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Juan Gavasa

Pirineo

Prats de Molló

Prats de Molló

Prats de Molló impacta desde el primer momento. La monumental iglesia fortificada de las santas Justa y Rufina concentra toda la atención con sus poderosos contrafuertes y la llamativa torre. El templo actual se construyó entre 1649 y 1681 pero todavía se guarda en su interior la pila bautismal perteneciente a la construcción original del siglo X. La forja de su puerta, como se podrá ver en numerosas iglesias del Pirineo catalán más oriental, es un cuidado trabajo artístico.

            Repuestos de la primera impresión, llega el momento de descubrir las entrañas del pueblo. Prats de Molló está completamente fortificado y hay que cruzar un puente sobre el río Tech para entrar en su casco histórico. Sus condiciones como enclave defensivo eran un verdadero quebradero de cabeza para los insistentes conquistadores, que los tuvo a lo largo de la historia.

            La localidad se blindó con la muralla en el año 1345 pero el famosísimo terremoto de 1428 la redujo a escombros. Fue reconstruida y ha llegado a nuestros días conservada en su integridad con las cinco puertas de acceso; la más importante es “La Porta de França”, en la parte oriental del núcleo frente a toda la zona nueva de expansión urbanística. Dentro del casco descubrimos una formidable ciudad medieval trazada de manera intrincada con calles empinadas que suben hacia la iglesia, hermosas calles con sus balcones llenos de flores y plazas recoletas en las que cientos de turistas se solazan en las terrazas de sus cafeterías.

            Buena parte de las casas que tejen actualmente el casco urbano pertenecen a una época mucho más reciente, pero en su modernidad han sabido respetar en parte el legado histórico recibido. Las calles de la “Font Nova” o la de “La Favorite” son dos de las arterias más transitadas. Están salpicadas por numerosos comercios que venden los productos del país entre escudos de la villa y banderas catalanas, otro rasgo que evidencia el inconformismo social ante algunas fronteras forzadas.

            La comarca del Vallespir, el Rosellón, el Conflent, el Capcir y el norte de la Cerdanya fueron para Francia en el reparto firmado en el año 1659 en el Tratado de los Pirineos. Prats de Molló se convirtió en puesto fronterizo. Una subversión social conocida como la “revuelta de los Angelets de la Terra” se transformó en un levantamiento antifrancés que convenció a Luis XIV de la necesidad de construir un fuerte en la plaza. Así se levantó el Fort Lagarde bajo el mando del mariscal Sébastien Vauban junto a las ruinas del Castillo de Parella (siglo XII), perteneciente a los Condes de Besalú y destruido por Luis XIV. El fuerte preside todo el valle y tiene un acceso subterráneo que puede ser visitado.

            En Prats de Molló hay otros rincones dignos de ser visitados como la Plaza Josep de la Trinxeira, donde se encuentra el ayuntamiento construido en el siglo XVII; la Plaza de Armas, el Puente de la Guillema, la Plaza del Rey, la Puerta del Verger o la Puerta de la Fábrica, que servía de acceso vigilado a la fortaleza. El turismo se ha convertido en prácticamente la única actividad económica de la zona. Las aguas termales localizadas en La Preste (localidad que conforma el municipio Prats de Molló-La Preste), han dado impulso a un nuevo visitante atraído no sólo por la historia y los paisajes sino también por las bondades del balneario. En cualquier caso las aguas de la Preste se vienen aprovechando desde hace siglos. El poeta catalán Jacint Verdaguer visitó La Preste en los veranos de 1879 y 1880 para iniciar sus ascensiones al Canigó que culminarían en la composición de la epopeya homónima en 1886, cumbre de la literatura catalana del XIX. Su acopio de leyendas sobre el valle es inagotable.

            El entorno de Prats de Molló es majestuoso. En la vertiente occidental se eleva el pico Costabona (2.464 m), en la septentrional el Puig de Tres Vents (2.731 m) y un poco más lejos el Canigó (2.784 m). Desde hace algún tiempo existe la Reserva Natural de Prats de Molló, una figura protectora que afecta a más de 11 kilómetros de su término municipal desde la zona alpina del Prat de Guillem. La riqueza de sus ecosistemas  y la variedad de especies justifican este esfuerzo conservador. En este ámbito se pueden encontrar grandes superficies de hayedos y abetos, especies animales como el rebeco, el urogallo, la perdiz nival o el desmán; y un nutrido catálogo de flores y plantas subalpinas.

En el cercano Sant Llorenç de Cerdans comenzó en el año 1661 la revuelta popular de “Los Angelets” en contra de la reinstauración del impuesto sobre la sal promulgado por Luis XIV. El creciente malestar contra el poder francés de unas tierras que fueron catalanas hasta el Tratado de los Pirineos (1659), culminó en 1793 con la Guerra de la Convención o la Guerra del Rousillón, que se concentró fundamentalmente en esta zona del Pirineo. Tropas españolas dirigidas por el General Ricardos intentaron invadir el antiguo territorio español por Sant Llorenç de Cerdans. Durante unos meses reconquistaron algunas de las plazas francesas pero finalmente tuvieron que desistir ante el ímpetu de la respuesta francesa. La firma de la Paz de Basilea en 1795 acabó con el conflicto. También por este paso y por el del Coll d’Ares planeó invadir Catalunya en 1926 Francesc Macià y la dirección del Estat Català para proclamar su independencia, en lo que se conoció como el fallido “Complot de Prats de Molló”.

