es su nuevo y progresivo deterioro. Es decir, el empeoramiento de todo eso que dicen que van a mejorar.

No hay ni una experiencia histórica que muestre que reformas de este tipo traen consigo más bienestar, mejores salarios, empleos más numerosos y de mejor calidad, o derechos más potentes para los débiles. Todo lo contrario. Pero los gobiernos y quienes les han escrito la partitura articulan su discurso para convencer a la gente de que son estas normas las que muestran la perfecta correspondencia de los verdaderos progresistas con los nuevos tiempos. Y la derecha, mientras tanto, que hizo exactamente lo mismo al gobernar, aunque quizá con menos ditirambo, se autoproclama de seguido como el partido de los trabajadores. Puro teatro.

Los ajustes y reformas que se están llevando a cabo y las que van a venir enseguida para poner a disposición de la banca una mayor parte del ahorro que los trabajadores dedican a financiar las pensiones públicas y para proporcionar nuevas fuentes de rentabilidad privatizando servicios públicos no nos llevan al final de la crisis sino a las puertas de otra. Y las razones que se dan para poner todo esto en marcha no son argumentos, sino la forma de colocar a la ciudadanía en el “ombligo de los limbos”, al que se refirió Baudrillard.

Pero esta huelga general no es sólo una prevención frente al daño de la reforma laboral, o la que viene de las pensiones, sino una imprescindible defensa frente al crimen perfecto, mucho más peligroso, que las acompaña.

 

*Juan Torres López, catedrático de economía aplicada de la universidad de Sevilla, hoy en Público

Banderas

Banderas

El féretro de Labordeta estaba cubierto con una bandera de Aragón. Carmen París trajo una tricolor y la depositó junto al ataúd. Nunca he sentido nada especial por la bandera aragonesa, no integra mi imaginario ni representa nada de lo que considero esencial en una sociedad. Atribuir valores universales a una bandera es un ejercicio de funambulismo sentimental. Soy aragonés, pero a mi manera.

La tricolor representa un país anhelado, una España que pudo ser pero fue asesinada en el intento. Es el país derrotado y usurpado, arrancado de las manos de la dignidad, la decencia democrática y el sentido de libertad. Acaso una idea nostálgica y melancólica pero siempre el estímulo que nos mantiene vivos en el deseo de otra sociedad y otro mundo.

Decía Borges que detrás de las banderas siempre hay un ejército. En los últimos meses he conversado largamente con los amigos más cercanos sobre el desconcierto que nos causaron las celebraciones por el triunfo en el mundial del fútbol. Nosotros, que pertenecemos definitivamente una generación perdida entre las tinieblas del franquismo y el brillo cegador de los oropeles democráticos, seguimos blandiendo los prejuicios del que se habituó a perder. No tenemos la costumbre del ganador, algo que nuestros hijos sólo verán como pura arqueología sentimental, un desecho de las generaciones que les precedieron.

La España que salió a la calle con la bandera constitucional ya no nos pertenece, es el país de nuestros hijos; desacomplejado, neutro y arrogante. Tan limpio de prejuicios antiguos que produce sana envidia. Escribió el historiador aragonés Alberto Sabio, con su habitual flema inglesa, que era más gratificante que los chinos vendieran banderas españolas que las portaran los delfines de Blas Piñar, como había ocurrido hasta ahora en este país.

El escrito italiano Andrea Camilleri reflexionaba hace unos meses sobre la historia de su país y aseguraba que Italia era “una expresión geográfica, como lo son en cierto en cierto modo todas las naciones”. Me pareció brillante esa definición, sobre todo porque la consideré perfecta para describir lo que es España. En los días posteriores al triunfo de la selección, y envalentonados seguramente por el calor veraniego que derrite las meninges, muchos analistas y escribidores se aventuraron a anunciar el final del problema español. El mundial había logrado que los españoles salieran por fin a la calle sin complejos con la enseña nacional y que una nube de españolismo cubriera toda la península, incluso sobre aquellos territorios desafectos a la idea uniforme de la España única.

Falso. He de reconocer que el éxito deportivo ha acabado con años de prejuicios y complejos. Y me alegro por ello. Creo que un país que muestra sus símbolos de manera natural tendrá menos problemas de salud mental y menos conflictos sentimentales. Yo los seguiré teniendo porque pertenezco a una generación lastrada por los fantasmas de nuestra historia. Mi hijo no. Pero el tejido afectivo de este país, desde mi punto de vista, sigue deshilachado e irresoluble. España tiene problemas de encaje y cuentas pendientes con su pasado. Y sería un error observar en el entusiasmo colectivo, contagioso y oportunista del triunfo futbolístico el antídoto a los nacionalismos periféricos. Estos existen y continúan donde solían, desde el matrimonio de los Reyes Católicos. Nada ha cambiado.

