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Juan Gavasa

Música

Juan Perro y la Zarabanda

Juan Perro y la Zarabanda

La XXI edición de Pirineos Sur se abre mañana viernes con el estreno internacional del nuevo proyecto del alter ego de Santiago Auserón, Juan Perro y la Zarabanda. El espectáculo es el resultado de un largo proceso de evolución y madurez intelectual y artística iniciado hace más de veinticinco años, cuando el artista zaragozano triunfaba en la escena rock hispana con Radio Futura. En aquella época Auserón ya se movía en otros parámetros creativos. Había decidido aventurarse en la exploración del inhóspito universo de la música popular cubana con la pretensión de encontrar las raíces que lo conectaban directamente con la tradición española. Auseron escribía entonces que “había una manera de cantar en español fundada en los ritmos de la negritud. Imaginábamos que Cuba podía jugar para la nueva música popular española, en otro mundo posible, un papel parecido al de Jamaica en el terreno del rock anglosajón“.

Aquellas expediciones casi antropológicas resultaron ser epifánicas. El hallazgo de los viejos soneros cubanos, de los treseros más populares de la isla como Faustino Oramas “El Guayabero”, Arsenio Rodriguez, Pancho Amat o el “Trío Matamoros”, acabó por definir el espacio de sonoridades de Auserón. Allí nació también su devoción por los trovadores y por su gramática, que también ofrecía rastros evidentes en la cultura española. En cierto modo Juan Perro es una versión actualizada del viejo oficio del trovador, que encontró en el vibrante verbo de los soneros cubanos su fuente de inspiración definitiva.   

De las experiencias cubanas surgió no solo una nueva forma de observar la música sino también una suerte de proselitismo cultural. Auserón promovió aquel memorable recopilatorio cubano “Semilla del Son” en 1991 y poco después el desembarco en España del gran Compay Segundo, que pasaría a convertirse en el otoño de su vida en una estrella universal. En 1998 Auserón pisó por primera vez el escenario de Lanuza en aquel concierto mítico de Compay junto a Eliades Ochoa y Omara Portuondo. Fue una de las grandes noches de Pirineos Sur.

Confirmada sobradamente pues la conexión hispano-cubana vía África, el zaragozano se dirigió años más tarde nuevamente hacia el sur, hacia Nueva Orleans, con el propósito de hallar la tercera vía; la que establecía la relación definitiva con la sonoridad afro-norteamericana. En 1991 Auserón había escrito que las principales raíces de la música cubana “eran, repitámoslo, española y africana”. Y plasmó toda aquella muchedumbre de sonidos en el disco publicado el pasado año “Río negro”, una obra “coherente y brillante” en palabras del crítico aragonés Matías Uribe, que incorporaba secuencias de blues, soul, country o cajún. En esas exploraciones sonoras Juan Perro siempre se encontró cómodo en clave de jazz, blues y swing y quizá por ello aflora cada día con más fuerza su vertiente de crooner callejero. Cuando regresó en 2007 a Pirineos Sur lo hizo acompañado de la Original Jazz Orquestra para revisar con el envoltorio de una espléndida Big Band los clásicos de Radio Futura y los suyos en solitario.

Juan Perro y la Zarabanda es la conclusión de esta investigación de décadas, la confirmación de ese viaje de ida y vuelta que son todas las culturas mestizas. La alianza de lo múltiple en un cruce imprevisible de influencias como la rumba afrocubana, el son, el jazz, el blues, el flamenco, el cajun o el zydeco. España, Cuba, África y Nueva Orleans… la negritud sonora sincretizada por este “perseguidor de cruces sonoros”, como lo ha calificado acertadamente el crítico Javier Losilla. Auserón viene repitiendo desde hace años que “todo lo español es mestizo desde siempre”. En una reciente entrevista aseguraba sentir fascinación por el misterio del verso castellano, “al que le afecta la música hecha por gente de otra etnia, otra lengua y otro continente”. En 2011 Auserón fue galardonado con el Premio Nacional de las Músicas Actuales.

