Rompiendo el hielo
Canadá es un país joven, con poca historia y escasos hitos que conmemorar. Para un azorado ciudadano de la Vieja Europa la ausencia de cuentas pendientes con el pasado proyecta una extraña sensación de inocencia y candidez. En los años 50 del pasado siglo hizo fortuna una frase del entonces primer ministro canadiense John Diefenbaker, que solía decir que el país “tiene demasiada geografía y muy poca historia”. Los huecos de los almanaques fueron cubiertos por el deporte y sus mitos se encargaron de alimentar el imaginario popular a falta de imperios añorados y de héroes de guerra que echarse a la boca.
Abundan en las librerías canadienses los libros de fotografía que repasan la historia del país, fundado en 1867 pero sometido jurídicamente al Parlamento británico hasta 1982. Es la única gran potencia que puede atestiguar toda su existencia mediante imágenes. En estos libros el relato histórico suele nutrirse de algunas efemérides de consumo doméstico que ayudan a entender la construcción física y la identidad del país, huérfano de la acerada memoria colectiva de los pueblos viejos. Cuando la historia no es una apretada cronología todavía queda sitio para lo cotidiano.
Los héroes y traidores, las victorias y las derrotas casi siempre se encuentran en los campos de juego. Y así es como cuando uno llega a Canadá no tarda en encontrar a alguien que le relata la heroica victoria de la selección de hockey sobre la Unión Soviética en las “Super Series” de 1972 en Moscú. Aquello trascendió lo deportivo, fue la escenificación de la Guerra fría en una pista de hielo; la victoria del mundo libre sobre el comunismo.
El capítulo de las traiciones pertenece, sin duda, a Wayne Gretzky. Cada 9 de agosto las televisiones recuerdan que tal día como aquél de 1988 anunció desconsolado que dejaba los Edmonton Oilers y se rendía a los dólares americanos de los multimillonarios propietarios de Los Ángeles Kings. Nadie ha olvidado aquella afrenta del que es considerado mejor jugador de hockey de todos los tiempos.
También hay capítulos enteros para las derrotas, pero algunas ayudaron a forjar una conciencia común, de gran eficacia cuando se trata de coser el tejido emocional de un país. Como las del patinador Brian Orser en los JJOO de Sarajevo 84 y Calgary 88. Su doble plata ante los gigantes americanos Hamilton y Boitano fue para los canadienses ese tipo de derrotas que alimentan el orgullo colectivo porque se consideran dignas y ennoblecen al que las protagoniza. Los duelos de Orser con Boitano y Hamilton se siguen recordando como una de las épocas más hermosas y vibrantes de la historia del patinaje.
Desde entonces Canadá tiene una cuenta pendiente en los JJOO de Invierno, la competición que mejor proyecta las características del país, su personalidad marcada por el rigor invernal. Nunca un canadiense ha ganado la medalla de oro en la modalidad masculina de patinaje artístico y el asunto comienza a escocer. Pero están convencidos de que el próximo año en Sochi su compatriota Patrick Chan zanjará la histórica deuda y vengará a Orser. Tienen razones de peso para el optimismo puesto que el patinador nacido en Ottawa es el vigente Campeón del Mundo y el hombre que marca la tendencia del patinaje actual, su referente indiscutible tras el largo reinado del ruso Evgeni Plushenko.
Sin embargo, a finales del pasado mes de noviembre la inquietud se instaló en el país y el desasosiego comenzó a envolver las noticias sobre el venerado Chan. En el Skate Canada, una de las pruebas que componen el Grand Prix (Copa del Mundo de patinaje), la victoria fue para el español Javier Fernández, que logró sacarle 11 puntos al canadiense y envolver de dudas a todo su entorno. A esos niveles, cuando los que compiten son los mejores entre los mejores del circuito mundial, esa diferencia en la puntuación es una barbaridad.
En horario de máxima audiencia y retransmitido a todo el país, el programa libre de Javier (su ya conocida coreografía con música de películas de Chaplin), causó tanta admiración como desconcierto entre el muy entendido público canadiense. A esas alturas Fernández ya no era un desconocido en Canadá; en 2011 había logrado la medalla de plata en la misma competición y el bronce en la final del Grand Prix celebrado en Quebec, en el que sólo participan los seis mejores de la temporada. Todos sabían entonces que el español acababa de aterrizar en Toronto para entrenar precisamente con Brian Orser, convertido ahora en uno de los preparadores más prestigiosos del mundo. Una pirueta con tirabuzón del destino, que ha puesto en sus manos la preparación de uno de los patinadores que puede arrebatar a Canadá una vez más el ansiado oro olímpico.
