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Juan Gavasa

Otra historia de Javier Fernández

Otra historia de Javier Fernández

Desde mi primer encuentro con Javier Fernández en Toronto a mediados de enero ha transcurrido un mes. En este breve espacio de tiempo el patinador ha ganado el Campeonato de Europa de Zagreb; ha dejado de ser el talento que auguraba grandes cosas para consagrarse como uno de los cinco mejores patinadores del mundo. Es ya una realidad.

Confieso que estoy expectante: en las últimas cuatro semanas a mí no me ha pasado nada emocionante pero a Javier probablemente le ha cambiado la vida, ahora es una estrella mundial del deporte. ¿Cómo calibrar ese evidente desequilibrio? El periodista cree haberse armado de recursos para adaptarse a las nuevas circunstancias, consciente de que prematuramente Javier está ya de vuelta de todo. Dicen que cuando eso pasa los deportistas suelen volverse desconfiados, displicentes e impermeables. Es el mecanismo natural que se activa para modular todo el ruido generado a su alrededor. El periodista cuenta con ello.

La primera evidencia: el teléfono móvil de Javier suena más a menudo y sus conversaciones en inglés o en castellano tratan de saciar el repentino interés que su figura ha despertado en la prensa deportiva mundial. Mientras le espero en la cafetería del “Cricket, Skating & Curling Club” de Toronto, el selecto club en el que entrena a diario, habla con una emisora de radio de Boston (USA) y en su relato surgen nombres familiares: Jordi Lafarga, Mikel García, Alexei Mishin… todos ellos vinculados con su etapa jaquesa, a la que se refiere con detalle. En la pista de hielo cuelga ahora en un lugar bien visible una gran pancarta con su foto y un expresivo “Good luck Javier”. Acoger a un campeón continental, aunque sea español, merece ser promocionado convenientemente y en eso los canadienses son unos artistas.

Pero el patinador madrileño no ha perdido el anonimato de Toronto ni el desaliño de los días morosos. Acude a la nueva cita con aspecto cansado, enfundado en el chándal del equipo español y parapetado tras unas gruesas gafas que delatan una acusada miopía (4,5 más astigmatismo), inverosímil cuando se eleva y rota cuatro veces sobre el aire antes de aterrizar nuevamente en el hielo con precisión quirúrgica. Se encoge de hombros cuando le confieso que me emocioné viéndole ejecutar el programa largo en el Europeo de Zagreb con la música de Chaplin. Ha debido de escuchar tantas veces la misma cantinela en las últimas semanas que ya no se preocupa en mostrar empatía: es el Campeón de Europa, sobran los cumplidos.

En el encuentro que mantuvimos tan solo dos días antes de viajar a Zagreb Javier me confesó que se conformaba con quedar entre los cinco primeros. Ahora le pregunto si iba de farol, intentando retar su orgullo de campeón, pero me desarma con una respuesta que revela su madurez: “nunca quiero ponerme más retos de los que debo. En el patinaje ganar depende tanto de lo que tú hagas como de lo que hagan tus rivales”. Es un razonamiento que ha repetido de manera insistente en las últimas semanas, como si necesitara aclarar al confundido público español que en patinaje no se suele ganar “sin bajar del autobús” y que nadie logra convertir la victoria en una rutina. La exigencia es máxima y la presión constante. Solo hace falta echar un vistazo al historial de los JJOO o de los Campeonatos del Mundo para comprobar que para ganar hacer falta algo más que regularidad. No existen los reinados de larga duración. La suerte, la inspiración, el error ajeno o la generosidad de los jueces pueden influir más que los méritos propios. “Si el canadiense Patrick Chan, que es el actual Campeón del Mundo, lo hace perfecto yo poco puedo hacer para ganarle”, añade.

En un deporte que se califica según criterios subjetivos nada es seguro. Javier lo aprendió hace muchos años y por eso la prudencia suele imponerse en un discurso en el que, sin embargo, a veces se cuela algo de su natural carácter díscolo y descarado. “Dame tiempo, si gano el Mundial ahora ¿qué me quedará por hacer?”, me responde divertido cuando le digo que tiene muchas posibilidades de ganar el Campeonato del Mundo que se celebra en marzo en London (Ontario), a escasos kilómetros de donde él vive y entrena. Este tipo de respuestas, que lanza con cierta insolencia y despreocupación, es la representación verbal de ese carisma que todos los entendidos coinciden en señalar como una de sus principales virtudes. El carisma para competir y para interpretar, para ponerse en la piel del Capitán Sparrow o de Charles Chaplin con la misma determinación y convicción. Para emocionar en directo a una comentarista glaciar como Paloma del Río, algo que probablemente no ha conseguido ningún otro deportista español.

Cuando Sonia Lafuente conquistó el oro en la competición femenina de patinaje artístico del FOJE de Jaca en 2007, en el mundillo del patinaje nacional se habló más, sin embargo, del cuarto puesto de Javier –a tan solo unas centésimas del bronce-, y del brillante programa que había ejecutado en la abarrotada vieja pista jaquesa, su casa durante casi dos años. Fue la primera vez que oí hablar del madrileño como una futura estrella. Al acabar esa temporada, con 17 años, se fue a New Jersey a entrenar con el preparador ruso Nikolai Morozov y ahí comenzó el relato de su ascenso a la élite mundial. El primer tramo de aquel viaje lo hizo con Mikel García, entrenador del Club Hielo Jaca durante muchos años. Con él compartió las soledades de los primeros meses en Estados Unidos, los engorros del idioma y las largas sesiones nocturnas montando los muebles de IKEA, anécdota que contó dicharachero en Madrid en la rueda de prensa ofrecida en el Consejo Superior de Deportes.

En esa multitudinaria puesta de largo pública en España como nuevo Campeón de Europa, Javier enseñó resuelto su otra gran dote: es un filón para los periodistas. Muchos de ellos se han acercado estas últimas semanas, obligados por las circunstancias, a un deporte absolutamente minoritario y desconocido, y se han encontrado con un chaval que habla con desparpajo, cuenta cosas interesantes y tiene unas excelentes cualidades comunicativas. Ha sido capaz de ponerle en bandeja el titular del año a Olga Viza en el Marca: “El fisio me dice que si me voy a la cama con una chica no me quite los calcetines”; y a Iñaki Gabilondo le dio pie en su popular videoblog de El País a utilizar el ejemplo de los deportistas españoles para superar la crisis del país. Casi nada. “Es que yo intento ser muy natural y a veces digo cosas sin pensar que luego pueden aparecer en un titular o tener más repercusión de la que merece”, me dice. Pero es evidente que da bien a la cámara y que siempre se le ve cómodo y con ganas de huir de banalidades. Incluso en inglés, idioma que empieza a dominar con soltura y que le permite mantener relajadas conversaciones con la popular especialista en patinaje del canal canadiense de televisión CTV, Tracy Wilson.