La zarabanda es ese baile proscrito del que ya escribía Cervantes, prohibido como lo fueron todos los bailes nacidos en la pobreza, como el tango o el jazz. Zarabanda es jaleo, alboroto y confusión. El baile del diablo en los contorneos de una mujer pública extasiada por el ruido de las palmas y la jarana. Así se ha concebido este espectáculo que se estrena en Lanuza después de la gira que ha realizado Juan Perro por Tijuana, San Diego, Guadalajara, Los Ángeles y San Francisco; es decir, una vez más por la frontera impura y bastarda.

En Pirineos Sur ofrecerá una antología de temas de Juan Perro y versiones novedosas que transitarán por el son cubano, el cajún de New Orleans, el flamenco, el bogaloo, la rumba, el tango o el afro-son. Para ello cuenta con una formidable banda compuesta por colaboradores habituales como el guitarra Joan Vinyals –con quien ha realizado este invierno la gira en acústico “Casa en al aire”-, el percusionista cubano Moisés Porro, el bajo Isaac Coll, el trompetista David Pastor, el saxo Gabriel Amargant o el pianista Javier Mora, casi todos ellos procedentes de esa factoría inagotable del Taller de Musics de Barcelona.

Antes de salir a escena el Perro y la Zarabanda la XXI edición de Pirineos Sur será inaugurada oficialmente por la banda portuguesa Terrakota, un ejemplo más de la febril escena lisboeta en la que todo es posible. Incluida la proliferación de bandas como ésta, que se agarran a la tradición africana para generar un sello propio repleto de influencias perfectamente compatibles desde su antagonismo. La voz de la cantante angoleña Romi Anauel embrida un catálogo de sonidos que recorre el reggae, el dub, el rap o el flamenco y que confirma la efervescencia cultural de Lisboa, para muchos la capital europea de la modernidad.

Alan Lomax

Alan Lomax

Alan Lomax (1915-2002), folclorista extraordinario, viajero incansable, etnomusicólogo de personalidad tempestuosa, músico, escritor y cineasta ocasional soñó hacia el final de su vida que el enorme archivo de grabaciones de campo que amasó durante seis décadas estaría algún día disponible para todo el mundo y en todas partes en una de esas primitivas computadoras que tan ajenas resultaban a su alma de beatnick. Fue antes de obrarse ese milagro llamado Internet y antes de que un ataque le arrebatara las más elementales dotes comunicativas, tan cruciales para el antropólogo. Aquella y otras utopías se han hecho al fin realidad. Veinte años después de ser soñado y cumplida una década de la muerte del soñador, el proyecto Global Jukebox, una suerte de gramola global, echó a andar en la Red el 30 de enero, día en el que habría cumplido su 97 cumpleaños.

La Asociación por la Equidad Cultural, que vela por el legado del tipo que introdujo el folk en la cultura de masas, una de las figuras más influyentes y también controvertidas de la música popular del siglo XX, ha culminado la digitalización de su asombroso archivo, compuesto por 5.000 horas de grabaciones sonoras, 150.000 metros de película, 5.000 fotografías y páginas y páginas sobre las costumbres de medio el mundo.

Accesible gratis en culturalequity.org, se trata de "una gran fiesta a la que están invitadas las naciones de todo el planeta”, como prometió el propio Lomax en 1992 durante una recepción para recaudar fondos (llegó a involucrar a Apple y Microsoft). También está convidada España, adonde el antropólogo estadounidense llegó en 1952, plena noche del franquismo, para grabar durante dos semanas un certamen folclórico en Palma de Mallorca. Se quedó seis meses, gracias al apoyo de la BBC y de la casa de discos Columbia. "Cuando se dio cuenta de la asombrosa riqueza y variedad musical del país, decidió prolongar el viaje, que diseñó a partir de los consejos de Julio Caro Baroja y otros estudiosos y ante el atento escrutinio de la Guardia Civil, que llegó a confiscarle el equipo", recordaba esta semana desde Toronto la etnomusicóloga Judith R. Cohen, especialista en las andanzas españolas de Lomax.

