Se acabó la clase de historia
Es muy interesante el nuevo escenario que se ha abierto en España y en Catalunya tras los acontecimientos de las últimas semanas porque en él ya no cabe el ventajismo de la ambigüedad ni la contorsión de los argumentos. Unos y otros van a tener que utilizar a partir de ahora otras narrativas para explicar qué futuro les espera a los ciudadanos si deciden seguir el camino emprendido por la clase política y una parte de la sociedad civil catalana. Y en ese nuevo relato es indispensable tratar no sólo los aspectos beneficiosos de la independencia sino también los costes, riesgos, renuncias y sacrificios que conllevará para Catalunya y también para España. Se ha acabado el tiempo de la historia alterna. Pero es indispensable que se abra el de la democracia real en el que imperiosamente tendrá que encajar el derecho de los catalanes a expresarse sobre su futuro. No habrá mayor muestra de madurez democrática que el reconocimiento del estado español de ese derecho y de esa voluntad, si así queda manifestada en referéndum.
La nueva realidad económica y política ha superado el discurso clásico que había alimentado el debate entre España y Catalunya a lo largo del último siglo. Por fortuna para la higiene mental de la inmensa mayoría, parecen superados los tiempos en los que el conflicto se dirimía en las páginas de los libros de historia y en el diletante pensamiento de algunos políticos. Debatir sobre las causas nos ha tenido entretenidos durante el último siglo sin acertar a encontrar la solución. Y así hemos consumido de manera irresponsable un tiempo precioso que nos ha llevado a un punto sin retorno.
De un plumazo han desaparecido de la escena pública los razonamientos históricos para justificar o explicar un sentimiento identitario, o para ponerlo en cuestión. Hemos soportado durante décadas un fuego cruzado de hitos y fechas, una soporífera retahíla de agravios, desagravios, derrotas y enemigos comunes que se desperezaba en el catre de la historia haciendo de la mitología una narración histórica y de las leyendas una fuente inagotable de quebrantos y lamentos. Desde los esponsales de Petronila y Ramón Berenguer la vecindad entre Catalunya y Castilla ha sido un rosario de calamidades y estrépitos que ha dado combustible en épocas más próximas a afrentas seculares y a las más absurdas ofensas y cruzadas. Y así hasta nuestros días. Es aliviador comprobar que el debate hace un escorzo y se escabulle por un nuevo escenario en el que a las cosas indefectiblemente habrá que ponerles precio, nombres y apellidos.
El cataclismo ha sido tan repentino y de tal magnitud que el mortecino debate sobre el concepto de España y el conflicto con los nacionalismos periféricos repentinamente se ha visto desbordado por una realidad que precisa decisiones más urgentes. Siempre consideré un esfuerzo estéril, inútil, aquél que realizaban con obstinación los que se empeñaban en desacreditar la legitimidad histórica de las reivindicaciones catalanas y los que desde este bando intentaban acumular los méritos de sus antepasados para fortalecer su hecho diferencial. Esta vieja costumbre fue arraigando hasta acabar convertida en una gráfica explicación de lo que es España.
El desaparecido historiador catalán Pere Anguera afirmaba que “sólo cabe hablar de nacionalismo catalán de manera paralela a la aparición del español. Surge en respuesta a la voluntad centralista y unitarista de Castilla, y acaba confundiendo lo castellano con lo español”. Esta circunstancia todavía permanece y a ella se refería recientemente en un artículo publicado en El País la periodista Soledad Gállego Díaz. La idea de España como país de extremistas surge de la distorsión que se divulga desde los nacionalismos periféricos del origen de sus problemas, y en el imaginario catalán España acaba siendo un país de ciudadanos extremistas, afirmación que proyecta de manera injusta sobre el colectivo la posición de una muy determinada y reconocida élite política, económica y periodística.
Aquellas discusiones tediosas y tramposas sobre nuestra historia, en las que todos jugaban a poner el límite de la cronología allá donde interesaba para sostener el argumentario propio, han envejecido repentinamente por la irrefrenable fuerza de una realidad tan devastadora que se ha llevado por delante las pocas certezas que todavía mantenían cosido nuestro tejido social y emocional. La crisis económica, como ya ocurriera a finales del XIX, ha embravecido los desafectos a la idea de España y ha impulsado la convicción de que continuar aquí es un mal negocio.