Las Devotas

Las Devotas

El Sobrarbe es una de las comarcas más extensas de Aragón y la que posee mayor longitud de línea fronteriza de todo el Pirineo. Es, por lo tanto, una zona estrechamente vinculada al norte tanto en lo geográfico como en lo histórico. Sus relaciones con los vecinos de la otra vertiente se manifestaron desde tiempos remotos. Se sabe que el acuerdo entre el Valle de Broto y el de Bareges firmado en 1390 para el uso compartido de los pastos es el más antiguo de todos los que todavía permanecen vigentes en la cordillera. Esta anécdota, que podría parecer irrelevante, sirve para poner en contexto al viajero. Estamos en una comarca que llegó a ser estado independiente en el siglo X, pisamos un suelo del que brota la historia a borbotones al levantar cada piedra, al abrir la puerta de cada iglesia o ermita que se desparrama por su vasto territorio.

 

Bielsa, que siempre miró hacia al norte hasta bien entrado el siglo XX por obviedad orográfica, es el paradigma de una singularidad  social y económica que se mantiene pese a la evidente mejora de las comunicaciones. Como se sabe, las carreteras trajeron progreso y acabaron con el aislamiento secular, pero hay un elemento psicológico agarrado al ADN de su sociedad que ya es imposible desprender. Ni siquiera el turismo, que emerge con fuerza en esta zona, ha logrado que sus habitantes tengan la sensación de pertenecer a un territorio de Aragón que en realidad no está en ninguna parte, porque las montañas que le circundan son grandes escudos protectores. Esta misma sensación no es ajena a otras comarcas del Pirineo.

 

El camino de Bielsa al sur ya no es una aventura imposible. Lo fue hasta no hace mucho tiempo. En 1914 “La Ibérica” construyó la central hidroeléctrica en Lafortunada y cinco años después inauguró la carretera hasta Bielsa, salvando el peligroso paso de Las Devotas. La hidroeléctrica abrió esta vía para facilitar la actividad de sus trabajadores pero indirectamente trasladó a los belsetanos al siglo XX. Esta carretera fue de propiedad privada hasta los años 50. Las Devotas explica gráficamente el secular aislamiento de Bielsa y su inevitable tendencia histórica a relacionarse con sus vecinos del Valle de Aure. Franz Schrader escribió en 1878 su experiencia en este punto maldito: “¿Por dónde pasar? La cornisa en la que se apoyaba el camino desciende hacia el río, llega hasta la orilla y desaparece… aquí acaba el mundo”. Pocos años después el incansable viajero francés Lucien Briet también cruzó este estrecho y se quedó prendado por su endiablada belleza.

           

El paso, superado ahora por un túnel, está flanqueado por el Mataire y Punta Lierga por la izquierda, y por la collada de Tella por la derecha. Sus paredes verticales y el estruendo del agua del río Cinca instalan fácilmente esta angostura en el mundo de las supersticiones y las creencias populares. La teoría más extendida relaciona el nombre de Las Devotas con el hecho de que las mujeres se persignaran antes de aventurarse a cruzar el estrecho. La verdad es que cualquier leyenda tiene cabida en este punto mágico entre Bielsa y Ainsa. Su final por el sur coincide con las primeras casas de Lafortunada, un lugar que hasta principios del siglo XX no fue más que un conjunto de dos fondas que se conocían con el expresivo nombre de “La Infortunada”. El dueño de una de las posadas insistió en cambiar la denominación para borrar sus connotaciones negativas. Este hecho es constatado por el propio Briet cuando pasa por Lafortunada el 18 de agosto de 1903. Russel creyó que era un error toponímico de los mapas, pero se equivocaba.

 

La antigua parada para las caballerías es ahora un pequeño núcleo de población cuya fisonomía está determinada por la intervención urbanística realizada por la hidroeléctrica para alojar a sus trabajadores. El resultado deja mucho que desear. Al otro lado del Cinca, elevado sobre la Peña Solana y con el Cotiella vigilante, se encuentra el pequeño pueblo de Badaín, en el que destaca su iglesia desacralizada del siglo XII con una imponente torre que probablemente también tuvo funciones defensivas. En la margen izquierda del río Cinca se aprecian las grandes tuberías que transportan el agua a las turbinas de la central hidroeléctrica. De nuevo las historias pretéritas asaltan nuestro pensamiento: en 1949 estas tuberías fueron voladas por una partida de maquis que había cruzado la frontera. El sabotaje afectó al suministro eléctrico de Aragón, Navarra y parte del País Vasco. Fue la última acción de los guerrilleros en esta zona del Alto Aragón.

 

El agua, como ocurre en el vecino valle de Aure, ha sido y es uno de los catalizadores fundamentales del desarrollo socioeconómico de la comarca en el último siglo. Desde que la Sociedad Hidroeléctrica Ibérica fijara sus ambiciones en este rincón del Pirineo en 1918, se construyeron 15 presas, azudes y pequeños embalses interconectados mediante conducciones que llevan agua hasta 7 centrales. El conjunto representó en aquella época la segunda mayor central hidroeléctrica de Europa. Luego llegaría más al sur la construcción de grandes pantanos que provocarían un éxodo masivo a la ciudad. Sobrarbe empezó el siglo XX con 19.000 habitantes y lo acabó con apenas 7.000. No hay otro territorio en todo el estado español con una despoblación de semejantes proporciones.

Pirineo desconocido (I)

Pirineo desconocido (I)

Este viaje por algunos de los pueblos menos conocidos y más bellos del Pirineo aragonés comienza en su vertiente más occidental, en un territorio en el que las montañas todavía no alcanzan la categoría de grandes cumbres y los paisajes son acariciados levemente por el clima atlántico. Biniés es la puerta de entrada a los valles occidentales de la comarca de la Jacetania, especialmente a Ansó y Fago. También es una de las postales más reconocibles de esta zona. Su castillo-palacio del siglo XI domina toda la panorámica del pueblo y a uno le hace pensar que no fue construido por casualidad en este lugar.

