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Juan Gavasa

Miscelánea

Beijing

Beijing

Mi principal temor antes de decidirme a publicar este blog era mi pudor casi patológico y la fundada sospecha de que muy pronto se me acabaría la imaginación y la disciplina para alimentarlo. De momento he de confesar que este ejercicio se ha vuelto en algo adictivo y estimula unos cuantos instintos que creía desaparecidos. El otro gran miedo, este aterrador, era y es el riesgo de acabar opinando de todo en la mejor tradición del contertulio radiofónico español, el taxista “copero” o el bravucón de casino de provincias y barra de bar. Este miedo me va a perseguir siempre así que prefiero hacer esta declaración antes de que la inercia me conduzca por caminos que no deseo transitar. Espero que nunca ocurra.

            Digo esto porque hoy quería escribir de los Juegos Olímpicos de Beijing, las amenazas de boicot y la campaña internacional a favor de la causa tibetana. Para ahorrarme discursos hieráticos diré que estoy absolutamente en contra de cualquier boicot a los Juegos Olímpicos como acontecimiento deportivo. Pero respaldo fervientemente que sean utilizados como altavoz de injusticias humanas tan flagrantes como las que sufre el Tibet. Si los Juegos Olímpicos vienen siendo utilizados por todos los gobernantes -desde Hitler en 1936- para mostrar al mundo sus logros políticos, no hay razón para considerar una manipulación que algunas minorías se aprovechen de ellos para denunciar su sufrimiento.

            Es irritante escuchar estos días a los responsables del Comité Olímpico Internacional y al propio gobierno chino en sus escasas y lacónicas intervenciones. ¿qué esperaban? ¿nunca midió el COI las consecuencias de su polémica decisión? ¿Acaso confiaban en que la grandeza de los Juegos Olímpicos iba a disipar cualquier atisbo de rebelión social? Si hay un culpable de esta situación es, sin duda, el COI, que fue el primero que se dejó seducir por la política para elegir a Beijing, como hizo con Londres para los Juegos de 2012 en detrimento de París, y con Sochi para los de invierno de 2014 pese al sentido común que recomendaba la elección de Pyongyang.

            Hace mucho tiempo, probablemente desde que Juan Antonio Samaranch accedió a la presidencia del COI, que el deporte cedió terreno a la política y el dinero para construir el nuevo “movimiento olímpico”. A estas alturas a nadie puede engañar Jacques Rogge cuando dice que no se puede mezclar política con deporte. No lo puede decir el presidente del organismo que mejor ha sabido interpretar el pensamiento de Clausewitz y adaptarlo a su trinchera: el deporte es una extensión de la política.

            Beijing fue elegida sede de los Juegos Olímpicos del 2008 porque es la capital de un país habitado por más de 1.000 millones de personas; es decir, 1.000 millones de consumidores que ven televisión y compran. El tinglado olímpico se sostiene gracias a los derechos televisivos que pagan las cadenas norteamericanas y a un “Top Ten” de patrocinadores que son los que aportan el dinero y explotan la prestigiosa marca de los cinco aros. En ese grupo de “partners” hay alguna conocidísima marca de ropa deportiva que tiene fábricas en China y que se nutre de mano de obra barata, por no decir esclava. El círculo de intereses es redondo y cerrado como la luna llena. No hay fisuras en el negocio. Que la China que no respeta los derechos humanos y ejerce una férrea y abyecta dictadura fuera sede del mayor acontecimiento universal era cuestión de tiempo.

            Por razones profesionales tuve la ocasión de participar en la Asamblea General de los Comités Olímpicos Europeos que se celebró el pasado mes de noviembre en Valencia. En esa reunión anual intervienen las ciudades que van a organizar los Juegos Olímpicos para presentar su Informe de Progreso, un documento en el que explican cómo llevan la preparación del evento. En Valencia el Comité Organizador de Beijing tenía su última comparecencia antes de los Juegos y por lo tanto los asamblearios preguntaban cosas muy concretas: qué pasa con el tráfico de la ciudad, qué se va a hacer con la contaminación, qué ocurre con la limitación de acreditaciones para los periodistas, por qué se demoran las inscripciones de deportistas, por qué la burocracia está retrasando tanto unos procesos habitualmente más fluidos… a nada de esto respondieron los delegados de Beijing. Lo único que salía de sus labios era una salmodia resumida en una frase: “lo solucionaremos”. Nadie exigió a los chinos mayor rigor en su información, nadie se escandalizó.

            El periodista oscense Antonio Broto, corresponsal de la Agencia EFE en China, afirma en su blog ChinaChano que el boicot a los Juegos es un error porque “despertará a la bestia. China no se volverá más buena sino que se encerrará en sí misma al considerarse insultada por la comunidad internacional”. No hacerlo entra dentro del mismo juego político que justificó su concesión; es necesario complacer al gigante porque nos interesa a todos. El corresponsal de Asuntos Mundiales de la BBC, Paul Reynolds, escribía recientemente que el canciller británico David Militan “había declarado que los diplomáticos ya no deben tener miedo de hablar sobre derechos humanos con China para no dañar las relaciones económicas”. No se puede ser más cristalino.

            El columnista de The New York Times, Nicholas D. Kristof recordaba la importancia del valor de los gestos propagandísticos como el de los atletas negros en los Juegos de Mexico 68. Y por eso, al igual que otras asociaciones internaciones, defiende un boicot mediático a Beijing 2008 que no afecte a los deportistas ni a la competición, los únicos protagonistas de esta historia que realmente no pueden sufrir las consecuencias de la desmedida ambición de sus dirigentes.

            La causa del Tibet tiene poderosos defensores que han universalizado su mensaje. Esto es algo que tampoco valoraron los dirigentes chinos. No tengo el conocimiento suficiente para juzgar el problema, aunque objetivamente la invasión del Tibet por parte de China en 1959 es un hecho histórico riguroso. Un amigo, profundo conocedor de la causa tibetana, me decía hace poco que las nuevas generaciones de tibetanos no compartían el discurso pacifista del Dalai Lama y que en un futuro muy cercano el conflicto podría entrar en una dinámica violenta que haría añorar a los dirigentes chinos la situación actual.

