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Juan Gavasa

Pobres diablos

Pobres diablos

Vengo de un país en el que lo primero que hacen los políticos neoliberales es aprobar una plaza de funcionario para tener un trabajo vitalicio en la administración del Estado. Una vez garantizado el asunto laboral, se entregan con convicción al ejercicio de la política para defender la necesidad de un mercado libre de regulaciones en el que el Estado aparezca poco y perezca por inanición. Curiosa manera de afrontar la vida: no creen en un Estado fuerte ni en el empleo público pero por si acaso se hacen funcionarios. Y después se dedican a impartir doctrina neoliberal y a construir panegíricos de lo privado; el mercado tiene los mecanismos de corrección necesarios para generar riqueza y evitar desigualdades. Ya se sabe, la ele con la a del pensamiento de Smith, de probados resultados como se ha demostrado.

Estos neoliberales españoles denuncian las intromisiones del estado en los asuntos de la economía pero exigen su irrupción a machamartillo en los de la moral. Cabría decir que en los de su moral. Según esta cínica teoría, el Estado no debe intervenir en los mercados financieros y su natural tendencia reguladora sólo puede interpretarse como una intolerable alteración del marco de las libertades individuales, tan santificadas cuando la cuestión es ganar dinero. Tales libertades sólo existen, parece ser, para que la gran juerga de la economía de mercado y del capitalismo se celebre sin horarios de cierre y sin límite de decibelios.

Otro asunto es la libertad de conciencia para decidir sobre temas que en rigor sólo pertenecen al ámbito privado del individuo como el aborto, el matrimonio, el divorcio o la religión. Éste ya es campo minado. El ciudadano sí que necesita entonces una tutela y estos neoliberales apelan socorridos a un Estado fuerte que impongan el imperio de la ley para evitar que la moral difusa se convierta en libertinaje y acabe permitiendo que cada uno haga lo que le dé la gana. ¿En qué quedamos? No es necesario un Estado que imponga algunos principios básicos de la convivencia democrática como la solidaridad, la equidad, el reparto justo de la riqueza o la igualdad; pero sí que es apropiado reclamar un ámbito de gobierno superior que exija –o imponga mediante leyes ad hoc-, el cumplimiento del manual de decencia y buenas costumbres. Las costumbres de las gentes de ley y orden de toda la vida, que como la historia de España enseña, siempre han estado muy sensibilizadas con mantener la paz aunque fuera a base de unos cuantos golpes de estado y algunas guerras.

Vengo de un país en el que una parte cada vez mayor de sus ciudadanos no tiene trabajo ni se espera. Un país en el que el 50% de sus jóvenes menores de 25 años está en paro. Es un país en el que, pese a todo, existen miles de personas que defienden unas medidas que abocan a millones de españoles a la ruina mientras una minoría mantiene intactas su riqueza y privilegios. En vez de girar el dedo acusador hacia esa minoría, los ciudadanos de este país, reeditando las viejas cuitas de siempre, nos hemos convertido en los tontos útiles que hacen el trabajo sucio mientras los de arriba nos miran con ternura y suspiran: “pobres diablos”. 

Es el futuro, estúpido

Es el futuro, estúpido

La huelga general del 14N ha dejado varias reflexiones en el aire, algunas urgentes y precipitadas, consecuencia del ruido todavía intenso de las multitudes en la calle y de la violenta respuesta policial en algunos casos concretos. Si quedaba alguna duda de la división real del país, ésta quedó disipada durante la jornada de ayer en las refriegas continuas de datos, valoraciones y explicaciones sobre lo que estaba ocurriendo. Una parte de la sociedad española, vinculada ideológicamente al Partido Popular, interpretó la huelga como una iniciativa sindical para desestabilizar al Gobierno. Es lo que se ha llamado huelga política; injusta y calculada.

Este amplio segmento social no reparó en las razones objetivas que llamaban a la movilización sino que prefirió mirar a otro lado con la conciencia tranquila porque la “algarada callejera” era cosa sindical. Y así es como durante todo el día la interpretación de lo que ocurría en el país se medía en términos muy concretos: violencia de los piquetes, consumo energético, porcentajes de participación o funcionamiento de los servicios públicos. Este empirismo intentaba racionalizar la respuesta ciudadana y situarla en un contexto político –de política de partidos-, con toda la carga de desprestigio que eso supone y que quienes la alentaban conocían perfectamente.

Poner el acento en quién convocaba y no en las razones por las que se convocaba fue ayer el ejercicio más practicado por la derecha mediática; monolítica, inasequible y placentera en el manejo de la neolengua. Forma parte del juego político y el partido en el gobierno necesitaba hacer acopio de un buen arsenal de argumentos para deslegitimizar la respuesta ciudadana, que en modo alguno procedía exclusivamente del mundo sindical. Siempre hay voceros dispuestos a hacer su trabajo, aunque ellos también puedan verse perjudicados en el futuro por las medidas adoptadas por el gobierno que ahora defienden como si les fuera la vida en ello.