Camilleri recordaba que en Italia se hizo muy popular una frase en los tiempos de la unificación: “Una vez hecha Italia, habrá que hacer a los italianos”. Durante siglos en España ocurrió lo mismo, pensamos que existía España pero nos olvidamos hacer españoles. Usurpando nuevamente a Camilleri, “los españoles son continuamente ellos mismos y lo contrario de ellos mismos”.

La mano

La mano

Cuando Garzón logró poner la mano encima a Pinochet, el mundo entero contempló admirado el gesto quijotesco del juez español. En su sorpresivo asalto a la fortaleza de cristal del despreciable dictador chileno acabó también con los muros invisibles del derecho internacional. Ya no habrá refugio para los dictadores y los criminales, se dijo entonces. Al mismo tiempo, las voces más críticas con la actuación del juez pusieron sobre la mesa un reproche moral de ida y vuelta, nada inocente y nada gratuito: “por qué no se dedican los españoles a juzgar a sus propios dictadores y dejan a los demás en paz…”

 

La razón ha tardado en llegar pero se ha presentado sin remilgos, con toda su cruda realidad. En España nuestros dictadores todavía son poderosos. Aquel franquismo sin Franco que aspiraban a conservar los supervivientes del viejo búnker cuando arribara la democracia, fue el principal legado de la transición española. La herencia franquista siempre ha estado visible en estas tres últimas décadas, pero nuestra inocencia democrática nos impidió comprender durante mucho tiempo que la herencia más peligrosa era la que no se veía; la que se escondía en los oscuros e inaccesibles foros de poder, la que se ocultaba en consejos de administración, organizaciones judiciales, familias bancarias, altos funcionarios de la administración y élites políticas.

 

Hemos gastado nuestras energías en reivindicar derechos básicos y fundamentales para nuestra convivencia democrática como la restitución de la dignidad y la memoria de las víctimas del franquismo. Hemos derrochado pasión en la defensa de la Ley de la Memoria Histórica, en la exigencia de acabar con las dos Españas pero sólo después de desagraviar a los que la perdieron en el 36. Hemos convenido que sólo era posible la reconciliación si se pagaba primero la terrible factura de los años de la ignominia. Recordar para nunca olvidar. Olvidar después de recordar.

 

Hemos creído en batallas justas y al final, como siempre en la historia de la civilización, los poderosos han aparecido en el último acto para acabar con cualquier insurgencia, para plantar la bota sobre el pueblo y restaurar el orden que en realidad nunca fue desorden. Todo se controlaba en las bambalinas del poder… la democracia es un juego en manos de quien no cree en ella. Un instrumento de fácil manejo para manipular las apariencias sin que nada cambie en el trasfondo. Lampedusa dijo… La democracia hay que trabajarla cada día, nos decían, porque es más débil de lo que parece.

 

Hace tiempo que sabemos que la democracia es vulnerable. No nos sorprende el desprecio a la que la someten los políticos que públicamente la defienden. El mundo financiero se ha aprovechado en estos años de su laxitud para fortalecer un estado paralelo en el que realmente se deciden las cosas que nos afectan como ciudadanos. Se trata de un estado obtuso y oscuro, ajeno al juego de las mayorías y exento de los juicios populares, que en democracia son las elecciones. Deciden por nosotros pero nosotros nunca podremos decidir si los queremos; están allí.

 

Con el franquismo ha ocurrido lo mismo. Un grupo de abogados de ultra derecha y la misma Falange están a punto de acabar con la carrera judicial de Garzón. Su delito ha sido buscar los culpables del crimen permanente sobre el que se construyó aquella deplorable dictadura. En el mundo no entienden lo que está ocurriendo. En 2010 España vuelve a ser ese gran misterio exótico que atrajo a viajeros románticos durante el XIX, recuperamos nuestra peor versión de la España de “Mano negra”, la de los poderosos que manejaban en la sombra los hilos de un país vencido definitivamente por los estigmas de su pasado de plomo.

 

Trabajo

Trabajo

Antonio Muñoz Molina en El País. Suscribo el artículo, desde la primera letra hasta el último punto.

