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Juan Gavasa

Pirineo

Viajeras (y IV)

Viajeras (y IV)

La baronesa francesa George Sand, -seudónimo de Amandine-Aurore-Lucile Dupin-,  visitó también la cordillera en dos ocasiones: 1825 y 1837, en esta ocasión con su hija Solange. Fue una mujer realmente especial e irreverente, un alma libre que contravino todas las normas escritas y no escritas de la sociedad de su época. Prolífica y brillante escritora, abandonó a su esposo y comenzó a utilizar ropa masculina para lograr penetrar en los exclusivos ambientes parisinos limitados al hombre. Esta actitud le ocasionó numerosos problemas. Se le atribuyeron infinidad de romances y sórdidas historias que dejaremos aparcadas en el quicio de la leyenda.

 

Nos interesa su vertiente viajera y su paso por el Pirineo, al que llegó por primera vez en julio de 1825 para tomar las aguas en el balneario de Cauterets. En este lugar inicia una intensa vida social y fomenta nuevas amistades que le permitirán descubrir territorios desconocidos de la cordillera y protagonizar, al tiempo, algunos escándalos sociales en la recatada sociedad agüista. “Me siento tan entusiasmada con los Pirineos que, el resto de mi vida, sólo voy a soñar y a hablar de montañas, grutas, torrentes y precipicios”, señaló en alguna ocasión. De hecho, algunos de esos escenarios, como Cauterets, el circo de Gavarnie o las grutas de Loups servirán de influencia para algunas de sus novelas posteriores.

 

Con la separación de su marido en 1836 comienza una nueva etapa en su vida marcada, como hemos indicado antes, por una auténtica reafirmación de su personalidad y una defensa a ultranza de la libertad y la independencia. Inicia su faceta como escritora y publica en revistas como “Figaro” o “La Revue de París”. Participa en el libro “Rosa y Blanco” con Jules Sandeu, aunque es éste el que firma en exclusiva la novela.

 

Su aportación literaria más destacada es “Lavinia”, ambientada en Saint-Sauveur, lugar en el que aireó su amor secreto con el joven Aurèlien durante sus estancias en Cauterets. Después escribe “Géant Yéous”, una narración legendaria del combate de Miquelon cerca del Midi de Bigorre. “No pensé necesitar guía alguno: me parecía que los torrentes, de los que tan sólo debía seguir sus cauces con mis piernas o con mis ojos, debían ser los hilos de Ariadna destinados a conducirme a través de este laberinto de gargantas”.

 

El universo de los balnearios y centros termales era realmente especial. Monarcas, miembros de la nobleza, acaudalados empresarios y todo tipo de espíritus ociosos convivían en lujosos lugares que eran como islas en mitad del paupérrimo Pirineo. El francés Hipólito Taine en 1858 es quien probablemente mejor describió lo que ocurría en esos ambientes de frivolidad, ostentación y lujo: “Está generalmente admitido que la vida en los baños es muy poética y que se suele encontrar allí aventuras de toda clase, sobre todo aventuras del corazón. Si la vida en los baños es una novela, lo es solamente en los libros. Para ver allí grandes hombres es preciso traerlos encuadernados en piel, dentro de la maleta”.

 

Y es verdad que muchos de los testimonios dejados por estas viajeras agüistas parecen novelas pertenecientes al género rosa. Parece ser que muchas de ellas llegaban a Cauterets, Bagneres de Bigorre, Bagneres de Luchon, Eaux Bones o Panticosa, no sólo a tomar las aguas sino también a buscar aventuras amorosas que rompieran la mordaz rutina de la vida palaciega. Así lo podemos comprobar en textos como el de la anteriormente citada George Sand, o en los que dejaron Juliana de Krüdener o Sophie Cottin. Esta última, una popular escritora, estuvo en Cauterets en 1791 y posteriormente en Bagneres de Bigorre en 1803, donde escribe en medio de una gran expectación popular su novela “Mathilde”.

 

Algunas de esas mujeres llevaron una vida sedentaria pero otras optaron por aprovechar los maravillosos entornos naturales de los balnearios para emprender excursiones de mayor o menor dificultad, guiadas por un notable espíritu de aventura. En determinados casos se unía la envergadura de la expedición con la condición real de sus protagonistas. Quizá el más relevante es el que llevó a cabo en 1807 la Reina de Holanda Horetensia, esposa de Luis Bonaparte, hermano de Napoleón I. Ascendió en compañía de un notable séquito a la “Hourquette d’Ossoue” (2.734 m) y descendió hasta Gavarnie. Recompensó a dos de sus porteadores con una medalla conmemorativa y un sueldo anual de 100 francos durante 22 años.

 

Esta pequeña hazaña de la Reina Hortensia fue un acicate para otra mujeres, que siguiendo el ejemplo de la monarca se atrevieron a experimentar sensaciones acotadas hasta entonces al género masculino. Así en 1809 (dos años después tan solo); la joven Duquesa de Abrantes viaja a Cauterets para tratarse de una enfermedad nerviosa y contrata a los dos porteadores premiador por la Reina Holanda. Su intención es alcanzar la cima del Vignemale pero aunque nunca fue sincera del todo –en su narración dice expresamente: “Martín me dijo que no tuviese miedo y se lanzó conmigo desde la cima del Vignemale hacia los valles inferiores”-,  parece que sólo alcanzó la misma altura que su predecesora.

 

Tuvieron que pasar casi 20 años –1828- para que otra mujer perteneciente a la nobleza italiana, Marie-Caroline de Nápoles, duquesa de Berry, protagonizara un nuevo hito del montañismo femenino. Alcanzó la Brecha de Rolando después de realizar durante varios días diversas excursiones por todo el entorno. Fue la primera mujer que lo logró y según anotó en 1843 en su diario Juliette Drouet, otra de las grandes mujeres del montañismo pirenaico: “las mujeres no realizan ascensiones difíciles en los Pirineos, a excepción de la Duquesa de Berry, que llevó a cabo la de la Brecha de Rolando acompañada por treinta guías”.

 

Un año después Madame de la Granville de Beaufort llega al Pirineo procedente de París para tratarse de una tuberculosis bastante avanzada. En Bonnes se somete a una intensa cura durante diez días que no logra combatir por completo la enfermedad. Prosigue su peregrinar rumbo a Saint-Sauvert, otro de los balnearios preferidos por la nobleza y la burguesía, y allí asciende en compañía de porteadores a Gavarnie. En su diario de viaje, compuesto por 18 cartas,  deja la siguiente reflexión: “Estas montañas de piedra han sido talladas con demasiada audacia; se recortan y se dibujan con demasiado orgullo, para mostrar otra mano que no sea la de Dios”.

 

Hubo otras mujeres dignas de reseña como Henrica Rees Van Tets, viajera por Gavarnie, Cauterets y Luz; la que afirmó ante el Monte Perdido: “qué pequeñas son las obras de los hombres comparadas con estas escenas realizadas por la mano del Gran Ser”. Las dibujantes Henrietta-Ann Fortescue y Josephine Sarazin, la inglesa Sarah Ellis, que escribió en 1840 “Summer and winter in the Pyrenees”, un repaso a todos los lugares de moda y balnearios pirenaicos de la época; la irlandesa Louisa Stuart, que viajó por el Pirineo vasco en 1843 y escribió “Bearn and the Pyrenees; un legendario tour...”, o la irritable Mary Eyre, autora en 1865 de “Over the Pyrenees into Spain”, una crítica visión de la cordillera con perlas como ésta: “los habitantes de Ariège son malos, los andorranos peores, los españoles los peores de todos”.

 

He dejado para el final a tres mujeres que considero especiales por sus singulares estilos de vida, su interesante aportación a la historia del pirineismo y por lo que representaron para otras mujeres.

En el verano de 1859 la emperatriz Eugenia de Montijo y Luis Napoleón Bonaparte estuvieron varios días tomando las aguas en el balneario de Saint Sauver. Nunca más volvieron pero aquella estancia sirvió para dar el empujón definitivo al centro termal y construir el popular Puente de Napoleón colgado a 66 metros sobre la gave de Pau. Se levantó un año después de la visita real para salvar la garganta de St. Sauver. Junto a él se localiza el paseo de Eugenia, que desciende hasta la base de la garganta fluvial para culminar en un mirador.

La española Eugenia de Montijo fue una habitual de los centros termales pirenaicos, frecuentaba Euax-Bonnes, Cauterets, Biarritz y, sobre todo, Saint Sauver. Su sola presencia, siempre radiante y febril, fue determinante para el desarrollo del turismo termal de la zona. Atrajo a otros representantes de la nobleza e invirtió importantes esfuerzos en dotar de nuevas infraestructuras a los establecimientos. Su vida en los balnearios no se limitó al descanso, también se aventuró por senderos y cumbres de relativa accesibilidad.

 

La condes de L’Epine, de la que me han oído hablar a lo largo de esta charla, fue la primera mujer que atravesó el corredor entre Gavarnie y el Valle de Hèas por Coumèly, la entrada al circo de Estaubé, las Gloriettes y la entrada de Tromouse para acabar en Cauterets, todo en un mismo día. Ocurrió en 1818 durante un largo periplo pirenaico que hizo en compañía de sus dos hijos. Atravesó Aragón y Catalunya junto a un amplio séquito en el que incluye varios guías autóctonos. Dado su habitual cinismo y vehemencia, sorprenden los halagos que vierte sobre sus acompañantes:

 

“Estos ligeros montañeses que, descalzos, se aferran a esas rocas tan duras...: trepan, saltan, escalan con un equipo que resulta prodigioso. Arriesgamos mil veces la vida y, sin embargo, inspiran tanta confianza que no sentimos ningún temor”.