            Insisto, no tengo opinión al respecto ni comparto esa visión romántica y edulcorada que se tiene desde occidente del Tibet. Pero tengo claro que en todo esto el problema no son los tibetanos sino la pretensión de impunidad que intentó transmitir el COI el día que eligió a Beijing como sede de los Juegos Olímpicos. China pretende aplicar con el acontecimiento más mediático del mundo las mismas políticas opresoras y oscurantistas que practica en su interior. Y esto, por suerte, hoy en día ya no es posible.

Laicismo

Laicismo

El pasado sábado el suplemento Babelia de El País publicaba una inteligente conversación entre dos escritores brillantes y mordaces: Eduardo Mendoza y Fernando Savater. El encuentro entre los dos viejos amigos giraba en torno al libro recién publicado por el primero, “El asombroso viaje de Pomponio Flato” (Seix Barral), una hilarante novela de crímenes en la mejor línea cómica de Mendoza, ambientada en la Galilea de Augusto y Herodes. He comenzado a leerla y desde la primera página el escritor catalán ofrece muestras de haber recuperado el músculo ingenioso que se le había atrofiado tras “La aventura del tocador de señoras”.

            Volviendo a la conversación entre Mendoza y Savater, ésta giraba fundamentalmente en torno a la religión, o “a la cuestión pendiente de la religión”, como se solían referir los políticos durante la Segunda República. Una cuestión pendiente desde los anhelos liberales de los primeros Ilustrados españoles hasta esta democracia supuestamente consolidada y madura en la que nos encontramos. Inevitable es sospechar de esta madurez en una sociedad en la que todavía se producen debates al respecto propios de ensayos democráticos abocados al fracaso. No es el caso, pero es evidente que la fractura provocada por los cuarenta años de dictadura no se ha logrado recomponer y todavía existen amplios sectores sociales que defienden la existencia de una iglesia católica que, como afirmaba el escritor Juan Cruz: “ha tomado en su mano, de manera infame, el tópico de la ultraderecha, que la democracia no tiene derecho a existir sin tutelas: sin la tutela del Ejército, sin la tutela de Dios”.

            Era Bertrand Russell en su ensayo “Por qué no soy cristiano” el que ya alertaba en 1927 que “el hombre que posee el arte de despertar el instinto de persecución de la masa tiene un poder particular para el mal. (…) Contra este peligro, la protección principal es una educación sana destinada a combatir las inclinaciones a las explosiones irracionales de odio colectivo”. Russell fue encarcelado en dos ocasiones por decir cosas como ésta.

            La iglesia católica sabe muy bien que lo que advertía el filósofo británico era una verdad palmaria y por eso nunca despreció sus enseñanzas; muy al contrario, las aplicó con eficacia a lo largo de la historia y con especial énfasis durante el siglo XX. Savater cree que “la religión cristiana ha sido domesticada por el mundo civil”, y puede que tenga razón. Pero lo que no ha conseguido la sociedad civil española es que la iglesia católica asuma su subordinación al poder civil. Con el arma arrojadiza del laicismo el clero ha pretendido construir una supuesta conjura política y social de extrema izquierda que, a su juicio,  sólo pretende acabar con la libertad de expresión y por extensión con la religiosa. Sorprende este repentino interés de la iglesia católica por defender la libertad del individuo, cuando nunca a lo largo de su historia la ha practicado.

            Y aquí encontramos una nueva mentira; la perversa manipulación de los conceptos laicidad y laicismo. Como recordaba recientemente Gregorio Peces Barba, “la persona de fe, el creyente, está protegido en las sociedades democráticas modernas por la libertad ideológica o religiosa y por las instituciones y los procedimientos de una democracia laica. La laicidad supone respeto para los que profesan cualquier religión, mientras que personas e instituciones religiosas con visiones integristas o totalizadores, lo que abunda en sectores católicos antimodernos, no respetan al no creyente”. Es, por lo tanto, necesario aclarar que la laicidad nada tiene que ver con el laicismo, que es una actitud enfrentada y beligerante contra la iglesia. Dos ortodoxias enfrentadas.

            Russell decía también que la decadencia de la fe dogmática sólo puede hacer bien. Yo creo que las sociedades modernas y democráticas debemos de luchar por hacer real la separación de la iglesia del Estado. No una separación retórica (como la que sufrimos en España), sino un distanciamiento valiente, enérgico y civilizado. Es nuestro derecho y así aparece reflejado en el artículo 16.3 de nuestra Constitución. Es un derecho y no podemos renunciar a él. Juan Cruz defiende que la sociedad reclame “muy alto que la Iglesia vaya por su cuenta y el Estado afirme su voluntad laica, aconfesional, civil". Mientras eso llega, haremos lo que recomienda Eduardo Mendoza: “en estos tiempos, la religión es el último reducto del humor. Nada me ha divertido más que las encíclicas papales”. Pues eso, riámonos… a carcajadas.  

Nueva York

Nueva York

Nueva York. ¿qué se puede decir original de Nueva York? Absolutamente nada. Es la ciudad de los lugares comunes. Todas las ciudades tienen sus lugares comunes repetidos hasta el vómito por sus visitantes, pero en Nueva York la cosa es hilarante. Lo normal es contar a tu regreso que Nueva York es una ciudad que resulta tremendamente familiar, que todas sus avenidas, sus plazas, sus restaurantes, sus edificios y sus parques parece que ya los hayas visto mil veces. Esta es la primera tontería que solemos decir al regresar de Nueva York.

