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Juan Gavasa

El signo de los tiempos

Por miedo a la docilidad

Por miedo a la docilidad

Albricias. Por fin tenemos reforma laboral. Ha quedado plasmada en el decreto ley del pasado viernes. El recurso a este procedimiento confirma que es el preferido por un Gobierno popular sin problema alguno de mayoría parlamentaria. La primera salva de ordenanza con la que la han recibido sus promotores hubiera podido proceder también de sus críticos porque se ha centrado en el reconocimiento de que será incapaz por sí misma de generar empleo. Así que en lenguaje matemático estaríamos ante una condición necesaria pero no suficiente. Eso sí, ya sabemos que ha gustado en Berlín hasta el punto de que la canciller Angela Merkel la ha puesto de ejemplo. Veremos ahora si el texto es capaz de llevarnos a la huelga general, como Mariano Rajoy se maliciaba en su comentario al primer ministro de Finlandia durante el Consejo Europeo del pasado 30 de enero en Bruselas.

Por el momento, los secretarios generales de Comisiones Obreras, Ignacio Fernández Toxo, y de la UGT, Cándido Méndez, rehúsan embestir al primer trapo que les han ofrecido. Prefieren quedar a la espera de que se den las condiciones objetivas, es decir, de que los perjudicados les obliguen a dar una respuesta de máximo calibre. Se confirma otra vez que las huelgas generales se hacen mejor contra un Gobierno socialista, según se observó en tiempos del presidente Felipe González, cuando se sumó incluso la patronal, y de José Luis Rodríguez Zapatero. Ahora, las circunstancias sociales son adversas para estas convocatorias. No por falta de motivos, sino por exceso de miedo paralizador. Porque el poder y su orquesta mediática han demostrado su extrema habilidad en la siembra del miedo con el resultado provechoso de recolectar actitudes generalizadas de parálisis reivindicativa y de mansa docilidad. Son los mismos estímulos que sostuvieron con éxito el caciquismo de tanta raigambre en nuestro país. Para que todo funcione hace falta además que se produzca una pérdida de horizonte. En este caso, de horizonte europeo. Porque como teníamos advertido o Europa recuperaba su poder radiante de difusora de derechos y libertades o acabaría por importar esclavitudes y precariedades. Y en esa segunda opción estamos empeñados en ser más competitivos que los chinos.

En su libro El crash de la información, Max Otte explica bien los mecanismos de la desinformación cotidiana que tanto ayuda en las tareas anteriores. Nuestro autor impugna la religión del neoliberalismo de estricta observancia. Deja claro que lo sucedido no habría tenido por qué suceder. Subraya que ni se ha embridado el mundo financiero ni se ha puesto freno a los agentes sin escrúpulos de una economía monetaria desbocada. En su opinión, la tendencia ha ido precisamente en la dirección opuesta: se han descompuesto las pautas generalmente reconocidas; se han eliminado las reglas que hasta ahora parecían funcionar bien para abrir el mercado y poder ocultar mejor comportamientos fraudulentos. Entiende Otte que la política lo puede todo cuando quiere y que auténticas regulaciones podrían haber reconducido a vías algo más tranquilas el desarrollo caótico del mercado. Pero argumenta que para eso se necesitaría otra cultura económica, lo que exigiría una rebelión contra la religión del neoliberalismo y la decisión de no abdicar del propio entendimiento.

Sucede que al eclipse de Europa se suma el declive de los Estados Unidos, con un sistema político crecientemente bloqueado que ofrece espectáculos como el de las primarias del Partido Republicano. Sucede, según explica Paul Krugman, que cunde la desigualdad y que los datos de la Oficina de Presupuestos del Congreso en Washington resaltan el aumento del desfase salarial y sitúan a Estados Unidos en la cima de los países donde la condición económica y social tiene más probabilidades de ser heredada. Entonces llegan los conservadores para restar importancia al estancamiento de los salarios y poner el foco en el hundimiento de los valores familiares de la clase trabajadora. Para estos abanderados de la moralidad tradicional es irrelevante que el salario base ajustado a la inflación de los hombres con el bachillerato terminado haya caído un 23% desde 1973 y que, mientras en 1980 el 65% de quienes con esta educación trabajaban en el sector privado tenían seguro médico, en 2009 ese porcentaje había descendido hasta el 29%. Mientras, Adam Gopnik en The New Yorker subraya que la tasa de presos por cien mil habitantes ha pasado de 222 en 1980 a más del triple (731) en 2010. En la actualidad hay más hombres negros sometidos a procedimientos penales que esclavos en 1850. De manera que el gasto en prisiones se ha incrementado seis veces más en los últimos 30 años que el de la educación superior. Atentos.

Artículo de Miguel Ángel Aguilar en El País

La Transición

La Transición

Artículo de Vicenç Navarro (Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas de la Universitat Pompeu Fabra) en Público

Una de las concepciones más extendidas en los círculos políticos y mediáticos de mayor influencia y difusión en España es que la Transición de la dictadura a la democracia fue modélica. Liderada por el monarca, tal Transición dio como resultado –según esta versión– una democracia homologable a cualquier otra democracia existente en Europa, lo cual se consiguió sin mayores convulsiones en las instituciones políticas, económicas, financieras y mediáticas del país. El supuesto éxito de tal proceso explica que se haya querido incluso exportar este modelo de Transición a otras dictaduras que estaban bajo presión para que se transformaran en sistemas democráticos. Varias veces, el ministro de Asuntos Exteriores ha sugerido a dictaduras en declive, y a sus opositores democráticos, que tomaran la Transición española como punto de referencia.