 

El resumen de sus experiencias por el Pirineo quedó plasmado en el libro “Voyage dans les Pyrenees”, que durante mucho tiempo fue atribuido a otro autor. L’Epine resulta atractiva por la viva personalidad que desprende y, desde un punto de vista literario, por la visión extremadamente subjetiva que proyecta sobre todo lo que ve. Quizá es el ejemplo más radical dentro del ámbito de la literatura pirenaica de mujeres.

 

Y finalmente les quiero hablar de la inglesa Anne Lister y el Vignemale. La gran montaña del Pirineo francés fue el escenario de la legendaria rivalidad entre Ann Lister y el Príncipe de Moskova por coronarla por primera vez en el verano de 1838. La pionera fue la intrépida aventurera británica, pese a las malas artes del noble, que intentó convencer a todos de que él había sido el primero. Al final se descubrió su engaño y Lister pasó a la historia como la primera montañera que ascendió el Vignemale.

 

El conflicto que protagonizaron Lister y Moskova y la despreciable actitud del mediocre Príncip, hicieron verter ríos de tinta y colocaron el episodio en un lugar prioritario de la historia del pirineísmo. La reacción de ambos ante el brillo de la fama es fiel reflejo de cómo el hombre y la mujer afrontaron de manera diferente el hecho del viaje o el de la escalada: el hombre buscaba el reconocimiento y la mujer simplemente, la belleza o la experiencia interior.

 

Explica Nanou Saint-Lèbe, gran estudiosa del fenómeno de las viajeras pirenaicas que “después de 1850 las mujeres escalaron las cimas más altas acompañadas por una persona allegada y pocas veces sola. Habrá que esperar algunos decenios a la emancipación femenina, para que algunas de ellas fueran consideradas como pirineistas de pleno derecho”. Esta realidad enfatiza más si cabe el valor de la hazaña de Anne Lister, a la que sería injusto tratarla sólo como una montañera.

 

Fue una precursora de los movimientos feministas y de igualdad, viajó por todo el mundo, escribió y reflexionó sobre la sociedad que le tocó vivir y, además, heredó una gran fortuna que le permitió desarrollarse como mujer y proyectar todos sus sueños y empresas. Pero quizá la parte menos conocida de Lister es la relativa a su condición sexual. Fue una de las primeras mujeres que habló abiertamente de su homosexualidad, toda una provocación para la época. Afirmó que “amo y sólo amo al sexo más hermoso y así, siendo amada por ellas, mi corazón rebela contra cualquier otro amor que no sea el suyo”. Lister se refería a su simbólica esposa Ann Walker, con la que acudió en 1838 a Saint-Sauver, punto de partida de su mítica ascensión al Vignemale. Anne Lister es uno de los personajes más admirados por los movimientos homosexuales, ella defendió derechos que hoy en día sólo se cuestionan desde posiciones extremadamente conservadoras.

 

Podríamos seguir hablando durante mucho más tiempo. Quedan muchas cosas por contar y por analizar, como la visión que los hombres tenían de estas mujeres. Pueden imaginarse la falta de tacto y la insolencia con la que observaban estos gestos de rebelión y afirmación personal. Sólo citaré brevemente algunos ejemplos: Lambrón decía que las mujeres no tenían la fuerza para llevar a cabo la ascensión de una cumbre; Oscar Commettant reconocía el derecho de la mujer a “la belleza, al encanto, a la gracia... y a la idiotez”. El Conde Roger de Bouillè las consideraba simplemente “ridículas” y bramaba que “no necesitamos leonas que enseñen a nuestros cachorros las virtudes de las amazonas”.

 

En fin... por encima de la trascendencia de las hazañas montañeras o el valor testimonial de los diarios de viaje, yo prefiero quedarme con el espíritu libre de estas mujeres. Fueron la vanguardia de los movimientos femeninos y canalizaron a través de su amor por la aventura y su pasión por los Pirineos una forma de entender la vida que rompía con siglos de exclusión y sometimiento. La verdadera montaña que escalaron fue la de la sinrazón, el machismo, la incultura y los dogmas. Y la conquistaron.

Imagen: Anne Lister

Viajeras (III)

Viajeras (III)

Probablemente Josephine de Brinckmann fue la primera viajera francesa por la España del siglo XIX. Recorrió parte del país entre 1849 y 1850; un país convulso y sumido en una caótica efervescencia política y bélica. Finalizaba la segunda Guerra Carlista y Madrid era una corte de intrigas y despropósitos que nada podía hacer para frenar la inestabilidad y precipitada decadencia del país. De Brinckmann se encontró un panorama desalentador, agravado por su condición de mujer. Por ejemplo, su llegada a algunos pueblos andaluces causó tal expectación que la Guardia Civil tuvo que actuar para protegerla de los curiosos. Luego conoceremos sus opiniones al abandonar nuestro país por el valle de Tena.

 

Pocos años antes, en 1830, Madame de la Granville de Beaufort cuenta en su “Viaje a los Pirineos” una ilustrativa anécdota de su llegada a un pueblo de la cordillera, cuyo nombre no especifica. La situación pone blanco sobre negro también el cosmos que separaba a las mujeres pirenaicas de las esporádicas visitantes:

 

“Había que ver cómo nos escudriñaban todos esos ojos, examinando nuestros sombreros y nuestros abigarrados vestidos, un poco maltratados por la lluvia. Alguien procedente de la Conchinchina no hubiera suscitado tanta curiosidad y sorpresa. Finalmente nos vimos envueltas en carcajadas, más o menos reprimidas, que me desconcertaron hasta el punto de hacerme abandonar el lugar”.

 

La controvertida Madam d’Aulnoy recuerda al inicio de sus memorias sobre el viaje a España en 1679 –viaje que, por cierto, no está nada claro que hiciera, más bien fue fruto de su fértil imaginación-, que poco antes de su llegada a la península se había producido la ejecución en la hoguera de una mujer por delitos de brujería. En esas circunstancias su propia extravagancia podía ser considerada resultante del maligno. El contraste entre la lúgubre realidad  de la ultracatólica España y la Europa de la cultura, la razón y la ilustración es de proporciones siderales.

 

La francesa Josèphine de Brinckmann, perteneciente a una acaudalada familia de ingenieros, recorre España y establece una intensa relación epistolar con su hermano Hugues, que vivía en San Petesburgo. Ese conjunto de cartas dieron lugar a un libro que se publicó en 1852 en París. Brinckmann había viajado por varios países europeos y, sobre todo, por Italia, el país referente en las rutas del Grand Tour, una especie de rito iniciático que constituía parte de la formación de los jóvenes de las burguesías europeas. Su objetivo era enseñar los saberes y los logros de los estados europeos modernos.

 

El viaje constituía una ciencia más que una actividad de ocio. En muchos casos, esas rutas tenían como fin la formación de un cuerpo de diplomáticos, políticos, abogados y militares bien capacitados. Era parte de la instrucción de las futuras elites europeas.  España sólo entra a formar parte de esas rutas a mediados del siglo XIX, y sobre todo durante el Sexenio Revolucionario iniciado en 1868, que supone una tímida apertura a las nuevas corrientes ideológicas procedentes de Europa.

 

Josèphine de Brinckmann es el paradigma de la mujer que se adentra en los Pirineos durante esos años. Un perfil similar al suyo lo volveremos a encontrar en numerosas mujeres que desde los centros termales del norte emprendieron incursiones por los territorios más populares de la cordillera. La viajera nacida en 1808 en Dupont-Delporte recorrió buena parte de España y de regreso a Francia optó por la alternativa del puerto de Portalet en detrimento del Somport porque “me dijeron que por la ciudad de Jaca el paisaje no es tan bonito”. Previamente pasó por Huesca y simplemente se limitó a apuntar que “no hay nada interesante que ver en Huesca mas que su catedral”.  Su detallada peripecia ofrece perlas de rotunda sinceridad y desarraigo, al tiempo que expresa una viva admiración por los paisajes pirenaicos, “esa naturaleza tan bella y variada en la que cada paso que se da es un nuevo placer”.

 

Al llegar a una posada en Sallent de Gállego, De Brinckmann exclama: “¡Dios mío, qué posada! Pero al menos fuimos resarcidos al encontrar leche de vaca; verdaderamente era para nosotros un festín, desde mi entrada en España era la primera vez que la veía”. Tras atravesar la cima del Portalet la viajera inició un complicado descenso en compañía de sus guías hasta Gabás, donde pensaban hacer noche. Sin embargo, nadie quiso alojarles y tuvieron que descender unos kilómetros más hasta Eaux-Chaudes y repetir un lastimoso peregrinar por varios hoteles que se negaban a acogerles. Finalmente lo lograron en el último. De Brinckman confiesa en su libro que “al entrar en mi país hice con tristeza comparaciones entre la hospitalidad española y la nuestra”. Pese a que al fin le sirven una buena cena y puede descansar en un buen lecho, reconoce con tristeza que ya ha entrado en la vida real, en la vida prosaica, lejos ya de la tierra soñada.

 

Ya hemos señalado reiteradamente las dificultades añadidas que encontró la mujer para hacer con normalidad lo que los hombres tenían por costumbre. La historiadora Elena Echeverría recuerda que a mediados del siglo XIX “la sospecha seguía pesando sobre los desplazamientos de las mujeres, sobre todo de las mujeres solas”. Y aporta un interesante dato que nos da la medida de la irritación que causaba entre la población masculina las “irreverentes” veleidades viajeras de ese reducido grupo de mujeres.

 

“Los médicos moderaban sus ardores, advirtiéndoles de los perjuicios del sol, que estropea el cutis, o sobre los perjuicios de los transportes caóticos, nocivos para los órganos. Abrumar a las mujeres con innumerables precauciones y problemas contribuía a disuadirlas”, señala la historiadora.