El señor Rodríguez Ibarra, presidente jubilado de la Junta de Extremadura, dedica una parte de su ocio a informarnos sobre el funcionamiento del mundo moderno desde la irrupción de Internet. El señor Rodríguez Ibarra, para que podamos comprender sus enseñanzas, nos las presenta en forma de parábolas, un poco a la manera del mensaje evangélico, o como los maestros antiguos nos explicaban la aritmética, con ejemplos claros y simples, peras o manzanas, fregonas o maletas. El señor Rodríguez Ibarra nos comunica así su más reciente descubrimiento (EL PAÍS, 5-1-2010): la originalidad creativa no existe, porque toda invención se apoya en otras anteriores, de modo que reclamar propiedad intelectual o querer cobrar por un trabajo relacionado con ella es un fraude. También ha descubierto, y así nos lo informa, que cuando va a la frutería y quiere comprar dos kilos de naranjas, le parece ilícito que el frutero quiera cobrarle además unos melones y no sé qué más fruta. El señor Rodríguez Ibarra ha salido a pasear y se ha comprado dos kilos de naranjas y sólo quiere pagar esa fruta, tan rica en vitaminas.

 

Aplicando su parábola sobre la originalidad, quizás deduzca también que el frutero no es el único causante de la existencia de la fruta, ya que ésta ha llegado a la frutería traída por un transportista, y antes de eso fue cultivada por un agricultor.

 

El señor Rodríguez Ibarra probablemente no discutirá el derecho de ninguno de estos ciudadanos a recibir una remuneración a cambio del trabajo en el que cada uno ha contribuido para que los dos kilos de naranjas lleguen a su bolsa. Claro que, igual que no quiere pagar melones o berenjenas, a no ser que haya decidido soberanamente comprarlos, también discutirá la conveniencia de abonar la parte del precio que no corresponde a las naranjas en sí, sino, digamos, a la gasolina que el transportista gastó para llevarla, o a la electricidad gracias a la cual el frutero ilumina tan atractivamente su puesto.

 

El señor Rodríguez Ibarra sólo quiere, en principio, pagar por sus naranjas. Nada más humano. También quiere pagar sólo una canción del último disco del maestro Sabina, según él mismo dice, concretamente la titulada Tiramisú de limón. Las otras parece que no le gustan, o no tanto como para pagar por ellas. ¿Eliminará también la parte correspondiente al trabajo de los músicos, o de los técnicos de sonido? Al señor Rodríguez Ibarra sólo le parece bien pagar por aquello que efectivamente se lleva. Quizás el frutero debería descontarle de las naranjas el peso de las cáscaras, o de las semillas, porque éstas no suelen ser comidas. Como el señor Rodríguez Ibarra fue durante tantos años presidente de la Junta de Extremadura, podría uno preguntarse si no se le habría debido descontar de su sueldo, que imagino generoso, la parte de su vida no exactamente dedicada al bien de los ciudadanos. Sus horas de sueño, o de asueto, o aquellas que dedicó a comidas oficiales de grato recuerdo, pero tal vez de insuficiente resultado práctico.

 

Todo esto sin mencionar que el señor Rodríguez Ibarra ahora se encuentra jubilado y con tiempo suficiente para comprar fruta y dar largos paseos y mirar estatuas en las plazas e iluminarnos sobre la sociedad de la información y, sin embargo, sigue cobrando una paga que imagino digna, a pesar de que ya no dedica sus desvelos al bien de su comunidad y, por extensión, de todos nosotros.

 

A mí, por ejemplo, me gustaría ser tan selectivo en mis gastos ciudadanos como el señor Rodríguez Ibarra lo quiere ser en sus compras de fruta o de canciones. Me gustaría no pagar con mis impuestos, indiscriminadamente, a toda la innumerable casta de los políticos españoles, retirados y en activo, sino tan sólo a aquellos que me parecen honrados, o que no practican la más barata demagogia. Modestamente, sin que nadie me haya pedido permiso, contribuyo a la pensión del señor Rodríguez Ibarra, y hasta habrá una parte ínfima de mis ingresos que haya derivado hacia esas ya célebres naranjas, o hacia la adquisición de ese disco del maestro Sabina que el señor Rodríguez Ibarra no quiere comprar completo.