Porque cuando Javier se suelta, cuando se quita cierta pereza de hábitos, es difícil ver más allá del chaval de 22 años que se transforma con unos patines sobre el hielo. Es el Javier que habla de Madrid y de sus colegas, de las comidas de su madre,  de su novia canadiense y de la gata que ésta le regaló para hacerle compañía y que le está destrozando a arañazos los patines con los que ganó en Zagreb. Los mismos patines que la compañía aérea extravió cuando llegó a Croacia. Su vida condensada en un par de botines negros y cuchillas suizas.

Este segundo encuentro con Javier prosigue en su apartamento, ubicado a escasos metros del club. Como tantos bloques de viviendas de los suburbios de Toronto, por fuera es anodino y austero, pensado para el frío canadiense, pero por dentro se distribuye en estancias elegantes, amplias y funcionales. En algunos barrios de la ciudad la arquitectura racionalista recuerda a la tradición soviética. Uno tiene la sospecha de que en cualquier momento va a toparse con un desfile del Ejército Rojo. La nieve del invierno torontiano contribuye a cincelar un paisaje de grises celajes y cielos cenizos.

La conversación deriva nuevamente al FOJE de Jaca, donde logró su primer gran éxito internacional. Lo hace entre brumas, como un recuerdo remoto que a Javier le cuesta fijar porque, matiza, “me han pasado muchas cosas desde entonces”. Hablamos de una entrevista que la periodista Ainhoa Camino le hizo en el verano de 2005 para la revista oficial. Él inauguró la sección de contraportada dedicada a los deportistas españoles que aspiraban a lograr una medalla en el Festival Olímpico. Tenía entonces 14 años y acababa de volver a ponerse los patines después de unos meses de dudas. Era la época de las largas melenas y la rebeldía juvenil, años convulsos. En aquel FOJE de Jaca su hermana Laura, la pionera de la familia, también tuvo su cuota de protagonismo: fue la Pirene de la leyenda pirenaica en la hermosa coreografía diseñada por Iván Saez para la ceremonia inaugural.

¿Qué ha cambiado desde aquel Javier casi adolescente a este que ha revolucionado el mundo del patinaje? “Los que me conocen saben que soy el de siempre y que nada va a cambiar. No me guío por nada de lo que consigo. Es verdad que ahora los medios se interesan más por mi y que la gente quizá me va a mirar con otros ojos pero yo no voy a cambiar”. Y lo cierto es que la vida en una ciudad gigantesca como Toronto le va a ayudar a alejarse del ruido mediático español. Lo sabe bien y es consciente de que ahora le van a pedir mucho más porque en España la distancia entre el éxito y el fracaso es una delgada línea. “Estoy muy tranquilo y no tengo ninguna presión de nadie para volver a ganar. Nadie me lo pide. En el Mundial intentaré quedar entre los 5 primeros pero pase lo que pase esta temporada ya será la mejor de mi carrera”.

Tampoco le presiona su entrenador Brian Orser, un mito del patinaje canadiense, Campeón del Mundo en 1987 y dos veces medalla de plata en los JJOO de Sarajevo y Calgary. Él es la principal razón por la que Javier Fernández está en Toronto. En 2011 decidió apartarse de Nikolai Morozov, con quien acabó tirándose los trastos, y buscar otro entrenador que le ayudara a progresar. El ruso no había disimulado sus preferencias por su otro pupilo, el francés Florent Amodio, y Javier interpretó de inmediato que para seguir creciendo había que escapar de esa encerrona. El destino, que tan pesado se pone a veces con la justicia poética, quiso que en Zagreb Javier ganara el oro por delante de Amodio. Por primera vez después de dos años de feos y desprecios, Morozov se dignó a saludar a su antiguo alumno cuando bajaba del podio con el oro colgando del cuello. La venganza es un plato que se sirve frio, dicen.

Desde su llegada a Canadá Javier es otro patinador. Su crecimiento ha sido imparable. En noviembre ganó el prestigioso Skate Canada en Windsor (Ontario), por delante del actual Campeón del Mundo, el canadiense Patrick Chan; en 2011 alcanzó la plata en la misma prueba y el bronce en el Grand Prix, donde sólo participan los 6 mejores del mundo. Antes ya había patinado en los JJOO de Vancouver de 2010, siendo el primer español que lo lograba desde la lejana y anecdótica participación de Darío Villalba en 1956. Las cosas han cambiado mucho desde entonces; ahora Javier es uno de los favoritos para conseguir el oro en los JJOO olímpicos de Sochi el próximo año. Su prestigio y fama no paran de crecer, espoleados por el hecho de ser uno de los pocos patinadores de la historia capaz de hacer tres cuádruples en un mismo programa. Ahora, tras el oro continental, Javier Fernández se ha ganado un hueco en la historia del patinaje junto a figuras legendarias como John Curry, Ilia Kulik, Yagudin, Joubert o Plushenko.  Y la sensación general es que sólo acaba de empezar. “Llevo muchos años compitiendo y la gente del patinaje ya sabía de mis posibilidades. Ahora me conoce otro público y espero que eso ayude a que crezca la afición al patinaje en España”.

Artículo publicado en el número 239 de la revista "Jacetania"

Esto es "amazing" (I)

Esto es "amazing"  (I)

Los anglosajones viven instalados en un refuerzo positivo permanente. Esto es algo que se debe saber antes de llegar a países como Canadá para evitar extrañas incomodidades en situaciones cotidianas. Los canadienses utilizan calificativos superlativos para valorar las cosas más insustanciales, expresiones que nosotros tan sólo nos atrevemos a manejar cuando no podemos sujetar las emociones o hemos trasegado durante horas.  Ellos, por ejemplo, te dirán “awesome” (impresionante), cuando les des el cambio exacto en la caja del supermercado; o “amazing” (increíble) para mostrar su entusiasmo por el último garabato de tu hijo de dos años. “Wonderful” (maravilloso) es lo más discreto que puede salir de sus labios una mañana soleada de primavera y “beautiful” (hermoso), lo habitual para describir el último café que se tomaron con los amigos en el “Tim Hortons”. Las cosas no tienen término medio. Al principio me sentía como Phoebe en aquel capítulo de Friends en el que aparecía con su nuevo novio, Parker (Alec Baldwin), un tipo que parecía recién salido de una marmita de prozac.

Me desconcertó este onanismo social, tan alejado de la austeridad de sentimientos a la que nos acostumbramos los que nacimos en los albores de la década de los 70 en España. Yo pertenezco a esa generación que, como explicaba recientemente el escritor Antonio Orejudo, fue educada “para ser modestos”. No digo que estuviera mal pero nos inocularon aquello de que “las personas bien educadas rebajan siempre el mérito de lo que son o de lo que hacen”. No tengo claro si eso nos hizo más educados o, por el contrario, más inseguros, pero no hay duda de que condicionó para siempre nuestra relación de desconfianza y pudor hacia la vida. En mi caso se une además ese desconcertante carácter montañés, que transita entre el escepticismo y el cinismo. “Somarda” lo llamamos en el Pirineo.