La misma concepción que valora la Transición española como modélica (elemento fundamental de la sabiduría convencional existente en el país sobre aquel proceso), también considera ejemplar el compromiso adquirido por las fuerzas políticas mayoritarias de no hurgar en el pasado. Es decir, olvidarse de las enormes violaciones de los derechos humanos, predominantemente realizadas por las fuerzas golpistas en contra de un sistema democrático, olvido que se defendía y continúa defendiéndose como necesario para construir el futuro. Parte de este objetivo asumía que los definidos como los dos bandos del conflicto civil eran igualmente responsables de lo acaecido y que, por lo tanto, era mejor cerrar cuentas y olvidarse de lo ocurrido. De esta concepción deriva la Ley de Amnistía, en que todas las violaciones quedaron amnistiadas, ley que se considera determinante para que ocurriera la Transición, supuestamente modélica. Hay que señalar que, aun cuando las derechas fueron las que promovieron esta versión de la Transición, muchos elementos importantes fueron también asumidos por grandes sectores de las izquierdas, lo cual contribuyó a que tal percepción se reprodujera casi como un dogma.

Tal dogma, sin embargo se basó en una falsedad. La Transición no fue modélica como tampoco lo fue la democracia que estableció. Fue un proceso realizado bajo el dominio de las fuerzas conservadoras y por los aparatos heredados del régimen anterior, liderados por la monarquía, y claramente enquistados en el Estado español. No fue una Transición pactada entre iguales: antes al contrario. Las izquierdas acababan de salir de la cárcel o de la clandestinidad y del exilio.

Su peso procedía de las enormes movilizaciones de la clase trabajadora y otros elementos de las clases populares que presionaron para que terminara aquel régimen. De ahí que, aun cuando el dictador murió en la cama, la dictadura muriera en la calle. No obstante, las izquierdas no tenían el poder ni para romper con aquel Estado ni para negociar en bases de igualdad, dando lugar al enorme sesgo conservador que existe, no sólo en las estructuras del Estado, sino también en las instituciones financieras, económicas, culturales y mediáticas del país. Es este poder el que explica las enormes insuficiencias del Estado del bienestar español, que 33 años después de terminar la dictadura todavía tiene el gasto público social más bajo de la UE-15. La democracia incompleta ha conducido a un bienestar claramente insuficiente.

No hay un indicador mejor de lo inmodélica que fue la Transición y de las enormes limitaciones que tiene la democracia española que lo que ocurrirá esta próxima semana. El Tribunal Supremo juzgará al único juez que se ha atrevido a exigir al Estado que encuentre a los desaparecidos durante la brutal represión de los golpistas sublevados contra las fuerzas democráticas, honrándolos, a la vez que denunciando a los responsables. Esta situación cubre de vergüenza a toda España.

¿Cómo puede España presentarse como una sociedad democrática cuando ocurre este hecho que culmina un proceso que reproduce una de las mayores injusticias que ha ocurrido en el siglo XX en Europa? España es el país donde ha habido un número mayor de desaparecidos por causas políticas en Europa sin que se haya hecho nada sobre ello. Y cuando se quiere hacer algo, el Estado (nada menos que el Tribunal Supremo) quiere cerrar el caso y castigar al juez que osó mirar bajo la alfombra e intentar hacer algo de limpieza, reconociendo además a aquellos que fueron asesinados por su compromiso con la democracia. La comparación de lo que está ocurriendo en España con lo sucedido en otros países que sufrieron dictaduras fascistas o fascistoides semejantes es un indicador más del enorme subdesarrollo democrático de este país. En ningún otro país ha habido la ocultación de esta enorme represión, dejando indefensos a las víctimas y a sus familias, que no pueden ni siquiera honrar a sus muertos (que son los muertos de todos los demócratas) por no saber dónde se encuentran. El contraste entre el comportamiento del Estado español hacia las víctimas del terrorismo de ETA y el de las víctimas de las fuerzas golpistas y del Estado terrorista es bochornoso (no hay otra manera de definirlo).

Esta situación es indignante y vergonzosa. El Tribunal Supremo no es consciente del enorme desprestigio que el enjuiciamiento de Garzón por el caso de los desaparecidos significa para la Justicia española y para el Estado español. En el programa de humor de mayor audiencia en Estados Unidos se señalaba que, en la misma manera que Bolivia, sin mar, tiene Ministerio de Marina, España tenía Ministerio de Justicia. ¿No se dan cuenta de la vergüenza que están originando los miembros del Tribunal Supremo con su comportamiento, en el ámbito internacional? Por mera coherencia democrática debería haber manifestaciones a lo largo del territorio español en protesta por el insulto que el enjuiciamiento de Garzón supone a todas las fuerzas democráticas de España y del mundo.

Obama, Osama y Hammurabi

Obama, Osama y Hammurabi

Por Víctor Sampedro, Catedrático de Comunicación Política

Ninguna guerra es santa, a pesar de las arengas-homilías de los capellanes castrenses. Pero hacemos distingos. En Occidente ya no vamos de cruzada, sino en "operaciones humanitarias y de paz". Identificamos Guerra Santa con Yihad y terrorismo religioso, con Islám. Un reduccionismo interesado. Una cadena de montajes, que es preciso desmontar.

El Presidente Obama finalizó el anuncio oficial de la muerte de Osama Bin Laden definiendo a los EE.UU. como "one nation, under God, indivisible, with liberty and justice for all". ¿Unidad de destino universal por designio divino? ¿Libertad y justicia mediante "operaciones quirúgicas" sin detenciones, procesos ni condenas previas? Reconozcamos el fundamentalismo democrático que nadie parece percibir, excepto quienes lo padecen.

