Costumbres
Leí esta semana al filólogo portugués Gabriel Magalhaes una de esas frases que desarma por su didáctica sencillez: “cuando se construye una nación, hay que desconocer un poco los demás países”. Luego citaba a Pessoa para acabar de redondear el círculo: “Todas las naciones son misterios. Cada una es el mundo entero a solas”. Probablemente el escritor portugués pensaba en su país pero bien podría ser España la aludida.
Los nacionalismos vasco y catalán se construyen negando a España, y ésta se hace fuerte ninguneando cualquier disidencia interior. Unos y otros crecen acomplejados por sus propias inseguridades y se zafan del contrario buscando la vulnerabilidad de su código genético. Se trata de un juego infantil que proyecta una sombra chinesca sobre el escenario, para admiración de los parroquianos y bochorno de la mayoría latente y paciente. Unos gritan embravecidos, los más dibujan un mohín y callan. Tal expresión de inmadurez sólo puede justificarse por la necesidad de poseer un enemigo para reafirmar nuestra propia existencia. El otro nos da la vida. Antes se decía la solemne estupidez de que contra Franco se vivía mejor. No hay diferencia entre ambos supuestos.
España se ve muy chiquita desde el exterior. Nuestros soporíferos problemas domésticos sonrojarían a cualquier sociedad civil mínimamente armada, y arrojaría dudas sobre el alcance de nuestra cultura democrática. Alexis de Tocqueville decía en el siglo XIX que las leyes son siempre inestables cuando carecen del apoyo de las costumbres. Venía a decir que la democracia no se podía imponer si no existía previamente un basamento social que facilitara su construcción. La administración Bush debería de haber leído, entre otros, al pensador francés para saber que con bombas no se puede imponer una democracia en lugares de escasa tradición democrática como Irak o Afganistan. “Las costumbres son el único poder resistente y duradero de una nación” concluía Tocqueville. Es posible que esa fuera también la dolencia de la II República, la falta de costumbre democrática.
En España no caen bombas que dañan físicamente, pero los ciudadanos sí que estamos sometidos diariamente a un bombardeo mediático de una virulencia desproporcionada y letal. Los medios alineados a la derecha llevan años sosteniendo una estrategia de acoso y derribo en la que no importa que se resientan las instituciones del Estado si se consiguen los objetivos pretendidos: apartar a la izquierda del poder, devolver a la iglesia católica su tradicional influencia, sentar las bases de una economía ultraliberal del laisezz faire y, en última estancia, vaciar de contenido al Estado.
Hay una derecha española que no cree en la democracia, se sirve de ella simplemente como instrumento necesario para alcanzar el poder. Es capaz de cuestionar al Gobierno, la Judicatura, la Policía y los medios de comunicación con tal de salir airoso de sus cuitas. En la mejor tradición de la derecha patria, se instrumentaliza el poder y se lanza a los abismos al país. En 1933 la CEDA llegó al gobierno de la II República y se apresuró a desmontar el edificio legal levantado por la izquierda de Azaña durante los dos primeros años. En el año 2000 Aznar mostró su verdadero rostro cuando logró la mayoría absoluta; se desprendió del embarazoso apoyo de los nacionalistas vascos y catalanes y se lanzó a la reconquista de la España desafecta a golpe de más nacionalismo español. En ambos casos, el desprecio del sistema era el desprecio de las preocupaciones colectivas.
La historia siempre se repite. Desde hace un tiempo las amenazas a la sagrada unidad de España vienen como oleadas paradójicamente desde las comunidades autónomas gobernadas por el Partido Popular. Valencia y Madrid han sido más desleales al Gobierno central que Euskadi y Catalunya. A estos se les supone la rebeldía por cuestiones étnicas e históricas –forma parte de la “enciclopedia de nacionalidades” a la que se refiere Gabriel Magalhaes cuando habla de España-, pero a los primeros sólo se les puede atribuir un espurio interés político. Lanzan mesiánicos discursos advirtiendo de la desintegración de la secular España, y al tiempo operan de forma incisiva en la yugular del Estado por el que supuestamente se desvelan. Quizá tenía razón Weber cuando atribuía a los países de tradición católica un afán por predicar y recogerse espiritualmente, en contraste con el valor que los protestantes otorgaban al trabajo y las relaciones mercantiles. Mientras unos miraban al cielo y perdían el tiempo los otros labraban el campo. Así que inevitablemente somos un país de charlatanes, alcahuetes y mercachifles, capaz de autodestruirse mientras discute si fue penalti o fuera de juego. Si los trajes los pagué yo o la factura la perdió mi mujer. No hay costumbre.