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Juan Gavasa

Pirineo

Bielsa

Bielsa

En la primavera de 1938 la ruptura del frente del Ebro con el avance de las tropas nacionales hacia el norte dejó aisladas en las estribaciones pirenaicas a la 31ª y 43ª divisiones republicanas. La primera huyó en desbandada y la segunda se hizo fuerte desde el 14 de abril hasta el 15 de junio en la popularmente conocida como Bolsa de Bielsa. 8.000 soldados mantuvieron una heroica defensa de sus posiciones ante el acoso de los 15.000 hombres del ejército franquista y las bombas de la inclemente aviación.  

Al frente de esa defensa se erige Antonio Beltrán, apodado “El Esquinazau”, un personaje con una trayectoria vital digna de ser novelada. Había participado en la trama civil que respaldó a los capitanes Galán y García Hernández en la sublevación republicana de Jaca de diciembre del 31. Antes había estado luchando en México con los zapatistas y en Estados Unidos. Después de la Guerra Civil combatiría en la Segunda Guerra Mundial y se graduaría en la Academia Frunze de la URSS antes de regresar a México para acabar sus días como pastor. Lo dicho; una vida de novela.

            Beltrán ideó un plan magistral para resistir los ataques franquistas. Simularon la rendición entre el 14 y el 15 de mayo y encendieron hogueras para hacer creer al enemigo que se estaban despojando del material bélico.  Al día siguiente, confiados los oficiales franquistas, comenzaron a avanzar a campo abierto y al alcanzar las posiciones republicanas recibieron el ataque sorpresa. La pequeña victoria tuvo una gran resonancia en el bando republicano, necesitado de acciones que levantaran la decaída moral. Incluso el jefe del Gobierno, Juan Negrin, se desplazó hasta Bielsa para insuflar ánimos a los embolsados.

            La respuesta franquista no se hizo esperar. Los bombarderos Heinkel 45 y Savoia 79 escupieron una y otra vez durante varios días su mortal carga, arrasando por completo Bielsa. La 43 organizó una retirada ordenada y ejemplar que tiempo después sería estudiada en las academias militares soviéticas. Los puertos de Lera y Viejo fueron los escenarios de la dramática huida de los belsetanos por unos caminos imposibles por la nieve. Niños, abuelos, mujeres y heridos mostraron la cara más terrible de la guerra. La mayoría de los soldados republicanos volvieron nuevamente a España para seguir combatiendo hasta el final.

Cauterets

Cauterets

En 1843 la viajera Juliette Drouer había escrito en su diario las impresiones de su primera visita al balneario de Cauterets. En aquellos momentos era uno de los centros termales más populares del Pirineo, punto de reunión de buena parte de la aristocracia europea. Pese a todo, Drouer contaba que los habitantes del valle tenían acceso gratuito y también los pobres que poseían un certificado de indigencia, aunque sólo podían bañarse de dos a cinco de la madrugada. La Revolución había triunfado, pero sólo a medias. Cauterets sigue siendo hoy en día uno de los balnearios más prestigiosos del sur francés. En los últimos años ha incorporado además la estación de esquí, un moderno complejo invernal al que se accede desde el mismo balneario a través de un teleférico que culmina en el circo de Lys. Desde este punto se pueden iniciar innumerables rutas de montaña.

Cauterets desprende lujo decimonónico por sus estrechas calles. Sigue resultando cautivador y señorial, una pequeña suiza instalada en el corazón de los Pirineos con un aroma a Belle Époque y turismo de clase. El arquitecto de Pau, Lucien Cottet, fue el responsable de diseñar a mediados del siglo XIX el crecimiento urbano de Cauterets y le dio un aspecto unitario que recuerda al urbanismo de ciudades como Paris o Burdeos. Victor Hugo estuvo aquí en el verano de 1843 y dejó escrito en su libro “Pirineos” las sensaciones de aquella inolvidable estancia: “el valle es apacible, el escarpamiento es silencioso. El viento calla. De repente en un recodo de la montaña aparece el torrente. Es el ruido de la pelea”.