 

El viaje fue para ellas una liberación y una forma de reafirmar su independencia en un tiempo en el que la emancipación de la mujer se ha convertido en una de las principales causas de movilización social, principalmente en Inglaterra. No, desde luego, en España. Surgen las asociaciones de mujeres que luchan por el sufragio universal y el derecho a la igualdad con el hombre. La aspiración a la liberación se materializa en algunos casos extremos en la ruptura de los lazos matrimoniales y en el inicio de una nueva vida marcada por la independencia. Muchas de ellas convierten la aventura del viaje en una reivindicación misma de su nueva condición social. A mediados del siglo XIX un tercio de las mujeres pertenecientes a la nobleza inglesa –mayoritariamente protestante-, era soltera. Pueden imaginarse el impacto que causaron estas mujeres en la atávica sociedad pirenaica y, fundamentalmente, en la sometida población femenina.

 

Madame de l’Epine narra de forma gráfica un encuentro con una mujer del pueblo francés de Saint-Aventin en 1818: “era joven muy hermosa que no desea otra cosa sino casarse, me dijo”. Mrs. Boddington recuerda en su libro “Sketches in Pyrenees” su incidente con una joven que le intentó timar: “no obstante, existe una integridad tal en su obstinación que consigue enmascarar la extorsión”, afirma condescendiente. Juliette Drouet revela en su diario de viaje en 1843 una conversación con una mujer de Luz, la cual le inquiere: “ustedes, las mujeres de la ciudad, son muy afortunadas, nunca tienen demasiados hijos, lo cual sería más fácil para nosotras, las pobres”.

 

En San Sebastián Madame de la Grandville de Beaufort se quedó impactada con los velos que cubrían parcialmente el rostro de unas mujeres: “este velo les otorga aún más resplandor a estas penetrantes fisonomías españolas”, afirma.  Finalmente la referida Madame de l’Epine regresa a su proverbial mordacidad en la visita que realiza en 1818 al albergue de Luderviel:

 

“Hablé con la madre y con la hija; ésta última parecía tan vieja como la otra y, sin embargo, amamantaba a un pequeño que gritaba hasta dar pena y que conseguí acallar dándole azúcar: estas mujeres no sabían lo que era. Se sorprendieron también al ver un cangrejo y unos limones que llevaba conmigo”.

 

Los dos mundos que representan la mujer pirenaica y la viajera foránea se enfrentan constantemente, a veces casi de forma refractaria. Como hemos indicado al inicio, la visión de la visitante registra cierta displicencia y escaso interés por lo que se aleja del paisaje mismo. Sus reflexiones subliman la belleza del Pirineo y buscan la emotividad en el lector, en contraste con la aspereza prosaica de la vida diaria de los montañeses y montañesas.

 

Frecuentemente se advierte de un cúmulo de prejuicios consecuentes con su categoría social y estilo de vida; una frontera infranqueable que el sentido romántico del viaje no logra derruir. Como sostiene la historiadora Esther Ortas, “a mediados del siglo XIX ya se habían tornado tópicas muchas propuestas estéticas del Romanticismo europeo y del tratamiento de la naturaleza en las narraciones de desplazamientos”.

 

Entre el siglo XVIII y XIX tan sólo 19 mujeres francesas recorrieron el Pirineo. El extraordinario estudio realizado por Alain Bourneton sobre los viajes realizados por turistas foráneos por el Pirineo aragonés entre 1750 y 1904 revela que se redactaron y publicaron en ese periodo no menos de 209 artículos escritos por 84 autores diferentes. De todos ellos, ya hemos indicado que prácticamente ninguno fue realizado por una mujer. El dato no hace sino confirmar el papel secundario que han protagonizado ellas en la conquista del Pirineo. Pero ni siquiera la frialdad empírica de esos datos debe de hacernos minimizar o mitigar el valor de sus testimonios, como podremos comprobar.

  

Hemos rescatado algunos de ellos para constatar la frescura de muchas descripciones y la originalidad de determinados planteamientos que se escapan de la norma común, establecida hasta entonces por el ojo crítico del hombre:

La aristócrata inglesa Henrietta Chatterton viajó por ambas vertientes de la cordillera en 1841 y posteriormente plasmó sus experiencias en el libro “The Pyrenees with excursions into Spain”, volumen que fue ilustrado con 16 litografías de Bichebois. Chatterton visita Soule, Bious-Artigues, Bagnères de Luchon, los Montes Malditos o Viella, y confiesa sentirse horrorizada por el Puerto de Benasque y las Maladetas: “La vista aquí es demasiado terrorífica para ser pintoresca, pero es verdaderamente sublime”, señala. La doble índole moral y religiosa que Lady Chatterton utiliza para envolver lo sublime de la naturaleza constituye, según la historiadora Esther Ortas, “el elemento más significativo de su percepción del paisaje del Pirineo aragonés”.  La aristócrata perpetúa una corriente de componente filosofal que identifica el soberbio paisaje de la montaña con la fuerza creadora y el poder de Dios, convirtiéndolo en un privilegiado reducto espiritual. Desde Bious-Artigues, Lady Chatertton observa el Midi d’Ossau y exclama:

 

“La palabra montaña es excesivamente vaga y banal para designar tal objeto: describámoslo como el comienzo de algún monumento ciclópeo, de algún pilar destinado a alcanzar el cielo”.

 

Tres años después del viaje de Henrietta Chatertton, en 1844, otra inglesa, Selina Bunbury, recorre el Pirineo a caballo con el fin de divulgar la Biblia anglicana (sin comentarios), igual que hiciera entre 1836 y 1840 su compatriota George Borrow por toda España. De aquellos viaje surgió uno de los libros más populares dentro de la literatura de viajes por nuestro país, “La Biblia en España”. Selina Bunbury escribió después de su estancia en la cordillera el libro “Rides in the Pyrenees” y los cuentos “Evenings in the Pyrenees”. Nuevamente las Maladetas causan un impacto paralizante en la viajera cuando entra  en España por el Puerto de Benasque,  y deja fluir su torrencial espiritualidad para reflexionar sobre la grandiosidad de la naturaleza:

 

“Apenas puedo decir que eran las glorias de la naturaleza lo que vi, la naturaleza misma; por lo menos este mundo más bajo, estaba escondido de mi vista, pero no por la niebla ni el vapor”.

 

Selina Bunbury cabalgó por el valle de Aspe hasta Bedous y después continuó hasta Gavarnie, el Midi du Bigorre y el Tourmalet. Llega a Arreau y prosigue por el Peyresourde. Allí protagoniza un enfrentamiento con su guía, al que acusa de desconocer el terreno que pisan: “nuestro guía parecía conocer peor el camino que nosotros, recurría al dialecto provincial para pedir información sobre nuestra ruta a los campesinos que encontrábamos en el camino, sin que nosotros lo supiéramos”, recuerda.

 

Otra mujer fundamental en la historia del pirineísmo es Mary Boddington, popular escritora perteneciente a la alta burguesía inglesa, que participó en dos campañas por la cordillera; la primera en 1821 y después en 1832. En ese año 1821 también visita el Pirineo Marianne Colston en compañía de su marido, dentro de un largo viaje que incluía Francia, Suiza e Italia. Al año siguiente aparecería la obra “Journal of a tour in France, Switzerland and Italy during the years 1819, 1820 y 1821”, un álbum con 50 dibujos de los que 27 pertenecen a su paso por la cordillera.

 

Volviendo a Mary Boddington, publicó en Londres en 1837 “Sketchs in the Pyrenees” y un libro de poemas que incluye “Otoño en Bearn”. Sólo visitó la vertiente norte en su primer viaje y cruzó a España en 1832 por el Puerto de Benasque en medio de unas nefastas condiciones climatológicas. Su vasta producción literaria se nutrió de otros muchos viajes que realizó a lo largo de su vida, en los que indudablemente se incluía Francia, Italia o Suiza.

 

Esta experiencia viajera y el conocimiento de otros paisajes igualmente sublimes –según recurrente expresión de la literatura decimonónica-, sirvió para introducir un debate de largo recorrido en aquellos años: la comparación entre Alpes y Pirineos. Otros autores como el mismo Ramond, Harry Inglis o Willkoman ya habían tratado con entusiasmo el asunto, pero Mary Boddington se posiciona firmemente:

 

“En los Pirineos el aspecto general de la naturaleza es más suave, y –si puedo decirlo así-, toca más; actúa más sobre las afecciones del corazón y se enlaza más con nuestros sentimientos ordinarios y humanos; mientras habitamos en ella, el espíritu lleno de creencia, de felicidad, de confirmación, se anima, más aún con amor por la tierra bella, un sentimiento por sus deleites, un deseo de permanecer en ella, como si fuera otra palabra del cielo”.

 

El viaje de Boddington por el Pirineo español fue una especie de epifanía. Arrastrada por los tópicos que relacionaban el país con un lugar caluroso sin la morfología habitual de los espacios montañosos, al llegar a nuestro país se siente gratamente desconcertada y realiza un derroche de lirismo para describir todas las sensaciones que le provoca un paisaje tan bello como terrible:

 

“En los días de verano, cuando el aire está tranquilo, el cielo sin nubes y los pastos cubiertos de rebaños, esta vertiente española de los Pirineos puede presentar un aspecto más apacible y menos imponente. Los picos pueden perder su nieve, el valle su silencio e incluso la Maladeta una parte de sus terrores; pero ahora es un hueco tormentoso adustamente cercado y silencioso (...) Nos quedamos de pie unos momentos en un mudo homenaje al gigante desierto y entonces, sometiéndonos al frío y al viento extremos, nosotros mismos fuimos sus víctimas al ser lanzados de repente nuevamente a través de la grieta”.