Los amargos frutos del ardor guerrero democrático son ineludibles. A pesar de justificarse en la democracia y el diálogo de civilizaciones, "nuestras" guerras (en rigor, sólo ponemos impuestos y víctimas) responden a la geopolítica del realismo duro; cada vez más sucio: unilateralismo con doble vara de medir, al margen del derecho internacional con guerras no declaradas o ilegales. Y, una vez metidos en faena, no distinguimos civiles y combatientes, campos de refugiados y de terroristas, a estos y a sus familiares.

Justificar estas liberaciones genocidas, conducidas a sangre y fuego, dictadas por intereses espúreos y evidentes resulta demasiado cansino y, por ello, las argumentaciones morales dan pronto paso al "militarismo deportivo" del "Nosotros, frente a Ellos". "Obama 1 - Osama 0", que rezaban las pancartas en EE.UU. Maniqueísmo de estadio para los crímenes de Estado.

¿Un montaje? Pues claro, como el del 30 abril pasado, ante los corresponsales en la Casa Blanca: casi un monólogo del Club de la Comedia, cuajado de videos jocosos. El perfecto retrato del papel que juegan los políticos y los periodistas. Un montaje, claro que sí, con independencia de que Bin Laden hubiese muerto años antes o, al contrario, que ni siquiera lo hubiesen lanzado al mar y viviese oculto en el rancho de Bush. La Guerra contra el Terrorismo no ha sido otra cosa que un montaje desde que empezó. Se libraba contra los engendros subvencionados por la CIA frente al comunismo (talibanes y Sadam Hussein). Se celebró la victoria en Irak hace 8 años. Aquí llegaron a confundir ETA con Batasuna y a esta con los responsables del 11S (lo ha repetido, con malicia y maledicencia, E. Aguirre: que Bin Laden nunca reivindicó la masacre de Atocha).

El anuncio de esta muerte anunciada llega al mismo tiempo que las noticias del asesinato del hijo menor de Gadafi y tres de sus nietos, por obra de "nuestros" bombarderos. Coincide, además, con el Día de la Memoria del Holocausto judío en Israel. ¿Un regalo de aniversario al sionismo internacional? Y, en todo caso, se viene a sumar a la respuesta que está dando Washington a las revoluciones árabes.

Después de Libia (añadiendo una guerra civil a las desatadas en Afganistán e Irak) viene este gesto de poder, este aval del brazo vengador del Imperio; que, en el fondo, muestra impotencia de verdadero impulso democratizador. Se extienden los bombardeos a poblaciones civiles y los asesinatos selectivos, frente a las revoluciones pacíficas que exigen (en contra de Washington, antes y ahora) el procesamiento judicial de sus dictadores. La razón es obvia: también acabarían sentados en el banquillo sus conmilitones occidentales; muchos en el poder. Cualquiera de los manifestantes de Yemen y Siria hace más por la democracia que todos los ejércitos del mundo juntos. Pero un doble mensaje neocolonialista está siendo propagado: os liberaremos y mataremos a quienes disputen nuestra libertad. Una libertad cada vez más recortada y, en todo caso, regalada: así que no cabe mirarle el diente. ¿O no ven aún el colmillo retorcido? ¿Precisan sentirlo en carne propia?

Mi biografía mediática registra ya varios ajusticiamientos de matarifes oficiales, caídos en desgracia ante sus apoderados extranjeros. Del álbum de los horrores recojo los despojos audiovisuales de tres Frankestein ajusticiados por sus creadores: (1) la muerte casi en directo de los Ceacescu, tan útiles cuando cuestionaban el Telón de Acero; (2) un piojoso Sadam Hussein, primero arrestado y después grabado con una cámara "casera" antes de ser ahorcado. Y (3) ahora el bombardeo y entierro marino, por ahora sin imágenes, del terrorista por antonomasia.

Quien considere lo que nos dicen que ha ocurrido como una prueba de fuerza de EE.UU. y un avance antiterrorista -comparado con lo que hubiera supuesto la captura, el interrogatorio y el, entonces sí, factible desmantelamiento de las finanzas e infraestructuras de Al Qaeda- demuestra ser un hooligan de la guerra santa. Los verdaderos marcadores (y únicos vencedores) son los índices de Wall Street y el dólar frente al euro.

En cualquier caso, el fin de Osama Bin Laden, de su trayectoria vital o del relato mediático que de él han construido (¿qué mas da?, ¿quién los distingue?); en todo caso, digo, viene a demostrar lo contrario de lo que mantienen nuestros dirigentes. Las intervenciones bélicas lanzadas tras el 11-M han sido ineficaces para detener a Bin Laden y desarticular a Al Qaeda. Le han matado en una mansión de un barrio militar (no una cueva) de un país "aliado" (Paquistán, ni Irak ni Afganistán) y mediante una pequeña fuerza de ataque, no desplegando tropas de ocupación.

El supuesto fin de Bin Laden denuncia, y en modo alguno justifica como pretende Obama, la guerra antiterrorista. Nos recuerda, sobre todo, nuestra condición de víctimas, de esta su guerra y del recorte de información y libertades que conlleva. El mismo discurso triunfalista advierte del aumento de la amenaza yihadista.

Por eso recomiendo resintonizar las pantallas en los frentes que sí son los nuestros: el apoyo a las insurgencias civiles y desarmadas de las revoluciones aún en curso, a los refugiados políticos del Magreb y Oriente Medio, a la resistencia palestina, a los pacifistas de Israel... Si no saben de ellos es porque se los han escamoteado Obama, Osama y sus respectivos propagandistas. Basta de atenderles jalear a sus huestes de hooligans desde las tribunas o el fondo del mar.