 

Incluso pagar por Tiramisú de limón, gustándole tanto, le parece injusto al señor Rodríguez Ibarra. Una canción, nos explica, proviene de otras muchas canciones. Gran hallazgo. En algunos el parecido está tipificado como delito. Se llama plagio. Una naranja no ha crecido en la frutería. Pero si el señor Rodríguez Ibarra se marcha sin pagar sus dos kilos descubrirá que el frutero irá tras él llamándole ladrón. Una canción viene de otras canciones y también de mucha gente que ha trabajado para que llegue a su estado final: casi tanta como la que se necesita para que las naranjas aparezcan en la frutería del señor Rodríguez Ibarra.

 

El señor Rodríguez Ibarra, como tranquilo jubilado, nos informa de que, aparte de comprar naranjas, también va a un parque y se sienta en un banco y mira a una estatua. Al señor Rodríguez Ibarra le parece incongruente que alguien quiera cobrarle por mirar la estatua. Al señor Rodríguez Ibarra que le quisieran cobrar por mirar la estatua le irritaría tanto como que hubiera que pagar para sentarse en el banco. Hay que pagar, no obstante. Impuestos. Por sentarse en el banco, porque haya una estatua hacia la que mirar y por tener un pavimento adecuado para que puedan caminar por él sin peligro las personas jubiladas o no, y para que exista una policía que, en caso de que un escéptico sobre los derechos de propiedad quisiera robarle con malos modos al señor Rodríguez Ibarra sus dos kilos de naranjas, persiga al delincuente.

 

Los bancos, las estatuas, los parques, la seguridad, no son bienes gratuitos. Son tan caros de mantener como todo lo que damos por supuesto sin reflexionar sobre su valor, como la sanidad pública o la educación pública; y como la clase política a la que pertenece el señor Rodríguez Ibarra. Y si esos bienes existen es gracias a algo de lo que dicho señor ya está disculpado, el trabajo. El trabajo de quien compone una canción o el de quien barre una calle o imprime un libro o el que instala un banco o el del kiosquero que se levanta antes del amanecer para vender el periódico en el que se publica este artículo y los del señor Rodríguez Ibarra, o el del fabricante o el transportista o el ingeniero o el programador que han hecho posible que nuestros artículos puedan ser leídos gratis en un ordenador; la suma de inteligencia, perseverancia y variadas destrezas que se confabulan en cualquier empeño memorable, el que hay detrás de una orquesta o de una película, de una función teatral o una escuela o un hospital.

 

No hay nada valioso que no sea fruto del trabajo de alguien. El señor Rodríguez Ibarra duda de que el derecho a la propiedad intelectual sea de izquierdas. Cabría preguntarle si, como socialista, considera que el trabajo merece o no ser remunerado con justicia. 

 

Muros

Muros

Hay en el mundo 17 muros que separan países, culturas, economías y personas. En el 20 aniversario de la caída del muro de Berlín el dato estremece y amortigua, sin duda, la relevancia histórica de la efeméride. Hay otros tantos muros en proyecto y la perversa mente humana levantará en el futuro nuevas murallas; desoladora metáfora en la sociedad globalizada.

Escribía Manuel Rivas que a veces el infierno está en el interior de nosotros mismos. Los muros más infranqueables se construyen también en la mente de los políticos y en el fanatismo de las personas. De hecho, el fanatismo es el primer muro de la humanidad, el más letal y efectivo. Las murallas mentales son las que han provocado las guerras a lo largo de la historia; las que han azuzado el conflicto de civilizaciones que teorizó Huntington en 1996, las que han alimentado el racismo, los dogmatismos y la ortodoxia ideológica.

Son muros invisibles y, por lo tanto, inermes para transformarse en iconos en esta sociedad visual. Finalmente, inexistentes ante los ojos de la inmensa mayoría, necesitada de imágenes que refuercen sus fatuas convicciones.

Hay murallas electrificadas, recubiertas de cables de espino, vigiladas por gorilas bien adiestrados, inaccesibles ante el sueño de la libertad y la esperanza. Hay murallas invisibles y discretas, que crecen en lo más profundo del ser humano. Sus ladrillos son pequeños brotes de egoísmo, ignorancia, incultura, egocentrismo, necedad y radicalismo. Por sí solos bien podrían ser pequeños defectos humanos, merecedores de indulgencia; juntos forman una aleación de efectos corrosivos y destructivos.

Los muros no generan fronteras lejanas. Los muros mentales están conviviendo con nosotros, en cada conversación doméstica y en el posicionamiento diario ante cada hecho de la vida. Todos somos animales políticos. Y esas barreras pertenecen al lado más oscuro e inconfesable de nuestro ser. Aunque todos los días nos subimos al andamio para poner un nuevo ladrillo en el muro. 