Alguien decidió que aquí, construido en un promontorio sobre las aguas del río Veral, el edificio reforzaría su condición de fortaleza y competiría en grandiosidad con el entorno. Biniés da nombre también a una de las foces más hermosas y espectaculares del Pirineo central. Durante siglos fue uno de los escasos pasos naturales hacia el valle de Ansó y actualmente es un destino turístico obligado. Biniés no es un pueblo pirenaico en el sentido geológico del término. Se despereza entre las grandes llanuras cerealistas de la Canal de Berdún y los primeros indicios de la cordillera, pero su historia lo vincula directamente con los pueblos del inminente Pirineo.

En cierta medida, su castillo-palacio le otorgó la condición de puerta natural de acceso a las cumbres y hoy en día es una especie de salvoconducto turístico. El renombrado edificio fue asolado por un incendio en 1928 y restaurado completamente en 1998. Hoy, más que una antigua fortaleza parece el capricho de algún multimillonario desconocido. Enfrente se alza la iglesia parroquial de San Salvador, un singular ejemplo de barroco popular en una tierra donde se prodigó con especial intensidad el arte románico.

            La foz de Biniés puede ser una excelente alternativa para llegar a Urdués a través del valle de Ansó primero, y después del de Echo, a cuyo término municipal pertenece. Urdués no suele estar en las guías de viajes, su nombre se esconde ensombrecido por el esplendor de Echo y la magnificencia de los valles cercanos. Bien visto ésta puede ser una de las razones del aspecto casi inmaculado de su pequeño casco urbano, recogido bajo el pico de La Cuta (2.147 m.). El barranco de Romasiete, que se precipita directamente desde la cumbre del pico, marca la divisoria entre el pequeño núcleo de casas y el arrabal levantado junto a la iglesia de San Martin (s. XII).

            La pureza de los paisajes y el silencio rompe con todos los tópicos del Pirineo masificado. Da la impresión de que nada ha sido alterado en siglos. El conjunto urbano mantiene algunas constantes muy reconocibles en toda la arquitectura del valle. Los característicos tejados de dos y cuatro aguas rematan unas casas generalmente individuales que quedan separadas por un estrecho callejón que en esta zona le llaman “gallizo”. La piedra cara vista contrasta con algunas fachadas encaladas en las que se pueden ver bellos ejemplos de chimeneas troncocónicas y cuadradas. Casa Mingué, Casa Arrigaz o Casa Cabalero son referencias indispensables en un recorrido por el pueblo. La iglesia de San Martín es de origen románico pero las sucesivas intervenciones transformaron por completo su aspecto original. Su llamativa torre, sobredimensionada respecto a la planta, fue levantada en el siglo XVII.

La ruta nos marca un itinerario imaginario de Oeste a Este por los pueblos de la Jacetania y Alto Gállego. Paralelo a Urdués está el valle de Jasa y Aragüés del Puerto y después el de Aísa. Estamos ante uno de los valles menos humanizados del Pirineo aragonés. Surcado por el río Estarrún y presidido por el imponente Aspe y la Llana de la Garganta y Del Bozo, la historia del pueblo es la crónica mil veces repetida de una lucha épica por superar las dificultades de la vida en el Pirineo. Pero esa historia también habla de una tenacidad épica por defender la tierra y sostener el pueblo ante los empentones del progreso y el éxodo rural.

Aísa (1.045 m), ha logrado salir airoso de todas esas plagas del siglo XX y hoy en día luce un formidable aspecto. Buena parte de sus casas han sido sometidas a concienzudas rehabilitaciones que han realzado el conjunto urbano. No pasa desapercibida cierta abundancia en el pueblo, una contenida alegría económica que se ha traducido en pequeñas obras y restauraciones que han dejado calles perfectamente empedradas y plazas de impecable factura. No hay que olvidar que la estación de esquí de Candanchú pertenece al término municipal de Aisa y ello tiene que influir en la cuenta de resultados de su ayuntamiento.

            En el pueblo cuentan historias de muchos vecinos que tuvieron que irse hace décadas a Jaca o Huesca en busca de prosperidad y ahora han regresado. Lo dicen con orgullo y cierta complacencia. Muchos vuelven sólo el fin de semana pero unos y otros han cumplido un pacto no escrito para preservar la esencia del pueblo y contribuir a su mejora. En la plaza Ramón y Cajal o en las calles Alta y Baja se pueden apreciar interesantes ejemplos de arquitectura tradicional en los que destacan los laboriosos trabajos de forja de los balcones o algunas chimeneas de cierta entidad.

Luego está la austera iglesia de La Asunción, un templo del siglo XVIII construido sobre otro anterior del que tan sólo se conservan un contrafuerte adosado al muro sur. El término municipal de Aisa está conformado también por los núcleos de Esposa y Sinués, en donde se mantiene uno de los dances más originales del todo el Pirineo aragonés. En todo el valle todavía se conservan los modelos tradicionales de economía agro-ganadera.

Siempre se habla de los valles de Aísa y Borau como una misma unidad. Son vecinos pero históricamente independientes, y eso lo subrayan cada vez que pueden los habitantes de Borau. Y es que el pueblo llegó a tener hasta mediados del pasado siglo médico, notario y escuelas, lo que en resumen significaba poder económico y relevancia social. Nada queda ya de ese pasado de esplendor salvo lo esencial: un casco urbano primorosamente conservado y algunos ejemplos de arquitectura tradicional realmente espléndidos.