Con estas piedras gordas y pesadas en la espalda uno se planta de repente en el país de la hiperinflación emocional y se ve en la obligación de quitarse lastre de encima si no quiere pasar por un tipo huraño y miserable. Suele ser más visible este combinado de fuego de campamento, prozac y almíbar social en los partidos de hockey sobre hielo de nuestros hijos, donde los padres canadienses encuentran buen acomodo para desplegar sus maneras de buenismo paternofilial. Frecuentemente contemplo estas actitudes algo exageradas y me parece que no contribuyen precisamente a que los niños detecten la medida real de las cosas que los rodean. Pero quizá, nuevamente, el problema reside en lo que somos nosotros y no en lo que nos muestran los demás. “Viajar no es cambiar de paisaje sino cambiar de mirada” decía Proust. Habrá que hacerle caso.

La mía fue una generación que llegó tarde a casi todo pero aún tuvo tiempo de experimentar los rigores de la pedagogía franquista. Tuvimos verdadera mala suerte; nos perdimos las mejores fiestas mientras cantábamos en misa. Éramos demasiado niños cuando llegaron las libertades democráticas pero lo suficientemente adultos para seguir recibiendo durante algún tiempo las hostias de los curas de turno. Las mías tenían el sello centenario de los Escolapios.  Así es que cuando observo a los canadienses intento buscar la distancia adecuada para comprenderlos, o quizá para que me comprendan. No voy a descubrir ahora el determinismo de la historia ni osaré ejercitar la historia comparada pero es una tentación muy barata cuando uno vive lejos de su casa. Te ayuda a buscar respuestas y, lo que es indudablemente más útil, te quita un buen peso de encima.

A algunos amigos canadienses les he contado que cuando yo era niño lo normal en los colegios religiosos de España era que los profesores te pegaran por cualquier razón. No he encontrado traducción literal para “la letra con sangre entra”. Mejor así.  Después de un respingo sus caras invariablemente proyectaron un mohín de estupefacción, pánico y compasión. Podéis imaginar cualquier gesto de terror y también estará compilado en sus rostros. Difícilmente podrían haber mostrado más horror si hubieran escuchado algunos detalles escabrosos de un pogromo judío o un relato sobre la crueldad del rey Leopoldo en el Congo. Si en ese momento hubiera podido menguar y penetrar en sus ojos hubiera hallado seguramente una distancia sideral, un túnel del tiempo oscuro e infinito que separaba mi universo infantil del de ellos.

Nada es sencillo de explicar en una sociedad tan compleja como la canadiense y por eso no es recomendable ir de sociólogo por la vida. Pero algunos detalles de nuestro pasado pueden reconvertirse en síntomas del presente. El refuerzo positivo es muy común en sociedades en las que se fomenta el individualismo desde la infancia y lo valores de superación y competencia. Se considera que trabajando la autoestima se ayuda a fortalecer la autonomía y la libertad del niño. La educación canadiense pone especial empeño en inculcar determinados valores que pueden ser útiles en el futuro de los alumnos antes de comenzar a memorizar conocimientos. No digo ni que sea mejor ni peor, sólo que es así; desde hace décadas.

Y claro, asociando ideas y fechas caí en la cuenta de que mientras mi generación seguía recibiendo estopa de los curas y aprendía alegres cánticos eucarísticos, mis amigos canadienses y todo el país seguían en 1980 con el corazón encogido el maratón de Terry Fox, aquel adolescente que después de perder una pierna por culpa del cáncer decidió recorrer todo el país a pie para propagar el mensaje de la esperanza y recaudar fondos para la investigación. Fox recayó en su enfermedad y tuvo que dejar su maratón a medio camino. Al poco tiempo murió. Hoy sigue siendo una figura recordada con emoción y orgullo por los canadienses y en las escuelas los niños aprenden cada año su historia de lucha y superación. Es fácil concluir que los modelos que nos impusieron en la infancia modelaron nuestro carácter e hicieron un hueco en el espacio de nuestras inseguridades, ese lúgubre rincón en el que uno extravió hace tiempo la noción sobre lo que está bien y lo que está mal. 

¿Por qué hacéis guerras de tomates?

¿Por qué hacéis guerras de tomates?

En las clases de inglés para “newcomers” ("recién llegados". Bonito eufemismo para maquillar el muy español “putos inmigrantes”), que financia el gobierno canadiense y a las que acudo diariamente, me tocaba realizar una presentación en powerpoint sobre España. Cada día un alumno tiene que pasar el mal trago de balbucear en inglés ante el resto de compañeros unos cuantos tópicos sobre su país de origen, y hacerlo además con gracia y salero. Vamos, que tanto miedo provoca maltratar el idioma como aburrir al personal. Generalmente se trata de hablar de las bondades del país y de ofrecer una imagen lo más idílica y contemplativa posible, como si participáramos en un mercado de destinos turísticos o de garantías democráticas. Creedme, intentar hablar bien de tu país sin resultar panfletario y hacerlo con un vocabulario escaso de recursos es lo más próximo a regresar a los primeros años de escolarización.

Así es que durante la última semana me apliqué como un atribulado colegial en el diseño de un powerpoint con fotos bien seleccionadas y textos que contaran lo básico sobre nuestra historia, monumentos, cultura, sociedad, economía y nuestros tópicos más universales. Me obstiné en no resultar pesado ni prolijo pero creo que pequé de excesivo en mi intento por ofrecer una imagen lo más fiel a la realidad de España. Cuando uno habla de lo suyo generalmente es incapaz de establecer jerarquías y de imponer filtros. ¿Qué es más importante, la Alhambra de Granada o la Catedral de León? ¿La Reconquista o la Guerra Civil? Ante el aprieto, hablo de los dos y asunto resuelto. Cada vez que me enfrentaba a un dilema similar lo resolvía de la misma forma. En todos los casos mi mano tremolaba. Y de esos temblores salió una presentación de casi una hora. Eterna.

He de confesar que resultó impactante y que generó más debate que cualquiera de las que se habían realizado en los días previos. Mis compañeros de clase quedaron encantados con las cosas bonitas que yo les contaba del país pero muchos se mostraron perplejos. Perplejos ante desconocidos episodios de nuestra historia, ante la arquitectura de muchos de nuestros monumentos, la existencia de un archipiélago español en la costa africana, la viva memoria del legado musulmán, la presencia de grandes montañas allá donde sólo se intuían playas o la celebración de unas procesiones que se parecían sospechosamente a los desfiles del Kukus Klan. Al menos les acojonaron como si fueran tales. Podría incluir detalles menores como la sorpresa general que causó el descubrir que Antonio Banderas no era mexicano o que existió un arquitecto que se llamaba Gaudí y que dejó a medio hacer la Sagrada Familia. Alguien me preguntó también si Mallorca todavía pertenecía a España. ¿Sigo? Debería apostillar finalmente que el perplejo fui yo.