            El escritor irlandés Brendan Behan iba más allá y aseguraba que cualquier persona que vuelve a casa después de estar en Nueva York encontrará bastante oscuro su lugar de origen. Esto no es una tontería. Es la gran verdad del individuo enfrentado en su levedad a la ciudad que nunca duerme. El periodista Enric González, en su luminoso “Historias de Nueva York” afirma que cuando en la Gran Manzana “son las tres de la tarde, en Europa son las nueve de diez años antes”. Uno de los personajes de Paul Auster sostenía que Nueva York “es un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos”. Escribo hoy de Nueva York porque es mi ciudad favorita, el escenario de mis ensoñaciones; y también porque en los últimos días dos personas cercanas me han anunciado que pronto viajarán a Manhattan. Pocas cosas me pueden producir más envidia.

            De pequeño tenía una gran foto apaisada del skyline de Nueva York en mi habitación, ese conocido encuadre realizado desde Brooklyn con el puente en primer plano. Si a algo se le puede considerar un icono del siglo XX, sin duda es a esa imagen. El póster era el sueño imposible de un adolescente de pueblo, la lamentable constatación de que existían paraísos lejanos inexpugnables. Hace pocos días discutía con un amigo sobre el alcance de la influencia del cine americano en nuestra educación y, sobre todo, en nuestros referentes culturales. En este sentido no me escondo; soy un producto (o quizá un subproducto), del cine americano, de sus paisajes y de su lenguaje visual, de sus códigos de expresión y de su arquitectura estética. Casi todo me parece maravilloso, empezando por Nueva York, el mayor plató cinematográfico jamás conocido.

            Milito también, como Carlos Boyero, en ese amor sin condiciones hacia el talento de Hollywood. Ni el cine europeo ni, por supuesto, el asiático, han logrado alcanzar un dominio del arte cinematográfico tan brillante y eficaz como el americano. Si alguno lee esto rápidamente podrá añadir que los americanos también han hecho los bodrios más grandes de la historia. Y no le faltará razón. Pero yo no estoy hablando ahora de bodrios, sino de la grandeza del cine como expresión artística.

            Es inevitable virar al cine cuando se habla de Nueva York. La primera vez que estuve, en compañía de dos amigos, nos alojamos en el Hotel Pensylvannia, en plena Octava Avenida, frente al Madison Square Garden. Pero no os llevéis a engaño; el hotel era una pensión de mala muerte, con suelos de sospechosa alfombra y paredes mil veces agujereadas. Uno de mis amigos sostiene, seis años después de aquel viaje, que en la primera noche sintió que un roedor le pasaba por encima del estómago. Seguramente la posibilidad del roedor es la más laxa de todas las hipótesis. Pero incluso esa habitación tenía el lúgubre encanto de la decadencia. Sólo faltaba un neón rosa iluminando intermitentemente la estancia. Y el dueño del hotelucho abriéndonos las ventanas vestido con una camiseta interior de tirantes, un cigarro en la boca y una cerveza en la mano.

            Al día siguiente estuvimos en una exposición de Richard Avedon en el Metropolitan. Y topamos con el imponente Jeff Goldblum. Nosotros, que llevábamos el pueblo en la cara y la ignorancia en los bolsillos, flipamos con aquel encontronazo. La verdad es que el primer viaje a Nueva York es una permanente pérdida de la virginidad. Tu carga de inocencia es tan pesada a la llegada que son necesarios unos cuantos kilómetros por Manhattan para acabar todo el proceso de descompresión. Pero esa primera experiencia es fascinante. Boyero también suele decir que envidia desesperadamente a quienes todavía pueden disfrutar del primer encuentro con Nueva York; es decir, a quienes todavía no la conocen. Bienaventurados ellos porque serán deslumbrados por la luz cegadora de un hallazgo irrepetible. Todos los viajes a Nueva York son inolvidables, pero ninguno puede superar al primero. Yo guardo a fuego el impacto que me produjo el skyline nocturno de Manhattan cuando salimos del Queens- Midtown Tunnel. Era el póster de mi niñez, por fin hecho realidad.

 

Fago (2)

Fago (2)

Después de ver el segundo capítulo de la serie televisiva “Fago” me escandaliza todavía más que la justicia no encuentre razones para retirarla. Las apelaciones al derecho a la libertad de expresión y un supuesto vacío legal han permitido la emisión de una nueva entrega que supera en desfachatez a la anterior. Ese vacío legal más bien parece un agujero negro por el que se escapa el sentido común y la decencia. La justicia tiene estas cosas. A veces no admite como prueba una grabación que deja en evidencia el delito, y en otras como ésta considera irrelevante el riesgo de intoxicación del tribunal popular que juzgará al supuesto autor del asesinato del alcalde de Fago.

            ¿Cómo es posible? A los que vivimos en estos valles nos resulta terriblemente familiar todo lo que vemos en esta serie. Demasiados lugares comunes y demasiada información que ahora aparece tergiversada o sesgada. Por eso nuestra indignación es mayor. Los que en algún momento de nuestra vida nos hemos cruzado con Miguel Grima sabemos que era una persona complicada pero nos vemos incapaces de juzgar todos los conflictos que protagonizó con algunos habitantes de Fago. Yo, al menos, carezco de la información suficiente para tener una opinión formada. Todos se hacían lenguas de lo que pasaba pero los comentarios no tenían otra categoría que la del rumor.

            Sin embargo, la serie ha diluido cualquier posibilidad de imparcialidad. Sus responsables se han decantado claramente por el espectáculo irresponsable y han construido una enloquecida parodia de la realidad de la que sale trasquilado el propio muerto. Parece ser que había dos bandos claramente definidos en el pueblo; los que defendían al alcalde y los que le odiaban a muerte. Pero en la serie sólo encontramos las razones de los segundos. Sabemos que la mayoría del pueblo le apoyaba y le votaba en las elecciones, pero en “Fago” este dato es simplemente un detalle menor. El retrato que se dibuja del edil ofrece los trazos inconfundibles de un déspota rural, un trasunto actualizado del viejo cacique de la Restauración.