Parece que se ha eliminado cualquier opción para una tercera vía que responda al carácter tradicionalmente pactista de los catalanes y que esté a la altura de la sensatez que exige la gravedad del trascendental momento histórico que vivimos. El discurso se ha instalado en las trincheras y ahora sólo queda espacio para el enfrentamiento de dos nacionalismos: el catalán y el español. Ambos bandos parecen encontrarse cómodos en la demostración de músculo y testosterona, que lamentablemente acaba derramando por los suelos la sensatez que exige la gestión de una situación extremadamente delicada. Como en la peor pesadilla de los conflictos bélicos, se valoran los atributos de la militancia y la adhesión y se denuncia la equidistancia y la tibieza. La espiral de declaraciones induce en la misma medida al miedo y al bochorno con un uso que creíamos enterrado de una retórica frentista que irremediablemente esta vez nos devuelve –salvando las distancias-, a la inquietante sombra del 36. Por desgracia, la estupidez es común a ambos bandos y ésta no aspira a un estado propio porque está en todos.
Hay sorprendentes analogías entre la reacción de la cerril España de ahora y la que en las primeras décadas del siglo XX combatió el incipiente nacionalismo político catalán. Entonces, los pistoleros a sueldo del gobierno de Maura intentaron subvertir una realidad social que ni comprendían ni querían aceptar. Ahora se pone en vanguardia a la "brunete mediática"; la misma impericia, sin sangre pero igualmente violenta y ultramontana. El fracaso en la negociación del primer Estatut catalán en 1919 y la disolución de la Mancomunidad catalana en 1925 por la dictadura de Primo de Rivera ofrecen decepcionantes paralelismos con lo que ha ocurrido 70 años después en plena democracia. La principal lección que debería de extraerse es que el problema catalán está ahí desde hace más de un siglo, con la misma fuerza y empuje que llevó a la redacción de las Bases de Manresa en 1892 o a la creación de la Lliga Regionalista de Cambó en 1914, la proclamación de la República catalana dentro de la República Federal Española en 1931 por Francesc Maciá o el Estatut de Nuria del año siguiente, último intento de atender las aspiraciones catalanas que el golpe de Estado de Franco acabaría arruinando. El famoso viajero e hispanista inglés Richard Ford ya escribía en 1845: “Los catalanes no son ni franceses ni españoles, son un resto de Celtiberia y suspiran por su independencia perdida. Siempre están dispuestos a emprender el vuelo”. Nada pues que no supiéramos aunque nos negáramos a ver.
Por lo tanto, el momento actual no puede considerarse ni imprevisible ni insólito ni consecuencia de una determinada coyuntura. La historia de España nos enseña que es la consecuencia natural de un largo proceso histórico de desencuentros que ahora se ven agravados con una crisis económica que los catalanes han interpretado como el síntoma definitivo de que su situación en España es, cuando menos, insostenible. Y tanto entonces como ahora, desde el gobierno español y su cohorte mediática se actúa utilizando la misma estrategia: se atacan las contradicciones o prejuicios del nacionalismo catalán blandiendo las bondades de otro nacionalismo, el español.
Soy de los que piensa que el nacionalismo se identifica mejor con la derrota porque alimenta su victimismo y fija su enemigo. La gran novedad es que esa educación en la melancolía patriótica nacida de la asimilación de historias que hablaban de derrotas y enemigos, a las que aludía hace años Jon Juaristi, ha dado paso a un fervoroso vitalismo que asimila la independencia como la única esperanza, como el único proyecto ilusionante en medio de una crisis de magnitudes devastadoras. Continuar en España ya no sólo es un mal negocio, además es indigno y humillante. Y en el solar ideológico y social en que la crisis ha convertido al país, la independencia se observa como el único camino que huele a futuro, porque probablemente no hay otro.
Al resto de españoles, ahogados en la certeza de un futuro sin futuro, no nos queda otra opción a la que agarrarnos. Ahora la melancolía es nuestra. Por eso el independentismo se ha transformado en una opción que ha venido para quedarse, porque los catalanes la viven como una esperanza. Nadie les ha dicho cómo va a ser el camino ni el séquito de incertidumbres que les acompañará en la travesía. Pero como en los grandes proyectos vitales, las pulsiones individuales que incitan al movimiento colectivo pueden más que los detalles. Y en estas nuevas generaciones de catalanes, ajenas a los prejuicios y pudores del pasado, el horizonte de la independencia genera probablemente menos miedos, menos vértigo y más ilusión que la permanencia en un país que ya no ofrece ni un solo síntoma de esperanza.
Estos días varios analistas políticos han ofrecido una idea que probablemente explica la nueva dimensión del fenómeno político catalán: “No hay que ser nacionalista para ser independentista”. El argumento introduce un nuevo e interesante matiz porque asume que el auge del independentismo en Catalunya se debe, en buena medida, a razones económicas y no étnicas o identitarias, como era tradición. No importa lo que ocurra en el futuro, ni siquiera se previene de la frustración que sucede a un estado de excitación colectiva, como la historia nos demuestra con insistencia. Cuando eso ocurra se asimilará como parte de los daños colaterales y se interpretará con la benevolencia de quien es dueño de su propio destino.
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