Mi clase es como un "tubo de ensayo" de la sociedad canadiense, un ecosistema que te obliga a enfrentarte permanentemente a lo que eres y a lo que te gustaría ser; hay una vietnamita, una indonesia, una irakí, un afgano, una india, tres pakistaníes (suníes y chiitas), dos chinos, una polaca, una búlgara, una chilena, un venezolano, un croata, un filipino, una libanesa y un español. La mayoría dejaron sus países por razones económicas o políticas. Muchos de ellos poseen carreras universitarias y renunciaron a sólidas trayectorias profesionales que, sin embargo, nunca les permitieron abandonar situaciones de miseria y riesgo. Canadá se nutre en buena medida de este tipo de emigrantes con historias muy parecidas.

Con esta diversidad el país te concede la verdadera medida de tu lugar en el mundo. Pone a cada uno en su sitio. Y España, he de decir, pinta poco y se conoce menos. Lo que ocurre es que llegamos aquí con el angosto horizonte de nuestras certezas de origen y observamos a los demás con lentes convexas, sin advertir que ellos hacen lo mismo con nosotros. Yo compruebo también a diario lo poco que sé de otros países y de otras culturas. Así que más o menos estamos en paz.

Estas presentaciones son un interesante experimento sociológico que ofrece un retrato muy certero del ser humano. Aunque se presenta como una oportunidad para practicar nuestro “speaking”, acaba siendo un concurso en el que se dirime quién la tiene más larga y, lo más decisivo, quien la tiene desde hace más años. Lo importante es enseñar cosas que sean muy antiguas o demostrar que fuiste el primero en hacer algo, lo que sea. Así se busca impresionar a la audiencia basándose en la teoría de que sólo lo muy viejo nos hace auténticos y civilizados. Y cuando uno se empeña en este tipo de retos acaba ofreciendo su lado más ridículo e insustancial. Las presentaciones derivan en una sucesión de mercadeos con el verbo de los vendedores de feria para convencer al resto de oyentes de que en nuestro país está la iglesia más grande de Occidente, el botijo de doble caño más antiguo del mundo o los cantos guturales más populares del oeste asiático. Todo sea por destacar en algo.

Pero es comprensible. ¿Quién quiere dedicarse a contar a los demás las miserias de su país? Aunque estuve tentado, finalmente quité una última pantalla que había titulado “Cosas que no me gustan de España”. Quería hablar de los toros, la iglesia católica, los políticos corruptos, la monarquía y alguna cosa más. Así es que yo no puedo reprochar a Abdulah, el afgano, que no hablara en su presentación de los Señores de la Guerra; que Mishia, la irakí, pasara por alto el desastre de la invasión norteamericana; o que Gretta, la libanesa, siguiera refiriéndose a su país como “la Suiza de Oriente”, aunque Beirut sea tan solo una parodia de lo que fue antes de la guerra. Todos nos dedicamos a revolver en nuestros cajones para sacar la bisutería de la abuela.

Lo que no sé determinar es si obramos así porque en realidad tenemos una capacidad muy limitada para hablar de nuestros respectivos países o porque intentamos edulcorar el sabor a fracaso que en mayor o menor dosis llevamos encima todos los emigrantes. Probablemente la mejor manera de demediar ese marbete es practicando un ejercicio práctico de orgullo patrio y aplicando la amnesia selectiva. Algo así como hacer notar continuamente que estamos aquí porque queremos. Pero en Canadá he aprendido que casi nadie emigra impulsado por un espíritu aventurero, que sería como atribuir una naturaleza hedonista a una decisión que generalmente implica grandes sacrificios y traumas.

Cuando uno va a hablar en público tiene que tener bien presente tres cosas: a quién se dirige, qué quiere contar y qué errores no puede cometer de ninguna de las maneras. Yo me armé con unos cuantos guiños para complacer a todos los sectores de mi audiencia. Viejo truco para manipular voluntades y arrancar complicidades. Expliqué, porque así lo creo, que la presencia árabe en España ha sido una de las etapas más lúcidas de nuestra historia. Las compañeras musulmanas asentían con la cabeza mientras les hablaba de la Alhambra, de la Mezquita de Córdoba y del legado andalusí. Pero se pusieron guerreras cuando Jeg, un chino de Sanghai, se interesó por el sentido y estética de las procesiones de Semana Santa y por la pintoresca tendencia de los católicos a la penitencia física. En Mishte y Humiara, ambas pakistaníes, creció de repente la estatura moral para recordar que el islam no permitía esta clase de redentoras exhibiciones públicas. Punto para ellas. Greg, un filipino de Manila, mantuvo al resto en un pesado silencio mientras contaba la experiencia de los penitentes que se flagelaban y se crucificaban cada Semana Santa en su país. Me acordé en ese momento de la cruzada católica contra el relativismo. ¿Qué hay más relativista que aceptar este tipo de rituales?

También intenté crear asociaciones entre España y Canadá para hacerle la pelota a Bob, mi profesor, un divertido quebecois vegetariano, amante de la música cubana y cínico insobornable. Pero fracasé en el intento. Bob desconocía que Frank Ghery, el arquitecto del museo Guggenheim de Bilbao, era canadiense; y tampoco había oído hablar de la Allen Lambert Gallery, la espectacular galería comercial de Toronto diseñada por Santiago Calatrava. Debo decir que en ese momento mi estado de ánimo se precipitó por los suelos. Los canadienses tienen un curioso problema sobre el que se ha hecho mucha literatura pseudocientífica: piensan que muchos compatriotas que triunfan por el mundo son en realidad estadounidenses. No sé si es desidia o baja autoestima, pero ocurre.

Bob no se quedó quieto. Contraatacó con algunas preguntas muy propias de quien observa tu país como un exótico destino perdido en algún remoto lugar del planeta en el que hace mucho calor y la gente tiene la extraña costumbre de jugarse la vida delante de los toros. ¿Por qué España y Portugal no son el mismo país?, me inquirió. Mi reacción fue rápida e inusualmente original para lo que acostumbro: “Es lo mismo que me pregunto cada vez que veo en el mapa que Alaska no es canadiense”. Bob, que tiene la sonrisa desproporcionadamente grande, aceptó el golpe. Ante la segunda invectiva ya no puede hacer nada: “¿Por qué los españoles hacéis guerras de tomates? Pensé entonces que quizá hubiera sido mejor hablar de la divertida corrupción española, algo de lo que todo el mundo entiende y no necesita explicaciones.