Con cuatro fotos de contenedores ardiendo, algunas de piquetes excesivamente briosos y mucho pañuelo palestino consideraban arruinado el carácter democrático de la huelga. Pero no comprenden que fuera de su aislado entorno esas imágenes se interpretan como la medida exacta de la indignación de una sociedad que sale a la calle porque ya no tiene otras opciones reales de enfrentarse a un gobierno que ha hecho lo contrario de lo que dijo que haría, hace ahora un año. Porque la han culpado de una crisis que no provocó y la han obligado a asumir todas las cargas del sacrificio mientras los responsables verdaderos siguen en una reconfortante impunidad, imponiendo las nuevas reglas de juego. Esas imágenes no desprestigian a España sino a sus gobernantes.

Escribía Tony Judit que los intelectuales no se preguntan si algo está bien o está mal, “sino si una política es eficaz o ineficaz”. Es aquello de la ética de la responsabilidad frente a la ética de la convicción sobre lo que Weber teorizó para definir el trabajo de los políticos. Pues bien, uno en la consciencia del mundo en el que vive y de las batallas que se perdieron en el camino, no debería de escandalizarse por el juego subterráneo que se practica en el entorno del poder. Debería de interpretar el lenguaje como una parte de los códigos de conducta que se utilizan en la política para combatir al enemigo y reforzar las posiciones.  Debería de saber, en definitiva, que la impostura de las palabras está en la naturaleza del poder. Debería de relativizarlo.  

Pero ayer miles de ciudadanos españoles prefirieron parapetarse tras las siglas de su partido político porque consideraron que la huelga era un ataque contra ellos y no la expresión de la desesperación y la denuncia de unas políticas que están acabando con el estado de bienestar y con el modelo de sociedad que nos habíamos concedido después de años de lucha. En las redes sociales circulaban los comentarios en contra de los sindicatos y, por extensión, de la huelga como parte de su estrategia de acoso y derribo al Partido Popular. La pobreza de argumentos, la simplicidad de las opiniones y el maximalismo de las bravatas eran propias de la emancipación ideológica de la adolescencia, no de la gravedad del momento, que no admite frivolidades ni demagogia. Y resulta cuando menos insólito que esos ciudadanos que también han perdido el paraguas del estado y tendrán un futuro tan incierto como el de los que decidieron ir a la huelga, optaron por criticar a los sindicatos sin advertir que lo importante estaba detrás de las pancartas.

“Pienso en España vendida toda, de río a río, de monte a monte, de mar a mar” escribía Machado. Mientras eso ocurre ahora con descarnada literalidad, hay un país que sigue enfangado en las batallas partidistas sin advertir que el mundo se cae encima de todos, de ellos también. Les ocurre como a aquellos soldados japoneses que seguían en las trincheras y a los que nadie les dijo que la guerra ya había terminado. No se enteran. Gentes de ley y orden que anteponen su muy conservadora tranquilidad al estrépito de las turbas que buscan en la calle el eco de sus lamentos porque en sede parlamentaria solo se espera el silencio.

Ahora bien, los sindicatos españoles deberán de preguntarse en qué momento se jodió el movimiento sindical, utilizando el título del libro de Luis G. Lumbreras. Deberán de preguntarse por qué tantos y tantos españoles salieron a la calle a pesar de ellos, por qué perdieron la representatividad de la clase obrera y su papel de contrapeso en la democracia española. Deberán de preguntarse por qué acabaron convirtiéndose en aparatos burocráticos y clientelistas tan poco democráticos como los mismos partidos políticos. Deberán de preguntarse por qué alentaron –y no remediaron-, entre los ciudadanos la especie de que eran un nido de parásitos, vagos de horas sindicales y oportunistas acomodados en comités de empresa. Deberán de preguntarse cuándo se hicieron decepcionantes y, sobre todo, deberán de preguntarse qué van a hacer para volver a ocupar el papel indispensable que tienen que desempeñar en una democracia.

Pero mientras eso ocurre, el país que conocimos se precipita por el aliviadero del futuro sin que las certezas de la esperanza logren detener la sangría. Y ante el horror de ese espectáculo dramático muchos españoles prefieren aferrarse a la eterna España, a la “de la rabia y de la idea” de Machado. “Nuestro español bosteza. ¿Es hambre, sueño, hastío? Doctor, ¿tendrá el estómago vacío? El vacío está más bien en la cabeza”.

El problema no era la huelga, es el futuro, estúpido. 

Se acabó la clase de historia

Se acabó la clase de historia

Es muy interesante el nuevo escenario que se ha abierto en España y en Catalunya tras los acontecimientos de las últimas semanas porque en él ya no cabe el ventajismo de la ambigüedad ni la contorsión de los argumentos. Unos y otros van a tener que utilizar a partir de ahora otras narrativas para explicar qué futuro les espera a los ciudadanos si deciden seguir el camino emprendido por la clase política y una parte de la sociedad civil catalana. Y en ese nuevo relato es indispensable tratar no sólo los aspectos beneficiosos de la independencia sino también los costes, riesgos, renuncias y sacrificios que conllevará para Catalunya y también para España. Se ha acabado el tiempo de la historia alterna.  Pero es indispensable que se abra el de la democracia real en el que imperiosamente tendrá que encajar el derecho de los catalanes a expresarse sobre su futuro. No habrá mayor muestra de madurez democrática que el reconocimiento del estado español de ese derecho y de esa voluntad, si así queda manifestada en referéndum.

