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Juan Gavasa

Nueva York

Nueva York

Nueva York. ¿qué se puede decir original de Nueva York? Absolutamente nada. Es la ciudad de los lugares comunes. Todas las ciudades tienen sus lugares comunes repetidos hasta el vómito por sus visitantes, pero en Nueva York la cosa es hilarante. Lo normal es contar a tu regreso que Nueva York es una ciudad que resulta tremendamente familiar, que todas sus avenidas, sus plazas, sus restaurantes, sus edificios y sus parques parece que ya los hayas visto mil veces. Esta es la primera tontería que solemos decir al regresar de Nueva York.

            El escritor irlandés Brendan Behan iba más allá y aseguraba que cualquier persona que vuelve a casa después de estar en Nueva York encontrará bastante oscuro su lugar de origen. Esto no es una tontería. Es la gran verdad del individuo enfrentado en su levedad a la ciudad que nunca duerme. El periodista Enric González, en su luminoso “Historias de Nueva York” afirma que cuando en la Gran Manzana “son las tres de la tarde, en Europa son las nueve de diez años antes”. Uno de los personajes de Paul Auster sostenía que Nueva York “es un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos”. Escribo hoy de Nueva York porque es mi ciudad favorita, el escenario de mis ensoñaciones; y también porque en los últimos días dos personas cercanas me han anunciado que pronto viajarán a Manhattan. Pocas cosas me pueden producir más envidia.

            De pequeño tenía una gran foto apaisada del skyline de Nueva York en mi habitación, ese conocido encuadre realizado desde Brooklyn con el puente en primer plano. Si a algo se le puede considerar un icono del siglo XX, sin duda es a esa imagen. El póster era el sueño imposible de un adolescente de pueblo, la lamentable constatación de que existían paraísos lejanos inexpugnables. Hace pocos días discutía con un amigo sobre el alcance de la influencia del cine americano en nuestra educación y, sobre todo, en nuestros referentes culturales. En este sentido no me escondo; soy un producto (o quizá un subproducto), del cine americano, de sus paisajes y de su lenguaje visual, de sus códigos de expresión y de su arquitectura estética. Casi todo me parece maravilloso, empezando por Nueva York, el mayor plató cinematográfico jamás conocido.

            Milito también, como Carlos Boyero, en ese amor sin condiciones hacia el talento de Hollywood. Ni el cine europeo ni, por supuesto, el asiático, han logrado alcanzar un dominio del arte cinematográfico tan brillante y eficaz como el americano. Si alguno lee esto rápidamente podrá añadir que los americanos también han hecho los bodrios más grandes de la historia. Y no le faltará razón. Pero yo no estoy hablando ahora de bodrios, sino de la grandeza del cine como expresión artística.

            Es inevitable virar al cine cuando se habla de Nueva York. La primera vez que estuve, en compañía de dos amigos, nos alojamos en el Hotel Pensylvannia, en plena Octava Avenida, frente al Madison Square Garden. Pero no os llevéis a engaño; el hotel era una pensión de mala muerte, con suelos de sospechosa alfombra y paredes mil veces agujereadas. Uno de mis amigos sostiene, seis años después de aquel viaje, que en la primera noche sintió que un roedor le pasaba por encima del estómago. Seguramente la posibilidad del roedor es la más laxa de todas las hipótesis. Pero incluso esa habitación tenía el lúgubre encanto de la decadencia. Sólo faltaba un neón rosa iluminando intermitentemente la estancia. Y el dueño del hotelucho abriéndonos las ventanas vestido con una camiseta interior de tirantes, un cigarro en la boca y una cerveza en la mano.

            Al día siguiente estuvimos en una exposición de Richard Avedon en el Metropolitan. Y topamos con el imponente Jeff Goldblum. Nosotros, que llevábamos el pueblo en la cara y la ignorancia en los bolsillos, flipamos con aquel encontronazo. La verdad es que el primer viaje a Nueva York es una permanente pérdida de la virginidad. Tu carga de inocencia es tan pesada a la llegada que son necesarios unos cuantos kilómetros por Manhattan para acabar todo el proceso de descompresión. Pero esa primera experiencia es fascinante. Boyero también suele decir que envidia desesperadamente a quienes todavía pueden disfrutar del primer encuentro con Nueva York; es decir, a quienes todavía no la conocen. Bienaventurados ellos porque serán deslumbrados por la luz cegadora de un hallazgo irrepetible. Todos los viajes a Nueva York son inolvidables, pero ninguno puede superar al primero. Yo guardo a fuego el impacto que me produjo el skyline nocturno de Manhattan cuando salimos del Queens- Midtown Tunnel. Era el póster de mi niñez, por fin hecho realidad.

 

1 comentario

39escalones -

Nueva York, para quienes no hemos estado nunca más que a través del cine, es el verdadero teatro de los sueños.
Saludos.