“Salida para España (Aragón)”. Litografía de Touchstone

Viajeras (II)

Viajeras (II)

Regresando al debate sobre el concepto del viaje, hubo otros hombres y mujeres que en el ejercicio de su profesión recorrieron el Pirineo y aportaron a la cultura de la cordillera su conocimiento y el fruto de sus investigaciones. Muchos se inspiraron en los principios de la Ilustración; es decir, el conocimiento, la investigación y el deseo de registrar curiosidades eran los motivos fundamentales del viaje.

 

Sin embargo, no podemos olvidar ni arrinconar a otros grupos guiados por los mismos fines científicos que viajaron porque debían de cumplir una misión. Militares, cartógrafos, geógrafos o geodestas trazaron con extremada eficacia las coordenadas de la cordillera por encargo de los reyes y políticos de turno de ambas vertientes. El Pirineo siempre fue una zona en conflicto, un territorio en pugna y escenario de constantes enfrentamientos bélicos. El Tratado de los Pirineos firmado en 1659 estableció definitivamente la línea fronteriza entre España y Francia, pero con ello no acabaron los litigios, como bien es sabido. A finales del siglo XVIII el capitán Vicente Heredia y el oficial francés Renhard Junker recibieron el encargo de trazar el mapa geopolítico franco-español y viajaron de punta a punta del Pirineo para acometer su descomunal empresa. Todo indica que el propio Heredia, en su trabajo de medición y establecimiento de estaciones geodésicas, ascendió antes que Ramond el Monte Perdido, pero él no tuvo tiempo de  contarlo en un libro, estaba  preocupado en otras cosas.

 

El estudio científico de las montañas y la necesidad de realizar una cartografía rigurosa a efectos de inventario para los dos imperios que compartían la cordillera, fueron determinantes en las primeras incursiones foráneas en el siglo XVIII. Para repartirse el terreno tenían que saber con meridiana exactitud lo que había en él, así que las ambiciones militares propiciaron un revelador y concienzudo rastreo de las montañas. De hecho, todavía hoy perviven errores toponímicos surgidos de aquellos viejos mapas militares.  Por otro lado, en 1774, Palasser  fue el primer científico que hizo un estudio riguroso de la geología pirenaica. En 1807 el botánico Agustín Pyramus de Candolle recorrió el Pirineo de mar a mar en una exuberante campaña científica que reportó el primer gran estudio de las especies vegetales de nuestras montañas.

 

Por lo tanto, ¿se puede incorporar a Junker, a Heredia, a Pyramus o a Palasser a la lista de viajeros del Pirineo? Indudablemente sí, independientemente de que en algunos de estos casos no hubiera una voluntad propia que incitara al viaje. Nos hacemos, de este modo, la misma pregunta que formulábamos al principio y llegamos a la conclusión de que en la misma idea del viaje está el viajero, al margen de las motivaciones que impulsan el desplazamiento. Estas reflexiones me parecen interesantes como paso previo a establecer una taxonomia de la mujer viajera.

 

“Viajeras por el Pirineo en los siglos XVIII y XIX” ¿Las hubo? Por supuesto. Pero es verdad, y espero que no se me malinterprete, que desde una perspectiva global podemos afirmar que su aportación a la historia del pirineísmo no tuvo la dimensión que sí alcanzó la de los hombres. Las razones son evidentes y ya las hemos citado al inicio. Las viajeras pirenaicas fueron en su gran mayoría pertenecientes a la nobleza y a la burguesía europeas; mujeres independientes, atrevidas, cultas, románticas, de fuerte carácter y gran autoestima que disponían de los suficientes recursos económicos para emprender costosas expediciones en busca de los lugares exóticos y del alma romántica que evocaban los libros de otros viajeros como Víctor Hugo, Théophile Gautier y su influyente “Viaje por España” de 1845; George Borrow y, sobre todo, Richard Ford con su celebérrimo “Manual para viajeros por España” publicado también en 1845.

 

Está claro que para viajar en los siglos XVIII y XIX sólo se podía ser como fueron aquellas mujeres. Por ello,  la irrupción del turismo agüista a finales del siglo XVIII y la creciente popularidad de los balnearios pirenaicos –principalmente en la vertiente norte-, coincidieron con la  eclosión de una literatura de viajes femenina que se nutría fundamentalmente de clientas habituales de los lujosos y exclusivos establecimientos termales.

 

Lo que encontramos en sus libros, en sus narraciones y en sus descripciones son un conjunto de reflexiones e impresiones que transitan entre lo anecdótico y lo sustancial. Como explica la historiadora María Luisa Burguera, existe en los textos “un deseo de provocar la emotividad en el lector ante la visión de una naturaleza especialmente española”. La otra gran diferencia respecto a la anterior literatura masculina es que la mujer viajera se desprende de los preceptos cuasi-científicos  de la Ilustración y se dedica a plasmar su propia experiencia personal como única pretensión; el simple placer de viajar que se encuentra tan sólo en lugares exóticos. Y España y el Pirineo indudablemente lo eran en el siglo XIX. Ellas, generalmente, permanecen al margen de las grandes instituciones creadas en aquél tiempo –exclusivamente masculinas-, para fomentar el conocimiento y divulgación de la montaña, como la Sociedad Ramond o el prestigioso Club Alpino Francés. Su interés por el viaje tiene otra naturaleza.

 

Así nace el relato literario de viajes y se abandona otro tipo de relato viajero de carácter documental, fomentado por los escritores ilustrados pirineístas en las décadas anteriores. Las mujeres que viajan por el Pirineo se limitan a contar su experiencia de la forma más atractiva posible, introduciendo un carácter intimista e introspectivo que profundiza en el mundo interior de la viajera. Es lo que conocemos como literatura romántica, que en el caso de la mujer surge, no con el objetivo de un improbable reconocimiento público –como en el caso de los hombres-, sino por el afán de plasmar la belleza descubierta y la experiencia interior.

 

Es cierto también que estas viajeras vienen cargadas de grandes prejuicios e influenciadas por una larga lista de tópicos de los que generalmente no se desprenderán. De nuevo en palabras de la historiadora María Luisa Burguera, “valoran lo que esperan encontrar y rechazan lo que no entienden ni quieren entender; y como resultado de este proceso la imaginación del creador transforma lo que ve”. Esto es algo que veremos muy a menudo en muchos de los autores que escribieron sobre el Pirineo. Como el grueso de esa literatura romántica (fundamentalmente la francesa), era fruto del encargo de un editor, la obsesión por lo pintoresco y lo menos grato –en contraste con las descripciones grandilocuentes del paisaje-, tendría que ver, según J.J.A. Bertrand, con el deseo de los lectores franceses de encontrar en los relatos de viajes “cuentos fantasiosos” y las mentiras “que tanto indignan a nuestras amigos de España”, cuando se habla de la vertiente sur. La leyenda negra en definitiva.

 

En el caso de los textos vinculados con el Pirineo, sí que se observan ácidas descripciones de los alojamientos, demoledoras sentencias sobre la limpieza de las casas españolas, amargas visiones de los pueblos y exabruptos más o menos matizados sobre la comida. No intentan ahondar en las razones sociales, económicas o incluso culturales de determinados comportamientos. Son habituales los lamentos de los viajeros por la costumbre de los españoles de tener las cuadras en la planta baja de la vivienda. Las referencias al hedor son constantes en sus textos pero no reparan en que éste no es tanto un problema de higiene como un remedio práctico para calentar la vivienda en invierno con el calor de los animales.

 

Es evidente que su interés por el lugar que visitan no alcanza a desentrañar la cotidianeidad de sus gentes. La historiadora Carine Calastrenc Carrèrre lo ha explicado perfectamente: “El viajero rara vez abre los ojos. No constata la pobreza real de la población ni la precariedad o dureza de la vida en estas montañas. La mirada que lanza es distante y escasamente objetiva (...) en consecuencia, proyecta sobre el habitante del Pirineo sus propios sueños y emociones”.

 

Bien es cierto que no siempre ocurre así y ante una misma situación nos encontramos con visiones completamente divergentes. Pero podríamos recordar, por ejemplo, a la irritable Condesa de L’Epine, prolífica en andanadas poco condescendientes con los lugares que visita y las personas que le acogen. En 1818  a su llegada al balneario de Barèges escribió:

 

            “Barèges es extremadamente triste... En Barèges todo nos disgusta; las montañas degradadas, pobres, carentes de verdor, descarnadas, lánguidas, ofrecen una imagen  de naturaleza estéril y rebelde ante los esfuerzos del hombre. Todo es tristeza, desgracia en el pasado, en el futuro; el presente apenas cuenta...”

 

En Sainte-Marie-de Campan la condesa muestra una versión todavía más procaz de su proverbial inconformismo. Su relato de la noche que pasa en compañía de sus guías en una casa de la localidad de los Altos Pirineos franceses no tiene desperdicio:

 

“Mis guías, después de haber conducido a mi doncella hasta un agujero lleno de heno, vuelven y ocupan ambos esta cama, situada tan cerca de nosotros que, a pesar mío, fui testigo de su aseo nocturno. Como Mahoma, cerré los ojos pero, en realidad, lo hice por respeto a mí misma. Todo duerme en esta pocilga, excepto yo, a la que todos los insectos negros de esta maldita habitación han declarado una guerra a muerte. Este nuevo e insoportable suplicio me recuerda todos los soportados durante este penoso día”.

 

Igualmente demoledora, por aportar un ejemplo más, es la descripción que hace mucho tiempo después, en 1905, el viajero Gadeau de Kerville a su llegada a Benasque. Una descripción que, por suerte, no mantiene vigencia alguna: “En las calles de esta villa, que apenas son callejuelas, se camina sobre barro y estiércol; los cerdos circulan libremente y un persistente olor a establo envuelve la atmósfera”. Justin-Edouard Cenac-Moncaut había dicho de Panticosa en 1861 que “el pueblo entero es un establo, una majada, una pocilga...” Son tan sólo unas muestras; existen otras muchas.

“Aragonesa”. Acuarela de Gavarni.