La nueva realidad económica y política ha superado el discurso clásico que había alimentado el debate entre España y Catalunya a lo largo del último siglo. Por fortuna para la higiene mental de la inmensa mayoría, parecen superados los tiempos en los que el conflicto se dirimía en las páginas de los libros de historia y en el diletante pensamiento de algunos políticos.  Debatir sobre las causas nos ha tenido entretenidos durante el último siglo sin acertar a encontrar la solución. Y así hemos consumido de manera irresponsable un tiempo precioso que nos ha llevado a un punto sin retorno.

De un plumazo han desaparecido de la escena pública los razonamientos históricos para justificar o explicar un sentimiento identitario, o para ponerlo en cuestión. Hemos soportado durante décadas un fuego cruzado de hitos y fechas, una  soporífera retahíla de agravios, desagravios, derrotas y enemigos comunes que se desperezaba en el catre de la historia haciendo de la mitología una narración histórica y de las leyendas una fuente inagotable de quebrantos y lamentos. Desde los esponsales de Petronila y Ramón Berenguer la vecindad entre Catalunya y Castilla ha sido un rosario de calamidades y estrépitos que ha dado combustible en épocas más próximas a afrentas seculares y a las más absurdas ofensas y cruzadas. Y así hasta nuestros días. Es aliviador comprobar que el debate hace un escorzo y se escabulle por un nuevo escenario en el que a las cosas indefectiblemente habrá que ponerles precio, nombres y apellidos.

El cataclismo ha sido tan repentino y de tal magnitud que el mortecino debate sobre el concepto de España y el conflicto con los nacionalismos periféricos repentinamente se ha visto desbordado por una realidad que precisa decisiones más urgentes. Siempre consideré un esfuerzo estéril, inútil, aquél que realizaban con obstinación los que se empeñaban en desacreditar la legitimidad histórica de las reivindicaciones catalanas y los que desde este bando intentaban acumular los méritos de sus antepasados para fortalecer su hecho diferencial. Esta vieja costumbre fue arraigando hasta acabar convertida en una gráfica explicación de lo que es España.

El desaparecido historiador catalán Pere Anguera afirmaba que “sólo cabe hablar de nacionalismo catalán de manera paralela a la aparición del español. Surge en respuesta a la voluntad centralista y unitarista de Castilla, y acaba confundiendo lo castellano con lo español”. Esta circunstancia todavía permanece y a ella se refería recientemente en un artículo publicado en El País la periodista Soledad Gállego Díaz. La idea de España como país de extremistas surge de la distorsión que se divulga desde los nacionalismos periféricos del origen de sus problemas, y en el imaginario catalán España acaba siendo un país de ciudadanos extremistas, afirmación que proyecta de manera injusta sobre el colectivo la posición de una muy determinada y reconocida élite política, económica y periodística.

Aquellas discusiones tediosas y tramposas sobre nuestra historia, en las que todos jugaban a poner el límite de la cronología allá donde interesaba para sostener el argumentario propio, han envejecido repentinamente por la irrefrenable fuerza de una realidad tan devastadora que se ha llevado por delante las pocas certezas que todavía mantenían cosido nuestro tejido social y emocional. La crisis económica, como ya ocurriera a finales del XIX, ha embravecido los desafectos a la idea de España y ha impulsado la convicción de que continuar aquí es un mal negocio.

Parece que se ha eliminado cualquier opción para una tercera vía que responda al carácter tradicionalmente pactista de los catalanes y que esté a la altura de la sensatez que exige la gravedad del trascendental momento histórico que vivimos. El discurso se ha instalado en las trincheras y ahora sólo queda espacio para el enfrentamiento de dos nacionalismos: el catalán y el español. Ambos bandos parecen encontrarse cómodos en la demostración de músculo y testosterona, que lamentablemente acaba derramando por los suelos la sensatez que exige la gestión de una situación extremadamente delicada. Como en la peor pesadilla de los conflictos bélicos, se valoran los atributos de la militancia y la adhesión y se denuncia la equidistancia y la tibieza. La espiral de declaraciones induce en la misma medida al miedo y al bochorno con un uso que creíamos enterrado de una retórica frentista que irremediablemente esta vez nos devuelve –salvando las distancias-, a la inquietante sombra del 36. Por desgracia, la estupidez es común a ambos bandos y ésta no aspira a un estado propio porque está en todos.

Hay sorprendentes analogías entre la reacción de la cerril España de ahora y la que en las primeras décadas del siglo XX combatió el incipiente nacionalismo político catalán. Entonces, los pistoleros a sueldo del gobierno de Maura intentaron subvertir una realidad social que ni comprendían ni querían aceptar. Ahora se pone en vanguardia a la "brunete mediática"; la misma impericia, sin sangre pero igualmente violenta y ultramontana. El fracaso en la negociación del primer Estatut catalán en 1919 y la disolución de la Mancomunidad catalana en 1925 por la dictadura de Primo de Rivera ofrecen decepcionantes paralelismos con lo que ha ocurrido 70 años después en plena democracia. La principal lección que debería de extraerse es que el problema catalán está ahí desde hace más de un siglo, con la misma fuerza y empuje que llevó a la redacción de las Bases de Manresa en 1892 o a la creación de la Lliga Regionalista de Cambó en 1914, la proclamación de la República catalana dentro de la República Federal Española en 1931 por Francesc Maciá o el Estatut de Nuria del año siguiente, último intento de atender las aspiraciones catalanas que el golpe de Estado de Franco acabaría arruinando. El famoso viajero e hispanista inglés Richard Ford ya escribía en 1845: “Los catalanes no son ni franceses ni españoles, son un resto de Celtiberia y suspiran por su independencia perdida. Siempre están dispuestos a emprender el vuelo”. Nada pues que no supiéramos aunque nos negáramos a ver.

