Blogia

Juan Gavasa

El logotipo español de los Blue Jays

El logotipo español de los Blue Jays

El logotipo de los Blue Jays de Toronto, el único equipo canadiense en las Grandes Ligas Norteamericanas de beisbol, fue diseñado por el español Paco Belsué, un aragonés de Jaca que murió en octubre de 2011 en la capital de Ontario. Éste es un dato desconocido en Canadá, perdido en la memoria de los viejos emigrantes españoles y rescatado hace una década por el periodista Ramón J. Campo en Heraldo de Aragón. Cada vez que le cuento a un torontiano que el logo de los Blue Jays lo hizo uno de mi pueblo recibo toneladas de incredulidad que a veces tienen el aspecto propio del cinismo; hacen que me creen pero realmente me compadecen. Pero es verdad; la imagen del pájaro mas entrañable de Canadá fue creada por un aragonés simpático, orondo y cachazudo que emigró a Toronto en 1968  en busca de nuevos horizontes profesionales.

Su amigo Juan Tudela había recibido una carta en la que pedían dibujantes españoles, cotizadísimos entonces en todas las agencias publicitarias, para trabajar en una película de dibujos animados. Ellos eran unos privilegiados en aquella España plomiza y sucia que se desperezaba con el desarrollismo industrial y los primeros turistas. Belsué, que diseñaba en una agencia zaragozana e imaginaba otros mundos sin dictadores, decidió atender aquella llamada de la prosperidad y establecerse en un remoto país que no era habitual receptor de la emigración española.

Comenzó a trabajar en la agencia Savage Sloan Ltd, que tiempo después recibiría el encargo de diseñar el logotipo del recién creado equipo de beisbol profesional de los Blue Jays de Toronto. El ambicioso proyecto fue a parar a la mesa de trabajo de Paco. Tenía que jugar con la imagen del blue jays, un popular pájaro azul, blanco y gris que abunda en toda la zona noreste de Norteamérica. Tras descartar unos cuantos bocetos dio con el definitivo; una combinación previsible pero eficaz del pájaro de marras, una pelota de beisbol y la hoja de arce, cómodo recurso para el toque patriótico. Así de sus manos y de su imaginación surgió el diseño del que con el tiempo se convertiría en uno de los logotipos más famosos y rentables de Canadá. El trabajo fue firmado por la agencia y la creatividad de Paco Belsué permaneció en el anonimato. Tan solo en la primera semana su creación generó diez millones de dólares de beneficio, aunque él sólo cobró su cheque semanal en la empresa, nada de royalties ni derechos de autor. Fue el artista anónimo para el logotipo más popular. En el libro “This side of Spain”, editado en los años 80, se relataba la actividad de la colonia española en el país y el autor se refería a Belsué asegurando que “su contribución a Ontario y Canadá ocupará un lugar en la historia del país”.

Hay que vivir en Toronto para entender la dimensión que tienen los Blue Jays y, sobre todo, para comprobar la inmensa popularidad de su logotipo, probablemente a la altura del de los Maple Leafs de hockey sobre hielo. Cuando con la primavera comienza la temporada de beisbol la imagen creada por Paco Belsué se incrusta en toda la ciudad y en todos los objetos de consumo cotidiano. Los Blue Jays es el único equipo no estadounidense que ha ganado las Series Mundiales, lo hizo en dos ocasiones consecutivas en 1993 y 1994, hito que aparece en los libros de historia del país con letras de forja. El Rogers Center, el formidable estadio en el que juega, constituye junto a la CN Tower los dos iconos más emblemáticos del skyline de Toronto.  

Desde que Paco diseñó aquel primer logo los Blue Jays lo han modificado en numerosas ocasiones para adaptarlo a las tendencias de diseño de cada época y hacer caja con el merchandising. Pero los aficionados reivindicaban el original y seguían comprando las camisetas y las gorras con su estampa, así que el club decidió hace dos temporadas recuperarlo como emblema de marca del equipo, el único que ahora lo identifica.