Antes, en marzo, se disputará en London (Ontario), a una hora escasa de Toronto, el Campeonato del Mundo. Allí estarán los japoneses, dominadores absolutos del cotarro, y Patrick Chan, que aspira a revalidar el título espoleado por sus compatriotas. Con el oro continental Javier Fernandez se ha sacudido de encima la presión de demostrar hasta qué punto su patinaje ha alcanzado la excelencia. Ya tiene uno de los 3 grandes campeonatos y ahora son sus rivales los que, abrumados seguramente por el nivel demostrado en Croacia, observarán al español con el respeto que sólo se ganan los deportistas verdaderamente brillantes.
Javier está en esa esfera, en un exclusivo grupo donde las medallas se disputan en pequeños detalles, en sutilezas técnicas sólo apreciables para los jueces y técnicos. Tiene además una habilidad al alcance tan solo de unos pocos elegidos: hace los cuádruples, el salto más difícil del patinaje, con una técnica y una facilidad prodigiosas. Sólo tres patinadores en la historia han sido capaces de repetirlo tres veces en un mismo programa; Javier es uno de ellos.
El éxito del madrileño en el Europeo ha desatado un repentino interés por el patinaje en nuestro país. España es muy dada a estos entusiasmos efímeros y oportunistas pero quienes conocen a Javier saben que tiene la cabeza bien amueblada, no le afectará la presión porque de algún modo siempre se ha movido bajo ella. Destacó casi desde que se puso por primera vez los patines con siete años emulando a su hermana Laura, la pionera de la familia. Su primera entrenadora, Carolina Sanz, se ha prodigado estos días en recuerdos sobre los inicios de Javier: su carácter díscolo y anárquico, su facilidad para hacer piruetas y saltos, su genética extraordinaria, su carisma. Hay otro elemento que es un lugar común en todos los talentos deportivos: no tiene una biografía plácida.
Pese a sus 22 años su vida está dibujada con meandros y recovecos, una manera gráfica de describir la larga lista de sacrificios que ha ido acumulando hasta llegar adonde está ahora. Del club Igloo de Madrid se fue a entrenar durante un año y medio al CETDI de Jaca siguiendo la estela de su hermana mayor. Su madre pidió una excedencia y se fue con ellos. Javier crecía y en las puertas de la adolescencia, época de turbulencias, dio la espantada por un tiempo. Volvió él solo, reforzado en su convicción de ser algún día alguien grande en el patinaje. Después del Festival Olímpico de la Juventud Europea de Jaca en 2007, donde quedó cuarto a centésimas del bronce, el prestigioso entrenador ruso Nikolai Morozov le propuso entrenar con él en New Jersey. Y con 17 años se separó de sus padres y emprendió un camino desconocido y tortuoso que le acabaría haciendo más fuerte. A partir de ahí su biografía se transforma en relato. Hace dos semanas confesaba que esa oferta de Morozov le cambió su vida. “Hasta entonces nunca me había planteado salir de España, no entraba en mis cálculos.”
El patinaje artístico es uno de los deportes más exigentes y sacrificados del mundo. Las recompensas, si es que alguna vez llegan, pocas veces guardan proporción. Solo los grandes campeones mundiales, olímpicos o europeos pueden asegurarse cierta prosperidad económica y el reconocimiento general. Por eso abundan las biografías rotas, las retiradas prematuras, los rencores larvados y las frustraciones de pesada digestión. Es un mundo endogámico y cerrado en el que todo se sabe y en el que las oportunidades para triunfar dependen no solo de las cualidades del patinador sino de su capacidad para soportar durante años una presión que, como en todos los deportes individuales, no se puede descargar en nadie más. Tan solo los más capaces mentalmente perduran; la mayoría renuncian cuando logran admitir que tantos sacrificios nunca encontrarán recompensa. Es duro pero muchos patinadores han confesado después que ese día lo que sintieron fue un inmenso alivio. Se habían quitado de encima un peso insoportable, algo que había dejado de dar placer para causar solo angustia.
Javier ha sabido derribar esas barreras tradicionalmente insuperables para el patinaje español. Al lado de Morozov inició una progresión imparable en Europeos y Mundiales, escalando cada año en las clasificaciones y creciendo como patinador. Luego llegó su participación en los JJOO de Vancouver, la primera de un español bajo el sistema de clasificación. Instalado ya en la élite, con el técnico ruso las cosas no acabaron bien y en 2011 decidió cambiar de aires y buscar en Toronto el cobijo de Brian Orser y su equipo. Junto a ellos Javier ha dado el salto de calidad definitivo: ha pulido su patinaje y ha perfeccionado su técnica y parte artística. Él asegura que ha llegado el momento de luchar por el oro olímpico. Tiene el talento y le sobra el carisma.
Artículo publicado en El Periódico de Aragón en la edición del 3 de febrero de 2013
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