Por lo tanto, el momento actual no puede considerarse ni imprevisible ni insólito ni consecuencia de una determinada coyuntura. La historia de España nos enseña que es la consecuencia natural de un largo proceso histórico de desencuentros que ahora se ven agravados con una crisis económica que los catalanes han interpretado como el síntoma definitivo de que su situación en España es, cuando menos, insostenible.  Y tanto entonces como ahora, desde el gobierno español y su cohorte mediática se actúa utilizando la misma estrategia: se atacan las contradicciones o prejuicios del nacionalismo catalán blandiendo las bondades de otro nacionalismo, el español.

Soy de los que piensa que el nacionalismo se identifica mejor con la derrota porque alimenta su victimismo y fija su enemigo. La gran novedad es que esa educación en la melancolía patriótica nacida de la asimilación de historias que hablaban de derrotas y enemigos,  a las que aludía  hace años Jon Juaristi, ha dado paso a un fervoroso vitalismo que asimila la independencia como la única esperanza, como el único proyecto ilusionante en medio de una crisis de magnitudes devastadoras. Continuar en España ya no sólo es un mal negocio, además es indigno y humillante. Y en el solar ideológico y social en que la crisis ha convertido al país, la independencia se observa como el único camino que huele a futuro, porque probablemente no hay otro.

Al resto de españoles, ahogados en la certeza de un futuro sin futuro, no nos queda otra opción a la que agarrarnos. Ahora la melancolía es nuestra. Por eso el independentismo se ha transformado en una opción que ha venido para quedarse, porque los catalanes la viven como una esperanza. Nadie les ha dicho cómo va a ser el camino ni el séquito de incertidumbres que les acompañará en la travesía. Pero como en los grandes proyectos vitales, las pulsiones individuales que incitan al movimiento colectivo pueden más que los detalles. Y en estas nuevas generaciones de catalanes, ajenas a los prejuicios y pudores del pasado, el horizonte de la independencia genera probablemente menos miedos, menos vértigo y más ilusión que la permanencia en un país que ya no ofrece ni un solo síntoma de esperanza.

Estos días varios analistas políticos han ofrecido una idea que probablemente explica la nueva dimensión del fenómeno político  catalán: “No hay que ser nacionalista para ser independentista”. El argumento introduce un nuevo e interesante matiz porque asume que el auge del independentismo en Catalunya se debe, en buena medida, a razones económicas y no étnicas o identitarias, como era tradición. No importa lo que ocurra en el futuro, ni siquiera se previene de la frustración que sucede a un estado de excitación colectiva, como la historia nos demuestra con insistencia. Cuando eso ocurra se asimilará como parte de los daños colaterales y se interpretará con la benevolencia de quien es dueño de su propio destino. 

Canadá, España, Quebec, Catalunya

Canadá, España, Quebec, Catalunya

“La secesión es una decisión demasiado grave para ser tomada en la confusión”. La afirmación es de Stéphane Dion, el ministro canadiense que en el año 2000 redactó la famosa “Ley de la Claridad” que consagraba el “parámetro canadiense” sobre el derecho a la independencia de la provincia de Quebec. La declaración del político liberal, de origen quebecois, explica como ninguna otra la naturaleza de aquel texto que sirvió para determinar las normas de juego en las que se tenía que desenvolver la aspiración de la provincia francófona. El tiempo ha demostrado que la claridad ha acabado con la ambigüedad y ha instalado el debate político sobre el derecho a la independencia lejos de maniqueísmos y de manipulaciones.

La experiencia canadiense es blandida por los nacionalismos catalán y vasco con cierta frecuencia para reforzar sus argumentos jurídicos y políticos, pero lo que no suele explicarse es que la “Ley de la Claridad” ofrece lecciones tanto a los gobiernos centrales o federales como a los mismos nacionalismos que aspiran a un estado propio. A los primeros les recomienda que afronten el problema con madurez democrática y responsabilidad. Reconocer el conflicto y tomar medidas valientes es el primer paso para alcanzar una solución. A los independentistas les dice que tienen que explicar sin subterfugios en qué consiste su proyecto político, cómo se va a realizar, cuánto va a costar, qué beneficios tendrá para sus ciudadanos y, fundamentalmente, que sacrificios exigirá y qué privilegios se perderán en el camino. En resumen: el gobierno central tiene que romper el tabú de la aceptación de la hipótesis secesionista y los nacionalistas tienen que poner precio a su objetivo.

El catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco, Alberto Lopez Basaguren, explicaba en la introducción al libro del político liberal canadiense Stéphane Dion, “La política de la claridad”, que “la experiencia canadiense muestra, sobre todo, las extraordinarias dificultades para poner en práctica pretensiones secesionistas”. Pero fundamentalmente el caso canadiense es una lección práctica sobre cómo se tienen que gestionar los problemas en democracia; con una apelación irrenunciable al dialogo y al principio de respeto insoslayable a las aspiraciones de los ciudadanos si éstas se manifiestan por medios pacíficos. En sus interesantes textos políticos Dion recuerda en más de una ocasión cómo tuvo que enfrentarse a sus propios compañeros del Partido Liberal mientras tramitaba su proyecto de ley. Muchos creían un error la hipótesis de que el reconocimiento del problema acabaría con ese problema. Más bien consideraban que mejor era ignorar a los fantasmas de la secesión para que no se sintieran fortalecidos. Esa defensa inquebrantable del diálogo y de la claridad resultó ser el antídoto más eficaz contra el eterno problema de Quebec, principalmente porque situó el conflicto en unos términos meridianamente precisos para el ciudadano, desprovistos de la corrosiva pátina del discurso político.

El 20 de agosto de 1998 el Tribunal Supremo de Canadá respondió a una consulta realizada por el gobierno federal canadiense sobre el derecho de Quebec a una secesión unilateral. Ottawa quería acotar definitivamente el irresoluble conflicto entre la provincia francófona y el resto de la federación, de naturaleza anglófona, que yacía en el origen mismo de la nación. La Constitución de 1982 promovida por Trudeau había sido rechazada por los quebecois, dejando deshilachadas las costuras que cosían el federalismo canadiense y que era la única garantía de su viabilidad.

El Tribunal fue extremadamente clarificador: de acuerdo con el Derecho Internacional no existía ese derecho por parte de un territorio que no se encontrase en situación colonial. Pero con la misma contundencia sostenía que un Estado democrático no podía negar ese derecho si existía una voluntad cualitativamente mayoritaria y manifestada democráticamente mediante una consulta en la que hubiera una pregunta clara. El Tribunal Supremo aún añadía una cosa más que, desde mi punto de vista, es más relevante: unas hipotéticas negociaciones entre ambas partes no podían limitarse a trazar una hoja de ruta que condujera indefectiblemente a la independencia de Quebec; no había que confundir la voluntad negociadora con el asentimiento de la voluntad secesionista. El Tribunal apelaba, por lo tanto,  al ejercicio democrático del diálogo con respeto al derecho pero sin que las cartas estuvieran marcadas previamente. En los días posteriores a la declaración del TS de Canadá un medio canadiense resumió: “el Tribunal ha trazado un recorrido que permite la secesión pero que pone en evidencia la gravedad de tal decisión”.

El propio Dion sostuvo en una recordada conferencia pronunciada en Banff pocas semanas después que la declaración “no levanta nuevos obstáculos a la independencia de Quebec, sino que revela los que una tentativa de secesión habría planteado indefectiblemente”. Con ese mandato del Tribunal el gobierno federal canadiense decidió elaborar una Ley que debía de establecer unas nuevas normas de juego a partir de un presupuesto comúnmente reconocido: la Constitución canadiense y el derecho constitucional permiten la independencia de Quebec pero su gobierno no tiene capacidad para declararla unilateralmente; ésta sólo podrá ser negociada después de un referéndum en el que los ciudadanos quebecois se manifiesten claramente en contra de permanecer en Canadá. Para ello tendrán que responder a una pregunta clara que no admita ambigüedades –en el último referéndum de 1995 no se incluía la palabra “independencia” en la pregunta formulada-. Igualmente, y quizá más importante, “las negociaciones deberían tratar los intereses de las demás provincias, del gobierno federal, de Quebec y de los derechos de todos los canadienses en el interior y el exterior de Quebec”.

Aplicando este texto al caso español, Catalunya tendría que poder manifestarse sobre su deseo de secesión o permanencia en España, pero no sobre las condiciones de permanencia o de una nueva relación que establezca con España, puesto que éste es un asunto que concierne a todos los españoles. No caben aquí las decisiones unilaterales. Recurriendo al símil del divorcio utilizado frecuentemente estos días por los miembros de la Asamblea Nacional catalana, en una sociedad democrática, en palabras de Alberto López Basaguren, “un divorcio entre dos partes de un Estado no puede hacerse cogiendo las maletas y marchándose, pura y simplemente, una de las partes dejando a la que se queda con todos los problemas del hogar y de la familia”.

Dion, que conoce profundamente la realidad española y ha pronunciado varias conferencias sobre las analogías entre Quebec, Euskadi y Catalunya, ha argumentado en diversas ocasiones que “si una secesión mutuamente consentida plantearía enormes problemas prácticos, una declaración unilateral de independencia crearía dificultades insalvables”. Desde que entró en vigor la “Clarity Act” en el año 2000, el peso del independentismo en Quebec se ha moderado notablemente. En las recientes elecciones provinciales celebradas el pasado mes de septiembre el Partido Quebecois liderado por Pauline Marois logró el triunfo con el 31,9% de los votos, apenas unas décimas sobre el Partido Liberal de Quebec, de tendencia federalista, que había gobernado en los últimos ocho años y que estaba acosado por varios casos de corrupción. La lectura de estos resultados, como señalaba en su editorial del día siguiente el New York Times, “debe de realizarse en clave de castigo del electorado al Partido Liberal por sus casos de corrupción y su errática política de los últimos años, más que como un síntoma de rearme de las posiciones soberanistas”.