III República

III República

En el 80 aniversario de la proclamación de la II República española resuenan las cornetas del apocalipsis. Y el grito de indignación que ha puesto de actualidad el nonagenario Stéphane Hessel viene a constatar tristemente que los valores por los que se alzó aquella esperanza republicana siguen dolorosamente vigentes. “Sois responsables en tanto que individuos” proclamaba Sartre. Es la máxima del republicanismo; la exaltación de la ciudadanía como motor de la sociedad. La invocación a la militancia activa en el alimento democrático como parte fundamental de la corresponsabilidad colectiva.

El libro de Hessel es extremadamente simple. Se trata de una simpleza inocente e ingenua que se torna aterradora al constatar su necesidad. Podría ser un manual para adolescentes, un apéndice de educación para la ciudadanía, un manual de instrucciones para una vida sostenida sobre valores tan básicos y elementales que produce pudor recordarlos. Pero es, precisamente, el eco de la nada que proyecta esta sociedad el que suena atronador cuando se precipita al vacío. Dice Hessel que la indiferencia es la peor de las actitudes. Y que la exasperación es la negación de la esperanza. Dice Hessel que la distancia entre ricos y pobres se ha agrandado hasta extremos indecentes. Y recuerda que en el momento de la historia en el que las naciones concentran mayor riqueza y avances tecnológicos nos aseguran que es imposible mantener los niveles de bienestar. Nos engañan.

El retroceso social es inversamente proporcional a la concentración de la riqueza en unos pocos y a la pérdida de soberanía de las naciones. Vivimos bajo una nueva dictadura virtual, sin rostro ni ejércitos. Una dictadura universal. Más devastadora. Hessel, que fue uno de los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, habla de la indignación como expresión de vitalidad, como ejercicio de supervivencia, como simple gesto de existencia.

Pero me temo que los ciudadanos perdimos hace tiempo nuestra capacidad de indignación. Al menos por las cosas que expresan la calidad de una ciudadanía y los valores de la democracia. En mi pueblo hace unas semanas un grupo de vecinos se movilizó para repintar la cruz que desde principios del siglo XX corona la peña Oroel. Alguien pintó unas extrañas formas en esa cruz de hierro y provocó la indignación de algunos de mis paisanos. No defiendo al artista anónimo pero asistí con extraña desazón a la movilización espontánea de estos ciudadanos, que apelaban a un rancio sentimiento de pertenencia para catalogar como simbólica esa cruz que representa a una religión que a mí no me representa. La tentación de clasificar entre buenos y malos ciudadanos en función del sentimiento que despertaba ese mamotreto ponto se convirtió en el combustible de esa cuadrilla vecinal.

En esta democracia nuestra nos indignamos por asuntos fútiles pero permanecemos ajenos a los problemas que nos deberían de definir como sociedad. A veces pienso que Hobbes tenía razón y que añoramos un Leviatán que piense y decida por nosotros para evitarnos incómodos conflictos y pesadas responsabilidades. De ahí nuestra tendencia a culpar de forma infantil al gobierno de turno de todos nuestros males, obviando que ni vivimos en una economía planificada ni estamos exentos de la condición de ciudadanos. Somos responsables en tanto que individuos pero me temo que la democracia española ha crecido sin alumbrar una sociedad madura. Los años de bonanza económica han sido nefastos para la construcción de una conciencia colectiva en la que el ciudadano responsable asuma una serie de derechos y obligaciones. La riqueza ficticia ha arruinado los valores morales y ha engendrado una sociedad sin capacidad de reacción ni espíritu ciudadano.

Hoy se celebra en cientos de pueblos y ciudades de España el 80 aniversario de la proclamación de la II República. Aquel 14 de abril de 1931 fue un día de éxtasis colectivo, de felicidad entusiasta, esperanzadora e inocente. El nefasto Alfonso XIII abandonaba el país al comprobar “que no tengo el amor de mi pueblo” y se iniciaba el más serio y honesto periodo de modernización y progreso en la historia de España. Ocho décadas después existe un fuerte y creciente sentimiento republicano arraigado en el país, que convive con una suerte de nostalgia tricolor que ni es sincera ni republicana, es simplemente sentimental.

En mi pueblo este día se dedica a honrar la memoria de los que cayeron durante la Guerra Civil defendiendo el gobierno legalmente constituido. Se hacen unas ofrendas de flores y después se comparte mesa y mantel. Inconscientemente se da pábulo a las tésis de la historiografía oficial del franquismo y de sus herederos, que establecen una relación causa efecto entre el periodo republicano y la Guerra Civil.  No existe el menor interés por avanzar en la actualización del discurso republicano para adaptarlo al siglo XXI y establecer debates públicos con el horizonte de la III República. Esta posición –que nace del dolor comprensible por la memoria de los asesinados pero no de una conciencia cívica-,  cultiva una especie de martirologio profano que despierta conciencias pero no las alimenta. Reivindicar la memoria de la II República es un plácido ejercicio que no exige grandes compromisos ni excesivas implicaciones políticas, actitudes sin las que nunca será posible aspirar a una III República. Ésta sólo llegará arrastrada por la movilización social.  De abajo a arriba.

Democracia fallida

Democracia fallida

Arturo González hoy en Público

Saben que nos tienen cogidos por los testículos de la democracia. Por eso se permiten chanzas, fraudes y desprecios.