Los ostentosos hoteles del siglo XIX de estilo neoclásico hablan de un pasado esplendoroso, de unos tiempos en los que todo era posible gracias a las devotas visitas de los aristócratas. Es el caso de la Princesa Galitzine, de origen ruso, que mandó construir en 1840 un maravilloso palacete pero lo acabó vendiendo tras comprobar cómo crecía enfrente y le robaba las vistas el Hotel Inglaterra. Cauterets tiene dos termas; las de Cesar ubicadas en el centro del núcleo urbano, y las de Raillerè, localizadas a dos kilómetros y que se reconocen de inmediato por el inconfundible olor a huevos podridos que desprenden.

En Cauterets está también el Museo 1900, dedicado a explicar la vida del valle en aquella época. También llama la atención por su descontextualización arquitectónica la antigua estación de tren, un edificio de madera de pino labrado que bien podría pertenecer a cualquier poblado del viejo Oeste americano. Se construyó para recibir la línea de ferrocarril  Pierrefitte-Cauterets en 1898 y dejó de tener usos ferroviarios en 1949 tras clausurarse la línea de alta montaña. Hoy es la terminal de autobuses y el Centro Social de Cauterets, mientras que los viejos raíles se han transformado en una Vía Verde de 30 kilómetros que supone un enorme atractivo para los senderistas.

No se puede abandonar el valle de Cauterets sin recrearnos con el Vignemale, la gran montaña del Pirineo francés, el escenario de la legendaria rivalidad entre Ann Lister y el Príncipe de Moskova por coronarla por primera vez en el verano de 1838. La pionera fue la intrépida aventurera británica, pese a las malas artes del noble, que intentó convencer a todos de que él había sido el primero. Al final se descubrió su engaño y Lister pasó a la historia como la primera montañera que ascendió el Vignemale. El Pont d’Espagne, a siete kilómetros de Cauteret, es otra visita obligada, tanto en verano por sus paisajes y senderos como en invierno por su circuito de esquí de fondo. Desde el Pont, confluencia de los ríos Gaube y Marcadau, se puede coger un teleférico que nos llevará hasta el maravilloso lago de Gaube.

Nadie nos dijo

Nadie nos dijo

Nos dijeron que el futuro pasaba por hacer grandes urbanizaciones.

Nos prometieron que sólo el ladrillo podía fijar población.

Nos aseguraron que las grúas nos redimirían.

Nos garantizaron un futuro mejor si mirábamos a otro lado.

Nos convencieron de que el lujo era posible en una tierra forjada en la austeridad.

Nos demostraron que siempre nevaría.

Nos vendieron trabajo para todos.

Nos amonestaron por dudar.

Nos despreciaron por sospechar de las bondades del monocultivo.

Nos ningunearon por cuestionar el gran negocio.

Nos arrinconaron por preguntar.

Nos marcaron por no creer

Nadie nos dijo que no tenían nada previsto si fracasaba todo.

Biescas

Biescas

Biescas es uno de los principales centros turísticos del Pirineo aragonés. Su vocación no es nueva. Cuando la nieve no existía como industria, los zaragozanos ya disfrutaban del saludable clima estival y de una ubicación estratégica, entre el valle de Tena y Ordesa. Era el sitio ideal para esas largas vacaciones familiares que acostumbraban los forasteros pudientes.

Pero no lo ha tenido fácil, su historia está salpicada de guerras, invasiones y tragedias que han impregnado en el pueblo cierto espíritu de supervivencia. La tragedia del Camping Las Nieves en 1996, en la que murieron 87 personas como consecuencia de la riada del barranco de Arás, permanece en el recuerdo íntimo de los biesquenses pero no afectó al pueblo ni a su economía, que ha seguido mostrando síntomas de extraordinaria salud.  Hoy vive buenos tiempos y se prepara para embarcarse en importantes proyectos que marcarán decisivamente su futuro. La plaza de Biescas no es como la mayoría de plazas del Pirineo. Es grande, abierta y despejada, sospechosamente expuesta para los fríos invernales que invariablemente azotan la zona cada año. Parece que alguien la concibió pensando sólo en la funcionalidad y se olvidó de que aquí las cosas no son casuales, que todo atiende a un razonamiento construido desde la experiencia. Si las calles son estrechas y los vanos de las casas pequeños es porque son necesarios remedios artificiales para males naturales. Si las fachadas miran a meridión habrá que pensar que buscan combustible gratuito en los rayos del sol.