En un reciente sondeo se constata que sólo el 28% de los quebecois desea un nuevo referéndum sobre la independencia. El resto quiere alejarlo de la agenda política del país aunque defiende la necesidad de seguir reforzando la identidad de Quebec dentro del conjunto federal. Más influyente es la opinión de Lucien Bouchard, el antiguo líder del Partido Quebecois, viejo azote de las políticas federalistas y del Canadá anglosajón e impulsor del referéndum de 1995, que el PQ perdió por un estrecho margen (50,56% contra el 49,44%). Bouchard, retirado de la política desde hace años, acaba de publicar el libro “Letters to a Young politician” en el que asegura que el nuevo plan de referéndum que insinúa Pauline Maroise, la recien nombrada primera ministra de Quebec, “es una irresponsabilidad”. Bouchard afirma en su libro que “nosotros sabemos el precio que hemos pagado después de los dos referéndums de 1980 y 1995”.

Pero el “parámetro canadiense” o la experiencia canadiense no pude interpretarse en ningún caso como una defensa del unitarismo. Dion es el autor de otra frase cargada de profundidad: “no hay que confundir igualdad con uniformidad, unidad con unitarismo”. Él se declara nacionalista quebecois y al mismo tiempo defensor del federalismo como modelo solidario de convivencia. Es, sin duda, la conclusión más relevante que puede exportar la experiencia canadiense: los problemas no se resuelven eludiéndolos, como ocurre en España. Sólo desde esta perspectiva es posible considerar como datos que enriquecen el debate aquellos que en apariencia bombardean nuestra línea de flotación argumental. Así lo hace Dion cuando expone los datos facilitados por el profesor de la Universidad de Oxford, James Crowford: hay más de tres mil grupos humanos reconociéndose cada uno una identidad colectiva en el mundo, y como advirtió el antiguo secretario general de Naciones Unidas, Boutros-Ghali, “si cada uno de los grupos étnicos, religiosos o lingüísticos aspirase al estatuto de Estado, la fragmentación no conocería límites y la paz y la seguridad y el progreso económico para todos se volverían cada vez más difíciles de asegurar”.

Dicho esto, hay que desvelar que el número de conflictos en el seno de los Estados sobrepasa ampliamente el existente entre estados, según los datos aportados a mediados de la pasada década por la Carnegie Commission on the Prevention of Deadly Conflect, que cifra en al menos 233 minorías étnicas o religiosas las que reclaman una mejora de sus derechos legales o políticos. Suele decirse que el problema de Quebec es uno de los cuatro temas que caracterizan la vida cotidiana canadiense. Los otros tienen que ver también con cuestiones de convivencia; con las poblaciones nativas, con los Estados Unidos y con los emigrantes. Canadá vive obsesionada con su identidad como nación pero también con el obstinado empeño por acomodar a todos sus integrantes de acuerdo a sus especificidades, sobre todo las de Quebec. Se sabe que el insulto es un arma que sólo produce desafectos.

Probablemente no se pueden establecer demasiados paralelismos entre la realidad social y política de Canadá y la de España. Las recetas aplicadas en el país norteamericano son consecuencia de una tradición democrática sólidamente forjada en el pacto fundacional de la nación y en la cívica costumbre del diálogo como única herramienta política. El ruido del último mes en España es la antigua sonoridad de un desastre que se reproduce con insistencia desde hace más de un siglo, tenaz en su viejo propósito de romper puentes y descalificar al adversario. Si la “conllevancia” de la que hablaba Ortega y Gasset es el único camino posible para arrastrar el secular problema español, quizá ha llegado el momento de buscar otras salidas, aunque se intuyan más dolorosas.  Nada que no se pueda resolver hablando, como enseña el parámetro canadiense.

El futuro no es lo que era

El futuro no es lo que era

Me asaltó recientemente la curiosidad y releí algunos de los diálogos que componen  el “El futuro no es lo que era”, aquella conversación entre Felipe González y Juan Luis Cebrián plasmada en un libro publicado pocos días después del atentado de las Torres Gemelas en 2001. Ambos habían sido protagonistas directos del proceso de consolidación de la democracia en España y, alejados ya en ese momento de los púlpitos desde los que influyeron sobre el rumbo del país, se solazaban reflexionando sobre vidas pasadas y sobre lo que esperaban del nuevo siglo recién estrenado.

Habían tomado prestada una frase del ex presidente de Uruguay, Julio María Sanguinetti, para titular aquel libro con el ánimo crítico de proyectar cierto desasosiego e inquietud frente a lo que deparaba el futuro. Hace diez años la revolución digital solo era una certera intuición, la globalidad un fenómeno nada contrafactual y la obsesión por la seguridad internacional una inminente amenaza de distopia.