El diseñador aragonés realizó otros trabajos para firmas tan relevantes como American Express o Benson & Hedges pero nunca pasó de ser un talentoso, discreto y eficiente diseñador gráfico que hizo ganar millones de dólares a su agencia y a sus clientes. En el camino dejo de ser Paco y se convirtió en Frank aunque sus correos electrónicos siempre los firmaba con un “Paco de Jaca”. Sospecho que la vida no le trató demasiado bien, su carrera profesional pese a todo no fue ni exitosa ni deslumbrante. Se prodigó en agencias y en trabajos poco edificantes y su creatividad se fue consumiendo lánguidamente, a la velocidad desquiciante y cruel de la decadencia. Lo conocí hace diez años en la etapa postrera de su vida, cuando ya jubilado residía en un adosado de dos plantas en el populoso barrio de “Greekville”, al sur de Toronto. La entrada estaba presidida por un gran cuadro suyo de la peña Oroel, la montaña de Jaca, y otros bocetos de pintorescos rincones de su memoria infantil. Hay modestias que duelen y otras dignifican; la que vestía su casa era de las últimas.

Hablamos mucho entonces de nuestro pueblo, del que él había conocido y abandonado medio siglo antes y del que yo pregonaba ahora como un heraldo de buenas nuevas. Las suyas eran memorias vibrantes y fértiles de una vida que se precipitaba al desenlace final después de despojarse de toda la fruslería; parecían haber estado atoradas durante siglos. Escribí un artículo sobre nuestro encuentro para una revista española y nunca más nos volvimos a ver. Él me enviaba de vez en cuando, cada vez más espaciados, correos con ocurrencias, diseños o enlaces a páginas en las que se documentaba alguna conjura mundial en la que siempre estaban implicados los judíos. Creo que lo que le dio vida en sus últimos años fue la constatación de que había que estar alerta ante todas las conspiraciones que se construían a nuestro alrededor para dominar el mundo.

Pocas semanas después de instalarme en Toronto, en octubre de 2011, uno de sus sobrinos me escribió para decirme que Paco acababa de morir. Quiero pensar que el destino obró de esa manera nada caprichosa, con determinismo; se iba ahora que ya había llegado a Toronto otro jacetano para sustituirlo.

¿Es Canadá un país corrupto?

¿Es Canadá un país corrupto?

¿Es Canadá un país corrupto? Probablemente lo sea menos de lo que sospechan sus ciudadanos pero algo más de lo que se cree en el exterior. La idílica imagen que tradicionalmente ha proyectado el país, epítome de buenas conductas democráticas y robusta conciencia cívica, se está tambaleando en los últimos meses al calor de una secuencia de escándalos de corrupción poco edificante y bastante chusca. Sus protagonistas son algunos de los políticos más relevantes del país y el efecto corrosivo ha alcanzado directa o indirectamente a sus instituciones más representativas.

Hace escasos días fue detenido en su domicilio particular el alcalde de Montreal –la segunda ciudad más importante de Canadá-, Michael Applebaum, acusado de vínculos con la poderosa mafia que controla el negocio de la construcción en Montreal, encabezada por la familia Rizzuto. Pero es que Applebaum había sustituido el pasado mes de noviembre al anterior alcalde, Gérald Tremblay, acusado también de recibir sobornos de grandes empresas de la construcción para su grupo político. El relato de los hechos resulta muy familiar para alguien que viene de España.

Desde hace algunos meses la conocida como Comisión Charbonneau está investigando con luz y taquígrafos las estrechas relaciones de la mafia y las empresas de la construcción de Quebec con los principales partidos políticos de la provincia. Sus explosivas sesiones e interrogatorios, que se realizan a puerta abierta, están sacando a la luz todo el complejo entramado de corrupción que anida en la “Belle Province” desde hace algunos años y que no es más que otro capítulo del viejo manual universal de prácticas sobre sobornos y financiación ilegal.