Vivimos en un sistema político con grandes virtudes, pero con grandes defectos, que no sé cuándo va a ser hora de rectificarlos, con la coartada de que llevamos 32 años de aceptable convivencia.

¿Los ciudadanos deben hacer lo que les digan los políticos o los políticos deben hacer lo que les digan los ciudadanos?

Por ejemplo, queremos listas electorales abiertas, de modo que podamos rechazar a quien no deseamos. Así, en Valencia podría darse el caso de que el PP ganase ampliamente, pero se rechazase a Camps como elegido. Sería una forma de redención del pueblo valenciano.

Queremos que no se pierdan cientos de miles de votos a los partidos pequeños, por el sistema electoral que tenemos. Para ello no es preciso cambiar la Constitución. ¿Por qué los partidos estrella no ofrecen esta pregunta a sus electores?

No queremos la sumisión al Partido que se exige a los diputados. Queremos que tengan contacto permanente con los ciudadanos de su circunscripción. Y queremos que los candidatos de cada provincia sean de esa provincia y no vengan impuestos por la jefatura central.

No queremos que se judicialice  todo asunto político, que no hace sino envenenar la política y eterniza las soluciones. Queremos que resuelvan las diferencias en el Parlamento y sin trampas.

Queremos que no insulten. Queremos un uso restringido de su inmunidad.

Queremos que se implante un porcentaje mínimo de participación para que unas elecciones sean válidas, de modo que la abstención pueda librarnos del secuestro al que nos tienen sometidos los políticos.

Queremos que si el Rey es árbitro, como señala la Constitución, le hagan caso.

No queremos que las circunstancias hagan que siempre paguen los débiles.

Queremos un Estado aconfesional, como preceptúa la Constitución, sin tamaños privilegios a la Iglesia católica.

Queremos que a los jueces los elijan directamente los ciudadanos, y no los políticos ni los propios jueces.

No queremos que el otro nunca lleve razón. Queremos oposición y crítica constructiva.

No queremos que las autonomías hagan lo que no queremos para el Gobierno central.

Queremos, y exigimos, que sean capaces de pactar una Ley de Educación.

Y queremos que la basura, todo tipo de basura, desaparezca de nuestras vidas.

El Cairo

El Cairo

“Muchos de los autos marchaban sin duda hacia la plaza de Oriente. La curiosidad del público estaba concentrada allí. La multitud se apretaba densa y amenazadora. Habían tenido que acordonar el Palacio Real. En la puerta del edificio estaban pegados los retratos de Galán y García Hernández”.

Pío Baroja

 

Cuando veo estos días las emocionantes imágenes de las movilizaciones de los ciudadanos egipcios en contra de Mubarak, o las de hace unas semanas en Túnez que acabaron con el sátrapa Ben Alí, tiendo a reflexionar –como tantas otras veces-, sobre nosotros mismos y el concepto excluyente que tenemos del sentido de la democracia como patrimonio de Occidente.

La ejemplar lucha por la libertad de los ciudadanos de varios estados árabes debe obligar, inevitablemente, a una profunda meditación de las principales potencias occidentales y de los países que conforman la Unión Europea. Ensimismados en nuestro modelo de civilización, hemos aceptado para los otros dictadores con máscara de demócratas aupados al viejo mantra de “mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer”. O peor aún; mejor una dictadura con cara amable que una democracia de la que emane una decisión popular incómoda para nuestros intereses.

Julio Anguita decía el otro día en una entrevista en el diario Público que los españoles nunca lucharon por la libertad, “ésta cuando vino siempre fue regalada”. Se refería fundamentalmente a la Transición y al discreto papel que jugaron los ciudadanos en la recuperación de la democracia. Esta tesis no es compartida por la historiografía oficial y por algunos historiadores como Nicolás Sartorius y el aragonés Alberto Sabio, que en su libro “El final de la dictadura. La conquista de la democracia en España. Noviembre 1975–junio 1977”, defienden la tesis de que la lucha sindical, los movimientos universitarios y el trabajo sordo de la oposición fueron fundamentales para el deterioro irreversible del régimen franquista. En el libro publicado en 2007 argumentan que la esperanza de un franquismo sin Franco a la que se aferraban los hombres del dictador, se transformó en una hipótesis inviable entre noviembre de 1975 y junio de 1976 gracias al irrefrenable aliento democrático que movilizó a millones de españoles.

Sin duda ha transcurrido un tiempo prudencial, que en historiografía se antoja necesario, para considerar de forma objetiva hipótesis como la que trabajan los dos autores, pero entiendo que Julio Anguita se refería a los procesos previos al hito histórico. La forma en que estos se producen y los fenómenos que lo provocan. El político, que lidera en la actualidad una plataforma que reflexiona y trabaja en defensa de la III República, considera que el estado republicano sólo llegará como consecuencia de un proceso de cambio que nazca de la sociedad y nunca de las élites políticas, como ocurrió durante la Transición. Es decir, necesariamente tendrá que crecer de abajo a arriba para que se consolide.

Franco murió en la cama. La autopsia del dictador bien podría ser el acta de un fracaso, el documento que certificó la claudicación de una sociedad que en su inmensa mayoría prefirió durante décadas acomodarse antes que arremangarse. No se puede culpar a las sociedades sometidas al terror de un dictador. El miedo es tan legítimo como la constatación de la derrota. El miedo hace tanto ruido como el valor. Sus consecuencias, a veces, dicen mucho de una sociedad. Los españoles no hicieron suya la calle hasta que el dictador no descansó bajo la cripta del Valle de los Caídos. Entonces surgieron los demócratas convencidos y los luchadores por las libertades de toda la vida. La Transición sigue considerándose un modelo de reconciliación y convivencia pero en el fondo sabemos que fue la carta de naturaleza de una rendición necesaria, el sacrificio supremo de medio país para que le dejaran vivir en paz, sin cuentas pendientes.

