L'Estanguet
El sábado se cumplieron 39 años de la rotura del puente de L’Estanguet en el valle del Aspe. Aquel turbio suceso fue el acta de defunción del Canfranc. Desde entonces la reivindicación de su reapertura forma parte de los anhelos de los aragoneses; se ha instalado en el imaginario colectivo con una mezcla de frustración y melancolía. Aquel accidente tardó varios días en darse a conocer por la prensa franquista. Entonces se habló de un cierre temporal pero ahora se sabe que los funcionarios franceses comenzaron a desmontar sus instalaciones poco después del incidente. Nunca se podrá demostrar pero la hipótesis invita a todo tipo de intrigas: los franceses provocaron el accidente porque no tenían el menor interés en mantener una lína férrea deficitaria y obsoleta. El tiempo ha confirmado las peores sospechas.
Hoy no quiero escribir del Canfranc con el trazo habitual. No me apetece volver a lamerme las heridas con una historia que es un eterno buclé. Me apetece recordar aquel 18 de julio de 1928, el día en que se inauguró la línea. Probablemente fue el único día feliz que tuvo el Canfranc. Las crónicas de la época destilaban optimismo y clarividencia; se acababa para siempre el secular aislamiento de la región. Por fín éramos Europa. Ocho años después una pandilla de militares nos devolvió a los corrales.
“La paciencia es un arma que consigue grandes victorias”. El aforismo era publicado por el diario zaragozano “La voz de Aragón” junto a su cabecera el 19 de julio de 1928, al día siguiente de la inauguración del Canfranc. La acertada cita resumía setenta y cinco años de lucha e ilustraba el estado de excitación colectiva que había provocado en Aragón la apertura del tráfico internacional. Porque sólo la proverbial paciencia, versión edulcorada de la arquetípica tozudez aragonesa, había hecho posible la jornada del 18 de julio de 1928, probablemente el único día en la historia del Canfranc en el que nadie dudó de la impresionante aventura que se acababa de acometer.
Todos los periódicos españoles abrieron sus ediciones con la inauguración del ferrocarril, lo que evidenciaba el enorme interés político de la obra y las extraordinarias expectativas que había generado. Nadie faltó a la histórica cita, nadie quiso perderse los grandes fastos a los que acudieron las máximas representaciones políticas de los dos países; el rey de España Alfonso XIII y el presidente de la República Francesa, Gaston Doumergue. Por debajo de ellos, una interminable nómina de políticos, empresarios, militares, periodistas, curas y personalidades que alcanzó los 275 invitados.
Aquel 18 de julio de 1928 era miércoles y hacía calor. Los asistentes tenían que vestir chaqué o uniforme y respetar un riguroso protocolo que se complicaba con la masiva presencia de las fuerzas del orden. Pocas semanas antes había sido abortado un intento de insurrección anarquista en Madrid programado para el día de la inauguración del Canfranc, y aunque los elementos sediciosos estaban controlados, a esas alturas la desacreditada monarquía de Alfonso XIII ya no se fiaba ni de su sombra. “El entusiasmo se sobrepuso discretamente a la etiqueta” firmó al día siguiente en “El Noticiero” el enviado especial Fernando Castán Palomar. La estación fue literalmente tomada por centenares de soldados, guardia civiles y carabineros, que anularon cualquier atisbo de celebración popular.
Pero nada impidió que la jornada fuera descrita con el verbo vigoroso de la prensa de la época. El “Heraldo de Aragón” publicaba un comprometido editorial en el que reconocía que “la cultura francesa nos traerá la inquietud de sus preocupaciones progresivas; tal vez una adaptación conveniente al espíritu de los tiempos”, y aventuraba que Zaragoza se convertiría con la nueva comunicación en “emporio de riquezas materiales y morales que hagan de ella la máxima metrópoli interior”.
Algo parecido había dejado escrito para un discurso que nunca llegó a leer por enfermedad el deán Florencio Jardiel, presidente de la Comisión Gestora del Canfranc. “Zaragoza tiene que ser un centro comercial quizá el más importante de la Península, pero para ello el Canfranc tiene que tocar el Mediterráneo” afirmaba. Alberto Porras escribía en “La Voz de Aragón” que “las regiones de uno y otro lado del Pirineo no tienen grandes cosas que cambiarse entre sí, pero es indudable que la calidad de comunicación empezará fomentando el turismo y ya se sabe que detrás del viajero va siempre la mercancía”. Juan Lacasa era algo más críptico cuando razonaba que la línea la usarían “numerosos turistas y por lo corta y económica, peregrinaciones al Pilar y Lourdes”.
Sesudas reflexiones y análisis de tráficos futuros se reprodujeron en toda la prensa aragonesa durante el mes de julio. La mayoría de los autores rememoraban la gran gesta colectiva desde el lejano 1853, y todos evocaban las glorias pasadas de la región para ubicar en la misma dimensión histórica la inauguración del ferrocarril. Sancho Ramírez, Agustina de Aragón y el Conde de Aranda eran ahora el ingeniero Gil Berges, el dean Florencio Jardiel o el ministro Albareda, firmante de la Ley del Canfranc en 1882. La vieja Corona de Aragón renacía dos siglos después para expandirse por el norte.
Y precisamente del otro lado de los Pirineos llegó ese 18 de julio a las once y diez de la mañana un tren en el que venían 125 invitados franceses, junto con fotógrafos y periodistas de todo el país. Era la avanzadilla de la máquina oficial en la que viajaba el presidente de la República y su séquito. La Banda de Ibiza entonó La Marsellesa cuando arribó en Canfranc quince minutos más tarde.