            Este Grima televisivo está construido para ser odiado, para manipular desde el primer fotograma la conciencia todavía virgen de los espectadores. No hay contrapeso. Lo he podido comprobar con mis suegros. Ellos, que viven habitualmente fuera de España y desconocían lo ocurrido, se han formado inevitablemente una idea distorsionada del alcalde asesinado. Sus fuentes sólo son las televisivas y estas sólo escupen agua en una dirección. En un momento del capítulo el policía científico que dirige los interrogatorios espeta: “tengo la sensación de estar juzgando al muerto en vez de buscar a su asesino”.  Aterradora clarividencia.

            Dice Melchor Miralles que la serie se ha basado escrupulosamente en el sumario del caso y en las declaraciones de los vecinos de Fago. Mentira.  Si fuera así, el resultado de este producto televisivo sería otro. Pero es la marca de la casa. Ya se sabe que en la factoría de Miralles se aplica aquél viejo axioma periodístico de que una verdad no te puede quitar una gran noticia. Aquí la verdad sería la justicia pero los productores optan por inflar a quienes se la toman por su cuenta. Luego lo decoran con la salmodia habitual del periodismo corporativo sobre el derecho a la libertad de expresión, y se acabó el debate.

            “Fago” es una serie muy mala y muy cutre. Los actores sobreactúan, el guión es pésimo, las situaciones improvisadas, los personajes no se los traga nadie… pero todo esto pasa desapercibido ante la dimensión de su inmoralidad conceptual. La mano de Miralles es muy alargada y alcanza hasta a algunos de los protagonistas; esos vascos de inconfundible estética abertzale y patriotismo fingido que el productor pagaría por que pertenecieran a un comando etarra. Entonces “Fago” ya sería la hostia.

 

“Fago” fue visto en la noche del lunes por 4.766.00 millones de espectadores, un millón más que en el primer capítulo.

Fago

Fago

A Fago le han estigmatizado para siempre. La repugnante serie que emite la televisión pública desde el pasado lunes ha vinculado definitivamente el nombre de la localidad pirenaica con las más tenebrosas pulsiones humanas. Una versión moderna del clásico Fuenteovejuna pero sin el matiz heroico y de justicia social de la obra de Lope de Vega. En este Fago televisivo todo huele a espectáculo inmoral. Sus responsables se desentienden de la polémica y aseguran que han querido hacer una historia de ficción a partir de un suceso real, lo que los ingleses llaman “faction”. Sólo les ha faltado decir que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia y que los protagonistas son personajes creados por la imaginación del director.

            Detrás de este esperpento está el periodista Melchor Miralles, todo un experto en construir conjuras imposibles y escándalos mediáticos al abrigo de su padrino profesional; Pedro J. Ramírez. Por lo tanto, el resultado de este despropósito está en la línea de su conocidísima trayectoria profesional. Sus últimos y más llamativos capítulos se pueden encontrar en la serie por entregas que el diario El Mundo nos ofreció hace unos meses sobre los atentados del 11 M. En ella se disparaba munición sin discreción para intentar argumentar la insólita teoría según la cual, ETA, el PSOE, el gobierno de Marruecos, la Policía, un puñado de confidentes, seguramente el mismísimo Bin Laden y el Atlhetic de Bilbao se habían puesto de acuerdo para hacer los atentados con el fin de echar del poder al PP.

            De esta esquizofrenia periodística nacían perlas como la famosa cinta de la Orquesta Mondragón, transformada de repente en una credencial de la cooperativa vasca, que desde hace años se empeñan en vincular con ETA desde los medios más conservadores de Madrid. Cosas como ésta son fruto de esas investigaciones periodísticas tan al gusto de Miralles, siempre a marchamartillo caiga quien caiga.

Pues este Fago televisivo es primo hermano de los productos de la factoría Miralles. Se cogen cuatro datos verídicos, se revuelven con cuatro certezas de cosecha propia, se eliminan algunas verdades incomodas y todo se agita para que parezca lo que tiene que parecer. Mejor dicho; lo que nos interesa que parezca. El morbo ante todo.

Que existía y existe un conflicto entre los vecinos de Fago es una evidencia. Que supuestamente uno de esos vecinos asesinó al alcalde parece otra evidencia. Que el alcalde tenía problemas con parte del pueblo es otra prueba. Que lo que pasaba en Fago es la historia eterna de desencuentros en el endogámico mundo rural es algo que sabe todo el que tiene relación con cualquier pueblo de este país. Pero nada de eso tiene que ver con el planteamiento tendencioso de la serie, teledirigido desde la primera escena para contextualizar el asesinato y, de paso, implicar implícitamente a la mitad del pueblo en su ejecución.

La serie televisiva es un insulto a la inteligencia y un mediocre trabajo profesional. Actores  de registro plano, biotipos convenientemente enfatizados, lugares comunes y un mejunje de hechos verídicos y otros completamente falsos componen este bodrio infame producido a mayor gloria del share. La escena final de la pelea entre los dos bloques en mitad de la plaza es sencillamente una desfachatez. Nunca ocurrió pero los cerca de cuatro millones de espectadores que la vieron difícilmente podrán desligarse ya de una idea que sobrevuela toda la serie: en el Pirineo hay pueblos en los que mejor no acercarse.

Misiones Pedagógicas

Misiones Pedagógicas

He leído estos días un hermoso libro. Se trata del catálogo de la exposición sobre las Misiones Pedagógicas desarrolladas durante la Segunda República, que organizó en Madrid hace algo más de un año la Fundación Francisco Giner de los Ríos y la Institución Libre de Enseñanza. El libro-catálogo está editado primorosamente con un cuidado diseño y una valiosa aportación fotográfica que da buena cuenta de lo que fue aquella formidable experiencia. Es un libro que emociona en la misma medida que entristece. Una tristeza inevitable por el conocido final de la historia.