González había decidido poner punto final a su carrera política y Cebrián a su profesión de periodista. El primero era ya ese “jarrón chino” que ilustraba su propia metáfora de los políticos en desuso y el segundo se dedicaba a construir un imperio mediático entre canales de televisión e inversiones transoceánicas. Aunque los dos contertulios dan muestra de una lúcida capacidad de análisis y de perspicacia, los cambios que ha experimentado el mundo en esta última década han resultado ser tan demoledores que han arrasado hasta el más prudente ejercicio de prestidigitación. Incluso el de aquellos que, como González y Cebrián, poseían un caudal de información superior a la media y una influencia notable como generadores de opinión.

Así es que las reflexiones que vierten en el libro han envejecido de manera prematura y se han convertido en una especie de arqueología intelectual. Pero no es tan importante la obsolescencia de las previsiones como las ideas que se arrebujan entre una narrativa de grueso calibre y que permiten intuir –con la ventaja que otorga releerlas diez años después de haber sido pronunciadas-, algunos de los escenarios que decoran nuestro convulso presente. Cebrian habla en un momento de la conversación sobre la necesidad de que los seres humanos tengan la educación y habilidades necesarias para incorporarse al nuevo proceso implementado por el mundo digital. Se refiere a los profesionales de la comunicación, obviamente; y aquella afirmación retumba hoy como si estuviera encerrada entre cuatro paredes, sometida a ese desastroso criterio de la senectud como virtud que declina entre las exigencias del nuevo periodismo.

Cuando se enzarzan en una discusión sobre el papel que debe desempeñar el sindicalismo en un mundo globalizado en el que los tradicionales sistemas productivos han sido sustituidos por nuevos mecanismos de plusvalía, Cebrián subraya las bondades del capitalismo salvaje porque debajo guarda cierta conciencia social. Enlazar esta afirmación con una referencia a Adam Smith resulta previsible. Pero ocurre. El egoísmo individual puede movilizar un bien general, dice. Finalmente habla de la “justicia social” a la que aspiran los sindicatos como un “concepto abstracto” alejado de “intereses concretos” y, por lo tanto irreal.

En esta década transcurrida desde la publicación de “El futuro no es lo que era”, han pasado demasiadas cosas y muy pocas han sido buenas. La crisis económica ha derivado en una gran depresión que ha removido los cimientos del estado de bienestar y las certezas sobre las que varias generaciones habían construido su vida. En el campo de los medios de comunicación se ha sumado además una crisis de modelo que está destruyendo no solo una industria sino también una cultura de la información. Recientemente el Instituto Reuters publicaba el informe “Diez años que agitaron el mundo de los Medios”, en el que, entre otras conclusiones, recuerda que “los viejos medios han conseguido grandes audiencias en internet pero pequeños beneficios”. Dicho de otro modo; el periodismo sigue siendo una demanda social pero no ha encontrado todavía el ajuste en el nuevo mundo digital para garantizar su rentabilidad.     

El libro colectivo “Queremos saber. Cómo y porqué la crisis del periodismo nos afecta a todos”, reúne las opiniones de grandes periodistas españoles como Javier Espinosa, Ramón Lobo, David, Jiménez, Mayte Carrasco o Mónica Prieto. Todos ellos defienden una misma idea: sin un periodismo serio y riguroso, sin una información veraz y refractaria de la propaganda, el mundo será menos libre. Es, en definitiva, la defensa del viejo trabajo del periodista, explicado mil y una veces mediante frases ingeniosas o sonoros quiasmos. La cronista chilena Rocío Montes argumentaba recientemente que su trabajo consiste en capturar un trozo de la realidad que merece ser contada “e investigarla como quien disecciona a un muerto”. Es otra buena descripción.

Pero uno sospecha que esa idea corre riesgo de convertirse en idílica. Cebrián, el mismo que hace diez años decía que El País pretendía representar “el ánimo de los progresistas españoles”, ha dilapidado el prestigio y el carácter institucional de ese medio de comunicación con un ERE que es tanto una noticia como un síntoma. La noticia es el abrupto final de ese periódico como principal medio de referencia nacional; y el síntoma es el nuevo tiempo que se abre para el periodismo y, por lo tanto, para la sociedad de la información en el que el futuro tampoco será lo que era.

En los últimos meses Cebrián se ha entregado a la causa de anunciar la muerte de la prensa “tal y como la conocemos”. Hábil estrategia para dibujar el contexto de sus decisiones. Con el ERE se van los periodistas más veteranos y se naturaliza la especie de que en el nuevo tiempo no será importante quién escribe ni cómo lo haga. Una manera confusa de entender aquello que decía Camba de que “el público no debe darse cuenta de que un autor escribe bien”. No es eso. Sí que me encaja otra cosa que escribía Ben Bradlee en sus magníficas memorias “La vida de un periodista”: “no es casual que los mejores periódicos en América sean aquellos controlados por familias para quienes hacer periódicos es una tarea sagrada”. Quizá ese fue el problema, cuando se pasó de gestionar un periódico a jugar a trilero. En ningún caso la culpa era del periodista.