            Pero hay una explicación. Hubo en un tiempo no muy lejano otra plaza más recoleta y escondida, y casi otro pueblo que sucumbió a los bombardeos de la Guerra Civil. Biescas estuvo en mitad del frente bélico durante casi tres años, primero fue de los fascistas, luego de los republicanos y finalmente volvió a los sublevados en una espiral de autodestrucción que sesgó casi por completo su fisonomía.

            Acabada la contienda, el Servicio de Regiones Devastadas diseñó el nuevo Biescas y pensó en una nueva plaza presidida por el ayuntamiento, con un pequeño recinto ferial enfrente y un gran jardín con fuente en el espacioso centro. También creó el matadero, el Centro de Salud y la Oficina de Turismo, lo que confirma que la trayectoria turística no es un fenómeno actual.

En cierta medida los arquitectos franquistas fueron responsables de un pedazo del pueblo, que casualmente hoy ya forma parte de los rincones más pintorescos. Porque una segunda reconstrucción promovida por el próspero “boom” inmobiliario ha renovado mucho de lo construido aquella época y ha creado nuevas zonas de expansión claramente reconocibles.

             Así se ilustra Biescas, dividida entre el floreciente desarrollo urbano y la ansiedad por no borrar la estela de su pasado. Divida también por el río Gállego, omnipresente en su trama urbana y causante de una fisura transversal solventada con la formación de dos barrios históricos con sus respectivas iglesias, San Pedro y San Salvador, que casi parecen ajenos entre sí. Otro curso fluvial, el del canal de la central hidroeléctrica, marca por el sur un límite físico y parece que también urbanístico, pues según señala el alcalde, Luis Estaún, “éste es el límite razonable para que el pueblo crezca en un futuro”.

            El norte está delimitado por el congosto de Santa Elena, una frontera natural entre la “Tierra de Biescas” (así se le conoce a su zona de influencia desde tiempos inmemoriales), y el valle de Tena. En este estrecho paso aguardaron en 1592 las tropas de Felipe II la llegada de Antonio Pérez, el antiguo secretario personal del monarca, con un ejército de bearneses dispuesto a invadir Aragón. La desigual batalla dejó la peor parte a Biescas, que fue saqueada y destruida. Esta y otras historias del frenético y trascendental siglo XVI están contadas en el Museo que ocupa la emblemática casa de “La Torraza”, formidable ejemplo de la arquitectura de aquel siglo.

También está la ermita en honor de la santa, levantada en fecha desconocida sobre el congosto, y razón de viejos litigios entre tensinos y biesquenses por su ubicación. Según el antropólogo Enrique Satué, estamos en “un lugar singular donde la geografía física, lo precristiano, las rivalidades vecinales, la romanización y la cristianización se anudan vigorosamente”.

            Con las sierras Tendenera y Telera a ambos lados, Biescas se abre al sur hacia una extensa y amplia llanura que marca la frontera entre la depresión media y las sierras interiores. Todo lo que hay dentro de estos márgenes es un territorio definido históricamente que en la actualidad se concentra en torno a su cabecera. El término municipal está además compuesto por los pueblos de Orós Alto, Orós Bajo, Escuer, Oliván, Espierre, Barbenuta, Javierre, Aso, Yosa, Betés, Gavín y Piedrafita. A principios del siglo XX Biescas era la población más importante de todo el valle con 3.500 habitantes, justo el doble de su censo actual. La llegada de las industrias al incipiente Sabiñánigo provocó un severo éxodo interno del que nadie se libró. Biescas se llevó en proporción la peor parte pero todavía conserva un barniz de pueblo grande con una nómina de servicios envidiable y una trama urbana compacta y con hechuras.