            Las Misiones Pedagógicas fue el proyecto regenerador y educativo promovido por el gobierno republicano para intentar acabar con la proverbial incultura de las zonas rurales del país. Un España mísera y abandonada que había detenido el reloj del progreso en el siglo XIX; “esa pobre España que bosteza, con hambre, sueño y frío, porque tiene estómago vacío, vacío el corazón y la cabeza”, en los versos de Machado.

            Durante casi todo el periodo republicano (1931-1936) un amplio grupo de profesores, actores, artistas, escritores y pintores recorrieron los pueblos más recónditos del país para llevar brotes de cultura a donde no solía llegar ni la luz eléctrica ni el agua. Como mercaderes ambulantes, transportaron su mercancía imperecedera por caminos de herradura e inhóspitos parajes. No sabían lo que se iban a encontrar en cada aldea, desconocían la reacción de unas gentes que nunca habían tocado un libro ni tenían constancia de la existencia de un maravilloso invento llamado cine.

            La iniciativa del gobierno republicano estaba inspirada en un viejo proyecto del pedagogo Manuel Bartolomé Cossio, alumno de Giner de los Ríos en los primeros años de la Institución Libre de Enseñanza, y años después miembro de su claustro de profesores. Dentro del debate instalado en una parte de la sociedad española de la época sobre la necesidad de solucionar los males endémicos del mundo rural, Cossio defendía el derecho de los habitantes de esa España marginada a una formación similar a la de los ciudadanos de las grandes urbes, que les permitiera participar en la cultura universal.

            Así se creó el Patronato de Misiones Pedagógicas un mes después de proclamarse la República, sobre las bases del proyecto madurado durante décadas por Cossio. Éste se fundamentaba en la creación de bibliotecas y la exposición itinerante de reproducciones de los cuadros más importantes del Museo del Prado, la proyección de películas, el servicio de música y coros del pueblo y las representaciones teatrales. Es decir; casi todas las manifestaciones artísticas iban a integrarse en el ambicioso programa educativo.

            Es interesante y en ocasiones descorazonador rescatar los debates políticos de la época. Las Misiones Pedagógicas encontraron la indiferencia y el escepticismo de los partidos derechistas, que desconfiaban de los resultados de la experiencia y mostraban abiertamente sus dudas sobre el interés real de la España rural por ser culturizada. ¿Pero eso sirve para algo? Se preguntaban constantemente. En palabras de Ramón Gaya, “Cossio no quería que sirviera para nada concreto, sólo quería que existiera, quería regalar eso de una manera desinteresada”.

            Las fotos del libro editado por la Fundación Giner de los Ríos resuelven la duda. Los rostros de asombro y sorpresa, de inmensa felicidad y desconcierto, de interés y desconfianza… esos rostros absortos confirman que el proyecto de Cossio mereció la pena. Fue un intento honesto y real, un gesto de inteligencia que pretendía acabar con siglos de injusticia social y dar forma a la “España del cincel y de la maza”, recordando nuevamente a Machado.

            Las Misiones Pedagógicas de la Segunda República reunieron a la mejor generación de maestros e intelectuales que dio España durante el pasado siglo. María Zambrano, Luis Cernuda, Miguel Hernández, Ramón Gaya, Alejandro Casona, José Val del Omar… Decía María Zambrano que “la inteligencia no funciona incondicionalmente, sino sobre las circunstancias sociales, políticas y económicas en las que se mueve”. Y eso era precisamente lo que querían cambiar; el destino marcado de cientos de miles de españoles pertenecientes al submundo del campo.

            Muchos de los “misioneros culturales” fueron fusilados en la Guerra Civil, otros huyeron fuera de España y una gran parte sufrió un silencioso y abyecto exilio interior. El franquismo borró de un plumazo la obra de las Misiones. Volvía “esa España inferior que ora y bosteza”.

 

“Muchos de los hombres y, desde luego, casi todas las mujeres y los niños no habían salido jamás de este lugar. Vimos chiquillos que primero huyeron y luego corrían tras de nosotros asombrados y llenos de júbilo. Las mujeres vestían de negro; las niñas de diez o doce años tenían el aspecto de mujeres minúsculas con sus faldas largas hasta los pies, que recogían al correr. Los niños eran tristes y temerosos y la mayor parte de ellos no cesaba de toser mientras nos contemplaban. Tratábamos de acercarnos a los grupos de hombres y mujeres que, aun convencidos de nuestro carácter pacífico, se resistían, sin embargo, a entrar en relación con nosotros”.

El canfranero, camina o revienta

El canfranero, camina o revienta

El Canfranc casi forma parte del universo mitológico de los altoragoneses. Hay tanto de verdad como de leyenda en su breve pero azarosa historia, sometida al inapelable juicio del tiempo de forma prematura y a la corrosiva exposición de su símbolo como un sentimiento que va más allá de lo racional.

En el Canfranc se han depositado frustraciones, complejos de inferioridad y todos los secretos inconfesables de los aragoneses. Ha sido el pañuelo donde se han secado las lágrimas de la incomprensión y el zaguán en el que muchos políticos han escondido su ineptitud. Fue un sueño a mediados del siglo XIX, una esperanza el día de su inauguración y una gran decepción casi todo el resto del tiempo. Un conocido político aragonés dijo con tino que el “Canfranc nunca tuvo buenos tiempos” y parece que la realidad se empeña en darle la razón. 

Por todo esto y por mucho más el viaje en el “canfranero” no es un simple trayecto en tren. Abstraerse de todo lo que representa sería abaratar el valor de la memoria y hasta cierto punto concederle a otros ferrocarriles el privilegio de compartir la categoría que nunca tendrán.

El Canfranc es único, “un símbolo para todos los que amamos los trenes, primero está el Canfranc y después el resto”, me aseguraba recientemente, con una rotundidad difícil de expresar por escrito, el historiador y especialista en trenes Carlos Teixidor. Viajar en un símbolo tiene que ser tan complejo de explicar como ser un mito. Los mitos, como los símbolos, son la piel que envuelve a los mortales, el aura que hace especial lo que nació en igualdad de condiciones.