Aquel viaje con paradas en Andalucía, Extremadura, Euskadi, Aragón, Asturias, Castilla, Cataluña, Baleares, Murcia, Navarra y Cantabria se puede reproducir al detalle en el nuevo archivo digital, que ofrece escrupulosa información y centenares de fotografías sobre los pueblos y los músicos registrados, ya fueran campesinas, marineros, vagabundos o alcaldes. Lo mismo sucede con el resto de los periplos que Lomax emprendió entre 1946 y 1982, tiempo en el que además de España recorrió pueblos y cárceles del sur de EE UU, así como Inglaterra, las Indias Occidentales, Italia o Irlanda.

Queda pendiente la digitalización de las grabaciones previas. Como esos discos de acetato que registró con una poco fiable máquina de cilindros prestada por la viuda de Edison en 1933, año del primer viaje por penitenciarias estatales junto a su padre, John, y a sueldo de la Biblioteca del Congreso de Washington, guardián en las tres dimensiones del legado Lomax. También, su colección particular del trabajo de otros archivistas y una impresionante cantidad de material "sobre la danza en dos mil culturas distintas, la mayor colección personal de baile del mundo", según los cálculos de Don Fleming. Director ejecutivo de la asociación y antiguo productor de bandas como Sonic Youth o Hole, Fleming trabaja bajo la supervisión de Anna Lomax Wood, hija de Alan. Buscan dinero para el proyecto, administran licencias como la que ha permitido a Bruce Springsteen utilizar fragmentos de las grabaciones de campo de Lomax en su nuevo álbum o editan discos en un sello recién creado.

La vastedad de su empeño hace justicia a la leyenda excesiva del tipo que descubrió, entre otros, a Muddy Waters, Son House o Woody Guthrie. Un izquierdista que creía en recoger la voz del pueblo y que por ello acumuló en los archivos del FBI un dosier con ochocientas páginas sobre asuntos variados (de sus hábitos de bebedor a las amistades que frecuentaba) o anotaciones como esta: “Es un individuo ciertamente peculiar, con facilidad para la dispersión y ningún cuidado por su apariencia”.

"Nunca encontraron nada de fuste contra él", explica John Szwed, autor de la exhaustiva biografía The man who recorded the world (Viking, 2010). "Supongo que pasearse por ahí en los cuarenta con una grabadora haciendo preguntas a los negros pobres era un modo eficaz de despertar sospechas". Lo cierto es que Lomax, asfixiado por el macartismo, dejó EE UU a principios de los cincuenta para instalarse en Londres, base ideal para sus viajes europeos.

A su vuelta a Nueva York, en 1957, lo encontró todo cambiado. Los chicos jóvenes de las ciudades habían descubierto gracias a su trabajo y al de otros archivistas como Harry Smith el tesoro del folclore de su propio país, como quien vislumbra una tierra ignota ("una república invisible", en la definición de Greil Marcus). Como el padre purista del revival folk, del que saldrían figuras como Bob Dylan o Joan Baez, participó en la organización del Festival de de Newport, así como en el confuso enfrentamiento que originó aquel concierto de Dylan de la edición de 1965, de resonancias míticas porque el músico introdujo con gran bronca instrumentos eléctricos en el hábitat acústico del cantautor.

No es aquella la única polémica que persigue la memoria de Lomax. Él y su padre fueron acusados de aprovecharse del bluesman Lead Belly en los 30, durante el viaje que hicieron los tres entre la penitenciaria de Angola (Luisiana), donde estaba interno por asesinato el guitarrista, y la fama nacional. Se le achaca haber firmado canciones en las que no intervino su autoría y resurgen con cierta periodicidad reproches de colaboradores (como el folklorista negro John Work III o la cantante británica Shirley Collins) que reclaman su protagonismo en la historia (los afanes novelescos del libro más famoso de Alan, The land where blues began, no contribuyen precisamente a lo contrario). "Conozco esas historias", aclara Szwed, "pero también sé que Lomax nunca tenía un duro y que en los últimos días tuvo que dejar su apartamento en Nueva York, amenazado por el desahucio; algo que no parece encajar con el final de un ventajista sin escrúpulos".

