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Juan Gavasa

Es el futuro, estúpido

Es el futuro, estúpido

La huelga general del 14N ha dejado varias reflexiones en el aire, algunas urgentes y precipitadas, consecuencia del ruido todavía intenso de las multitudes en la calle y de la violenta respuesta policial en algunos casos concretos. Si quedaba alguna duda de la división real del país, ésta quedó disipada durante la jornada de ayer en las refriegas continuas de datos, valoraciones y explicaciones sobre lo que estaba ocurriendo. Una parte de la sociedad española, vinculada ideológicamente al Partido Popular, interpretó la huelga como una iniciativa sindical para desestabilizar al Gobierno. Es lo que se ha llamado huelga política; injusta y calculada.

Este amplio segmento social no reparó en las razones objetivas que llamaban a la movilización sino que prefirió mirar a otro lado con la conciencia tranquila porque la “algarada callejera” era cosa sindical. Y así es como durante todo el día la interpretación de lo que ocurría en el país se medía en términos muy concretos: violencia de los piquetes, consumo energético, porcentajes de participación o funcionamiento de los servicios públicos. Este empirismo intentaba racionalizar la respuesta ciudadana y situarla en un contexto político –de política de partidos-, con toda la carga de desprestigio que eso supone y que quienes la alentaban conocían perfectamente.

Poner el acento en quién convocaba y no en las razones por las que se convocaba fue ayer el ejercicio más practicado por la derecha mediática; monolítica, inasequible y placentera en el manejo de la neolengua. Forma parte del juego político y el partido en el gobierno necesitaba hacer acopio de un buen arsenal de argumentos para deslegitimizar la respuesta ciudadana, que en modo alguno procedía exclusivamente del mundo sindical. Siempre hay voceros dispuestos a hacer su trabajo, aunque ellos también puedan verse perjudicados en el futuro por las medidas adoptadas por el gobierno que ahora defienden como si les fuera la vida en ello.

Con cuatro fotos de contenedores ardiendo, algunas de piquetes excesivamente briosos y mucho pañuelo palestino consideraban arruinado el carácter democrático de la huelga. Pero no comprenden que fuera de su aislado entorno esas imágenes se interpretan como la medida exacta de la indignación de una sociedad que sale a la calle porque ya no tiene otras opciones reales de enfrentarse a un gobierno que ha hecho lo contrario de lo que dijo que haría, hace ahora un año. Porque la han culpado de una crisis que no provocó y la han obligado a asumir todas las cargas del sacrificio mientras los responsables verdaderos siguen en una reconfortante impunidad, imponiendo las nuevas reglas de juego. Esas imágenes no desprestigian a España sino a sus gobernantes.

Escribía Tony Judit que los intelectuales no se preguntan si algo está bien o está mal, “sino si una política es eficaz o ineficaz”. Es aquello de la ética de la responsabilidad frente a la ética de la convicción sobre lo que Weber teorizó para definir el trabajo de los políticos. Pues bien, uno en la consciencia del mundo en el que vive y de las batallas que se perdieron en el camino, no debería de escandalizarse por el juego subterráneo que se practica en el entorno del poder. Debería de interpretar el lenguaje como una parte de los códigos de conducta que se utilizan en la política para combatir al enemigo y reforzar las posiciones.  Debería de saber, en definitiva, que la impostura de las palabras está en la naturaleza del poder. Debería de relativizarlo.  

Pero ayer miles de ciudadanos españoles prefirieron parapetarse tras las siglas de su partido político porque consideraron que la huelga era un ataque contra ellos y no la expresión de la desesperación y la denuncia de unas políticas que están acabando con el estado de bienestar y con el modelo de sociedad que nos habíamos concedido después de años de lucha. En las redes sociales circulaban los comentarios en contra de los sindicatos y, por extensión, de la huelga como parte de su estrategia de acoso y derribo al Partido Popular. La pobreza de argumentos, la simplicidad de las opiniones y el maximalismo de las bravatas eran propias de la emancipación ideológica de la adolescencia, no de la gravedad del momento, que no admite frivolidades ni demagogia. Y resulta cuando menos insólito que esos ciudadanos que también han perdido el paraguas del estado y tendrán un futuro tan incierto como el de los que decidieron ir a la huelga, optaron por criticar a los sindicatos sin advertir que lo importante estaba detrás de las pancartas.

“Pienso en España vendida toda, de río a río, de monte a monte, de mar a mar” escribía Machado. Mientras eso ocurre ahora con descarnada literalidad, hay un país que sigue enfangado en las batallas partidistas sin advertir que el mundo se cae encima de todos, de ellos también. Les ocurre como a aquellos soldados japoneses que seguían en las trincheras y a los que nadie les dijo que la guerra ya había terminado. No se enteran. Gentes de ley y orden que anteponen su muy conservadora tranquilidad al estrépito de las turbas que buscan en la calle el eco de sus lamentos porque en sede parlamentaria solo se espera el silencio.

Ahora bien, los sindicatos españoles deberán de preguntarse en qué momento se jodió el movimiento sindical, utilizando el título del libro de Luis G. Lumbreras. Deberán de preguntarse por qué tantos y tantos españoles salieron a la calle a pesar de ellos, por qué perdieron la representatividad de la clase obrera y su papel de contrapeso en la democracia española. Deberán de preguntarse por qué acabaron convirtiéndose en aparatos burocráticos y clientelistas tan poco democráticos como los mismos partidos políticos. Deberán de preguntarse por qué alentaron –y no remediaron-, entre los ciudadanos la especie de que eran un nido de parásitos, vagos de horas sindicales y oportunistas acomodados en comités de empresa. Deberán de preguntarse cuándo se hicieron decepcionantes y, sobre todo, deberán de preguntarse qué van a hacer para volver a ocupar el papel indispensable que tienen que desempeñar en una democracia.

Pero mientras eso ocurre, el país que conocimos se precipita por el aliviadero del futuro sin que las certezas de la esperanza logren detener la sangría. Y ante el horror de ese espectáculo dramático muchos españoles prefieren aferrarse a la eterna España, a la “de la rabia y de la idea” de Machado. “Nuestro español bosteza. ¿Es hambre, sueño, hastío? Doctor, ¿tendrá el estómago vacío? El vacío está más bien en la cabeza”.

El problema no era la huelga, es el futuro, estúpido. 

2 comentarios

José -

Quien escribe este blog no tiene mucha idea.

Pi -

Durante los dos años que trabajé en un sindicato los únicos que se acercaban a sindicarse buscaban más bien un "legálitas"
Uno de los mayores exitos del capitalismo ha sido convencernos a todos de que no somos obreros sino potenciales ricos que tienen las mismas oportunidades que todos para conseguirlo. Y nos lo hemos creído.
Solo daba gusto hablar con los viejos sindicalistas que, aunque veían el declive ideológico de su sindicato, aun veían esperanza en el futuro. "de peores hemos salido..."
Y la esperanza es lo último que se pierde
si me hubieran dicho que iba a vivir este momento no lo habría creido (no con una guerra o catastrofe natural de por medio)
En cuanto a los "periodistas" prostituidos, tenían los discursitos hechos el día antes de la huelga (incluso grabados) ¡ESO ES PERIOSISMO! Veo que, aunque desde fuera, sigues estando como dentro. Incluso más clarividente...
Besos desde una Jaca que tambíen salió a la calle.