 Nada de eso se escapa a la experiencia íntima de viajar en el canfranero y recorrer su tramo más pintoresco e insólito, el que parte de Huesca y llega a Arañones casi tres horas después. El tiempo deja de tener un valor absoluto cuando te introduces en sus vagones, hay que asumir el viaje como un medio para alcanzar el placer, nunca como un medio para el transporte. Cuando las prisas se instalaron en la sociedad, se convirtió de inmediato en una maravillosa reliquia. Quizá siempre lo fue, mientras esperaba que alguien cambiara su destino.

La nueva estación intermodal de Huesca es el único edificio que respira aires de modernidad en todo el trayecto. Funcional y austero, carece de la intensidad vital de otras estaciones mayores, del ensordecedor murmullo de voces en despedida, de taconeos apresurados y llamadas por la megafonía. Es posible que las estaciones sean un reflejo de sus ciudades. Las hay vigorosas, nerviosas y tumultuosas, otras que son tímidas, discretas y silenciosas. La de Huesca es una de éstas.

No hay demasiado movimiento en esta mañana de lunes de noviembre. Acaba de salir un tren Altaria con destino a Zaragoza.  De repente, han desaparecido las dos azafatas que daban la bienvenida a los pasajeros en la entrada del andén. Ese simple gesto de distinción se ha borrado de un plumazo cuando llegamos los tres viajeros que vamos a subir al canfranero. Está claro que somos clientes de segunda, como el ferrocarril en el que vamos a viajar. También ese andén parece haber retrocedido de categoría hasta quedarse nuevamente en una simple estación de provincias.

Los tres pasajeros nos hemos distribuido en dos de los tres vagones que componen el tren automotor de una sola pieza que RENFE ha reciclado para esta línea. No hay tumultos en el acceso ni embotellamientos en los pasillos, aunque le hemos roto el sueño a la joven que dormía plácidamente en la parte delantera. Se ha despertado tan aturdida que probablemente ha dudado un instante dónde estaba. El caso es que con ella somos cuatros viajero y el revisor, que acaba rápido su trabajo.

La mañana es fría, muy fría, cubierta por una espesa niebla que sólo comienza a retroceder cuando nos acercamos al Pirineo. El paisaje de la Hoya oscense evoca escenarios misteriosos en los que cualquier cosa es posible. El horizonte se vuelve cercano y la visión desde el interior del tren pasa a ser plana y monótona, sólo rota por la silueta perdida de algún castillo en ruinas o una fonda en desuso.

El primer tramo del trayecto atraviesa la comarca de Huesca, la parte más sencilla del recorrido. Aquí el tren se muestra ligero y atrevido, como si quisiera dejar en evidencia todas las leyendas sobre su impuntualidad, sus achaques y su senectud. No hay todavía noticias del Pirineo y eso se nota en la velocidad. En Plasencia del Monte el tren no se detiene, no hay ningún viajero que haya demandado sus servicios previamente.

Así seguiremos, rumbo a toda máquina hasta Ayerbe, donde nos detendremos diez minutos para esperar el cruce con el tren que viene de Jaca. La estación es todo abandono. Una adolescente con aspecto hippie y un señor de avanzada edad esperan silenciosos en uno de los bancos del anden. La estampa y el decorado acentúan los contrastes de una escena que bien podría pertenecer al universo de Almodóvar. En este tiempo no se miran ni se mueven, tan sólo apuran sus cigarros como si el reloj no corriera. Y es que parece que no corre.

El edificio de la estación aguanta a duras penas la caída del calendario. Tiene la melancolía de esos lugares en los que todavía se conservan tenuemente las huellas de un pasado no lejano de vitalidad. Pero no son más que huellas que se vuelven cada día más mohínas.

Nadie se ha subido al tren y el maquinista reemprende la marcha. El revisor aprovecha para dar una pequeña cabezada. Maneja los tiempos del viaje con el rostro aburrido de quien sabe perfectamente lo que va a pasar en los próximos minutos. Esa certeza relaja el espíritu, me imagino. En el interior no se oye más que el sonido monótono del tren. Fuera todo pasa por el filtro blanco de la niebla, cada vez más difusa. Avanzan los kilómetros y el paisaje se vuelve más agreste y bello, y crece la convicción de que estamos ante una soberbia obra del ser humano. Hemos dejado el llano oscense y nos dirigimos hacia el Pirineo. El tren torna cansino y extenuado su ritmo y por momentos da la sensación de que no va a dar más de sí. La vía se interna por estrechos corredores, por paredes rasuradas que encajonan la máquina y limitan la perspectiva. Surgen los túneles, y con cada uno de ellos el trayecto se empina un poco más.

Es ahora cuando comienza a adquirir su verdadera dimensión el símbolo del Canfranc. Es en estas primeras rampas, que anuncian la inminencia del Pirineo, donde la intervención del ser humano se hace palpable, donde se inicia el duelo entre el hombre y la naturaleza. En las cercanías de Riglos también toma cuerpo el valor social del tren como vertebrador del territorio. Muchos de los pueblos que atraviesa lo recibieron hace setenta años como el último eslabón que les podía unir a la modernidad, al desarrollo y a la esperanza de un futuro. Se sacrificó el tiempo pero se aseguró entonces la vida de numerosas localidades.

Los mallos de Riglos asoman la cabeza entre los últimos estertores de la niebla. La visión que se tiene de ellos desde el tren es irrepetible, parece que en algún momento se van a volcar irremediablemente sobre la máquina. Aquí tampoco se para el tren, aunque reduce considerablemente la velocidad para atravesar con seguridad el corredor que cruza la vertical de los mallos. En los años 40 decenas de montañeros utilizaron el tren para viajar hasta el templo de la escalada y conquistar sus cumbres, hasta entonces inaccesibles.