Borau está arremolinado en torno al Lubierre, un modesto riachuelo que en el estío se seca y el resto del año apenas es capaz de transportar un exiguo caudal. Su proverbial aislamiento modeló un hermoso caserío que crece escalonado en un anfiteatro sobre la ribera izquierda del río. En Borau no se ha abusado de la arquitectura tradicional rediseñada en los últimos años en los despachos de arquitectos. Es decir; la ortodoxia de las fachadas de piedra cara vista apenas es visible y sí, por el contrario, una mezcla de estilos en los que se impone la pared encalada como era costumbre en el Pirineo hasta no hace mucho tiempo.  

Borau ha quedado al margen de la fiebre constructora que ha sufrido el Pirineo en las últimas décadas. Apenas hay edificios de nueva planta y los que se han construido han respetado escrupulosamente los elementos de la arquitectura tradicional del valle. Algunas chimeneas troncocónicas de sobria factura aportan nuevos elementos al rico catálogo de detalles y ornamentos que lucen sus casas, todas grandes y aparentes.

            A la entrada del pueblo se erige la más sorprendente de todas: es la vieja escuela del pueblo inaugurada en 1929, diferente a todas las del entorno. Su torre rematada con un llamativo reloj no se encuentra en el resto del Pirineo. Ahora que ya no hay niños (en el pueblo apenas viven 30 personas), las viejas aulas se han transformado en restaurante y salón social. Detrás del edificio se levanta uno de los frontones más lustrosos de la comarca. En lo alto del pueblo domina buena parte del valle la iglesia de Santa Eulalia, un sobrio edificio de grandes proporciones levantado en el siglo XVI. Su lamentable estado de conservación obliga a mantenerlo cerrado mientras alguna administración se decide a intervenir para evitar su ruina. En la plaza central hay una pequeña ermita abierta al culto. Allí está también la vieja “Casa Cipriano”, hoy felizmente restaurada, que muestra en su fachada una característica ventana geminada. A escasos kilómetros del pueblo se encuentra el antiguo monasterio de Sasabe (siglo XI), una de las piezas más relevantes del primer románico aragonés.

Hay un pueblo en la comarca de la Jacetania desconocido y sorprendente. Se trata de Botaya, un núcleo de larga historia escondido en una recóndita hondonada en las estribaciones meridionales de la sierra de San Juan de la Peña. Hasta hace una década coqueteaba peligrosamente con el umbral del abandono pero en los últimos años ha visto cómo se reabrían algunas de sus casas y se instalaban jóvenes familias de aspecto neorrural. Botaya ha recuperado la vida y con ella se ha desprendido de cierto anonimato que encubría uno de los cascos urbanos más bellos e impresionantes de la comarca jacetana. Muchos consideran que es el pueblo mejor conservado de la zona y probablemente no les falte razón. Todas las recientes rehabilitaciones se han realizado con un primoroso respeto, utilizando materiales tradicionales como la losa en los tejados y la madera en los vanos. El resultado es un caserío de extraordinaria armonía en el que no hay elementos distorsionadores. Pocos casos pueden encontrarse en el Pirineo aragonés con esa pureza formal.

            Las robustas casas de Botaya transmiten también la idea de un pasado de cierto esplendor bajo la influencia del monasterio de San Juan. Son edificios poderosos y soberbios como Casa el Herrero y Casa Francha, ambas del siglo XVI, ubicadas en la plaza del pueblo. Este rincón es el salón de la localidad y también el centro neurálgico que distribuye el resto del caserío. La otra pieza arquitectónica que establece la referencia visual es la iglesia de San Esteban, un templo de origen románico aunque profundamente alterado en el siglo XVII. En su portada destaca el valioso tímpano con imágenes de Cristo, los apóstoles y un crismón trinitario. Cuentan en el pueblo que el deteriorado estado de conservación de las figuras de los apóstoles se debe a la costumbre de los más pequeños de probar su puntería con las cabezas de los santos.

En la línea divisoria entre las comarcas de Jacetania y Alto Gállego está Acumuer, el único pueblo habitado del valle que atraviesa el río Aurín. Es un corredor natural agreste, de pronunciadas laderas forradas por frondosos bosques de pinos, abetos y hayas. Al final de ese valle se eleva Acumuer sobre un magnífico promontorio que le concede unas vistas privilegiadas. Detrás se insinúa el pico Collarada y la Collaradeta, geográficamente pertenecientes al valle de Canfranc pero con gran ascendente sobre Acumuer.

El pueblo sobrevive con escasa población y un núcleo urbano que conserva dignamente algunos de sus valores arquitectónicos más preciados. Casa Piedrafita con su fachada blasonada o los ornamentos de Casa Bordetas llaman la atención de inmediato por su belleza en medio de cierta austeridad. Son interesantes ejemplos de arquitectura señorial pirenaica. También sorprende por lo insólito el exótico jardín japonés de una de las viviendas ubicadas a la entrada del pueblo, propiedad de  Manuel Vinué, un artista de la localidad. El contrapunto lo ponen los bancales yermos de las laderas, herencia nostálgica de los tiempos en los que el pueblo y el valle palpitaban de vida y actividad.

Publicado en el número 68 de la revista El Mundo de los Pirineos

Premio "Villa de Benasque" de registros periodísticos 2009

Pirineos Sur, 18 años

Pirineos Sur, 18 años

Pirineos Sur llega este año a su edición número 18 y para celebrar esta mayoría de edad el Festival Internacional de las Culturas va a recorrer las músicas negras del Atlántico, del 9 al 26 de julio, en Lanuza y Sallent de Gállego. África, América y Europa van a ser las principales protagonistas del Festival que llega a sus 18 años estrenando un nuevo emplazamiento en Lanuza, que supondrá una mejora de los servicios y triplicará el espacio actual.