Pío Baroja estaba equivocado

Pío Baroja estaba equivocado

Hace ya algún tiempo que decidí abandonar la lectura de cualquier artículo que llevara la frase atribuida a Pío Baroja, “el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando”. No importa que el artículo me interesara o que su autor integrara mi lista de predilectos, opté por ser radicalmente intransigente porque ese recurso irrumpía en mi lectura como una decepción infinita, como un estallido de cristales sobre el suelo que lo pone todo perdido y además puede causar daños.

Escribía recientemente Benjamín Prado que “no hay terreno más estéril que un lugar común”.  Con el presunto aforismo de Baroja ocurre lo mismo, el tiempo y su abuso han puesto de relieve su utilidad como eficaz slogan publicitario, como idea fuerza rotunda y contundente que inyecta a quien la pronuncia una inmediata superioridad moral y mucha complacencia. Se trata de ese tipo de citas que siempre adorna bien un texto, le aporta brillo y esplendor, y sobre todo ahorra el esfuerzo de buscar argumentaciones más trabajadas y sólidas.

Frecuentemente suele ser utilizada con la categoría de teoría empírica por quienes intentan desacreditar a los nacionalistas catalanes o vascos. La paradoja es que esos mismos son portadores de otra forma de nacionalismo que el científico social británico Michael Billig calificó de “banal” o “difuso”; es decir, una interpretación natural del concepto nación vinculada generalmente a la idea de España. Dudo mucho que todos los que apelan a Baroja de forma tan oportunista respondan al retrato social que pretendía dibujar el escritor vasco. Qué viajen los otros, cabría decir.

Como lugar común que es, se ha convertido en una frase hueca que no dice nada más allá del eco de su sonoridad, un fuego fatuo que corre el riesgo de resultar sospechoso por apócrifo. Pero tiene una poderosa utilidad asociada a su capacidad para desactivar cualquier réplica de su destinatario porque siempre lo deja en inferioridad, en una incómoda posición en el piélago del debate.

¿Qué es viajar? ¿A qué tipo de viajes se refería Baroja? ¿Vale un viaje a Eurodisney con los hijos o un vuelo a Cancun pasando por New York? ¿Después de unas cuantas visitas a Florencia, Praga, Londres y París se nos pasará la ventolera del nacionalismo? ¿Cuenta como viaje un fin de semana esquiando en Andorra? ¿Alguien nos puede garantizar que después de unos cuantos vuelos transoceánicos nos transformaremos en ciudadanos sofisticados y cosmopolitas? ¿Aborreceremos entonces las borrajas del pueblo y las tradiciones populares?

No lo tengo muy claro. Desde que llegué a Canadá he transitado por algunas de las fases de adaptación que impone el manual del buen emigrante. Sospecho que me quedan unas cuantas por atravesar. Al principio el recién llegado es inquilino de una sorpresa continua, habitante de un mundo perfecto en el que todo es como parece y la vida es una epifanía diaria. Venimos arrastrados por el impulso irrefrenable de la ilusión, poderoso combustible.

Es la etapa en la que nuestra admiración por el país de acogida sólo es comparable al juicio crítico y al rencor que proyectamos sobre la tierra que dejamos. Para sostener la estructura mental del cambio nos armamos con unas cuantas frases y convicciones que son el patrón oro de nuestras dudas, de nuestra nostalgia y nuestro miedo infinito. No nos engañemos, son frases que revelan una actitud castiza y paleta pero que apuntalan el herrumbroso edificio de nuestra fe como si fuera la verdad revelada. “Hemos hecho bien viniendo a este país”, “es lo mejor para nuestros hijos”, “aquí se vive mejor”, “los canadienses son mucho más civilizados”, “no se puede comparar la calidad de vida”, “aquí no hay corrupción”, “el invierno no es tan duro como pensábamos”… de éstas tengo unas cuantas más.

Pero la melancolía pronto acude al rescate de las almas transterradas. No tarda mucho en hacer acto de presencia, como los buitres que huelen el olor a carnaza. A estas alturas de la vida nuestra paletismo sigue intacto, aunque transformado. Llegan los primeros síntomas de nacionalismo revenido manifestados en expresiones que salen de nuestros labios primero con pudor y remilgo y después como bravatas: “como en España no se come en ningún sitio”, “no hay vinos como los españoles”, “el prosciutto de los italianos es una mierda comparado con nuestro jamón”, “estos canadienses no saben divertirse. Tendrían que pasar una temporada en España”… El catálogo puede extenderse y ahora el patrón  establece la medida de nuestra nostalgia.

Canadá es un país hecho de emigrantes. Los únicos canadienses nativos son los pertenecientes a las naciones originarias o “primeras naciones”, siempre en permanente conflicto con el gobierno federal por la defensa de sus derechos de origen. El  principal signo de identidad canadiense es la multiculturalidad y Toronto es la ciudad del mundo con mayor diversidad étnica.

Podría pensarse que ello ha forjado una sociedad abierta y solidaria en la que la convivencia ha logrado homogeneizar la diversidad y diluir los nacionalismos en el multietnicismo. Pero yo no lo creo. Más bien ha promovido de manera inconsciente una estructura social en compartimentos estancos que establece flujos de comunicación limitados. Los millones de ciudadanos del mundo que han venido a parar a Canadá han traído consigo su patria, su fe y sus costumbres. La Constitución canadiense de 1982 fue un traje a medida para que esa riqueza étnica fuera la base de la nueva construcción nacional. Y como todos los empeños ambiciosos, pronto registró fracturas y desajustes que han elevado a la superficie una distorsión social que es palpable en cualquier nivel de la sociedad canadiense.

Alguien habló de la “esquizofrenia binacional” para referirse a Canadá. Se manifiesta gráficamente en las grandes competiciones internacionales de fútbol con la irrupción en los coches que circulan por el país de banderitas que informan de la nación de origen de sus conductores. Conforme los equipos van cayendo eliminados la diversidad de enseñas se va reduciendo hasta recuperar nuevamente la normalidad: los canadienses tienen una relación de austeridad con la suya propia, nada comparable a la pasional de los estadounidenses.

Paul Wells, periodista de “Maclean’s”, la revista de cabecera de muchos ciudadanos de este país, ha afirmado en alguna ocasión que la característica que resume la identidad de la sociedad de Canadá es “la experiencia compartida” que significa: “llegar de alguna parte, adaptarse y participar enseguida en los debates nacionales”. Se olvida de aportar otra realidad; quienes vienen aquí no acaban de irse nunca de sus países de origen ni renuncian a sus costumbres, religiones y tradiciones. Más bien el fenómeno de la emigración refuerza la melancolía de la identidad nacional individual. Las razones sentimentales anidan en el concepto mismo del nacionalismo y, como alguna vez me ha recordado mi amigo Enrique que escribió Max Aub, “uno es de donde estudió el bachillerato”. La experiencia canadiense me muestra cada día qué equivocado estaba Baroja.