En algo se equivoca Julio Anguita. Hubo un día, hace ahora 80 años, en que los españoles perdieron el miedo al poderoso y salieron a la calle para decirle que se fuera. Primero hablaron las urnas y allí donde el cacique rural no pudo manipular las urnas y las conciencias, el pueblo se expresó libremente y le dijo al monarca que había llegado la hora de la libertad, la justicia social y la igualdad. Los días que transcurrieron entre el 11 y el 14 de abril de 1931 Madrid fue El Cairo, fue Túnez, fue Ammán… Madrid fue la vanguardia de un sentimiento popular que trajo pacíficamente la II República. Otros se juegan estos días la vida para traer a sus países la democracia.

Gabilondo

Gabilondo

Se acaba este 2010 y uno tiene la sensación de que un mundo se derrumba alrededor –un mundo de convicciones y anémicas certezas-, y que somos testigos activos de un proceso revolucionario en el que buscamos de forma errática nuestra posición de acuerdo a nuestros principios. Si es que existen.

Estos días he leído “La agonía de Francia”, un lúcido análisis de los días previos a la invasión alemana escrito por ese maravilloso periodista español que siempre es necesario reivindicar, Manuel Chaves Nogales. Él es protagonista privilegiado de aquella convulsión que yuxtapuso a otra tragedia que acababa de dejar atrás: la guerra civil española. Chaves Nogales describe con su prosa vigorosa pero ágil y resuelta la crónica de una claudicación; la de la sociedad francesa ante la evidencia de la irrupción del fascismo en su peor versión.

El periodista andaluz rastrea en la sima moral abierta por una ciudadanía que decidió renunciar a los valores democráticos universales que representaba su revolución. Ellos, más que ningún otro país, tenían la obligación de defender lo que en herencia les correspondía –y que después asumieron como una conquista de la humanidad otras muchas naciones-, pero Chaves Nogales asiste desnortado a la renuncia absoluta de la población francesa. Esa pasividad complaciente de los ciudadanos facilitó la invasión de las tropas alemanas y el inicio de uno los periodos más oscuros de la reciente historia de Francia.

Chaves Nogales es especialmente severo con los ciudadanos franceses, en una medida que sólo puede explicarse desde la irrenunciable “honestidad crítica” que siempre guió su ejercicio periodístico. Esta posición le permite afirmar sin peajes morales que los políticos franceses estuvieron a mayor altura que los ciudadanos a los que representaban en aquellos días de turbación. En su análisis establece inevitables sincronías con las teorías defendidas por filósofos de la época como Ortega y Gasset y sus tesis sobre las masas.

Aquellas reflexiones sobre la responsabilidad social de los ciudadanos siguen teniendo, desde mi punto de vista, dolorosa vigencia en nuestros días. Iñaki Gabilondo, quien ayer en su despedida de CNN Plus reivindicó también su “honestidad crítica” como principal bagaje de su carrera profesional, ha disertado frecuentemente sobre el papel de la sociedad en estos tiempos de confusión, cambios y abulia. La grave crisis económica ha mudado viejos hábitos pero ha puesto también sobre el foco de la opinión pública el retrato de una sociedad democrática que ejerce poco como tal. Es una renuncia también, enmascarada en imposturas y descréditos generalizados que parecen más convenientes para la molicie general. Como escribía Daniel Pennac, fomentar la incapacidad de uno mismo resulta más cómodo y eficaz que el esfuerzo por erradicarla. Esta miasma en la que estamos enfangados facilita, desde mi punto de vista, procesos de desmovilización social, renuncias al ejercicio de la ciudadanía y la aceptación de nuevas dictaduras que no necesariamente tienen que vestir de verde.

La más atroz de esas dictaduras es sin duda, la que procede de esa entelequia llamada mercados. Hemos aceptado que no existe otro camino para resolver los problemas. Hemos renunciado a otros caminos para salir de la crisis y hemos convenido que las recetas ultraliberales que nos imponen son las únicas que pueden ser aplicadas con éxito. Nos han convencido y hemos metabolizado ese discurso. Lo hemos hecho propio. La propaganda ha tenido el mismo efecto que tuvieron las soflamas fascistas y comunistas en el primer tercio del pasado siglo. Y en este contexto social e histórico asistimos a nuevos debates que ilustran los cambios meteóricos que sufrimos. Uno de ellos es el de la cultura y su concepción mercantil en la discusión sobre la legalidad de las descargas gratuitas en internet.

Quiero referirme a la conocida como “Ley Sinde”, cuyo debate y conclusión ha reafirmado la triste realidad de la pérdida irreversible del valor de la cultura como bien social. Las generaciones que han crecido educadas en la idea de la gratuidad de la cultura ya no retrocederán en su costumbre. Considero que es una batalla perdida. Es cierto que han cambiado los hábitos de consumo cultural pero eso nunca puede suponer el cuestionamiento de la propiedad intelectual. No puede ser el usuario el que establezca las condiciones del juego con la plácida complicidad del único beneficiario de esta tropelía, el operador de telefónica.