Manifiesto

Manifiesto

El próximo 30 de octubre se va a presentar en el Círculo de Bellas Artes de Madrid un manifiesto en defensa de otra política y otros valores para salir de la crisis. No sé cuál es el valor real de estas iniciativas más allá de su indudable carga simbólica y de su vocación de denuncia. Pero no tengo duda de la necesidad de estos pronunciamientos cívicos para constatar que hay una parte de la sociedad que se resiste a aceptar esta democracia mutilada y viciada.

En mitad de este bochornoso espectáculo de tramas corruptas, prevaricación, pagos de favor, regalos inmorales y horteras engominados, la sociedad debe de posicionarse claramente en otro registro moral; marcar claramente las diferencias entre los que instrumentalizan la política en beneficio propio y los que creemos que otra democracia es posible siempre que haya voluntad regeneradora.

La crisis del capitalismo no puede ser un paréntesis, un descanso antes de reemprender la marcha con los mismos conductores y las mismas costumbres. Quienes desde posiciones ultraliberales han detestado el Estado y ahora en el caos reclaman su intervención, deberían de saber que los viejos tiempos han acabado. Pero me temo que la ingenua ignorancia reside en quienes no nos hicimos ricos en los años de bonanza y tampoco lo conseguiremos en el futuro. Sospecho que nuevamente somos agentes pasivos de un espectáculo en el que no se nos ha concedido la palabra. Ocupamos el gallinero del teatro mientras en el escenario esbozan una media sonrisa los que mueven los hilos de las marionetas.

 

El Manifiesto está firmado por personalidades variadas del mundo de la ciencia, la cultura, la educación, el periodismo y las artes. Después de dos años de una crisis que ha creado millones de desempleados y ha provocado que el número de personas hambrientas y desnutridas en el mundo alcance un nuevo record, están bien claras las causas de esta grave situación. Dejar en plena libertad a los capitales financieros y dejar que los mercados sean los únicos reguladores de las relaciones económicas sólo lleva, como estamos comprobando, a la inestabilidad permanente, a la escasez de recursos financieros para crear empleo y riqueza y a las crisis recurrentes.

Se ha demostrado también que la falta de vigilancia e incluso la complicidad de las autoridades con los poderosos que controlan el dinero y las finanzas, esto es, la falta de una auténtica democracia, sólo produce desorden, y que concederles continuamente privilegios, lejos de favorecer a las economías, las lleva al desastre. Dejar que los bancos se dediquen con absoluta libertad a incrementar artificialmente la deuda con tal de ganar más dinero es lo que ha provocado esta última crisis.

Pero también es una evidencia que las políticas neoliberales basadas en reducir los salarios y la presencia del Estado, el gasto social y los impuestos progresivos para favorecer a las rentas del capital, han provocado una desigualdad creciente. Y que la inmensa acumulación de beneficios de unos pocos, en lugar de producir el efecto “derrame” que pregonan los liberales, ha alimentado la especulación inmobiliaria y financiera que ha convertido a la economía mundial en un auténtico e irracional casino.

Y es evidente que esos desencadenantes de la crisis no tienen que ver solamente con los mecanismos económicos, sino con la política controlada cada vez más por los mercados, por el poder al servicio de los privilegiados y por el predominio de la avaricia y el afán de lucro como el único impulso ético que quieren imponer al resto del mundo los grandes propietarios y los financieros multimillonarios. Por eso la crisis económica que vivimos es también una crisis política y cultural y ecosistémica.

Las prácticas financieras neoliberales que la han provocado se justificaron con el predominio de unos valores culturales marcados por la soledad, el individualismo egoísta, la degradación mercantil de los conceptos de felicidad y de éxito, el consumo irresponsable, la pérdida del sentido humano de la compasión y el descrédito de las ilusiones y las responsabilidades colectivas. Los debates surgidos en torno a esta crisis demuestran que en las democracias occidentales se ha establecido un enfrentamiento peligroso entre los poderes económicos y la ilusión política.

Los partidarios del mercado como único regulador de la Historia piensan que el Estado debe limitarse a dejar que los individuos actúen sin trabas, olvidando que entre ellos hay una gran desigualdad de capacidades, de medios y de oportunidades. Por eso le niegan capacidad pública para ordenar la economía en espacios transparentes, y para promover los equilibrios fiscales y la solidaridad social. Y por eso desacreditan el ejercicio de la política. Pero la política no debe confundirse con la corrupción, el sectarismo y la humillación cómplice ante los poderes económicos.