Rompiendo el hielo

Rompiendo el hielo

Canadá es un país joven, con poca historia y escasos hitos que conmemorar. Para un azorado ciudadano de la Vieja Europa la ausencia de cuentas pendientes con el pasado proyecta una extraña sensación de inocencia y candidez. En los años 50 del pasado siglo hizo fortuna una frase del entonces primer ministro canadiense John Diefenbaker, que solía decir que el país “tiene demasiada geografía y muy poca historia”. Los huecos de los almanaques fueron cubiertos por el deporte y sus mitos se encargaron de alimentar el imaginario popular a falta de imperios añorados y de héroes de guerra que echarse a la boca.

Abundan en las librerías canadienses los libros de fotografía que repasan la historia del país, fundado en 1867 pero sometido jurídicamente al Parlamento británico hasta 1982. Es la única gran potencia que puede atestiguar toda su existencia mediante imágenes. En estos libros el relato histórico suele nutrirse de algunas efemérides de consumo doméstico que ayudan a entender la construcción física y la identidad del país, huérfano de la acerada memoria colectiva de los pueblos viejos. Cuando la historia no es una apretada cronología todavía queda sitio para lo cotidiano.

Los héroes y traidores, las victorias y las derrotas casi siempre se encuentran en los campos de juego. Y así es como cuando uno llega a Canadá no tarda en encontrar a alguien que le relata la heroica victoria de la selección de hockey sobre la Unión Soviética en las “Super Series” de 1972 en Moscú. Aquello trascendió lo deportivo, fue la escenificación de la Guerra fría en una pista de hielo; la victoria del mundo libre sobre el comunismo.

El capítulo de las traiciones pertenece, sin duda, a Wayne Gretzky. Cada 9 de agosto las televisiones recuerdan que tal día como aquél de 1988 anunció desconsolado que dejaba los Edmonton Oilers y se rendía a los dólares americanos de los multimillonarios propietarios de Los Ángeles Kings. Nadie ha olvidado aquella afrenta del que es considerado mejor jugador de hockey de todos los tiempos.

También hay capítulos enteros para las derrotas, pero algunas ayudaron a forjar una conciencia común, de gran eficacia cuando se trata de coser el tejido emocional de un país. Como las del patinador Brian Orser en los JJOO de Sarajevo 84 y Calgary 88. Su doble plata ante los gigantes americanos Hamilton y Boitano fue para los canadienses ese tipo de derrotas que alimentan el orgullo colectivo porque se consideran dignas y ennoblecen al que las protagoniza. Los duelos de Orser con Boitano y Hamilton se siguen recordando como una de las épocas más hermosas y vibrantes de la historia del patinaje.

Desde entonces Canadá tiene una cuenta pendiente en los JJOO de Invierno, la competición que mejor proyecta las características del país, su personalidad marcada por el rigor invernal. Nunca un canadiense ha ganado la medalla de oro en la modalidad masculina de patinaje artístico y el asunto comienza a escocer. Pero están convencidos de que el próximo año en Sochi su compatriota Patrick Chan zanjará la histórica deuda y vengará a Orser. Tienen razones de peso para el optimismo puesto que el patinador nacido en Ottawa es el vigente Campeón del Mundo y el hombre que marca la tendencia del patinaje actual, su referente indiscutible tras el largo reinado del ruso Evgeni Plushenko.

Sin embargo, a finales del pasado mes de noviembre la inquietud se instaló en el país y el desasosiego comenzó a envolver las noticias sobre el venerado Chan. En el Skate Canada, una de las pruebas que componen el Grand Prix (Copa del Mundo de patinaje), la victoria fue para el español Javier Fernández, que logró sacarle 11 puntos al canadiense y envolver de dudas a todo su entorno. A esos niveles, cuando los que compiten son los mejores entre los mejores del circuito mundial, esa diferencia en la puntuación es una barbaridad.

En horario de máxima audiencia y retransmitido a todo el país, el programa libre de Javier (su ya conocida coreografía con música de películas de Chaplin), causó tanta admiración como desconcierto entre el muy entendido público canadiense. A esas alturas Fernández ya no era un desconocido en Canadá; en 2011 había logrado la medalla de plata en la misma competición y el bronce en la final del Grand Prix celebrado en Quebec, en el que sólo participan los seis mejores de la temporada. Todos sabían entonces que el español acababa de aterrizar en Toronto para entrenar precisamente con Brian Orser, convertido ahora en uno de los preparadores más prestigiosos del mundo. Una pirueta con tirabuzón del destino, que ha puesto en sus manos la preparación de uno de los patinadores que puede arrebatar a Canadá una vez más el ansiado oro olímpico.

Antes, en marzo, se disputará en London (Ontario), a una hora escasa de Toronto, el Campeonato del Mundo. Allí estarán los japoneses, dominadores absolutos del cotarro, y Patrick Chan, que aspira a revalidar el título espoleado por sus compatriotas. Con el oro continental Javier Fernandez se ha sacudido de encima la presión de demostrar hasta qué punto su patinaje ha alcanzado la excelencia. Ya tiene uno de los 3 grandes campeonatos y ahora son sus rivales los que, abrumados seguramente por el nivel demostrado en Croacia, observarán al español con el respeto que sólo se ganan los deportistas verdaderamente brillantes.

Javier está en esa esfera, en un  exclusivo grupo donde las medallas se disputan en pequeños detalles, en sutilezas técnicas sólo apreciables para los jueces y técnicos. Tiene además una habilidad al alcance tan solo de unos pocos elegidos: hace los cuádruples, el salto más difícil del patinaje, con una técnica y una facilidad prodigiosas. Sólo tres patinadores en la historia han sido capaces de repetirlo tres veces en un mismo programa; Javier es uno de ellos.

El éxito del madrileño en el Europeo ha desatado un repentino interés por el patinaje en nuestro país. España es muy dada a estos entusiasmos efímeros y oportunistas pero quienes conocen a Javier saben que tiene la cabeza bien amueblada, no le afectará la presión porque de algún modo siempre se ha movido bajo ella. Destacó casi desde que se puso por primera vez los patines con siete años emulando a su hermana Laura, la pionera de la familia. Su primera entrenadora, Carolina Sanz, se ha prodigado estos días en recuerdos sobre los inicios de Javier: su carácter díscolo y anárquico, su facilidad para hacer piruetas y saltos, su genética extraordinaria, su carisma. Hay otro elemento que es un lugar común en todos los talentos deportivos: no tiene una biografía plácida.