Detrás de este conflicto existe, desde mi punto de vista, un problema de civismo y conciencia ciudadana, el derrumbamiento de unos valores que por ser cuestionados no puede considerarse que han perdido vigencia y son antiguos. Es el todo vale, la sociedad de los derechos pero ninguna obligación. No puede derrumbarse un sistema de valores construido durante décadas con el perverso argumento de que es caduco. Un argumento que esgrimen interesados los que no tienen interés en que continúe porque, fundamentalmente, pone en tela de juicio su catadura moral.

Son ellos (ese colectivo de internautas que excluye a otros millones de internatutas), de nuevo, los que establecen las normas e incluso se permiten la osada recomendación a los afectados de que busquen otras fórmulas de negocio. Que las que tenían hasta ahora ya no valen porque ha surgido una herramienta terriblemente eficaz, muy democrática e infalible de saqueo que, en realidad dicen ellos, es un canto a la libertad. Es esta sociedad empobrecida, que abarata el bien cultural hasta extremos deleznables. La sociedad de la TDT, de los frikis que decía Gabilondo. La sociedad que asiste al cierre de un proyecto periodístico honesto y de calidad como CNN Plus, mientras al mismo tiempo la tele del corazón y de Belén Estéban hace una exhibición continua de músculo en este solaz que es España.

Yo creo que el problema reside en cómo percibimos la cultura. Y tengo la sensación de que los que defienden esta barra libre tienen poco aprecio por la cultura como dinamizador social… en su libre mercadeo la han infravalorado de una manera, me temo, irreversible ante las próximas generaciones. Decía Alejandro Sanz que es la “dictadura de los señores de la red”. No quiero entrar en esas declaraciones de trazo grueso que tanto daño están haciendo al debate. Pero creo que la cuestión no debería de llevarse sólo al terreno de la legalidad sino también al de la ética y la moralidad. En definitiva, al de la propia educación.

Frecuentemente se mezcla este argumentario con el maniqueo discurso de la evolución de las tecnologías. Suelo escuchar la historia de la imprenta como ejemplo gráfico. Cuando Gutenberg inventó la imprenta acabó el trabajo de los amanuenses. Cuando se inventó el cine la radio desapareció como instrumento de ocio familiar. Cuando surgió el CD acabó la vida del vinilo y el DVD apuntilló el VHS. En todos estos casos se olvidan de matizar que lo único que cambió fue la manera de almacenar el producto cultural. En ningún momento de esos procesos históricos se cuestionó la propiedad de los derechos sobre ese producto.

La aparición de internet, las descargas libres y el tráfico de documentos no puede soportar la falaz idea de que, abiertas las puertas del campo, ya no existen normas ni leyes que protejan a los dueños de esas propiedades. Deberán de buscarse otras fórmulas para seguir viviendo porque nosotros, los internautas, (un concepto que me empieza a sonar tan fraudulento como el de los mercados) hemos encontrado las nuestras para robarles impunemente. Por supuesto, esta barra libre sólo está vigente para los bienes culturales. El resto, hasta la última cerveza que nos tomemos una noche de jarana, la pagaremos como es debido.

Los que han aplaudido el fracaso de la Ley Sinde (que yo soy incapaz de defender ni de cuestionar), consideran que ha sido un triunfo de sus postulados. Ha sido una enmienda a la totalidad que confirma que un mundo ha muerto y que el que le ha sustituido no admite nuevas normas. Es interesante, como recordaba hoy el director Nacho Vigalondo (una de las voces más moderadas en este debate), que los que han atacado el texto de la Ley se apoyaban en otras leyes como la de Propiedad Intelectual de 1987 para protegerse de la posible ilegalidad de sus acciones. Es decir; proclaman que el viejo régimen ha muerto y que la industria audiovisual tiene que asumirlo y adaptarse, pero ellos siguen rigiéndose por leyes creadas en un tiempo en el que ni había ni se esperaban noticias de internet.

Este complacido conservadurismo parece la rutina del sacacuartos de toda la vida. La apelación de los internatutas (yo también lo soy pero nunca me han consultado), a la Ley de derecho a copia privada que se estableció en 1995 sólo puede causar bochorno. Sin profundizar en el hecho de que el reconocimiento a esta marco legal supone también, implícitamente, la asunción del delito. Aunque no se manifieste explícitamente. En la apropiación de la ley existe la constatación de la prueba. Es evidente que estamos inmersos en plena revolución. Somos testigos presenciales del profundo y vertiginoso cambio que está experimentando nuestra sociedad. Tan vertiginoso que no tenemos tiempo para digerirlo. Y tendrán que pasar unas décadas para que podamos analizar con perspectiva la magnitud de estos cambios y, sobre todo, cuál fue nuestro papel en mitad de este nuevo escenario. Necesitamos tiempo y distancia para reflexionar sobre nuestras responsabilidades.

Sería ingenuo mantener posturas reaccionarias y anhelar una sociedad petrificada como si fuera un cuadro de Magritte. Hay que asumir la nueva realidad pero no desprenderse de los valores que nos constituyen como tal. Eso nunca pasa de moda. Internet es una maravillosa herramienta de difusión cultural, uno de los mejores inventos de la humanidad. Y gracias a él muchos creadores anónimos han podido divulgar su obra y darse a conocer fuera de los anquilosados circuitos convencionales. Pero esta verdad considero que no puede interpretarse como el final de un tiempo en el que la cultura era un bien por el que había que pagar, como se paga la barra de pan o el coche que conducimos. Pienso que el conflicto nació cuando el ciudadano, escondido en el anonimato de la intimidad de su casa,  descubrió fascinado la posibilidad de llevarse gratis lo que antes debía de pagar. El problema es de la industria discográfica, de los legisladores, de las compañías telefónicas, de los creadores… De acuerdo. Pero el problema lo creamos nosotros, los ciudadanos. La última versión del Lazarillo.