 

Así, este año Pirineos Sur viaja por las dos orillas del Atlántico mostrando las creaciones africanas, americanas y europeas, pero de una manera ordenada. Cada noche tendrá un concepto en sí mismo que intentará explicar parte del término “Atlántico negro”, viajando a través de la rumba, el hip-hop o el soul. De esta manera, Pirineos Sur se adentrará en las lusofonías, en las leyendas de USA, en las cosmopolitas o en “Los otros USA”.

 

Pero como complemento, el Festival Internacional de las Culturas ofrecerá otros conciertos que intentarán explicar las conexiones entre las dos orillas del Atlántico, y teniendo en cuenta, como destacaba el director de Pirineos Sur, “que no siempre la música de origen negro ha de estar interpretada por negros”.

 

El XVIII Pirineos Sur ofrece en total este próximo mes de julio 18 noches temáticas, 9 en Lanuza y otras tantas en Sallent de Gállego, en los que se aglutinarán artistas consagrados, como Pablo Milanés, Omara Portoundo, Maceo Parker, Willie Colom, The Wailers, Marianne Fathfull, Mariza, Taj Mahal, con nuevos valores, como Otros aires, Mestizo All Star o Hip Hop Roots.

 

El Festival se abrirá el 9 de julio con una “Fiesta”, en la que participarán 17 Hippies y Shantel & Bucovina Club Orkestar, y que tendrá un precio especial, de 10 euros por entrada. Asimismo, la clausura de Pirineos Sur tendrá un sabor especial ya que regresan a este escenario Ojos de Brujo, formación que, como ha recordado Luis Calvo, “hizo su primera actuación fuera de Cataluña en este Festival”.

 

Este Pirineos Sur tampoco olvida el programa de cooperación cultural que inició el año pasado, en esa ocasión con Senegal, y este año lo retoma pero mirando hacia Marruecos, con el Boulevard Festival de Casablanca. En este marco habrá dos actuaciones coproducidas por Pirineos Sur y el festival marroquí; “Romper el muro/Passer le mur”, con la participación en Lanuza de Biella Nuei y Los Hijos del Muro, y Habibi/Amado. En el proyecto participa también en la dirección Producciones Viridiana para el escenario de Sallent de Gállego. La cooperación con Senegal, sin embargo, se mantiene con una actuación coproducida por Pirineos Sur y el Festival Banlieue Rythme de Dakar, Good Root Vibrations.

L'Estanguet

L'Estanguet

El sábado se cumplieron 39 años de la rotura del puente de L’Estanguet en el valle del Aspe. Aquel turbio suceso fue el acta de defunción del Canfranc. Desde entonces la reivindicación de su reapertura forma parte de los anhelos de los aragoneses; se ha instalado en el imaginario colectivo con una mezcla de frustración y melancolía. Aquel accidente tardó varios días en darse a conocer por la prensa franquista. Entonces se habló de un cierre temporal pero ahora se sabe que los funcionarios franceses comenzaron  a desmontar sus instalaciones poco después del incidente. Nunca se podrá demostrar pero la hipótesis invita a todo tipo de intrigas: los franceses provocaron el accidente porque no tenían el menor interés en mantener una lína férrea deficitaria y obsoleta. El tiempo ha confirmado las peores sospechas.

Hoy no quiero escribir del Canfranc con el trazo habitual. No me apetece volver a lamerme las heridas con una historia que es un eterno buclé. Me apetece recordar aquel 18 de julio de 1928, el día en que se inauguró la línea. Probablemente fue el único día feliz que tuvo el Canfranc. Las crónicas de la época destilaban optimismo y clarividencia; se acababa para siempre el secular aislamiento de la región. Por fín éramos Europa. Ocho años después una pandilla de militares nos devolvió a los corrales.

“La paciencia es un arma que consigue grandes victorias”. El aforismo era publicado por el diario zaragozano “La voz de Aragón” junto a su cabecera el 19 de julio de 1928, al día siguiente de la inauguración del Canfranc. La acertada cita resumía setenta y cinco años de lucha e ilustraba el estado de excitación colectiva que había provocado en Aragón la apertura del tráfico internacional. Porque sólo la proverbial paciencia, versión edulcorada de la arquetípica tozudez aragonesa, había hecho posible la jornada del 18 de julio de 1928, probablemente el único día en la historia del Canfranc en el que nadie dudó de la impresionante aventura que se acababa de acometer.

            Todos los periódicos españoles abrieron sus ediciones con la inauguración del ferrocarril, lo que evidenciaba el enorme interés político de la obra y las extraordinarias expectativas que había generado. Nadie faltó a la histórica cita, nadie quiso perderse los grandes fastos a los que acudieron las máximas representaciones políticas de los dos países; el rey de España Alfonso XIII y el presidente de la República Francesa, Gaston Doumergue. Por debajo de ellos, una interminable nómina de políticos, empresarios, militares, periodistas, curas y personalidades que alcanzó los 275 invitados.

            Aquel 18 de julio de 1928 era miércoles y hacía calor. Los asistentes tenían que vestir chaqué o uniforme y respetar un riguroso protocolo que se complicaba con la masiva presencia de las fuerzas del orden. Pocas semanas antes había sido abortado un intento de insurrección anarquista en Madrid programado para el día de la inauguración del Canfranc, y aunque los elementos sediciosos estaban controlados, a esas alturas la desacreditada monarquía de Alfonso XIII ya no se fiaba ni de su sombra. “El entusiasmo se sobrepuso discretamente a la etiqueta” firmó al día siguiente en “El Noticiero” el enviado especial Fernando Castán Palomar. La estación fue literalmente tomada por centenares de soldados, guardia civiles y carabineros, que anularon cualquier atisbo de celebración popular.