Pese a sus 22 años su vida está dibujada con meandros y recovecos, una manera gráfica de describir la larga lista de sacrificios que ha ido acumulando hasta llegar adonde está ahora. Del club Igloo de Madrid se fue a entrenar durante un año y medio al CETDI de Jaca siguiendo la estela de su hermana mayor. Su madre pidió una excedencia y se fue con ellos. Javier crecía y en las puertas de la adolescencia, época de turbulencias, dio la espantada por un tiempo. Volvió él solo, reforzado en su convicción de ser algún día alguien grande en el patinaje. Después del Festival Olímpico de la Juventud Europea de Jaca en 2007, donde quedó cuarto a centésimas del bronce, el prestigioso entrenador ruso Nikolai Morozov le propuso entrenar con él en New Jersey. Y con 17 años se separó de sus padres y emprendió un camino desconocido y tortuoso que le acabaría haciendo más fuerte. A partir de ahí su biografía se transforma en relato. Hace dos semanas confesaba que esa oferta de Morozov le cambió su vida. “Hasta entonces nunca me había planteado salir de España, no entraba en mis cálculos.”

El patinaje artístico es uno de los deportes más exigentes y sacrificados del mundo. Las recompensas, si es que alguna vez llegan, pocas veces guardan proporción. Solo los grandes campeones mundiales, olímpicos o europeos pueden asegurarse cierta prosperidad económica y el reconocimiento general. Por eso abundan las biografías rotas, las retiradas prematuras, los rencores larvados y las frustraciones de pesada digestión. Es un mundo endogámico y cerrado en el que todo se sabe y en el que las oportunidades para triunfar dependen no solo de las cualidades del patinador sino de su capacidad para soportar durante años una presión que, como en todos los deportes individuales, no se puede descargar en nadie más. Tan solo los más capaces mentalmente perduran; la mayoría renuncian cuando logran admitir que tantos sacrificios nunca encontrarán recompensa. Es duro pero muchos patinadores han confesado después que ese día lo que sintieron fue un inmenso alivio. Se habían quitado de encima un peso insoportable, algo que había dejado de dar placer para causar solo angustia.

Javier ha sabido derribar esas barreras tradicionalmente insuperables para el patinaje español. Al lado de Morozov inició una progresión imparable en Europeos y Mundiales, escalando cada año en las clasificaciones y creciendo como patinador. Luego llegó su participación en los JJOO de Vancouver, la primera de un español bajo el sistema de clasificación. Instalado ya en la élite, con el técnico ruso las cosas no acabaron bien y en 2011 decidió cambiar de aires y buscar en Toronto el cobijo de Brian Orser y su equipo. Junto a ellos Javier ha dado el salto de calidad definitivo: ha pulido su patinaje y ha perfeccionado su técnica y parte artística. Él asegura que ha llegado el momento de luchar por el oro olímpico. Tiene el talento y le sobra el carisma.

Artículo publicado en El Periódico de Aragón en la edición del 3 de febrero de 2013

El país tranquilo

El país tranquilo

Escribía el pasado sábado en El País Juan Claudio de Ramón que Canadá es el menos escandaloso de los grandes países. Argumentaba sobre las razones del escaso conocimiento que se tiene en el mundo del ex primer ministro canadiense Pierre Trudeau, que dirigió el país en dos etapas (1968-1979 y 1980-1984), promovió la Constitución de 1982 –todavía vigente-, y lideró el proceso de reformas que culminó en la consolidación de la multiculturalidad como  el primer rasgo de la identidad canadiense. La figura de Trudeau sigue generando una gran controversia en su país, actualizada con las aspiraciones de su hijo Justin de acceder a la dirección del Partido Liberal. Pero no cabe duda de que la talla como estadista del quebecois está a la altura de otros grandes líderes occidentales del siglo XX, aunque su obra apenas sea conocida fuera de Canadá.

            La anécdota sobre Trudeau sirve para explicar cómo son y cómo se hacen las cosas en este país. Aquí las revoluciones, como la de Quebec en la década de 1960, son “tranquilas”; las aspiraciones independentistas se resuelven en las urnas, la reciente huelga de los jugadores de la Liga Nacional de Hockey no lanzó a los aficionados a la calle a quemar contenedores y Toronto es la única ciudad del mundo capaz de soportar cívicamente que su equipo más representativo, los Maple Leafs, no gane la Stanley Cup desde 1967. Trasladen esta circunstancia al Real Madrid o al FC Barcelona y comprenderán el mérito que tiene la paciencia infinita de los torontianos. ¿Este intergeneracional fracaso deportivo se ha traducido en desafecto? En absoluto. Según un reciente estudio económico de la Universidad de Vancouver, el Toronto Maple Leafs es el equipo más rentable de la NHL, las entradas a sus partidos las más caras de la Liga y las estadísticas de asistencia las más elevadas de toda la competición. La frustración se ha gestionado por vías más pragmáticas.

            En Toronto es habitual utilizar un calendario alternativo para consumo interno: el año 0 es ese 1967 en que, como escribieron los periodistas Damien Cox y Gordon Stellick en su ya mítico libro “´67”, los Maple Leafs ganaron su última Liga de hockey sobre hielo y comenzaron de inmediato el declive de su incontestable imperio con la misma traza de tragedia que narraron los cronistas la caída del romano. Desde entonces uno en Toronto ha nacido al año siguiente de la última Stanley Cup, diez años después o cinco antes de que el gran capitán George Armstrong levantara el grandioso trofeo por última vez. La vida, los recuerdos y el tiempo se miden en función de lo ocurrido aquel lejano 2 de mayo. El drama se ha metabolizado en anécdota y los torontianos lo han llevado a su terreno emocional, donde todo se modula con una legendaria frialdad. La longevidad de la sequía tiene la dimensión de una maldición bíblica y, como sólo puede entenderse bajo parámetros sobrenaturales, su interpretación se ha integrado en el carácter de la ciudad como si perteneciera a su lista de monumentos o formara parte de los hitos que nos harán entender su historia. Ahora es leyenda. Tanto es así que una futura victoria de los Maple Leafs sólo tiene cabida en la ficción o en la calenturienta mente de autores como el torontiano Robert Rotenberg, que en su último libro “Old City Hall” se permitió la broma de ambientar la investigación de un crimen en medio de una ciudad colapsada por las celebraciones de la victoria en la Stanley Cup. Algún columnista ha dicho que lo suyo no es ficción; es ciencia ficción.

            El caso es que en los países de exultante juventud, como es Canadá, las fechas y las anécdotas corren el riesgo de parecer inofensivas cuando probablemente nos advierten de cierto determinismo. Al año siguiente de la última liga de los Maple Leafs, Jean Lasage y René Levesque fundaron el independentista Partido Quebequés y obligaron a la mayoría anglófona del país a moverse de sus asientos para evitar lo que entonces parecía un hecho: la desmembración de la federación y el nacimiento del Quebec independiente. No era cierta aquella frase que un primer ministro canadiense había dicho en cierta ocasión: “Canadá tiene demasiada geografía y muy poca historia”. Más bien ratificaba aquella otra tantas veces repetida de Miriam Waddington: “parecemos sólo geografía pero si rascamos sangra la historia”. Quizá, como en cierta ocasión escribió el escritor Andrea Camilleri para referirse a Italia, “una vez hecha Canadá, habrá que hacer a los canadienses”. Y esa indefinición que el país ha querido solventar con determinación a lo largo de su historia ha acabado construyendo una sociedad tan heterogénea como desvertebrada, formada por comunidades a las que lo único que les une es la emigración y la bandera canadiense. Allí reside parte de la frialdad y de la equidistancia. 