“El turismo es algo natural en el pueblo desde hace tiempo –señala Fernando Gracia, director del colegio público- y por eso aquí no se han experimentado cambios tan profundos como en localidades cercanas”. El centro escolar es motivo de orgullo. 108 alumnos repartidos entre infantil, primaria y secundaria le dan una vitalidad a la plaza Mayor propia de cualquier urbe. Cada chillido de los más pequeños es un grito de vida que suena dulce y esperanzador en mitad del Pirineo. Un reciente estudio realizado por la consultora Deloitte indica que Biescas sufre una tendencia demográfica regresiva frente a la pujanza de otros núcleos del valle. Sin embargo, Luis Estaún despliega en su despacho una batería de razones para apostar por el futuro: “Yo creo que empieza a haber una inflexión en la tendencia a huir del pueblo porque los servicios, las comunicaciones y la calidad de vida han mejorado extraordinariamente. Quizá hemos pasado una época de pérdida de identidad pero ahora ocurre todo lo contrario. Nunca había habido tanto asociacionismo y colectivos culturales como ahora”.

El ciclista Fernando Escartín es uno de esos ejemplos. Al finalizar su carrera profesional decidió instalarse en su pueblo y ahora dirige en el cercano Balneario de Panticosa el hotel para deportistas de alto nivel que se está construyendo. Parece que el regreso a sus raíces tras tocar la gloria deportiva ha provocado un efecto de autocomplacencia entres sus paisanos.

Citar a Escartín es tan inevitable como recordar que a los biesquenses se les llama “pelaires”, en relación con el principal oficio del pueblo durante siglos. Máximo Palacios, es el único que todavía se dedica a peinar la lana de los batanes, aunque lo haga como un ejercicio de reivindicación de la memoria local. Fue agricultor, ganadero y trabajador de la hidroeléctrica mientras se formaba de manera autodidacta en el conocimiento de todas las ciencias que pueden explicar la Tierra de Biescas. Lo ha hecho en algunos libros y ahora lo hace a todo aquel que le quiera escuchar. “Hemos perdido el lado emocional. Se cree que el que estudia se va a liberar de trabajar cuando la cultura obliga a más trabajo”, todas sus reflexiones son de peso.

Biescas, como señala Toña Allué, “va a más porque está en un sitio privilegiado. Es posible que nosotros no tengamos mucho pero nuestro entorno es único”.  Quizá allí resida la clave, en la intemporalidad de su oferta y la discreción de su presencia. No ha sido vinculado su desarrollo a ninguna nueva macroestación de esquí pero sigue siendo una apuesta segura, porque siempre estuvo ahí, incluso cuando la nieve sólo era el heraldo del invierno.

 

Recuerdos de una guerra

La Guerra Civil dejó una profunda herida en el pueblo que el tiempo se ha encargado de restañar, aunque los más mayores aseguran que aún tiene que pasar una generación para que el proceso se cumpla. Probablemente sea ésta una de las razones del enorme peso de la política en la vida local. En Biescas desde que llegó la democracia ningún alcalde ha repetido dos legislaturas seguidas y en algunos comicios el número de candidatos en listas ha representado cerca del 8% de la población  censada. No hay otro caso similar en todo Aragón. Este hecho explica también la vitalidad asociativa, que ha dado en los últimos meses un nuevo dinamizador local, la Asociación Cultural “Erata” dedicada a la recuperación del patrimonio, la difusión de la cultura y la conservación de las tradiciones.

 

Artículo publicado en el número 47 de la revista El Mundo de los Pirineos (Septiembre-octubre 2005)

Exilios

Exilios

Recientemente atravése el mítico Coll d'Ares, el paso fronterizo que separa el valle de Camprodón en Catalunya de la comarca francesa del Vallespir. Hoy es un hermoso enclave pirenaico que cada año atraviesan por placer miles de senderistas y excursionistas. Pero en medio de tanta belleza no podía borrar de mi mente una de las fotos más terribles del exilio republicano en los últimos días de la Guerra Civil. Con los años se supo que sus protagonistas eran los García, una familia de Monzón; Alicia es la niña mutilada que se apoya en su padre, Mariano; y detrás está el pequeño Amadeo agarrado a la mano de Thomas Coll, un vecino de Prats de Molló. Cuando a los rostros anónimos se les descubren nombres y apellidos y una historia, todo es más duro.

El paso pirenaico del Coll d’Ares es un nombre propio en la terrible historia de la Guerra Civil. Sus connotaciones enfatizan el drama humano de la contienda y lo vinculan inexorablemente con la tragedia de los vencidos en su huida de las garras del fascismo. Por este puerto pasaron durante el mes de febrero de 1939 cerca de 100.000 personas que derivaron en Prats de Molló, la localidad del Vallespir francés que jugó un papel determinante en la acogida de los refugiados.