Viajeras (I)

Viajeras (I)

El Ayuntamiento de Sabiñánigo me invitó a dar una charla ayer jueves sobre las mujeres viajeras del Pirineo en los siglos XVIII y XIX. Hubo media entrada en la flamate biblioteca "Rosa Regás", algo que no está nada mal teniendo en cuenta que competía con una charla sobre fútbol organizada por la Peña Zaragocista de Sabiñánigo. Estaba derrotado de antemano pero claudiqué con dignidad. Sobre el tema de las mujeres viajeras han escrito muchos estudiosos y estudiosas más preparados que yo, a los que voy citando a lo largo de la charla. Yo no he hecho más que recopilar el trabajo de otros. A partir de hoy os voy a ofrecer en diversas entregas todo lo que conté, y de paso alimento este desnutrido blog.

En la pequeña historia de la cordillera, el protagonismo de la mujer hasta bien entrado el último tercio del siglo XX se redujo al angosto y sofocante ámbito de la casa, un espacio construido de renuncias, silencios y sacrificios. En una sociedad de profundas raíces conservadoras y latente machismo, la mujer fue considerada tradicionalmente un ser inferior que no tenía derecho a determinados privilegios atribuidos en exclusiva al hombre. Sin olvidar la influencia perversa e inquisidora de una iglesia católica omnipresente, preocupada en vigilar las almas y las costumbres, sobre todo, de la mujer.

 

Bien es cierto que esta realidad social se puede extrapolar a las sociedades urbanas sin necesidad de introducir demasiados matices correctores, pero a diferencia de la gran ciudad, el núcleo rural solía ser un minúsculo microcosmos aislado del exterior que encerraba sin remisión a sus habitantes; es decir, no había escapatoria posible al destino marcado desde la cuna. Ya se sabe que en Aragón el primogénito heredaba la propiedad familiar, el segundo hijo se entregaba a Dios y el resto quedaba como mano de obra barata para el resto de los días. La fortuna del hombre podía encomendarse a la tímida emancipación del servicio militar, los azares de una boda o la rutina de la trashumancia.

 

Pero la mujer quedaba fuera de este juego de la vida. En esta última escala ella ocupaba el lugar más ínfimo: el de sirvienta de los abuelos, padres, marido,  hermanos e hijos; el de madre y el de incansable trabajadora en las labores del campo. La última de la casta; un servicio impagable, sin duda, que daría pie a hablar largamente del marcado carácter matriarcal de la sociedad pirenaica. Escribía Bertall en 1876, seguramente con una mal disimulada misoginia, “eran mujeres rudas, con las que sería mejor no encontrarse en un rincón del bosque”.

 

El filósofo francés Hipólito Taine relató en su célebre “Viaje a los Pirineos” de 1858 un encuentro con un grupo de mujeres en el Valle de Ossau que transportaban piedras “por un sendero que daría miedo hasta a las cabras”, aseguraba. Taine afirmaba que labores tan duras como éstas “les han dejado en la mirada una vaga expresión de melancolía y de reflexión”. Como sentenciaba la viajera francesa Juliette Drouet en 1843, “los trabajos en el campo arruinan la belleza en muy poco tiempo”.

Pero no hemos venido aquí a hablar de la belleza de la mujer (evidentemente), ni de las nefastas consecuencias de la vida en el Pirineo en los siglos XVIII y XIX. Sí que hemos venido a hablar de la mujer en un sentido genérico y de su vinculación con la cordillera pirenaica a través del relativamente reciente fenómeno del viaje, o el tour, como se solía llamar. Me he referido en el inicio de esta conferencia a la mujer pirenaica porque aunque el título induzca a pensar que “viajera pirenaica” es aquella que procede del exterior, en realidad considero que este atributo también debe de otorgarse a las mujeres que viajaron desde el interior.

 

¿Acaso no fueron viajeras las mujeres de los valles de Echo, Ansó y Roncal que cada año cruzaban la muga para ir a las fábricas de alpargatas de Mauleon en el valle de Zuberoa? Las famosas golondrinas. ¿Se imaginan la literatura que se podría crear a partir de sus dramáticas experiencias? Eran viajes por la supervivencia, por la comida, por la simple existencia. Como escribía John Berger, “la vida campesina es una vida dedicada por entero a la supervivencia. Ésta es tal vez la única característica totalmente compartida por todos los campesinos a lo largo y ancho del mundo”. No era un viaje de placer, no había un sentido hedonista en el afán por buscar otro horizonte.

 

¿No fueron viajeras las mujeres de Ansó que bajaban a Madrid a vender té? ¿Pueden detenerse por unos instantes a imaginar las penosas condiciones de esos viajes? Yo lo puedo imaginar: interminables y tortuosos caminos, noches en vela, infaustas posadas, días de incertidumbre... eran mujeres de avanzada edad con sus hijas –y a veces con sus nietas-, las que abandonaban el ignoto valle de Ansó para viajar a la capital del país. Era salir de un mundo anclado en el Medievo para avanzar unos cuantos siglos en pocos días.

 

El valor de aquellas mujeres merecería mucha literatura ¿verdad? No sabían escribir y tampoco nadie se interesó por ellas. Hoy sólo nos lo podemos imaginar, nada más. En justicia habría que citar al pintor Joaquín Sorolla, que se quedó prendado con aquellas ansotanas vestidas con el traje típico que aparecían cada cierto tiempo por las calles de Madrid. Fueron su primera inspiración para el lienzo que dedicó a Aragón en la obra “Las regiones de España” encargada por el multimillonario americano Archer Huntigton para la Hispanyc Society de Nueva York.

 

En la localidad catalana de Massat las madres llevaban a sus hijos pequeños a Tolouse para pedir limosna, tal era su miseria. Eso también es viajar ¿verdad?  O las mujeres que huían en retirada con sus hijos por los impracticables puertos de Lera y Viejo, en Bielsa, mientras el aliento de las tropas franquistas llegaba a sus cuerpos ajados y derrotados. Fue otro viaje terrible y humillante, un dramático episodio que forma parte de la ignominiosa historia de la Guerra Civil española. A lo largo de la historia los hombres y mujeres se han visto obligados a viajar y desplazarse de sus asentamientos naturales por muchas razones; casi siempre había un drama detrás, la búsqueda de recursos para la supervivencia o una fuerza persuasiva capaz de anular la voluntad individual.

 

Pero estarán de acuerdo conmigo en que siempre que hay un viaje, surge una experiencia que contar, independientemente de su valor, su relevancia histórica o su interés.  Al fin y al cabo, en el caso del pirineísmo, los relatos de los viajeros nos han servido, sobre todo, para conocer con mayor profundidad un tiempo, una sociedad y una cultura prácticamente extinguidos. Generalmente, no fue tan trascendente el propio viaje como las descripciones que nos dejaron los que decidieron –o pudieron- plasmar en un papel sus experiencias.

 

Esta afirmación cargada de obviedad viene al caso porque existe el permanente debate sobre los parámetros que se utilizan generalmente para definir el concepto de viajero o viajera. Los historiadores disertan con frecuencia sobre cuál es el límite en el que hay que circunscribir la idea misma del viaje, quién posee los atributos del viajero tradicional –o convencional-, y quién es simplemente mero espectador de paso. Queda lejos ya el conocido axioma del sabio Henri Beraldi, según el cual el viajero ideal era aquél que escalaba montañas, sentía y escribía.

 

Hoy en día al viajero ya no se le exige ese compromiso intelectual, pero a lo largo de los tres últimos siglos podemos encontrarnos con numerosos ejemplos que nos harían dudar, o cuando menos abrir un fructífero debate, sobre cualquier posición preestablecida al respecto. La antropóloga Elisa Sánchez defiende que “viajero es la persona dotada de la energía y el empeño suficientes para llevar ese viaje a cabo”. Y Julio Llamazares argumenta que “el turista viaja por capricho y el viajero por necesidad”. Aserto que se podría completar con aquél de Proust que afirma que “viajar no es cambiar de paisaje sino cambiar de mirada”.

 

En la definición y construcción de lo que se conoce como pirineísmo tuvieron un papel relevante los montañeros y los viajeros; los protagonistas de la “conquista del Pirineo”, los hombres y mujeres que escalaron por primera vez las míticas cumbres y después lo narraron con primoroso lirismo. Así surgió también una suerte de literatura pirenaica que hizo tanto por el conocimiento de la cordillera como los estudios antropológicos o geomorfológicos posteriores. Se considera comúnmente que el pirineísmo nació con Louis Ramond de Carbonnieres y su célebre relato de la pionera ascensión a Monte Perdido en 1802, una de las primeras aportaciones a esa literatura pirenaica. 

 

Pero es el francés Henry Russell al que la historiografía pirenaica ha concedido la categoría de “padre del pirineísmo”, sin ningún disfraz científico, como matiza el escritor Marcos Feliú. Elevó su amor por la cordillera al paroxismo hasta el punto de adquirir en concesión por 200 años una parte del Vignemale, la montaña a la que se entregó en vida y con la que firmó un simbólico matrimonio –él que era profundamente católico-, que reforzaba su visión panteísta del universo. Rusell probablemente fue el último viajero romántico del Pirineo, antes de que el siglo XX mudara los hábitos del viaje y surgiera tímidamente el fenómeno del turismo tal y como lo conocemos hoy en día.

 

Entre 1750 y 1904 más de 80 autores extranjeros dejaron textos o libros sobre sus viajes por la cordillera, muchos de ellos de una calidad literaria incuestionable, otros, no tanto. De ellos, tan solo una pequeña parte procedía de la pluma de una mujer. Y nos referimos solamente a los foráneos porque, como todo el mundo sabe, la anémica Ilustración española no dio para mucho, y menos para crear una literatura propia sobre el Pirineo. Hasta la primera década del siglo XX sólo supimos de nosotros por las descripciones que hicieron los viajeros extranjeros (franceses, ingleses y alemanes, principalmente).