Voto femenino

Voto femenino

El 19 de noviembre de 1933, los colegios electorales abrieron sus puertas para celebrar unos comicios con una novedad trascendental: las mujeres participaban con su voto en unas elecciones generales. Antes que Francia, Bélgica o Italia, la II República española reguló su derecho al voto como dictaba la Constitución de 1931 en su artículo 52: “El Congreso de los Diputados se compone de los representantes elegidos por sufragio universal, igual, directo y secreto”.

El debate parlamentario, liderado por Clara Campoamor, sobre la participación de las mujeres como electoras en igualdad de condiciones con los hombres, hizo difícil el trámite. La oposición al voto femenino utilizó desde distintas posiciones políticas todo tipo de argumentos; desde el puro machismo, el miedo a la manipulación del voto femenino por parte de los sacerdotes católicos o la concepción de una España que todavía no estaba preparada para ese cambio.

Independientemente de aquel debate, de la victoria de la CEDA y de lo injustos que fueron ciertos sectores progresistas con Clara Campoamor; aquel 19 de noviembre se celebraron unas elecciones totalmente democráticas. Pero ¿por qué esa fecha no es conmemorada por las instituciones?

Con la muerte del dictador Francisco Franco se abrió la posibilidad de recuperar la democracia, algo por lo que habían luchado durante la dictadura muchos hombres y mujeres que no tienen fotografía en ningún libro de historia. Quienes pilotaron el proceso, o bien debían cambiar de chaqueta y de camisa, o bien, desde la oposición al franquismo y después de 40 años de dictadura, sólo tenían en mente conseguir la democracia. A costa de muchas renuncias o con objetivos de promoción personal borraron conscientemente el pasado democrático.

De ese modo construyeron en tiempo real el mito de la Transición; muy alto y muy frondoso para que cuando la sociedad mirase hacia atrás no pudiera ver que la Transición española a la democracia ocurrió en los años treinta. Así la paternidad y la maternidad de esas libertades políticas podía ser ocupada por representantes de luchadores antifranquistas y usurpada por antidemócratas disfrazados de constructores de libertades.

La ocultación de ese proceso, la negación de su existencia, ha tenido diversos efectos perversos, entre ellos el de convertir la dictadura franquista en “la transición a la Transición”, con todo lo que tiene de edulcorante esconder el aplastamiento de aquella primera democracia. Borrando ese pasado, ocultando ese precedente, resultaba natural que no se depurasen los principales aparatos del Estado, porque eran ellos los que habían propiciado las condiciones que convirtieron el franquismo, de la noche a la mañana, en una democracia ejemplar.

Así tenemos hoy a eminentes franquistas formando parte de la vida pública, capitaneados por Manuel Fraga, capaz de afirmar hace unos años que el siglo XX había comenzado en España en 1936. El asesinato de miles de civiles y toda la represión generada por el franquismo era lo que había modernizado este país. ¿Qué ocurriría en Alemania si alguien sostuviera que en 1933, con el ascenso de Hitler al poder, llegó la modernidad? Los casos son numerosos y algunos igual de relevantes, como el de Rodolfo Martín Villa, que de la camisa azul y el brazo en alto pasó a ejercer tras la muerte del dictador una forma de guerra sucia y aún hoy mantiene el discurso de que en el franquismo todos fuimos víctimas.

La partida de nacimiento de nuestra democracia sufrió numerosos tachones en la segunda mitad de los setenta, con el objeto de asignar el honor de su origen a quienes no hicieron nada por favorecer el regreso de las libertades hasta asegurar su impunidad y la continuidad de sus privilegios.

Se trata de una ocultación que continúa. En 2008 mi hija estudiaba cuarto de primaria. En su libro de Conocimiento del Medio había un capítulo dedicado a las instituciones. En el apartado relativo al Congreso de los Diputados se decía que las primeras elecciones democráticas con voto masculino y femenino se habían celebrado hacía “más o menos 75 años”. ¿Para averiguarlo era necesaria una prueba de carbono 14 o bastaba con ir a una hemeroteca o a algún libro de historia y localizar la fecha exacta? Entonces, ¿por qué esa imprecisión a la hora de enseñar esa fecha tan importante? ¿Por qué no decir que esos comicios se celebraron durante la Segunda República?

Según los franquistas iban creando las condiciones para su ingreso impune en la democracia, los paladines de las ciencias sociales dieron continuidad a los trabajos de Juan José Linz, que bautizó la dictadura del general Franco como “régimen autoritario”; es decir, casi democrático. Politólogos, sociólogos y periodistas comenzaron a construir una historia a la medida de los padres e hijos del franquismo y de una monarquía que debía inventar una imagen democrática después de que Juan Carlos de Borbón hubiera ido de la mano del dictador durante años.

En este contexto, el proceso de recuperación de la memoria iniciado hace unos años tiene entre sus objetivos reconocer que el origen de nuestra democracia está en el año 1933, momento en el que de verdad entró nuestro país en el siglo XX. Eso hace que al ver los crímenes del franquismo se exija justicia o, al conocer el abandono y el desprecio que han padecido por los padres y las madres de nuestro primer periodo democrático, se sienta que se ha llevado a cabo una usurpación de sus logros y sus luchas.

Sólo falta esperar a que las instituciones liberen la historia, dejen de utilizarla para el embellecimiento de dudosas biografías y conmemoren una fecha que fue un paso para la humanidad y un gran salto para nuestra sociedad.

Emilio Silva es presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. Artículo publicado en Público.