Para entonces ya llevaba media hora en la estación Alfonso XIII. Había llegado en un tren de la Compañía del Norte conducido por el Duque de Zaragoza. Cuentan las crónicas que el rey fue vitoreado por todos los pueblos que atravesó y que incluso en Jaca se le insistió reiteradamente para que prolongara su presencia. “El rey, sonriente, trataba de disuadirles de ello, haciéndoles ver que era preciso ir a los Arañones”, narraba el redactor de “El Noticiero”.
En Jaca el día anterior la ciudad ya se había vestido de fiesta. “Alegría desbordante en todos los pechos. El pueblo, engalanado. Afluencia inusitada de forasteros. Los del campo invadiendo la ciudad con sus mejores galas. Caravanas de automóviles de todas partes y de todas direcciones. Abarrotados hoteles, fondas y hospedajes, los visitantes asaltan las casas particulares, cuyos moradores las ofrecen gustosamente. Los últimos trenes de la noche nos traen visitantes de la Villa y Corte. La prensa madrileña envía una brillante representación de redactores literarios y gráficos. El tránsito por las calles no cesó en toda la noche...”. Eso era Jaca la víspera de la inauguración del Canfranc.
“Hay en las cumbres inmediatas muchas gentes que esperan ver desde aquellas atalayas la llegada del tren real. Fuerzas de los regimientos de Palma, de Ibiza y de La Montaña forman ante la explanada de la estación... la mañana es espléndida. Acaso calurosa en exceso”. Así describía el periodista Fernando Castán el ambiente en Canfranc cuando Alfonso XIII puso pie en el anden de la estación. Con los sones de la Marcha Real el monarca saludó a todos los asistentes y se introdujo en el vestíbulo acondicionado para la ocasión mientras llegaba el tren francés.
A la llegada de Doumergue comenzó una liturgia de marcado tono castrense. Revista de tropas, desfiles y marchas militares sazonaron un programa en el que se habían cuidado todos los detalles. Las dos locomotoras portaban las banderas española y francesa, las alfombras rojas cubrían el anden y los símbolos de los países y las regiones limítrofes se sucedían por todo el recinto. Contaba hace varios años el canfranqués Julio Ara, testigo de excepción de aquella mañana, que al acabar el desfile los dos jefes de estado se volvieron hacia atrás, observaron la estación, se miraron y sonrieron.
El protocolo de aquella mañana fue un verdadero juego de equilibrios políticos y territoriales para no herir susceptibilidades. Alfonso XIII era muy consciente de que los aragoneses se sentían los únicos responsables del éxito de la empresa que se inauguraba.
Por eso el despacho en el que se reunieron durante unos minutos los dos jefes de estado estaba presidido por los escudos de Zaragoza, Huesca, Canfranc y España.
En los almacenes transformados por unas horas en el inmenso comedor hispano francés se reconocía un enorme retrato de Alfonso XIII custodiado por los escudos de Aragón y Huesca. En el panel opuesto; los de Francia y España, y los de todas las provincias. A las doce y media comenzó el almuerzo al que habían sido invitados 275 comensales. La casa Lhardy de Madrid había sido la encargada de servir el banquete y la Compañía del Norte la responsable de maquillar ese almacén con tapices, alfombras, guirnaldas, gallardetes, lienzos, mesas, sillones y toda suerte de elementos decorativos. Las mesas se colocaron en forma de U y se sirvió un menú salpicado de exquisiteces españolas. El champagne Möet Chandon es el único guiño a los invitados franceses.
En el turno de discursos Alfonso XIII glosa las excelencias del ferrocarril internacional en un texto que los analistas de la época sin duda leyeron entrelíneas. “Francia, republicana, y España, monárquica, constitucional y parlamentaria la primera, en suspensión de estos principios la segunda, que busca afanosa las modalidades para reestablecerlos purgados de errores y defectos que una larga experiencia puso de relieve entre nosotros”. Ninguno de los periodistas acreditados fue capaz de describir el rostro del general Primo de Rivera al escuchar estas palabras.
Doumergue también tuvo momentos de calculada intriga en un discurso que recordaba la actualidad del conflicto con Marruecos y los intereses compartidos. Sobre todo cuando aseguró que el futuro económico del Canfranc era optimista “a pesar de las dificultades que puede suscitar a veces la oposición de intereses y en las que debe procurarse siempre hacer triunfar la equidad”. Quizá el presidente francés ya estaba advirtiendo de la nefasta política empresarial que la Compañía del Norte iba a ejercer sobre el ferrocarril aragonés en beneficio de Irún y Port Bou, también de su propiedad.
Tras el almuerzo toda la comitiva cruzó el túnel de Somport y se dirigió a las Forges D’Abel, donde se reprodujeron los mismos actos y un nuevo almuerzo, en esta ocasión con horario español. Al acabar, los jefes de estado se despidieron y Alfonso XIII partió en coche hacia San Sebastián con escala en el Balneario de Tiermas. Para la pequeña historia del Canfranc quedó el nombre del periodista madrileño Emilio Herrero, primer viajero que facturó se equipaje en la aduana de Canfranc.
Primo de Rivera se fue hacia Jaca, donde presidió horas después un acto del Somatén y un nuevo lunch en el Hotel Mur. Aquella tarde la ciudad pirenaica estaba engalanada y era una fiesta. En Zaragoza la Gran Vía se iluminó por la noche con una colección de fuegos artificiales que celebraba el final de los Pirineos.
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mayusta -