Lo cierto es que en el ánimo de Anna Lomax Wood y los suyos subyace la conciencia de la obligación de saldar ciertas deudas. "Pretendemos difundir en la Red la música que mi padre recogió por todo el mundo para devolverla a sus lugares de procedencia”, explica sobre el programa de "repatriaciones" de la fundación, que consiste en depositar en las bibliotecas de los pueblos donde fueron grabados una copia de los fondos allí registrados.

Esta semana, una celebración en Como (Misisipi) dio la bienvenida al archivo Lomax. Así, con música tradicional y discursos se cerró al fin un viaje comenzado en 1959. Fue entonces, en el primer día de otoño, cuando un blanco con una moderna grabadora estéreo Ampex dio en el porche de una casa desvencijada con la escalofriante voz y la guitarra embrujada del legendario Misissipi Fred McDowell.

Artículo de Iker Seisdedos en El País. La foto está tomada por Alan Lomax en Yebra de Basa en 1952. Es Alfonso Villacampa.

Prince vuelve a Canada

Prince vuelve a Canada

Artículo publicado en Suite101 

Canción para un invierno canadiense

Otra Jota es posible

Otra Jota es posible

La historiografía aragonesa coincide en localizar en el inicio del siglo XX –coincidiendo con el primer centenario de los Sitios de Zaragoza-, el momento en el que comienza el proceso de adulteración de la Jota aragonesa. Historiadores como Pedro Rújula o Ignacio Peiró han recordado en sus estudios que la gran aportación de los aragoneses a la mitología de la Guerra de la Independencia fue la Jota. Desde entonces sirvió como instrumento de propaganda patriótica y herramienta de divulgación “de los tópicos sobre el apego popular a la patria chica, el carácter y las virtudes cívicas de los “mañicos”. El franquismo ahondó en esa explotación chusca de la Jota, añadiéndole falsedades grotescas que la alejaron de su origen popular. Se convirtió en la máxima representación de los muy patrióticos coros y danzas.

            La compañía aragonesa “Zambra” lleva varios años trabajando en labores de restitución de la autenticidad perdida. La envergadura de la empresa no tiene parangón puesto que se trata de desmontar un edificio consolidado sobre el hormigón de la imaginería colectiva aragonesa. Desdecir décadas de tópicos y lugares comunes. Está siendo un proceso lento pero eficaz y brillante, concebido desde una visión moderna y renovada bajo la dirección del argentino Alberto Gambino. Pero, como recuerda el crítico musical Luis Lles, “nada tiene que ver con la fusión sino con la pureza”. Nacho del Río, el espléndido cantador de Zambra y pupilo del último gran jotero aragonés, Jesús Gracia, da la clave del asunto: “a algunas tonadas les hemos dado una velocidad distinta a la que se emplea hoy, pero es la que utilizaban nuestros maestros a principios del siglo XX”.

            Así que la cuestión era rebajar la virilidad de los bailes, aplacar los bríos desmedidos y mal entendidos,  y recuperar la pureza perdida a principios de la anterior centuria, cuando la jota dejó de ser un baile del pueblo para convertirse en otra cosa. La propuesta de Zambra es escrupulosamente respetuosa con la tradición pero al mismo tiempo comprometida con el tiempo que vivimos. Desde una perspectiva sonora más actual y una puesta en escena atractiva y sofisticada, la producción de Alberto Gambino recupera los viejos estilos y los dignifica. En este retorno al futuro de la jota –porque todos reconocen que el futuro pasa por una visión renovada del pasado-, se han incorporado instrumentos poco convencionales como el laud, el fagot o el violín. Su presencia ayuda a rebajar el estrépito de los brincos y dota de nueva personalidad a las tonadas, rondas y estilos interpretados por Beatriz Bernad y Nacho del Río.    