Wilco in Biddinghuizen, NL (19-08-2012)

Minutos musicales

Gregory Porter "On My Way To Harlem"

No tengo respuesta

No tengo respuesta

Últimamente me resulta complicado explicar en Canadá qué le pasa a España. Sospecho que no logro ser convincente cuando argumento que el mío es un país democrático en el que los derechos individuales están garantizados. La realidad proyecta lo contrario. Las imágenes de las manifestaciones de la semana pasada en Madrid han sido reproducidas insistentemente por las cadenas de televisión canadienses y los medios digitales como paradigma de la fractura social en que ha derivado la crisis económica europea. En un país socialmente poco conflictivo y moderado en sus expresiones públicas, lo sucedido en Madrid se ha observado con profunda preocupación y desconcierto.

Pocas veces se habla de España en Canadá, lo que probablemente se ha podido interpretar durante los últimos años como un positivo síntoma de normalidad. Sólo el deporte, asunto capital para la sociedad norteamericana, ha puesto el foco de interés en nuestro país con la admiración que producen los éxitos de Nadal, Alonso y, sobre todo, la selección española de fútbol. Era, por lo tanto, la proyección de una imagen moderna y triunfal de un país que lograba situar a sus deportistas en una esfera universal inalcanzable para Canadá. La victoria de España en la reciente Eurocopa de fútbol fue noticia de portada en todos los diarios canadienses apoyada por una catarata de elogios que corría incluso el riesgo de abrumar. El deporte pues, como indicador de desarrollo y progreso, ha situado a España en un ficticio liderazgo mundial junto al grueso de países avanzados. Sobra decir que este status obraba en el subconsciente colectivo y no en la realidad. Pero generalmente ese impulso emocional tiene tanta fuerza como los tópicos que se manejan sobre un país y que son los que cargan nuestros prejuicios y presupuestos. Los hechos, generalmente, casi nunca logran alterar esa idea preconcebida.

España es además para los canadienses un paraíso turístico, un destino sólo al alcance de grandes rentas, un lugar mitificado por la perdurable visión romántica de las leyendas medievales y el atractivo irresistible de los pueblos con pasado milenario. Todavía sigue vigente en cierta medida ese estigma de los viajeros decimonónicos anglosajones, más como constatación del desconocimiento que se tiene sobre el país que como una desdeñosa caracterización. Canadá se fundó en 1867. Ese dato es suficiente para entender que aquí la dimensión de la historia se mide en décadas. Por eso, como en USA, fascina la vieja Europa de reyes, palacios, catedrales, castillos y aldeas centenarias. Y España, en ese fértil imaginario, representa todas esas cosas y además el talento creativo, que divulga modernidad, de figuras universales como Picasso, Miró, Calatrava, Mariscal o Adrià, todas ellas frecuentemente reconocidas en Canadá.

Pero desde hace algunos meses las noticias sobre la crisis económica se suceden a diario acompañadas de documentados análisis sobre lo que esconden las imágenes, las cifras y las estadísticas. Las informaciones sobre la situación de España y las consecuencias que su caída podría tener en la Unión Europea y por extensión en la propia Canadá han alterado por completo la abstracción que representaba la “marca España”. Casi a diario amigos canadienses me preguntan sobre el enigma de nuestro país. Lo que ven en la tele y lo que leen en la prensa no coincide con la idea que ellos habían madurado durante años. ¿Por qué esa violencia? ¿Es verdad que la gente tiene que recoger comida en la basura? ¿Se hunde el país? ¿Cómo es posible tener un 25% de parados? La constatación de esta nueva realidad ha causado un hondo impacto en la sociedad canadiense porque quizá lleva implícita la insinuación de que ya nadie está a salvo. Y ese miedo, representado en el caso español, ha encendido todas las alarmas porque hasta hace muy poco nuestro país era el ejemplo del “milagro económico” y de la determinación de una sociedad para ser dueña de su propio destino después de cuarenta años de dictadura.

La deriva independentista de Catalunya, asunto especialmente delicado en un país que tiene el mismo problema con Quebec, ha acabado de desfigurar el supuesto modelo español. Cuando ayer Romney se refirió a España, precisamente a España y no a Grecia o a Portugal o a Irlanda, para ejemplificar el fracaso económico de un país, lo hizo de manera consciente, sabiendo que la crisis española era la medida exacta para explicar la magnitud del problema mundial. Le importaban poco los datos –se olvidó de que la media del gasto público en la UE es mayor que en España-, solo buscaba el impacto de una referencia conocida para hacer pedagogía del miedo. Canadá, que en cierta medida es una prolongación social y económica de USA, comparte esa visión de nosotros como triste ejemplo del drama de la crisis.

Abbdulah era matemático en Kabul y me pregunta si en España la policía protege al ciudadano. Lara, que era economista en Kiev, me pregunta si nuestros políticos son tan corruptos como los ucranianos. Masomeh, que huyó de Irán con la revolución de Jomeini, me pregunta si en mi país existe el derecho a la libertad de expresión. Me reúno con ellos una vez a la semana para conversar. Ellos ven la televisión, reciben información de lo que ocurre en España y con esos datos intentan construir una idea de mi país. Me preguntan y compruebo desazonado que sus dudas y sus preguntas son las mismas que yo me hago a diario. Hace un tiempo tenía una respuesta, ahora no.