Vamos ahora hacia el pantano de la Peña y Santa María. Los técnicos franceses que participaron a finales del siglo XIX en el diseño del trazado de la línea internacional siempre fueron claros con sus homólogos españoles: “hay que trazar una línea recta, el Canfranc sólo será viable si hacemos el trayecto más corto”. Está claro que las cosas no se hicieron así y casi todos los estudiosos del ferrocarril coinciden en atribuir al tortuoso trazado español una de las razones de su fracaso. La Z que dibuja desde Huesca a Canfranc fue letal para su rentabilidad.

En Santa María vuelve a girar bruscamente a la izquierda camino de Anzánigo. Son zonas de escasa demografía y comunicaciones poco desarrolladas. El tren que trajo en los años 30 la prosperidad a todos esos pueblos, apenas es hoy un leve aliento incapaz de insuflar algo de esperanza. La preeminencia de la carretera de Somport como conexión hacia el Pirineo hirió de muerte a principios de los 80 los caminos históricos de Santa Bárbara y Oroel, precisamente los que sigue transitando el tren, cada vez más solitario.

Anzánigo es simplemente un hito en el libro de ruta, el tren no se detiene. La pequeña estación es un edificio desvencijado y abrumado por el paso de los años, la ausencia de servicio y el abandono. Como casi todas las estaciones y edificios ferroviarios que surcan el camino, pasó de ser centro de actividad local a esporádico refugio de excursionistas y cobijo de noches a la intemperie.  

En Caldearenas la maleza ha borrado las vías auxiliares. Fue una de las estaciones más prósperas y febriles de la zona pero esos fueron otros tiempos. Por aquí ya no pasan los obreros que venían todos los días desde Ayerbe para trabajar en la incipiente industria de Sabiñánigo. No hay remolinos de gente impaciente esperando el espectáculo del siguiente tren. El pequeño hilo de vida que surca el Pirineo está repleto de memoria, pero de nada más.

Sabiñánigo ha remozado recientemente su estación. Aquí, como en Canfranc, el tren está indisolublemente unido a su historia. Se ha bajado la chica somnolienta y ya sólo quedamos los mismos tres viajeros que nos habíamos subido en Huesca. La parada es breve y el tren reemprende su marcha camino de Jaca. Cruzamos de la Val estrecha a la Val Ancha y vemos a la izquierda Collarada y a la derecha la Peña Oroel. Por unos minutos el trayecto recupera la horizontalidad y la máquina se toma un respiro. Queda lo peor, pero también lo más bello.

 

Jaca y el tren

Cuentan las crónicas de la época que cuando el tren llegó por primera vez a Jaca, en 1893, la empresa concesionaria del ferrocarril se indignó considerablemente porque ningún jacetano fue a recibir el nuevo y extraño artefacto. Había preparado un convite popular pero ante el escaso éxito del invento sólo invitó a los trabajadores. No es difícil imaginar el tremendo impacto del tren en los jaqueses de finales del siglo XIX. El panorama que observó el maquinista de aquel primer ferrocarril cuando se acercaba a la estación poco tiene que ver con el que se contempla hoy. La expansión urbanística de la ciudad ha dejado el edificio en medio de las nuevas zonas residenciales, y las vías se han integrado en el casco como una calle más. Probablemente ningún urbanista visionario podría haber imaginado esto hace un siglo, cuando se tuvo la prudencia de ubicar la estación lejos del casco urbano amurallado.  Esta vez el tren ha parado en Jaca y se ha subido una pareja de avanzada edad. Por la sonrisa entusiasta de sus rostros, parece que están ante su bautismo ferroviario en el canfranero. Sonríen sin parar y miran a todos los lados, como si no quisieran perder ni un solo detalle del paisaje prometido. La máquina comienza la marcha y se adentra en el valle de Canfranc con paso firme pero discreto. Ha rebajado la velocidad ligeramente.

Hemos atravesado Castiello de Jaca, disfrutando de una panorámica privilegiada que no permite la carretera. Después de atravesar un largo túnel llegamos al viaducto con sus 28 arcos, una de las obras más notables del majestuoso Canfranc, fotografiada primero por De las Heras en los años 20 y después por cientos de fotógrafos que buscaban la belleza del tren. Aquí, sin duda la encontraban. Pronto queda Villanua abajo y la vía alcanza su altura máxima. La carretera nacional parece minúscula y el valle se hace angosto y temerario. Canfranc Pueblo muestra las huellas descarnadas del incendio de 1944, aunque la reciente fiebre constructora hace que cada nueva casa sea como una tirita en la herida. Contemplando el paisaje hemos llegado a los Arañones y disfrutamos del momento único del acceso al anden de la estación internacional. La expectativa es tan grande que surge el reconocible pinchazo de la frustración ante la soledad del recibimiento. Cómo no imaginar los tiempos de esplendor del edificio, cuando se mostraba a cada nuevo viajero insolente, vivo y orgulloso. El nerviosismo infantil de cruzar el túnel y viajar a Francia.

Artículo publicado el año 2006 en la revista "Jacetania" que edita el Centro de Iniciativa y Turismo de Jaca y realiza Pirineum.

 

Los otros

Los otros

En el primer tercio del siglo XX la zozobra en la que estaba sumida España se manifestaba en el ámbito artístico en la confluencia de diferentes corrientes que buscaban la regeneración del país, el regreso a las raíces castellanas en la búsqueda de los valores tradicionales o sencillamente la reinvención misma del estado. El vendaval creativo que arreciaba con fuerza en Europa y América había consolidado una cronología de ismos que parecía enterrar definitivamente la visión de los naturalistas de la realidad por su carácter reaccionario. En medio de esta confusión de estilos, de esta lucha entre adversos, la fotografía adquirió su mayoría de edad con una efervescencia creativa que le situó definitivamente en la categoría de expresión artística, privilegio discutido hasta entonces con denuedo.