Las sobras completas

 

Fue Boris Vian el que se refirió a “las sobras completas”, no se sabe con certeza si en alusión a una suerte de detritus intelectual o más bien como declaración de un ejercicio de reciclaje en el que cabían influencias, filias y fobias. El Guincho, alter ego de Pablo Díaz-Reixa, es un artista que ha hecho de la necesidad virtud con la interminable lista de débitos musicales sobre los que ha manufacturado su producto. Los “gurús” de la escena musical patria lo recibieron en 2008 como si de un nuevo mesías del “indie” se tratara, un visionario insolente con aspecto de estudiante aventajado que acababa de publicar “Alegranza”. La fusión perfecta entre Animal Collective y Fania, dijeron. El canario había formado parte como baterista de los originales y excéntricos “Coconut”, también una formación que arrastraba un rosario de influencias decorosas e indecorosas, más cercanas al mainstream y al pop más comercial.

La fórmula de El Guincho era aparentemente sencilla. Sobre el escenario se situaba con una mesa de mezclas desde la que empezaba a mezclar, como si de una coctelera se tratara, sonidos tropicales, ritmos africanos y samplers prestados de aquí y de allá. El pasado año publicó “Pop negro” y la crítica nuevamente se rindió ante el eruditismo del canario, que plasmaba en sus creaciones un vasto conocimiento musical tan heterodoxo como irreverente. “Mondo Sonoro”, “Rock de Luxe” o “El Ojo Crítico” de RNE lo consideraron el mejor disco de 2010.

Así que con estos antecedentes El Guincho se presentó en Lanuza acompañado de un guitarra, un bajo y su mesa de mezclas con aspecto de caja de pandora de la que salen rayos y truenos. La cosa tenía aspecto a veces de caótico mejunje pero en realidad el secreto del canario reside en su capacidad para orquestar desde su individualidad un torrente de sonidos familiares, compatibles e incompatibles; una ceremonia multirrítimica a base de corta y pega y reciclajes varios que resumen la historia de la música de las últimas décadas con fondo de calypso. Hay una actitud sobre el escenario que responde a la confesada admiración que Pablo Díaz-Reixa siente por las bandas de pop español de los 80, en especial por Mecano. Él, que no tiene problema en afirmar que le gustaría producir un disco a Bisbal o a Bustamante, se reveló la noche del viernes en Lanuza como un artista total. Como la mítica “naranja mecánica” de Cruyff en la que todos podían jugar en cualquier posición. A El Guincho lo han etiquetado como miembro de la escena indie, pero para ser exactos habría que situarle en un contexto mucho más amplio, casi inabordable. Como un almacén de la memoria musical pasado por el filtro del chiringuito y la farándula.

Después irrumpieron en el escenario los lisboetas Blasted Mechanism, una de las apuestas más atípicas de la historia del Pirineos Sur. Este trasunto de Kiss y los fineses Lordi confirma el punto de efervescencia que vive la escena musical portuguesa, probablemente en el primer lugar de la vanguardia europea. Su actitud teatral sobre el escenario los hace definitivamente diferentes, sin epígonos posibles. En su caso la forma dice mucho más que el fondo. Como dicen ellos, “se trata de un estilo de vida”. Su puesta en escena es realmente impactante, con un extravagante vestuario de “futurismo étnico” coronado con máscaras que sitúan a los personajes entre el Mars Attack de Tim Burton o el Jack Sparrow de Piratas del Caribe.

En cualquier caso, sobrepuesto de la hipnosis de la primera impresión, el público se dedicó a bailar desatado con un sonido rudo, contundente y poderoso, que mostró el lado más rockero de la banda. En el pasado los ubicaron en un campo de acción en el que también jugaban Femi Kuti, Goran Bregovic o Talvin Singh. Pero el viernes por la noche fueron una potente banda de electro rock que hacía sutiles guiños al folclore sudamericano o galaico, más como una cuestión estética que como una confesión de fe. Buenos músicos y solventes actores en un teatro de máscaras y carnaval posmoderno al que da la impresión que todavía le queda mucho por explorar.