            Pero nada impidió que la jornada fuera descrita con el verbo vigoroso de la prensa de la época. El “Heraldo de Aragón” publicaba un comprometido editorial en el que reconocía que “la cultura francesa nos traerá la inquietud de sus preocupaciones progresivas; tal vez una adaptación conveniente al espíritu de los tiempos”, y aventuraba que Zaragoza se convertiría con la nueva comunicación en “emporio de riquezas materiales y morales que hagan de ella la máxima metrópoli interior”.

            Algo parecido había dejado escrito para un discurso que nunca llegó a leer por enfermedad el deán Florencio Jardiel, presidente de la Comisión Gestora del Canfranc. “Zaragoza tiene que ser un centro comercial quizá el más importante de la Península, pero para ello el Canfranc tiene que tocar el Mediterráneo” afirmaba. Alberto Porras escribía en “La Voz de Aragón” que “las regiones de uno y otro lado del Pirineo no tienen grandes cosas que cambiarse entre sí, pero es indudable que la calidad de comunicación empezará fomentando el turismo y ya se sabe que detrás del viajero va siempre la mercancía”. Juan Lacasa era algo más críptico cuando razonaba que la línea la usarían “numerosos turistas y por lo corta y económica, peregrinaciones al Pilar y Lourdes”.

            Sesudas reflexiones y análisis de tráficos futuros se reprodujeron en toda la prensa aragonesa durante el mes de julio. La mayoría de los autores rememoraban la gran gesta colectiva desde el lejano 1853, y todos evocaban las glorias pasadas de la región para ubicar en la misma dimensión histórica la inauguración del ferrocarril. Sancho Ramírez, Agustina de Aragón y el Conde de Aranda eran ahora el ingeniero Gil Berges, el dean Florencio Jardiel o el ministro Albareda, firmante de la Ley del Canfranc en 1882. La vieja Corona de Aragón renacía dos siglos después para expandirse por el norte.

            Y precisamente del otro lado de los Pirineos llegó ese 18 de julio a las once y diez de la mañana un tren en el que venían 125 invitados franceses, junto con fotógrafos y periodistas de todo el país. Era la avanzadilla de la máquina oficial en la que viajaba el presidente de la República y su séquito. La Banda de Ibiza entonó La Marsellesa cuando arribó en Canfranc quince minutos más tarde.

            Para entonces ya llevaba media hora en la estación Alfonso XIII. Había llegado en un tren de la Compañía del Norte conducido por el Duque de Zaragoza. Cuentan las crónicas que el rey fue vitoreado por todos los pueblos que atravesó y que incluso en Jaca se le insistió reiteradamente para que prolongara su presencia. “El rey, sonriente, trataba de disuadirles de ello, haciéndoles ver que era preciso ir a los Arañones”, narraba el redactor de “El Noticiero”.

            En Jaca el día anterior la ciudad ya se había vestido de fiesta. “Alegría desbordante en todos los pechos. El pueblo, engalanado. Afluencia inusitada de forasteros. Los del campo invadiendo la ciudad con sus mejores galas. Caravanas de automóviles de todas partes y de todas direcciones. Abarrotados hoteles, fondas y hospedajes, los visitantes asaltan las casas particulares, cuyos moradores las ofrecen gustosamente. Los últimos trenes de la noche nos traen visitantes de la Villa y Corte. La prensa madrileña envía una brillante representación  de redactores literarios y gráficos. El tránsito por las calles no cesó en toda la noche...”. Eso era Jaca la víspera de la inauguración del Canfranc.

            “Hay en las cumbres inmediatas muchas gentes que esperan ver desde aquellas atalayas la llegada del tren real. Fuerzas de los regimientos de Palma, de Ibiza y de La Montaña forman ante la explanada de la estación... la mañana es espléndida. Acaso calurosa en exceso”. Así describía el periodista Fernando Castán el ambiente en Canfranc cuando Alfonso XIII puso pie en el anden de la estación. Con los sones de la Marcha Real el monarca saludó a todos los asistentes y se introdujo en el vestíbulo acondicionado para la ocasión mientras llegaba el tren francés.

            A la llegada de Doumergue comenzó una liturgia de marcado tono castrense. Revista de tropas, desfiles y marchas militares sazonaron un programa en el que se habían cuidado todos los detalles. Las dos locomotoras portaban las banderas española y francesa, las alfombras rojas cubrían el anden y los símbolos de los países y las regiones limítrofes se sucedían por todo el recinto. Contaba hace varios años el canfranqués Julio Ara, testigo de excepción de aquella mañana, que al acabar el desfile los dos jefes de estado se volvieron hacia atrás, observaron la estación, se miraron y sonrieron.

El protocolo de aquella mañana fue un verdadero juego de equilibrios políticos y territoriales para no herir susceptibilidades. Alfonso XIII era muy consciente de que los aragoneses se sentían los únicos responsables del éxito de la empresa que se inauguraba.

Por eso el despacho en el que se reunieron durante unos minutos los dos jefes de estado estaba presidido por los escudos de Zaragoza, Huesca, Canfranc y España.

En los almacenes transformados por unas horas en el inmenso comedor hispano francés se reconocía un enorme retrato de Alfonso XIII custodiado por los escudos de Aragón y Huesca. En el panel opuesto; los de Francia y España, y los de todas las provincias. A las doce y media comenzó el almuerzo al que habían sido invitados 275 comensales. La casa Lhardy de Madrid había sido la encargada de servir el banquete y la Compañía del Norte la responsable de maquillar ese almacén con tapices, alfombras, guirnaldas, gallardetes, lienzos, mesas, sillones y toda suerte de elementos decorativos. Las mesas se colocaron en forma de U y se sirvió un menú salpicado de exquisiteces españolas. El champagne Möet Chandon es el único guiño a los invitados franceses.