            En los últimos años varias asociaciones dedicadas a recuperar la memoria del bando republicano han organizado numerosas iniciativas para recordar la dimensión de la tragedia que se vivió en el sendero del Coll d’Ares aquel gélido febrero de 1939. Son nuevamente historias de la frontera, como tantas otras que han servido para descifrar las claves de  la vida en la montaña y la extraña empatía entre las gentes de ambos lados de la cordillera. La bella localidad francesa de Prats de Molló fue por unas horas la última ciudad de la república española. En lo alto del puerto los huidos arrojaron sus vehículos, sus muebles y cientos de objetos inútiles en la nueva patria. Todavía quedan restos de aquel precipitado desguace.

            En el Coll d’Ares el fotógrafo de la revista L’Ilustration, perteneciente a la Agencia Roger Viollet, tomó la foto más famosa del exilio, la de una niña mutilada de una pierna ascendiendo las rampas del puerto con una muleta en una mano y la otra agarrada a la de su padre. Esa desgarradora imagen tiene el mismo valor iconográfico que la de la niña vietnamita huyendo de las bombas de napalm lanzadas por los americanos. Fue en Ares, en mitad de unos paisajes inconmensurables que ahora se han transformado en idílicas rutas para los turistas. Los días claros se puede llegar a ver el mar Mediterráneo al Este y en el norte el Canigó, la mítica montaña de los catalanes. Pero es difícil rehuir del recuerdo.

                El valle de Camprodón fue testigo del derrumbamiento definitivo de la Segunda República. Juan Negrin, el último presidente del gobierno legítimo, estuvo alojado durante algunos días en una de las viviendas del Paseo Maristany de Camprodón antes de cruzar definitivamente la frontera. En La Vajol, en el Alt Empordá, Manuel Azaña y Josep Companys vivieron las últimas horas antes de cruzar la muga. En esta localidad se colocó hace muchos años el único monumento dedicado a los españoles del bando perdedor: una figura en piedra de la niña mutilada y el padre que se arrastraban por las rampas del Coll d’Ares

Viajeros (3)

Viajeros (3)

El Pirineo está considerado uno de los espacios naturales más valiosos del planeta. Desde tiempos remotos ha atraído el interés de botánicos, geólogos y naturalistas por su extraordinaria riqueza y diversidad. De hecho, los primeros exploradores de la cordillera, los que acuñaron a mediados del siglo XVIII el concepto del “pirineísmo”, fueron científicos y geodestas que participaban de las nuevas ideas de la Europa ilustrada. El conocimiento de la naturaleza era una de sus características.

Muchos de esos hombres de ciencias fueron después los grandes cronistas del Pirineo, fruto de un amor incondicional hacia estas montañas. Pero su interés primigenio tenía que ver con el conocimiento.  Palasser fue pionero en 1774 en el estudio de la geología pirenaica y aportó los primeros datos rigurosos.

Una década después el capitán Vicente de Heredia y el oficial francés Reinhard Junker dirigieron por encargo de las cortes de ambos países el proyecto para trazar el mapa franco-español y poner fin a siglos de litigios. Es posible que Heredia, en su trabajo de medición,  ascendiera antes que  Ramond el Monte Perdido. La cartografía militar fue, por lo tanto, otro vehículo de conocimiento del medio.  

Esa fiebre ilustrada del saber propició aventuras apasionantes por el Pirineo. La más celebrada fue la del botánico suizo Agustin Pyramus de Candolle, que en 1807 recorrió el Pirineo de mar a mar para estudiar sus especies vegetales. Fue una de las primeras aproximaciones científicas al patrimonio natural pirenaico.

La botánica y la ornitología han sido dos de los principales alicientes científicos del Pirineo. A principios del siglo XIX se sucedieron los trabajos de investigación sobre la flora de la cordillera, de gran valor por sus numerosas especies endémicas.  Uno de los más destacados fue el realizado de manera conjunta entre Picot de Lapeyrouse y Ramond sobre las especies que crecían en la alta montaña.