Mali, el centro de todas las cosas

Mali es tristemente actualidad por un nuevo conflicto armado que está desgarrando el país. Recupero un artículo, más vigente que nunca,  que publiqué este verano con motivo de la actuación en el Festival Pirineos Sur de Amadou & Mariam, exponentes del maravilloso universo cultural del país. Otra forma de enfocar la realidad de Mali, lejos de las armas y las luchas religiosas y territoriales.

En la mítica Tombuctú convergían las rutas transaharianas que utilizaban los comerciantes y las poblaciones bereberes y árabes del norte. Fue durante siglos un centro de poder económico y un hervidero intelectual y cultural en el que las ideas, como los caminantes, iban y venían. Mali conserva la herencia de aquel espíritu de libertad de los cruces de camino, como lo fue Tombuctú, expresada sobre todo en su maravillosa escena musical, que ha exportado al mundo talentos de la talla de Salif Keita, Boubacar Traoré, Toumani Diabaté, Ali Farka Touré y, claro está, Amadou & Mariam. Semejante despliegue de figuras no puede deberse a una casualidad. Es posible que tenga razón el periodista de “The Guardian”· Caspar Llewellyn Smit cuando afirma que el “blues nació en Mali”. La teoría se sostiene en razonamientos antropológicos que viajan en aquellos barcos de esclavos negros que arribaron en Estados Unidos para aportar mano de obra y nuevas músicas que luego se llamarían blues, jazz o góspel.

Y como todos los viajes son de ida y vuelta, en Mali surgió en los tiempos de la independencia del país, allá a principios de los 60 del pasado siglo, una generación de músicos que se batía entre las enseñanzas tradicionales y una inquietud por explorar nuevas sonoridades. En esas primeras horas de libertad de la antigua metrópoli francesa nació la música moderna del país en la que el blues africano tenía un ascendente pleno. Boubacar Traoré puso los cimientos de un movimiento musical protagonizado por virtuosos músicos habituados a foguearse con estilos propios como la mandinga pero que sentían fascinación por las orquestaciones suntuosas procedentes de Europa y Estados Unidos.

Las grandes orquestas malienses como la “Rail Band du Baffet de la Gare” de Bamako, la “Ensemble Instrumental National” o los “Ambassadors du Motel”, creada por Salif Keita, fueron escuelas para el aprendizaje técnico y para un desarrollo intelectual exento de prejuicios. Amadou Bagayoko militó como guitarrista en los Ambassadors y en alguna ocasión ha recordado que tenía que aprender a tocar rumbas, fox-trots, baladas francesas y cubanas o versiones de James Brown y Otis Reeding, pero sin descuidar el conocimiento de los tradicionales de Bamako, Sikasso, Mopti o Tombuctú. Esa mente abierta y flexible a abrazar cualquier nueva influencia modeló su personalidad como músico y hoy es el día en que los discos de Amadou y Mariam son más globales y modernos que muchos de los que integran la pretenciosamente etiquetada como “música avanzada”. El diario The Telegraph lo ha definido acertadamente: “una mezcla cocinada en una fiesta callejera, no algo cínicamente manufacturado en la oficina de un sello discográfico”.

Se refiere a “Folila” (“música” en la lengua bambara maliense), el séptimo trabajo en la discografía de la pareja invidente, grabado entre Roma, Nueva York, París y Bamako y publicado el pasado mes de febrero. Es un disco sólo al alcance de rutilantes estrellas de la industria musical, de ese tipo de fenómenos que surgen cada cierto tiempo y al que todos los artistas quieren arrimarse. Después del arrollador éxito de “Dimanche a Bamako” (2005), producido por Manu Chao, y de “Welcome to Mali” (2008), el mundo musical había depositado su atención en el dúo que se conoció hace 25 años en el Instituto para jóvenes ciegos de Mali en Bamako. Al estilo de las grandes producciones que tiene el aura de tributo, en “Folila” se suceden diversas colaboraciones de lujo que otorgan al disco la categoría de “catálogo de músicas de nuestro tiempo”. Damon Albarn, productor de “Welcome to Mali”, asegura que “no creo que haya habido una banda en África en la que se hayan involucrado tantas personas en su camino”.

Amadou & Mariam declaran su amor por el riesgo y el mestizaje. En el disco desfilan el rockero francés Bertrand Cantat, el grupo indie norteamericano “TV On the Radio”, la cantante de pop electrónico Santigold, el líder de la banda de glam-rock Scissor Sisters, Jake Shears; la cantante de soul y Rythm & Blues, Amp Fiddler, el rapero Theophilus London o la compositora británica Ebony Bones. Junto a ellos también músicos africanos como el guitarrista tuareg Abdallahag Oumbadougou o el maliense Bassekou Kouyate. El resultado del experimento es inclasificable porque hay tantos sonidos y espíritus como experiencias individuales, pero a la manera de Georges Perec, “no son los elementos lo que determinan el conjunto, sino el conjunto el que determina los elementos”. Es decir; “Folila” es una obra conceptual que agita una coctelera de influencias que conectan el blues africano con el funk, el soul, el ney egipcio, el bluegrass, el tropicalismo, el rap, la mandinga, el pop, el rythm&blues y el rock.

Hasta alcanzar el momento actual de reconocimiento pleno con “Folila”, Amadou & Mariam han recorrido un largo camino marcado en la misma medida por su invidencia y por su sólida educación musical. En unos tiempos, como ha recordado Amadou Bagayoko, en los que ser ciego “era lo peor que te podía pasar en la sociedad maliense”, la pareja desbrozó la maleza de su destino gracias al talento del primero como guitarrista y al virtuosismo de ella como cantante y letrista. Se casaron y comenzaron a grabar canciones que se vendían por Mali en cintas de cassette y que transpiraban blues, mandinga, rock, soul y funk. En 1998 se mudaron a Francia y publicaron su primer disco “Se te djon ye”, en el que ya proyectaban una imagen entre étnica y sofisticada, idónea para el mercado europeo. Empezaron a ser comparados de manera inevitable con otras parejas de artistas como Ike&Tina, Ashford&Simpson o Womack&Womack. Pero ellos, sin alejarse del todo de aquellos, sentían predilección por James Brown y obviamente por Ray Charles. Y marcando su propio tempo construyeron una trayectoria coherente, libre y extremadamente fértil que ha situado a Mali en el centro de todas las cosas, como lo fue Tombuctú hace cuatro siglos.

Dave Brubeck

Farewell / Hasta siempre