 En el turno de discursos Alfonso XIII glosa las excelencias del ferrocarril internacional en un texto que los analistas de la época sin duda leyeron entrelíneas. “Francia, republicana, y España, monárquica, constitucional y parlamentaria la primera, en suspensión de estos principios la segunda, que busca afanosa las modalidades para reestablecerlos purgados de errores y defectos que una larga experiencia puso de relieve entre nosotros”. Ninguno de los periodistas acreditados fue capaz de describir el rostro del general Primo de Rivera al escuchar estas palabras.

Doumergue también tuvo momentos de calculada intriga en un discurso que recordaba la actualidad del conflicto con Marruecos y los intereses compartidos. Sobre todo cuando aseguró que el futuro económico del Canfranc era optimista “a pesar de las dificultades que puede suscitar a veces la oposición de intereses y en las que debe procurarse siempre hacer triunfar la equidad”. Quizá el presidente francés ya estaba advirtiendo de la nefasta política empresarial que la Compañía del Norte iba a ejercer sobre el ferrocarril aragonés en beneficio de Irún y Port Bou, también de su propiedad.

Tras el almuerzo toda la comitiva cruzó el túnel de Somport y se dirigió a las Forges D’Abel, donde se reprodujeron los mismos actos y un nuevo almuerzo, en esta ocasión con horario español. Al acabar, los jefes de estado se despidieron y Alfonso XIII partió en coche hacia San Sebastián con escala en el Balneario de Tiermas. Para la pequeña historia del Canfranc quedó el nombre del periodista madrileño Emilio Herrero, primer viajero que facturó se equipaje en la aduana de Canfranc.

Primo de Rivera se fue hacia Jaca, donde presidió horas después un acto del Somatén y un nuevo lunch en el Hotel Mur. Aquella tarde la ciudad pirenaica estaba engalanada y era una fiesta. En Zaragoza la Gran Vía se iluminó por la noche con una colección de fuegos artificiales que celebraba el final de los Pirineos.

 

Aludes

Aludes

En febrero de 1915 un gran alud de nieve arrasó el Balneario de Panticosa. El fotógrafo jaqués Francisco De las Heras llegó al lugar a las pocas horas e inmortalizó las devastadoras consecuencias de la avalancha. La nieve destruyó el Hotel de la Pradera y causó graves daños en el Continental y en el Casino, que había sido construido apenas diez años antes. Las imágenes son impresionantes: todas las estancias del Continental quedaron sepultadas bajo la nieve y perdieron su reconocible fisonomía. En una de esas fotos los compañeros de De las Heras en aquel viaje posan encima de la nieve y se les puede ver a la misma altura que las lámparas que todavía cuelgan del techo. Dos años después se produjo otra gran avalancha procedente de Brazato que arrasó la Casa de la Laguna y parte de la Casa Balneario.

            A finales del siglo XIX y principios del XX el Balneario de Panticosa vivió sus momentos de máximo esplendor coincidiendo con la irrupción de la moda del turismo agüista entre la realeza, la nobleza, los políticos y las clases más pudientes del país. En 1864 se construyó la carretera que salvaba el difícil acceso al centro termal. Pese a todo, quienes querían acceder hasta sus aguas tenían que pasar verdaderas penalidades y sufrir los rigores de la nieve. Hasta bien entrada la primavera era normal que el coche de línea que unía Sabiñánigo con el Balneario se viera obligado a parar a la altura de Escalar, punto crítico por la frecuencia y virulencia de los aludes.

En 1893 el tren llegó hasta el apeadero de Sabiñánigo en su camino a Canfranc. De hecho, se decidió construir esta parada (origen de la localidad serrablesa), para facilitar el transporte a las cientos de personas que cada año accedían a Panticosa. Militares como Prim, Martinez Campos o Rosales; políticos de la talla de Cánovas y Sagasta o el propio Alfonso XIII visitaron en algún momento el Balneario. En el siglo XX comenzó una lenta decadencia y diversos cambios de propiedad que no mejoraron su actividad. En los últimos cinco años un grupo inmobiliario ha invertido miles de millones con la intención de recuperar aquel viejo esplendor.

Nada es sencillo en la montaña y menos aún cuando se actúa con tanta soberbia e ignorancia. Este invierno el Balneario ha quedado aislado en tres ocasiones como consecuencia de las grandes nevadas que se han registrado en la cordillera. Las viseras y antialudes construidas hace algunos años se mostraron insuficientes para detener la furia de la naturaleza. Los nuevos dueños del Balneario han descubierto desconcertados la realidad del Pirineo y la crueldad de los hechos: el dinero no calma el ímpetu de la montaña.

Ahora se preguntarán cómo evitar nuevos aludes, cómo gobernar el monte para que no arruine el negocio. Harán números para calcular el alcance de una nueva inversión que mitigue futuros desastres. Le consultarán al Gobierno sobre el interés público de la cosa y acabaremos pagando todos las veleidades mesiánicas de constructores despechados. En el Pirineo se cuenta una anécdota: en una campaña electoral hace muchos muchos años llegó un político de la capital a un pueblo y reunió a todos los paisanos. Les vendió esto y aquello y les prometió que les haría un puente si le votaban. Los del pueblo le respondieron: “pero si no tenemos río”. No os preocupéis –dijo muy serio el político-, que también os haré el río”. Cada vez que veo algunas obras en este Pirineo nuestro me acuerdo del cacique que prometía el río. Ahora son estaciones de cuarta generación, campos de golf, parques temáticos y desarrollo sostenible. Lo único que no cambia es la desfachatez.