 

En esa formación de la idea del pirineísmo se ha otorgado un brillo especial, como se puede ver, a los viajeros románticos e Ilustrados, quizá porque el propio vigor de su pluma tuvo más eco popular que otras aportaciones de carácter científico. Otra cosa es si todos los hechos que contaron fueron verídicos o si sus textos son útiles como fuentes históricas o documentos etnográficos.

“Aldeanos de Panticosa”. Litografía de Touchstone.

El constructor

El constructor

Parece que se consuma el cierre temporal del Balneario de Panticosa. Uno pensaba –influenciado por las teorías del darwinismo social defendidas por Herbert Spencer en el siglo XVIII- que los hombres que amasaban grandes fortunas eran ilimitadamente inteligentes y los pobres éramos irremediablemente tontos. Vistas así las cosas, pocas alternativas teníamos en esta sociedad para triunfar y nuestro único destino probable serían las galeras. Remar y remar para que los de arriba triunfen y naden en la abundancia. Es lo que tiene la selección natural.

            En el caso del Balneario de Panticosa esa sensación de orfandad intelectual fue especialmente intensa cuando hace casi una década llegó un próspero empresario de la construcción dispuesto a invertir 60 millones de euros para reflotar el decadente centro termal. El sentido común, que entre los mayores suele tener valor científico, y una intuición basada solamente en el inconsciente nos hizo pensar a muchos que aquella aventura era una locura, cuando no un desmedido gesto de soberbia financiera de nuevo rico. Pero, como leí hace poco a un popular periodista deportivo, nadie suele arriesgar su dinero y menos los ricos.

            Así que inevitablemente me vi nuevamente atrapado en mi perfil existencialista, hundido entre reproches propios y la certeza de un oscuro futuro asido a mi incapacidad innata para los negocios (los grandes negocios, se entiende). Cuando el dinero se presenta lo hace de manera insolente y aparatosa; quiere que todo el mundo lo sepa y se rodea de esa parafernalia marchita y hortera de las estrellas decadantes. No había duda de que si el tal constructor había depositado sus ojos (y su cartera), en el viejo Balneario era porque había negocio seguro. El dinero llama al dinero y quien lo maneja suele tener información que el resto de mortales ni siquiera sospechamos. El caso es que allí, entre Argualas, Garmo Negro, Pondiellos, Marcadau, Baciás y Brazato se podía hacer una fortuna. Y nosotros sin enterarnos. Claro, nosotros no éramos aptos para la supervivencia en este mundo de tiburones financieros y especuladores sin escrúpulos. Como decía Rockefeller: “El crecimiento de un gran negocio es simplemente la supervivencia del más apto”. Ni aptos ni listos… ni ricos.

            Por lo tanto, en esta selva no quedaba otra opción que rendirse a los atributos del constructor y todos, desde el primer político hasta el último ciudadano ignorante e inocente, le tendieron una alfombra roja para que tomara sus nuevas posesiones e hiciera con ellas lo que considerara oportuno. Como se le suponía la inteligencia nadie dudaba de que haría lo más apropiado con el lugar, sin importar demasiado que alterara lo imprescindible para que el negocio no se viera resentido. El lugar era de una belleza que podía cambiar el mundo –parafraseando a Dostoiesvski-, pero al constructor la única belleza que le provocaba admiración era la de su cuenta corriente.

            El olvidado balneario comenzó a cambiar de aspecto. Nos habían prometido que nada volvería a ser igual, que el lugar recuperaría su viejo esplendor, que peregrinaciones de millonarios de todos los rincones del planeta vendrían hasta el Pirineo para dejar su dinero y entregar generosas propinas. No había razón para no creerlo, salvo el irritante sentido común  que de vez en cuando asomaba por las rejas de su mazmorra para gritar que no eran molinos de viento, que en realidad eran monstruos feroces y embusteros. Pero eran otros tiempos en los que el dinero hacía posible todos los sueños, incluso los que parecían pesadillas.

            Y, efectivamente, el balneario creció y se transformó; evolucionó como un organismo vivo. El nuevo dueño derribó acá y acullá (lo viejo es feo), levantó grandes edificios diseñados por prestigiosos arquitectos y maquilló con chapa y pintura lo que razonablemente no se podía tirar. Casi todo estaba preparado para que los millonarios de todo el mundo comenzaran su desaforado viaje al nuevo Dorado. Los hoteles, el casino las termas, las montañas… en invierno la dichosa nieve dejó aislado el centro en tres ocasiones. Alguien no le había contado al constructor que en el Pirineo en invierno solía nevar. Rodaron cabezas.

            Pero los millonarios no llegaron. Acaso algunas familias de Zaragoza y la misma fauna de toda la vida. ¿Dónde me equivoqué? debió pensar el constructor. ¿Quién me asesoró mal? ¿Quién coño me mandó venir aquí? Quizá debió de leer a Franz Scharader.

 "¿qué le falta a este rincón original, salvaje y dulce a la vez, para convertirse en una de las estaciones más visitadas de Europa? ¿Sol? ¿Rocas rojizas? ¿Picos esbeltos? ¿Nieve? ¿Caudales de agua? ¿Hoteles limpios? ¿Comodidad? ¿Buena comida? ¿El encanto de la numerosa clientela? No, por cierto, pues tiene todo esto; pero lo que le falta a Panticosa es una carretera que venga desde Francia y un poco más de fama. En cuanto a la carretera, yo no puedo hacer nada; en cuanto a la fama, no puedo hacer gran cosa…”

Panticosa. 1882

Canfranc, 81 años

Canfranc, 81 años

Para la historia del ferrocarril del Canfranc han quedado grabados con letras mayúsculas los prohombres que alentaron y promovieron su construcción. Nobles, políticos, acaudalados empresarios y clérigos que pertenecían a la oligarquía dominante en una región de profundas desigualdades económicas. En la memorable jornada de la inauguración sus nombres se reproducían de manera laudatoria como paladines de una epopeya humana de dimensiones magistrales. Basilio Paraíso, Florencio Jardiel, Louis Barthou, Joaquín Gil Berges... todos ellos recibieron sonoros reconocimientos populares bañados en la prosa decimonónica de la época.

            En aquellos días de julio de 1928 nadie recordó a los obreros muertos en su construcción, nadie midió la magnitud del Canfranc por el sacrificio humano ocasionado. Pero desde el inicio de la perforación del túnel de Somport en 1908 hasta la inauguración de la línea internacional veinte años después, decenas de obreros perdieron la vida sepultados bajo las rocas arrancadas a golpe de dinamita de la montaña pirenaica, o arrollados por las máquinas que operaban en la vía. Muchos de ellos fueron anónimos mártires de un progreso que, como lamentaba el periodista jaqués Carlos Quintilla en 1912, “no sabe abrirse paso si no a fuerza de destrozar hombres y de quebrar ilusiones”.

            Cuando comenzó a horadarse el túnel del Somport, el ferrocarril de Canfranc ya era la empresa de mayor envergadura de Aragón junto a la sociedad Minas y Ferrocarriles de Utrillas. Las obras de perforación y de explanación del valle de Arañones exigían cuantiosa mano de obra que fue demandada a todo el país. Ya en 1888, en las vísperas del inicio del tramo entre Huesca y Jaca, La Crónica de Huesca informaba de la presencia en la ciudad de “numerosos pobres que imploran la caridad pública. La casi totalidad de ellos, jornaleros que acuden ante la idea de hallar trabajo en las obras del Canfranc”. El tren sirvió en aquellos primeros empentones ferroviarios para “aliviar el hambre de muchos infelices”, en expresión de la época.

            A Canfranc llegaron en 1908 centenares de trabajadores procedentes de todo el país. La creciente actividad e influencia del movimiento anarquista (un año antes, en Barcelona, se había constituido Solidaridad Obrera) llegó hasta el corazón del Pirineo en el zaguán de aquella masa proletaria que muy pronto se dejó oír. Alfonso XIII, asiduo visitante de las obras, había sufrido un grave atentado el día de su boda en 1906, cuando el anarquista Mateo Morral lanzó dos bombas al paso de la comitiva y luego se suicidó.

            En julio de 1909, coincidiendo con el estallido en Barcelona del movimiento revolucionario conocido como la Semana Trágica, más de 100 obreros del túnel del Somport se declararon en huelga en protesta por el cambio del horario de descanso, que les dejaba expuestos más tiempo de lo aconsejable a los gases emanados de los explosivos utilizados para abrir la roca. La movilización se transformó en fuertes disturbios que obligaron a intervenir a cerca de cincuenta miembros de la Guardia Civil y del cuerpo de Carabineros procedentes de los puestos de Canfranc y Jaca. Las negociaciones no surtieron efecto y se reforzó la presencia de la fuerza pública tras perpetrarse cuantiosos destrozos en el material de las obras. Al día siguiente se logró persuadir a los huelguistas y se reanudaron los trabajos, aunque la mecha ya no se apagaría.

            El reclamo de las obras del ferrocarril provocó un flujo constante de obreros que, en muchos casos, se veían obligados a regresar a sus lugares de origen tras comprobar que las peonadas estaban cubiertas. En abril de 1910 El Pirineo Aragonés de Jaca informaba de que muchos de esos trabajadores tenían que “pedir socorro para regresar a sus casas”. Dos meses antes había muerto el primer obrero tras chocar dos vagonetas. En julio fallecía un peón dentro del túnel al ser aplastado por una piedra desprendida de la bóveda. No se conoció su nombre ni el del tercer obrero que pereció una semana más tarde arrollado por otra vagoneta. Varios compañeros resultaron con heridas de gravedad.