Como en la literatura, la mayoría de los estudiosos procedían de Francia, Alemania e Inglaterra. La anémica Ilustración española apenas dio nombres de prestigio en este campo. Sólo el militar, naturalista e ingeniero oscense Félix de Azara (Barbuñuales 1742-1821) se hizo un hueco en la pléyade de científicos de la época, aunque sus investigaciones más influyentes se realizaron en Paraguay.

Sin formación académica pero con grandes inquietudes ilustradas, se dedicó al estudio de los mamíferos y las aves de la región, aportando interesantes novedades a las investigaciones realizadas hasta entonces. Félix de Azara se anticipó a la teoría de la evolución de las especies que medio siglo después elaboraría Darwin. Al regresar a España en 1801 realizó dos trabajos centrados en el Alto Aragón: “Los olivos de Alquézar y sus aldeas” y “Las Pardinas del Alto Aragón”.

La economía de la montaña pirenaica tuvo durante siglos un carácter autárquico. La “casa”, era la institución sobre la que se vertebraba la sociedad. El individuo era desde niño una unidad de producción que contribuía a la supervivencia de la “casa” y a su desarrollo socioeconómico. La del Pirineo es una historia de sacrificios y renuncias, de dramas silenciosos y una entrega secular a las esclavas tareas del campo y el ganado.

La precariedad económica y la necesidad fueron el combustible de otros viajes: los del éxodo y la migración laboral. Históricamente la trashumancia ha sido uno de los movimientos de población más determinantes en la sociedad pirenaica. No sólo porque condicionaba el calendario de la vida, sino porque contribuía al sostenimiento familiar. La trashumancia fue también la vía de apertura de la economía de montaña hacia las transacciones monetarias en detrimento del tradicional trueque.

La madera, como recurso natural de primer orden, fue también hasta mediado el siglo XX un motor apreciable de la economía de montaña. La explotación forestal  y el transporte de la madera por los ríos formando “navatas” pertenecen a  la antropología pirenaica. También el exilio económico en los meses invernales a las fábricas de alpargatas de Mauleón (en el valle francés de Zuberoa), cuando la incipiente industria manufacturera finisecular ofreció una nueva oportunidad de subsistencia a los pirenaicos.

Ya hemos dicho que la geología fue el origen del interés por el Pirineo. El estudio científico de las montañas y la necesidad de realizar una cartografía rigurosa a efectos de inventario para los dos imperios que compartían la cordillera, promovieron las primeras incursiones foráneas en el siglo XVIII. Muchos siglos antes hasta el geógrafo griego Estrabón había especulado  sobre la orientación de la cordillera en su volumen dedicado a Iberia.

El despertar de la geología como herramienta de conocimiento de la materia pirenaica trajo por extensión un interés por las cavidades de sus montañas, por esos recónditos espacios que pertenecían al oscuro mundo de las creencias ancestrales. La espeleología en la cordillera fue una de las especialidades desarrolladas por el geólogo oscense Lucas Mallada, considerado el padre de la paleontología española. También por el incansable Lucien Briet, que dejó constancia de su interés por el tema en sus campañas por el Alto Aragón. No pasó mucho tiempo hasta que esas cuevas fueron un importante reclamo turístico e incluso un escenario deportivo incomparable, como los cañones de Sierra de Guara. En Villanúa, sus populares grutas fueron abiertas al público en 1926 por iniciativa del Sindicato de Iniciativas y Progreso de Aragón (SIPA).

En la foto Lucien Briet.

Viajeros (2)

Viajeros (2)

A mediados del siglo XIX el Pirineo se transformó en un espacio para el deleite de las exclusivas élites intelectuales y aristócratas europeas. La irrupción de las corrientes románticas, que reivindicaban el placer como estímulo vital, transmutó las inhóspitas montañas en espacios naturales de exuberante belleza. El temible escenario de las oscuras leyendas del imaginario popular nutría ahora los estímulos de los primeros viajeros. Encontraron en el Alto Aragón un país pobre pero hospitalario en el que sus gentes vivían ajenas al tesoro que les cobijaba. El viajero Víctor Balaguer, explicó de forma luminosa en 1896 lo que les ofrecía el Pirineo: “no hay edificio que no tenga su historia, peña que no recuerda una tradición, sitio que no haya dado origen a una crónica”.