Pirineos, tristes montes

Pirineos, tristes montes

Maestras perdidas en pueblos perdidos, andanzas de solterones empedernidos, evocaciones de ancianos sabios, viejos recuerdos de la guerra e historias alimentadas al calor del fuego de una chimenea. “Pirineos, tristes montes” es la crónica escéptica de unas montañas envueltas por la bruma de la melancolía. Severino Pallaruelo; profesor, historiador, escritor, viajero y, fundamentalmente, profundo conocedor de la cordillera, escribió hace casi veinte años este conjunto de relatos breves que nacen en lo más hondo de su sentimiento. Algunas de esas historias son tan tristes y desoladoras que el intencionado título se queda corto.

El libro, que vio la luz de forma discreta, sin hacer ruido, fue creciendo poco a poco gracias al boca a boca; la campaña de publicidad más solvente y eficaz. Desde entonces se ha reeditado en unas cuantas ocasiones y hoy en día es ya un clásico de la literatura pirenaica (la más reciente en Xordica). Su autor, entonces un desconocido profesor de instituto, está considerado en la actualidad uno de los más brillantes historiadores y pensadores de la cultura pirenaica.

            En “Pirineos, tristes montes”, Severino quiso poner orden a las historias que había conocido de niño, a los dramas que había escuchado a media voz en boca de sus padres. Casi todas son verídicas e ilustran el perfil más duro y áspero de la vida en la montaña. Como comenta su autor, las experiencias vitales aquí narradas “exigen  a veces un género literario apartado de la frialdad del ensayo académico. Son historias que, desgraciadamente, han sucedido”.

            Guiado por un pretendido tono escéptico, Severino Pallaruelo compuso un friso de personajes y situaciones que tenían en común la misma desesperanza y la misma frustración. Hombres y mujeres marcados por un destino predecible que percibieron en la montaña pirenaica su cárcel infranqueable. Son historias de un Pirineo que ya no existe, en el que los pueblos no eran rincones hermosos ni las montañas lugares paradisiacos. Eran como escribe Severino, la “separación entre dos mundos, aquí la abundancia, allá la pobreza”.

            El Pirineo que relata Severino Pallaruelo en “Pirineos, tristes montes” se encuentra en la antesala de la gran crisis del mundo rural que en la segunda mitad del pasado siglo prácticamente acabó con la cultura tradicional de la montaña. Todo un sistema social, económico y de valores se vino abajo cuando el masivo éxodo a las ciudades dejó cientos de pueblos abandonados. La provincia de Huesca tiene el triste record de ser junto a la de Soria la más azotada por el drama de la despoblación. Más de 300 pueblos se quedaron sin nadie que habitara sus casas. A las ausencias le siguieron el paulatino deterioro del patrimonio y, en muchos casos, un expolio que extinguió  cientos de siglos de historia.

Collioure

Collioure

Collioure establece el límite septentrional de los Pirineos y es ante todo un acogedor pueblo marino que ha sido perfilado por los vientos de la historia. Su privilegiada posición dentro de las rutas comerciales más transitadas fue codiciada por los reinos medievales hasta que en 1659 con el Tratado de los Pirineos se incorporó a Francia dentro del Roselló. El formidable castillo real de Collioure es la muestra palpable de ese pasado. El primer edificio data del lejano año 673. Después se reformó completamente entre 1242 y 1280 y en el siglo XVI experimentó su renovación definitiva para adaptarse a los progresos de la artillería. En 1642 la Guerra dels Segadors convirtió Collioure en gran escenario bélico con el enfrentamiento de las tropas francesas y españolas. La victoria de los primeros aceleró el tratado de paz.

            Los ecos de aquellas batallas sólo se conservan en el flamante castillo y en la toponimia de algunas calles. El resto es sólo historia. Porque Collioure tiene otras muchas cosas que ofrecer: su casco urbano está repleto de pintorescos rincones que recuerdan a los viejos pueblos pesqueros. Las callejuelas se pierden entre comercios de toda la vida y cafeterías que han heredado el poso intelectual que dejaron los pintores fauvistas a principios del siglo XX. Talentos de la talla de Matisse, Dérain o Chagall se sintieron seducidos por la luz clara y límpida de Collioure y pusieron en práctica su interpretación colorista de la realidad. Lugares como el paseo de la fortaleza de los Hasburgo, entre el castillo y el mar, avivaron seguramente su ingenio. Hoy se pueden conocer a través de Le Chemin du Fauvisme los lugares que recorrieron los pintores en sus estancias en Collioure.

            Hay otro nombre vinculado para siempre a la localidad de la Catalunya francesa: el poeta español Antonio Machado. En febrero de 1939, pocos días después de emprender su doloroso exilio, murió “ligero de equipaje” en un hotel de la localidad, a donde había llegado exhausto y muy enfermo. Fue enterrado en el cementerio local. Desde entonces en su tumba nunca faltan las flores de miles de españoles que viajan expresamente hasta Collioure para mostrar su admiración y respeto a uno de los mejores poetas en lengua castellana de la historia. La visita a la tumba de Machado es una parada obligatoria junto con un recorrido pausado por la iglesia de Nostra Senyora dels Angels, ubicada en un extremo de la bahía. La inconfundible cúpula fálica rosácea de su torre es uno de los símbolos indiscutibles de la localidad.

Ayer se cumplieron 70 años de la muerte de Antonio Machado en Colliure.