            A mediados de julio de 1910 se declaró la segunda huelga en Canfranc, que fue secundada por 300 obreros. Estos exigían un aumento salarial de una peseta en compensación por el riesgo que corrían sus vidas ante la aparición de numerosos manantiales que dificultaban la ejecución de la obra. El tiempo demostró que aquella denuncia tenía sentido. Los yacimientos obligaron a paralizar en numerosas ocasiones la perforación del túnel y causaron graves accidentes que exigieron modificaciones en el proyecto.

            En todo caso, el brote huelguista era fiel reflejo de lo que estaba ocurriendo en el resto del país. Las campañas anarquistas habían tenido gran repercusión en las principales ciudades industrializadas (Barcelona y Bilbao), y el intento de asesinato del político conservador Antonio Maura había estrechado el cerco sobre los líderes anarcosindicalistas. En un Pirineo envuelto todavía en las brumas de la Edad Media, Canfranc era un remedo de la revolución industrial. El impacto social de aquella masa proletaria en mitad de las montañas merece un exhaustivo estudio.

             En octubre otro obrero, esta vez en el tramo de la vía que se construía a la altura de Castiello, perdía la vida como consecuencia de un brutal desprendimiento. Eran muertes sin nombres ni apellidos, anónimos obreros que habían buscado en el Pirineo una oportunidad laboral que escaseaba en el resto del país. Mientras tanto, la perforación del túnel avanzaba con serios problemas. En marzo de 1911 los jornaleros tuvieron que abandonar el tajo durante varios días por los escapes de agua registrados en el interior del túnel.

            El clima de descontento crecía cada día con nuevos accidentes y una sensación general de inseguridad laboral que los responsables de la empresa constructora, los prestigiosos ingenieros italianos Caldera y Bastianelli, difícilmente podían mitigar. La Nochebuena de 1911 se produjo un enfrentamiento en el lado francés entre varios trabajadores españoles (la gran mayoría de los obreros que construyeron el tramo francés del Canfranc también eran españoles), que se saldó con un muerto y varios heridos.

            La tragedia sobrevolaba el puerto de Somport constantemente. Aun así, a principios de 1912 seguían llegando trabajadores a Arañones. Una partida de 108 obreros procedente de Cartagena pasaba por Jaca camino de la frontera. Era la primera que llegaba al Pirineo tras el anuncio publicado en los principales medios de comunicación nacionales de la necesidad de dos mil obreros para intensificar los trabajos con la llegada de la primavera. Paradójicamente, en esos días una gran filtración de agua inundó más de un kilómetro de la galería del túnel. Durante una semana las obras se paralizaron hasta que pudo ser contenido el manantial que escupía 70 litros por segundo.

            En abril fallecían dos obreros en el túnel número 5, cerca de Aratorés, al explosionar de manera fortuita dos barrenos cuando se encontraban trabajando en el interior. Antonio Callizo y Salvador Granada, los dos de Villanúa, quedaban destrozados por la dinamita y varios compañeros sufrían graves heridas. Al mes siguiente más de 200 obreros tenían que abandonar el túnel durante varios días al anegarse nuevamente el interior. Las dificultades crecían y también el miedo entre los trabajadores.

            El cantero jaqués Mariano Vizcarra perdía la vida en septiembre al ser aplastado por una roca cuando operaba en la vía con una vagoneta. Pero el suceso más dramático se produjo pocos días después cuando Ildefonso Sansegundo y su hijo Gaspar, ambos de Ávila, morían al ser arrollados por un vagón descarrilado del convoy de materiales. En un clima de incontenible indignación visitó ese mes las obras el rey Alfonso XIII y entregó 500 pesetas a un grupo de obreros. Poco valor para tanta pérdida. El túnel estaba apunto de ser perforado en su totalidad pero la falta de agua en el lado francés dejó a más de quinientos obreros españoles sin tajo en el lado norte y deambulando por las calles de Jaca.

            A finales de 1912, año convulso para la monarquía alfonsina con el asesinato de Canalejas, el presidente del Gobierno, se unían las dos partes del túnel y se celebraba una fiesta en la que el ingeniero italiano Gino Valatelli proponía grabar en lápidas los nombres de los obreros muertos en la obra y colocarlas a la entrada del túnel. A esas alturas se contabilizaban doce pérdidas humanas, pero habría más.

            En los primeros días del nuevo año una brigada nocturna que operaba en vagoneta volcó, muriendo Higinio Rodríguez y Raimundo González. Los que iban a relevarles en el turno se encontraron con el macabro espectáculo y a los pocos minutos un nutrido grupo de obreros se declaró en huelga. Hizo falta la presencia de 20 soldados destacados en el fuerte de Coll de Ladrones y varias parejas de la Guardia Civil para reprimir las manifestaciones de protesta.

            En junio fallecía aplastado por un desprendimiento en el interior del túnel el trabajador abulense Ignacio López Martín, y un jornalero era sometido a una operación para amputarle uno de sus brazos tras sufrir la explosión de un barreno. Canfranc seguía siendo un lugar peligroso pero también la única esperanza de trabajo para cientos de trabajadores que seguían llegando del sur de Huesca huyendo de la sequía que arrasaba las tierras de cultivo.

            En mayo de 1914 se producía el suceso más grave desde el inicio de las obras. Una tremenda explosión registrada en la fragua instalada a la salida del túnel acabó con la vida de tres obreros. Abel Soria tenía 27 años y era de Mianos. Joaquín Cavero y Lorenzo Beltrán eran naturales de Canfranc; el segundo de ellos sólo tenía 14 años. Las crónicas dicen que la explosión “descuartizó los cuerpos de los tres infelices, lanzándolos a más de 100 metros de distancia”.

            Avanzaba el año y las obras del túnel estaban cerca de su fin. Pero estalló la Primera Guerra Mundial y Francia paralizó los trabajos, acuciada por las exigencias bélicas. “Una verdadera irrupción de españoles ha llegado a Jaca por el puerto de Canfranc. Son los obreros del ferrocarril (...) cuyos trabajos han quedado totalmente paralizados con motivo de la angustiosa situación que Europa padece”. El Pirineo Aragonés hablaba en su crónica de 1500 obreros.

            El invierno de 1915 fue uno de los más gélidos del primer tercio del siglo xx. Las grandes nevadas obligaron a la 6ª División Hidrológico Forestal a replantear todos los sistemas de contención de aludes, una vez demostrada la fragilidad de los proyectados hasta entonces. Un gran alud había arrasado el albergue de presidiarios situado en la boca del túnel, aunque no hubo muertos. La nieve causó estragos en aquel invierno de 1916. El último de la larga lista de ”mártires del progreso” falleció en 1925 al quedar sepultado bajo una montaña de arena. De nuevo otro obrero anónimo, triste metáfora para quienes dieron su vida por la gloria ajena.

Cadaqués

Cadaqués

“Cadaqués era uno de los pueblos más bellos de la Costa Brava” recordaba García Márquez en los años 70 del pasado siglo. César González Ruano escribió que Cadaqués daba “una impresión paradisiaca de fin del mundo”. Josep Pla pensaba que era uno de los lugares más bonitos del Mediterráneo “pero por discreción y timidez se abstenía de manifestarlo”. Incluso García Lorca apuntó que era “el fiel del agua y la colina”. Decenas de intelectuales y bohemios se enamoraron a lo largo del siglo XX de Cadaqués y expresaron su amor de forma poética. Ningún otro rincón del Pirineo logró encandilar a talentos de la talla de Picasso, Man Ray, Santiago Rusiñol, Marcel Duchamp, García Lorca, Truman Capote, Luis Buñuel y, sobre todo, Salvador Dalí.

 

            Por eso el viaje a Cadaqués está rodeado de un aura mítica alimentada por las palabras de los grandes genios. Entrar en el círculo mágico de Dalí requiere capacidad de ensoñación y una mente expansiva. La fama del pueblo es tan robusta que el viajero llega predispuesto. Pero alguna de las primeras sensaciones es más prosaica que los bellos versos de Lorca. Quien mejor lo supo describir fue el inolvidable escritor catalán Manuel Vázquez Montalbán: “Uno lo comprueba al conseguir meterse en el pueblo tras una cola de tres cuartos de hora y, una vez dentro, continuar la caravana en busca de aparcamiento, una búsqueda angustiosa por lo inútil. Aquí no hay quien aparque, y el carrusel de los coches tristes y frustrados sirve de correlato móvil al deambular de gentes pintorescas en un medio pintoresco”. Y es que en determinados momentos del año resulta evidente que Cadaqués ha muerto de éxito. “El pueblo es tan inaccesible que se ha hecho invisible por lo visible” sentenciaba Vázquez Montalbán.

 

            Repuestos de ese primer e inevitable inconveniente que se suele superar con algo de paciencia y de fortuna, Cadaqués es como lo cuentan; un hermosísimo pueblo pesquero formado por casas de blanco nuclear que permanece inalterado pese al empuje del turismo. Hay una segunda evidencia: su turismo no es el familiar de la costa levantina. Aquí se respira bohemia, intelectualidad y un glamour contenido que generalmente habla francés. El escritor Juan Marsé tenía la explicación: “las playas de piedra de Cadaqués no son del gusto del turismo familiar, esa ha sido la salvación del pueblo”.

 

            Las callejuelas de Cadaqués son estrechas, empedradas y empinadas. La pronunciada inclinación de alguna de ellas se debe al promontorio rocoso de 23 metros de altitud sobre el que se extiende el casco viejo, el más auténtico y evocador de la localidad. Pequeñas tiendas, galerías de arte, cafés y bares jalonan un recorrido que antiguamente estuvo rodeado por una gran muralla. Todavía se conserva el antiguo portal de entrada  y la torre del Baluarte al inicio de la calle Des Call, por donde accederemos a la iglesia de Santa Maria de Cadaqués, un monumental edificio construido a mediados del siglo XVI bajo los patrones del gótico tardío. En su interior se conserva un retablo barroco de gran valor: está tallado en madera y dorado con una lámina. Mide 23 metros de alto y 12 de ancho y está dedicado a la Virgen de la Esperanza. Desde la plazoleta que se abre en la fachada principal  de la iglesia tenemos una vista espléndida de todo el casco urbano de Cadaqués y del mar.