En el Alto Aragón la vida iba un paso por detrás. El atraso secular del país adquiría en la remota provincia oscense tintes casi dramáticos, sólo matizados por una incipiente pero tímida industrialización y el inicio del “asalto civilizador” al Pirineo con la llegada de las centrales hidroeléctricas y el tren, la construcción de los primeros pantanos y el desmontaje de las estructuras sociales vigentes durante siglos.

Paralelamente a este proceso, y quizá como consecuencia directa de él, en Aragón brotó con fuerza una corriente institucional y social que reivindicaba la recuperación de los valores patrios, encarnados en la exaltación del paisaje y el folclore aragonés como representantes máximos de una herencia que era necesario preservar y divulgar. Era parte del discurso regeneracionista que lideró Joaquín Costa. Así nacieron los primeros clubes de montaña o el Sindicato de Iniciativa y Propaganda de Aragón (SIPA) en 1925, que consiguió aglutinar a la mayoría de las personalidades más influyentes de la región. Su vocación turística pronto derivó en una pujante organización regionalista que asumió las principales reivindicaciones del regeneracionismo aragonés. Esta evolución explica con claridad la convergencia de intereses que en aquellos años unía al turismo y la política, sin saber bien qué era lo verdaderamente prioritario.

Esta contextualización es necesaria para explicar el trabajo que realizaron en esas primeras décadas del pasado siglo varios fotógrafos aragoneses y españoles en el Pirineo aragonés, y en concreto en la comarca de la Jacetania. La búsqueda del tipismo, la divulgación del folclore de cada localidad, el enaltecimiento de los tópicos y la admiración del paisaje fueron los ejes de una producción fotográfica que dejó para la posteridad un inabarcable catálogo de archivos y fotógrafos de desigual calidad artística pero de indudable valor documental.

La gran mayoría se sintieron cautivados por las gentes, los pueblos y el paisaje de la Jacetania, aunque sin duda fue Ansó la localidad que atrajo al mayor número de fotógrafos. La singularidad y belleza de sus trajes, el soberbio casco urbano y la impresión real de retroceder en el tiempo ejercieron un influjo irresistible para decenas de profesionales y aficionados. Probablemente no hay otro caso similar en Aragón. Los grandes fotógrafos y etnógrafos de principios de siglo pasaron antes o después por Ansó. Y cuando a los nuestros les tocó luego reivindicar lo propio no encontraron mejor icono que el hombre y la mujer ansotanos. José Ortiz Echagüe, Fritz Krüger, Juli Soler Santaló, Ramón Violant i Simorra, Adolf Mas, Aurelio Grasa, Ricardo Compairé, Diego de Quiroga, Hauser y Menet, De las Heras… la lista es interminable.

Los salones fotográficos, exposiciones y concursos que proliferaron en aquellos años se nutrieron de estampas recurrentes del traje típico. El objetivo tenía tantos detalles que encuadrar que apenas se esforzaba por ofrecer enfoques originales o poco convencionales. Pero vistos hoy, todos son excelentes documentales gráficos que enorgullecen el pasado de la localidad y revalorizan su riqueza antropológica. No es de extrañar que esa fama de lo ansotano traspasara las fronteras aragonesas y acabara convirtiéndose en un referente fundamental del tipismo español. Cuando Joaquín Sorolla eligió una estampa ansotana para representar a Aragón en su monumental “Las regiones de España” para la Hispanic Society de Nueva York, el aislado pueblo pirenaico tenía ya una clara proyección nacional.

La publicación de postales, la divulgación de fotos y los reportajes en la prensa de la época hicieron el resto. A diferencia de otras zonas del Pirineo aragonés, la Jacetania disfrutaba en las primeras décadas del siglo XX de unas dignas comunicaciones (se podía acceder por tren y carretera), y su legado histórico y monumental proporcionaba numerosos elementos susceptibles de ser fotografiados por la nueva y entusiasta clase turista. San Juan de la Peña, San Pedro de Siresa, la estación de Canfranc y, por supuesto, Jaca con sus monumentos y su trama urbana fueron objetivo prioritario. El caso de la capital de la comarca ha sido suficientemente tratado en monografías y en los ensayos históricos publicados en los últimos años.

A partir de los años 30 del pasado siglo la irrupción de las Kodak democratizó además lo que hasta entonces había sido coto de los profesionales y las clases privilegiadas. En ese momento surgió una nueva estirpe de fotógrafos que aunaba su interés por este arte con una inquietud inagotable por el conocimiento de nuevos paisajes, el excursionismo y la cultura tradicional. En ese grupo se puede incluir a personajes como el citado Compairé, el catalán Alfonso Foradada o los oscenses Ildefonso San Agustín o Julio Escartín, por poner sólo unos ejemplos cercanos.

La fabril actividad fotográfica de los años 20 y 30 del pasado siglo se frenó abruptamente en 1936 con el inicio de la Guerra Civil. Los estragos de la contienda y la primera postguerra rasgan la creatividad en los trabajos que se reemprenden a mitad de la década de los 40. Se adaptan a la retórica del nacional-catolicismo con una enfatización del folclore como expresión de los valores más tradicionales de la patria. Son fotos en las que nuevamente el paisaje adquiere gran protagonismo, pero con huellas evidentes del nuevo estado fascista. Los campamentos de la OJE, en los que se alentaba el nuevo espíritu nacional, o las acciones educativas plasman las costuras de un país aturdido y triste al que el blanco y negro de las fotografías le hace tremenda justicia. Si sobradamente conocido es el trabajo de Ricardo Compairé o Francisco De las Heras, por poner un ejemplo, esta sobreexposición de su obra ha dejado en la sombra otro material igualmente interesante y en algunos casos realmente brillantes. Los otros fotógrafos de la Jacetania acaban de completar un friso artístico, antropológico e histórico de una riqueza extraordinaria.

Artículo publicado en la revista "Jacetania", que edita el Centro de Iniciativa y Turismo de Jaca y realiza Pirineum Editorial. / La foto que ilustra el artículo es de José Ortiz Echagüe y está tomada en Ansó.