Máquinas y hombres

Orelha Negra es un ejemplo más de la efervescente escena musical portuguesa. Lisboa y Oporto se reparten los focos de mayor creatividad y vanguardia. Formados a partir de retales de la mítica banda Cool Hipnoise, los lisboetas vienen de arrasar en el Optimus Alive, el festival más importante y popular del país vecino. Orelha Negra es más que una banda de música. Sus extensas influencias y su concepción del grupo se acerca más a una cooperativa de ideas que a una formación de corte convencional. Hay elementos en su proyección exterior que dicen tanto como su música. Se han hecho populares por su afición a la técnica del “sleeve face”, un divertido entretenimiento consistente en cubrirse el rostro con la portada de un disco de vinilo. En el caso de los Orelha, la elección de esas caratulas no es una cuestión anecdótica o puramente estética, sino una declaración de intenciones sobre los gustos que alimentan su cocido musical. Esconderse tras una máscara reconocible es una manera también original y eficaz de explicar al mundo quienes son, o mejor dicho, por qué son como son.

Tipos como Marvin Gaye, Roberto Carlos o José Feliciano pueden convivir en el laboratorio donde se cocina el groove de los portugueses. Es la confirmación además de que su música es una especie de proceso de deconstrucción en el que se rescatan viejas glorias todavía en formato de vinilo, como si se tratara de un trabajo antropológico de investigación. La consecuencia de todo ello es, sin embargo, algo fresco y actual que va más allá de la memoria colectiva que arma la escena musical de los últimos 40 años. Funk, jazz, soul o hip hop dialogan con soltura mediante grooves, breaks, samples y loops que emanan de una MPC, un par de platos Technics, una batería, teclas y bajo. Podría resultar escasa artillería para trasladar el invento a un escenario, pero el directo de los Orelha Negra es demoledor y estimulante. 

Aprendieron de la música cargada de alma y de groove, del espíritu fracturado del hip hop, del singular legado de la música portuguesa y se apoyan en la inusual interacción entre groove programado e impulso real. Cuando se oye esta música se trata de diálogos entre el pasado filtrado por el sampler y el presente imaginado por los músicos. Por lo tanto habría que aclarar que Orelha Negra no se dedica a construir a base de jirones de la historia de la música, sino que lo suyo es un trabajo de interpretación. O más bien de reinterpretación de los sonidos que estimularon su creatividad como grupo. El ritmo tiene un papel muy importante: el funk sudado, sincopado y repetido que sirvió de fundición a una revolucionaria historia. Han dicho de ellos que son un laboratorio de investigación de nuestra memoria, y sin duda es la mejor manera de definirlos.

Al margen de lectura sobre lo que son y lo que proponen, los portugueses son unos músicos excepcionales que invierten tiempo e imaginación en la revisión de su extenso catálogo de influencias. No temen el peso de la historia al evocar distintos recuerdos musicales, que elevan a la superficie mediante un lenguaje honesto y explosivo entre el hombre y las máquinas.

 

Tránsito sonoro

Alguien dijo recientemente de Pirineos Sur que era “más que un Festival”. A diferencia de otros eventos que se limitan cada año a programar un conjunto de conciertos sin solución de continuidad, el festival de la DPH decidió comprometerse con la cooperación cultural y establecer marcos de colaboración con festivales africanos. Hay un componente ideológico en este planteamiento que responde al convencimiento de que la cultura es siempre un eterno viaje de ida y vuelta. En las ediciones anteriores Pirineos Sur presentó producciones propias asidas a la tradición ancestral de los pueblos, ahí donde es posible encontrar la raíz del tronco común sobre el que crecieron culturas más cercanas de lo que los prejuicios y las barreras mentales permiten ver. En ese sentido, estos proyectos de colaboración han servido para conocernos e identificarnos.