 

            El callejero de la localidad es laberíntico y confuso. La homogénea arquitectura y el blanco generalizado de las fachadas pueden despistar en un paseo sin rumbo fijo. Pero es otro de los alicientes de Cadaqués: su capacidad para sorprender en cada rincón. Dentro del casco podemos apreciar algunos brotes de arquitectura modernista como Casa Serinyana, el Casino de L’Amistat, Mas de la Sala y la Escola Pública Caritat Sernyana, una donación de la acaudalada familia vinculada al lugar para usos educativos. En la calle Narcis Monturiol, que cierra por arriba el casco viejo, abre sus puertas el Museu de Cadaqués, dedicado a ofrecer exposiciones temporales en torno a Dalí. La imagen del pintor catalán se reproduce con insistencia por toda la localidad. Los famosos bigotes del excéntrico genio son el verdadero blasón de Cadaqués.

 

            Desde el pequeño paseo marítimo tenemos una vista general del pueblo que se amplía conforme avanzamos por la Riba Nemesi hacia la Plaja Portdoguer. Un buen punto para fotografiar el perfil de Cadaqués es la Punta des Baluard. Desde aquí se aprecian los dos barrios que componen la localidad, perfectamente divididos por la Avinguda Caritat Serinyana, que atraviesa todo el núcleo hasta desembocar en la Plaja Des Portal. A la izquierda queda al casco viejo con la iglesia de Santa María, y a la derecha la zona sensiblemente más alterada con el Castell de Sant Jaume como referente. A escasos kilómetros de Cadaqués por la carretera que conduce al Cap de Creus se encuentra la pequeña cala de Portlligat, donde Salvador Dalí estableció su residencia convertida hoy en museo. El pintor vivió parte de su infancia en esta recóndita bahía de pescadores. En 1930 compró varias barracas que reconstruyó junto a Gala para transformarlas en una original vivienda con el inconfundible sello de su universo creativo. Fue su única residencia estable hasta que tras la muerte de Gala en 1982 decidió trasladarse al castillo de Púbol. Hoy es uno de los museos más visitados de Catalunya.

 

Historia: El pueblo de pescadores

Cadaqués siempre fue un pueblo pesquero con régimen propio desde el siglo XVI. Su aislamiento propició una fuerte autonomía articulada a través de diversos reglamentos de orden interno que afectaban, principalmente, a su actividad pesquera. Esa lejanía de los ejes de comunicación obligó a sus habitantes a mirar constantemente al mar como único recurso posible para prosperar. La montaña del Puig de Paní a sus espaldas fue siempre una barrera natural infranqueable hasta que llegó la carretera. Muchos se dedicaban a la pesca y otros tantos decidían aventurarse en busca del horizonte marítimo. Por el contrario, el pueblo recibió constantemente las visitas foráneas: hace más de 2.000 años llegaron los griegos para explorar los minerales escondidos bajo las aguas. Siglos después serían barcos de piratas y contrabandistas que mercadeaban con otros productos como el tabaco. Este constante trasiego de gentes y mentes debió de influir en el carácter expansivo  de Cadaqués y, como consecuencia, en su predisposición a acoger nuevas ideas por extrovertidas que fueran. La historia ya se sabe como acaba: Salvador Dalí arrastró hasta este perdido rincón del Pirineo catalán a una pléyade de talentosos artistas que lograron mitificar el lugar.

            Cadaqués, que seguramente proviene de “Cap de quers” o cabo de rocas, tuvo hasta finales del siglo XIX una industria de salazones que actualmente apenas es un residuo antropológico de su pasado fabril. El cultivo de los olivos, que fue otro de los recursos económicos de sus gentes desde la Edad Media, se abandonó en el fatídico 1956, año que se recuerda por las terribles heladas que arrasaron los campos. Esta circunstancia y el inevitable desmoronamiento del mundo rural acabaron con otro de los escasos medios de subsistencia de la economía local. Así las cosas, sólo quedaba el turismo como asidero posible. Al principio tan sólo Cadaqués absorbió la tímida llegada de visitantes, que buscaban paisajes vírgenes y una atmósfera de absoluta tranquilidad. Más tarde descubrieron parajes más recónditos en el perímetro del Cap de Creus y se amplió el territorio colonizado. Pero se hizo de manera respetuosa y prudente, por eso en la actualidad apenas se pueden ver en Cadaqués edificios que rompan con la armonía del entorno. Las necesidades urbanísticas y de infraestructuras de la localidad se han concentrado en la retaguardia, lejos de la primera línea de playa.

           

Una visita. Casa Museo de Salvador Dali

La Casa Museo de Salvador Dalí en Portlligat es uno de los grandes alicientes del Cap de Creus. La laberíntica vivienda es el resultado del trabajo de restauración realizado durante varios años por el propio Dali y Gala a partir de la adquisición en 1930 de una modesta barraca de pescadores. La casa es, por lo tanto, la esencia del universo de Dalí, un compendio de su inescrutable personalidad y de su ilimitado ingenio. El Museo se inauguró en el año 1977 y desde entonces recibe miles de visitas anuales. Está dividido en tres espacios: el primero dedicado a la vida íntima de los Dalí, el segundo relacionado con los ámbitos de su trabajo y el tercero pensado para la representación y actuación pública, en el que se incluyen el comedor de verano, el patio y la piscina,

            Dalí vivió de niño y en la adolescencia en esta pequeña cala pegada a Cadaqués, donde había nacido su padre. El paisaje mediterráneo formaba parte indisoluble de sus referentes infantiles y después los expresó en multitud de sus obras. Principalmente la fantasiosa geología del Cap de Creus formada por la acción del viento, el agua y la sal durante miles de años. Ese paisaje fue el que arrastró también hasta aquí a otros creadores que conocían la pasión de Dalí. Su casa de Portlligat fue creciendo paulatinamente desde que se instalaran durante la primavera de 1930. Dos años después habían adquirido una nueva barraca y un pequeño anexo que se vería nuevamente ampliado en 1935. Gala y Dali pasaron doce años en Estados Unidos y tras regresar en 1948 decidieron fijar su residencia en Portlligat.

            En la casa que habían estado moldeando durante años Dalí se entregó a su trabajo creativo pero también se dedicó a ordenar y almacenar todo el material acumulado durante décadas. Pronto los espacios se quedaron pequeños y la pareja emprendió nuevas ampliaciones que facilitaran la labor del artista, inmerso en pinturas de gran formato. En ese tiempo se construyó el estudio, la biblioteca, la sala oval, el comedor de verano y la piscina, finalizada en 1971. Como consecuencia de todas las reformas, la casa de Dalí y Gala es una especie de laberinto formado por pequeños espacios, pasillos estrechos, desniveles y recorridos sin salida. La decoración dice mucho de la personalidad de sus propietarios: muebles antiguos, tapices, animales disecados e infinidad de objetos de desigual gusto y valor. En la restauración realizada en los años previos a la apertura del museo se recuperaron pequeñas piezas escultóricas muy deterioradas como el Cristo de los escombros y la barca instalada junto al ciprés.

Víctor Hugo

Víctor Hugo

El escritor francés Victor Hugo inició en 1843 un viaje por el extremo occidental de los Pirineos que le llevaría a conocer muchos de los lugares más populares de la época. En su recorrido se topó, sin embargo, con algunos rincones desconocidos que le deslumbraron. Fue el caso de Pasaia Donibane, al que calificó como “un pequeño edén resplandeciente”. La casa en la que el escritor romántico estuvo alojado es ahora un museo  sobre su obra y la sede de la Oficina de Turismo.

 

Después de lo escrito por Victor Hugo poco más se puede decir de Pasaia Donibane. “Una cortina de altas montañas verdes recortando sus cimas sobre un cielo resplandeciente; al pie de esas montañas una fila de casas estrechamente yuxtapuestas (…), al pie de esas casas, el mar”. El escritor también afirmó que “este sitio inédito es uno de los más bellos que he visto y que ningún tourist visita”. Finalmente redondeó sus apuntes de viaje con un primoroso resumen de lo que entonces era y hoy sigue siendo Pasaia Donibane: “Nada es más risueño y más fresco que el Pasaje visto desde el lado del mar, nada más severo y más oscuro que el Pasaje visto desde el lado de la montaña”.

 

Porque Pasaia Donibane es una única calle flanqueada a la derecha por la montaña y a la izquierda por las aguas de la bahía. No cabe nada más. Es una arteria angosta y empedrada, sorteada por arcos y pasadizos,  que conserva todo el aroma de los tradicionales pueblos pesqueros. Sus casas pintadas con vivos colores contrarrestan la sensación de claustrofobia de algunos puntos de la calle. Pero es tan sólo una percepción del espacio porque desde el mar esas mismas casas se muestran mucho más relucientes y desahogadas, como si sufrieran de un fenómeno bipolar.

 

Hay atractivos ejemplos de arquitectura señorial, como el Palacio Arizabalo, sede del Ayuntamiento; Casa Mirada, con su hermosa fachada renacentista; o el Palacio de Villaviciosa junto al Humilladero de la Piedad. Al final de la calle llegamos al único ensanche posible que permite el terreno, la Plaza de Santiago, un idílico espacio urbano en el que seguramente se fijó Víctor Hugo cuando escribió que Pasaia “sería célebre si estuviera en Italia”. En este punto la fusión entre el mar y el pueblo es total. Más al fondo se alza la Basílica del Cristo de la Bonanza y al final de la bahía los restos del Castillo de Santa Isabel.