La política representa en la tradición democrática el protagonismo de los ciudadanos a la hora de organizar su convivencia y su futuro. Palabras como diálogo, compromiso, conciencia, entrega, legalidad, bien y público, están mucho más cerca de la verdadera política que otras palabras por desgracia comunes en nuestra vida cotidiana: corrupción, paraíso fiscal, dinero negro, beneficio, soborno, opacidad y escándalo. Como esta crisis es política y cultural, debemos salir de esta crisis reivindicando la importancia de la política, la educación y la cultura.

No podemos confundir la sensatez y la verdad científica con diagnósticos interesados en perpetuar el modelo neoliberal y sus recetas financieras. Ahora resulta prioritario buscar una respuesta progresista a la crisis. Para evitar nuevas crisis en el futuro hay que luchar en primer lugar contra todas las manifestaciones de la desigualdad.Y para ello es necesario garantizar el trabajo decente que proporcione a mujeres y hombres salarios dignos y suficientes, y el respeto a sus derechos laborales como fundamento de un crecimiento económico sostenible.

Así mismo, es imprescindible que se lleven a cabo reformas fiscales que garanticen la equidad, la solidaridad fiscal, sin paraísos ni privilegios para millonarios, y la mayor contribución de los que más tienen, para que el Estado pueda aumentar sus prestaciones sociales y ejercer como un potente impulsor de la actividad económica. Frente a los daños ecológicos de la ambición especulativa, una respuesta progresista supone revisar los marcos jurídicos para que sea posible una mayor protección de nuestro ecosistema y establecer suficientes incentivos para promocionar la producción y el consumo sostenibles. Frente a un modelo productivo basado en la especulación financiera e inmobiliaria y en la consideración de que nuestros recursos son ilimitados, una respuesta progresista supone invertir más en educación, investigación y cualificación laboral. Frente al desprestigio de la política, una respuesta progresista supone devolverle la autoridad a los espacios públicos y a los representantes de los ciudadanos para que regulen en nombre del interés común las estrategias del mercado.

Frente a la misoginia y la discriminación de género, una respuesta progresista supone consolidar las políticas de igualdad, defender el derecho a la reproducción y medidas específicas para evitar que las mujeres se vean relegadas al paro o a la economía sumergida y a soportar muchas más horas de trabajo no retribuido que los hombres, sufriendo así en mucha mayor medida que éstos los efectos de la crisis. Frente al racismo y a la xenofobia, una respuesta progresista supone defender los derechos de los trabajadores extranjeros y asegurar el respeto jurídico a la dignidad las personas. Frente a la soledad, la pobreza y el egoísmo, una respuesta progresista supone apostar por los valores culturales de la solidaridad, que no son ideales utópicos trasnochados, sino la mejor muestra de la dignidad cívica de los sentimientos humanos.

Firmas: Ángeles Aguilera (periodista), Ana Belén (actriz, cantante), Fernando Beltrán (poeta), Felipe Benítez Reyes (escritor), Juan Diego Botto (actor), Concha Caballero (profesora de literatura), José Manuel Caballero Bonald (escritor), Juan Ramón Capella (analista social), Fernando Delgado (escritor), Concepción del Moral (librera), Luis García Montero (escritor), Jesús García Sánchez (Editor), Jordi Gracia (catedrático de universidad), Almudena Grandes (escritora), María Isabel Lázaro (arabista), Olga Lucas (traductora), Víctor Manuel (cantante), Mariano Maresca (profesor Filosofía del Derecho), Eduardo Mendicutti (escritor), Román Orozco (periodista), Benjamín Prado (Escritor), Rafael Reig (escritor), Manuel Rico (escritor y crítico literario), Javier Rioyo (cineasta y periodista), Miguel Ríos (cantante), José Ramón Ripoll, (poeta), Azucena Rodríguez (cineasta), Olga Rodríguez (periodista), Ana Rossetti (escritora), Joaquín Sabina (cantante), Ángel Sáenz Badillo (hebraísta), José Luis Sampedro (escritor), Judit Targarona (hebraísta), Juan Torres (catedrático de universidad), Manuel Ángel Vázquez Medel (catedrático de universidad), Juan Vida (pintor), entre otros.