El viernes en Pirineos Sur el nuevo proyecto de colaboración denominado “Tranzik” fue más allá, casi como un salto sideral. Las raíces ahora se buscaron en la calle, en paisajes urbanos en los que crece la nueva juventud mundial alimentada con los mismos códigos visuales, sonoros y estéticos. Sería un error interpretar esta afirmación como la constatación de que la globalización ha acabado con las culturas minoritarias, pero es cierto que las nuevas generaciones manejan lenguajes universales que ni siquiera Marshall McLuhan, el padre de la teoría de la “aldea global”, podría haber intuido en sus visionarias teorías.

El rap es probablemente el lenguaje del siglo XXI. La palabra como expresión máxima de comunicación, como sublimación de su valor más poderoso. La palabra por encima de todo, independientemente del idioma al que pertenece. La palabra como martillo cuando habla de injusticias sociales, inmigración y desengaño. Esa es la extraña grandeza del rap y del hip hop. Por eso causa tanto desconcierto. En Lanuza se presentó en una noche de frío legendario el proyecto “Tranzik” (Tránsito), una reunión de raperos y DJs de Aragón, Marruecos y Senegal. Era la primera vez que se orquestaba una producción entre los festivales Pirineos Sur, L’Boulevard de Casablanca y Festa 2H de Dakar. La arriesgada aventura, una vez más, tuvo efectos profilácticos sobre el viento pirenaico con propiedades de cuchillo.

El zaragozano Rapsusklei, considerado uno de los máximos exponentes del hip hop nacional y viejo amigo de Pirineos Sur (pese a su juventud), lideró una agrupación perfectamente compenetrada y engrasada. Los días de residencia artística en Casablanca dieron para mucho. Junto con el soberbio compositor marroquí Masta Flow, el pionero senegalés Xuman y los DJs; DJ Key, DJ Gee Bayss, Oscar A Secas y el Video DJ Kalamour, montaron una fiesta urbana en la que las imágenes de la gran pantalla ilustraron un arsenal abrumador de voces y rimas. Cuando las palabras son una manada la conciencia se despierta como si fuera una terapia de choque.

Aquel mantra de que una imagen vale más que mil palabras se desmonta en noches como la del viernes. La palabra es necesaria cuando habla de racismo, de indignación y de lucha por un futuro improbable. Pero en la estética rapera no sólo la violencia verbal o la carga retórica se hacen un hueco. Los artistas de “Tranzik” son además jóvenes con evidentes influencias occidentales. Han interiorizado un desarrollado sentido del espectáculo que les ha permitido entender que a un concierto se va a cambiar el mundo pero también a pasarlo bien. Ellos tuvieron ayer una prueba insuperable para otros profesionales del “artisteo”. Y la superaron en una de las noches más frías de la historia de Pirineos Sur.

Es verdad que se encontraron con un escenario en el que la calefacción ya estaba encendida. Los marroquíes Hoba Hoba Spirit se habían encargado de templar el ambiente con un concierto impecable adornado de unánimes elogios. Hay grupos que irrumpen como una epifanía. Y Hoba fue el viernes ese tipo de hallazgo que ha hecho de Pirineos Sur un Festival tan grande. Venían precedidos de una fama de pesada carga: “Los Clash del desierto”. Pero es que la formación que lidera Reda Allali, un influyente agitador intelectual en su país, es una inmensa banda de músicos que se mueve con la misma soltura cuando toca rock clásico, trance, reggae, Ska o incluso funky. Su versatilidad y su capacidad de fusión han creado un sonido original –que ellos llaman Hayha Music-, que aposenta sus posaderas sobre una base tradicional cosida con influencias africanas, árabes, bereberes y occidentales. Son como una radiografía de la caleidoscópica sociedad marroquí, frecuentemente sesgada desde los oráculos occidentales.