En un primer momento fueron la montaña y la naturaleza los aditivos de estas pulsiones nómadas. El placer de viajar y conocer recónditos parajes guió a esos pioneros entre los que descuellan Louis Ramond de Carbonnieres, Henry Russell, Franz Schrader, Edouard Wallon o Ayamard d’Arlot de Saint-Saud. Ellos relataron por primera vez las bellezas del Pirineo y le dieron un sentido poético al trabajo práctico que hasta entonces habían venido realizando los cartógrafos. Para todos ellos la cordillera pirenaica se convirtió en una íntima obsesión. El Conde Russell, considerado el padre del pirineísmo, expresó su amor de forma más pragmática y compró el macizo del Vignemale. Él había dejado escrito que “la palabra silencio no tiene sentido para el habitante de las llanuras que nunca ha vivido en las montañas”.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                    

Durante muchos años sólo escribió sobre Pirineo el visitante extranjero, principalmente francés e inglés. No hubo literatura autóctona hasta mucho tiempo después. Entre 1750 y 1904 más de 80 autores extranjeros dejaron textos o libros sobre sus viajes por la cordillera. Fue el incipiente y minoritario turismo el que generó una interesante bibliografía que abarcaba casi todos los campos del saber. Desde un origen casi exclusivamente científico derivó hacia el romanticismo y el naturalismo.  Finalmente aparecieron las guías de viajes.

El pirineismo se considera que nació con el geólogo y botánico francés Louis Ramond de Carbonnieres. Su relato de la pionera ascensión a Monte Perdido en 1802 es una de las primeras aportaciones a la literatura pirenaica, trufada a partir de entonces de narraciones sobre las experiencias personales de los montañeros, viajeros y agüistas. Una de las más célebres fue la escrita a mediados del siglo XIX por Victor Hugo, el más importante escritor romántico francés, en su libro “Pirineos”. De acuerdo al perfil del pirineista ideal que proclamaba el sabio Henri Beraldi; escalaban montañas, sentían y escribían. Luego vendrían los viajeros en coche y más tarde con esquíes, y la pureza del espíritu montañero se resentiría para siempre.

El Pirineo sufrió una nueva transformación en el primer tercio del siglo XX, cuando los viejos viajeros románticos fueron relevados por una nueva especie que buscaba formas de ocio innovadoras expresadas a través del deporte. El esquí fue, sin duda, una de las grandes revoluciones en la percepción de la montaña como espacio natural. Pero también el montañero dejó de escalar por simple placer sensorial e incorporó un componente competitivo y de superación.

Las inquietudes deportivas de una sociedad que comenzaba a valorar la importancia del cuidado físico según el aserto latino “mens sana in corpore sana”, guiaron a un nuevo tipo de viajero menos romántico y más hedonista. Fue entonces cuando, por ejemplo,  prácticas ancestrales de supervivencia como la caza se convirtieron en un ocioso atractivo del paraíso pirenaico. En ese contexto hay que enmarcar también el turismo de las aguas, aunque para encontrar su origen hay que remontarse a principios del XVIII. En ese tiempo surgieron decenas de balnearios y termas que explotaban las propiedades curativas de las aguas pirenaicas. Monarcas, nobles y burgueses de toda Europa se instalaron en estos enclaves privilegiados y contribuyeron a crear lujosos balnearios de los que todavía se conserva una hermosa arquitectura de aires señoriales. 

Viajeros (1)

Viajeros (1)

Los pioneros del pirineísmo dejaron escritos los más hermosos testimonios sobre la cordillera. Sus descripciones abundaban en la exuberante belleza de las montañas y en el misterioso magnetismo de unos paisajes que azuzaban todos los instintos vitales. Henry Russell escribió que “hay mañanas en las que los ángeles tienen nostalgia de la tierra”. Pero en las faldas de esas montañas, en los fondos de los valles habitaban hombres y mujeres que pertenecían a una cultura milenaria, de la que casi nadie se había interesado durante siglos.

Tuvieron que llegar los primeros fotógrafos para que la geografía humana adquiriera protagonismo. El viajero francés Lucien Briet fue el más popular e influyente de todos. Recorrió desde 1889 a 1911 en sucesivas campañas todo el Pirineo aragonés y dejó el mejor documento visual de la cordillera, un legado gráfico que es un auténtico almacén de la memoria. Otros reforzarían el valor estético y humano de estas montañas, como el maestro del pictorialismo José Ortiz Echagüe, los catalanes Adolf Más y Juli Soler I Santaló o los locales Francisco De las Heras, Ricardo Compairé, Aurelio Grasa, Andrés Burrel y Alfonso Foradada. Para ellos era más importante la esencia del hombre que el paisaje que le rodeaba. Unos se detuvieron en el tipismo de unas tradiciones ancestrales y otros optaron por ejercer de notarios de un tiempo que se consumía en las llamas fatuas del progreso. Pero todos compartieron la misma fascinación por unas gentes y unos pueblos que habían permanecido secularmente aislados. Allí encontraron la pureza de su inspiración creativa. La misma que condujo a Joaquín Sorolla a Ansó para elaborar el mural dedicado a Aragón en la monumental obra sobre las regiones de España encargada por la Hispanic Society.

El alemán Fritz Krüger publicó en 1935 “Los Altos Pirineos”, el mayor compendio jamás escrito sobre la tradición y las formas de vida del Pirineo español. Veinte años después el catalán Ramón Violant I Simorra editó el mítico “El Pirineo Español”, un clásico de la etnografía pirenaica que sigue siendo considerado un referente para entender la cultura y antropología pirenaicas. En ambos casos, sus autores acudieron al rescate de los restos de una civilización que intuían cercana a su desaparición. Otros, como el jaqués De las Heras, contribuyeron de manera inconsciente a dejar testimonio eterno de ese epílogo sociológico. El fotógrafo captó con su cámara el “triste desfile de muerte en vida” de las espirituadas en la procesión de Santa Orosia de Jaca en los años 20 del pasado siglo. Hoy es el único documento gráfico completo que se conserva de aquel tenebroso espectáculo.

Fue el tiempo también de los etnógrafos, antropólogos y folcloristas. Superado el impacto perturbador del paisaje, era necesario interpretar y comprender el origen de las tradiciones de los pirenaicos y el dédalo de sus creencias. Dos de los más destacados fueron la inglesa Violet Alford y el norteamericano Alan Lomax. En la primera mitad del siglo XX viajaron asiduamente a la cordillera y se detuvieron en la música y las tradiciones religiosas y festivas, imprescindibles para alcanzar a entender la dimensión antropológica de la cultura pirenaica.

En el siglo XIX los viajeros románticos exploraron con fortuna diversas manifestaciones artísticas para expresar las sensaciones que les provocaba la montaña. Los pintores Gustave Doré, Gavarní, Albert Tissander o Victor Petit fueron algunos de los más significados evocadores del paisaje pirenaico. En los primeros escarceos del siglo XX la vanguardia artística europea derivó en el Pirineo para poner en práctica su revolución conceptual. En 1906 un joven Picasso se preparaba en Gosol para transformar para siempre la visión del arte. Chagall, Dalí, Gris o Duchamp vibraron con la riqueza cromática que desprendían las montañas. Pero quizá la ejemplificación de todo ese caudal inspirador corresponde a Joaquín Sorolla con la gran pintura de los ansotanos que realizó para su monumental “Las regiones de España”.

El 24 de agosto de 1912 viajó desde el Valle de Roncal hasta Ansó para documentarse. Sorolla tenía claro desde del principio que “la encarnación máxima y más universal del espíritu aragonés se manifestaba en la jota”. Al regresar de la localidad ansotana escribió a su mujer Clotilde García: “Ansó es admirable para pintar figuras; así es que cuando tenga que hacer estudios para el cuadro de Aragón volveré aquí”.

Sorolla volvió en 1914 y se instaló en Jaca durante los tres meses de verano. Allí creó el mural definitivo que representaría a Aragón en el inmenso mural destinado a decorar la biblioteca de la Hispanic Society de Nueva York. En su estancia en Jaca pintó numerosos cuadros y bocetos de los paisajes y las montañas del entorno. El 7 de septiembre su hija María Clotilde se casa en la Catedral de Jaca obligada por su padre, que no quiere desplazarse a Madrid para la ceremonia. Está absolutamente inmerso en su trabajo y quiere plena dedicación. El padre regala a la hija un apunte de un paisaje jacetano.

Foto: Alan Lomax en una de sus campañas en España