La exigua victoria del Partido Quebecois (PQ) en las elecciones legislativas de Quebec del pasado mes de septiembre, que dio pie a todo tipo de interpretaciones en clave nacionalista, se debió en buena medida al insoportable olor que procedía de las filas del Partido Liberal, en el poder en los últimos nueve años y zarandeado por escándalos de corrupción en la contratación de obras públicas. Las revelaciones de la Comisión Charbonneau se dirigieron posteriormente a la ciudad de Laval, uno de los principales suburbios de Montreal. Su exalcalde, Gilles Vaillancourt y otras 37 personas fueron detenidas en mayo acusadas de conspiración, fraude, tráfico de influencias y “gangsterismo”. Los canadienses han abierto la tapa y han descubierto el grado de podredumbre de las alcantarillas del poder.

La histórica rivalidad entre Ontario y Quebec ha encontrado un punto de consuelo en la reprobable conducta de sus políticos, por primera vez simétrica y sincrónica. Si el ayuntamiento de Montreal anda de bote en bote el de Toronto –la ciudad más importante de Canadá- está a punto de arder con la figura de su orondo alcalde, Rob Ford, inmolándose frente al City Hall del arquitecto finlandés Viljo Revell. Ford, que llegó inesperadamente a la alcaldía torontiana en 2010 como independiente, vive instalado en una controversia permanente; cuando no por sus conflictos de intereses por su azarosa vida privada. Recientemente se divulgó una fotografía en la que se le podía ver fumando crack junto a dos supuestos traficantes en Etobicoke, uno de los principales barrios de Toronto.

La imagen pertenecía supuestamente a un vídeo que los narcotraficantes ofrecieron a The Toronto Star (el periódico de mayor tirada de Canadá), y a  la web norteamericana Gawker a cambio de 200.000 dólares. Los dos medios abrieron una suscripción popular para recaudar esa cantidad pero cuando lo lograron no pudieron volver a establecer relación con los dueños de la cinta, que habían desaparecido del mapa. El asunto ha dado pie a un incesante caudal de rumores, sospechas y cruces de informaciones que vinculan a Ford con supuestas adicciones y turbios tejemanejes. También ha generado un vigoroso debate sobre la ética periodística, un asunto que en este país suele irrumpir cada vez que se ponen en duda las garantías de cualquier ciudadano, aunque éste sea el alcalde de Toronto.

Mientras tanto, Ford ha negado insistentemente la mayor, ha rechazado las acusaciones y ha desmentido la naturaleza de esa instantánea en la que aparece un tipo que, en cualquier caso, se parece mucho a él. En su numantina defensa del sillón municipal ha arrastrado a seis de sus más estrechos colaboradores, que por razones nunca bien explicadas han abandonado sus cargos o han sido sustituidos en mitad de todo el escándalo. Rob Ford tiene las maneras de un chisgarabís y las artes de un político populista que alcanzó el poder porque decía lo que la gente quería oír. Es decir; nada nuevo bajo el sol. Pero desde que llegó al poder ha tenido que desmentir permanentemente sus problemas de adicciones, aunque en 1999 fuera detenido por conducir borracho y en posesión de marihuana y tiempo después por enfrentarse borracho a una pareja en un partido de hockey.

Pero si elevamos el vuelo sobre el gran mapa canadiense los escándalos se reproducen a escala nacional, aunque el caso más grave es el que se resuelve estos días en el Senado, una de las dos cámaras del país. Los senadores Pamela Willin y Patrick Brazeau tuvieron que renunciar a su honorable cargo tras ser acusados de recibir miles de dólares de forma irregular. El mecanismo utilizado fue también un prodigio de originalidad: cobraban las dietas de desplazamiento por asistir a las sesiones del Senado en Ottawa pese a tener residencia en la capital canadiense. El mismo escándalo afectó al senador conservador Mike Duffy, que renunció a su cargo en el Partido pero no a su asiento de Senador.

La avaricia de los políticos pareció quedar resuelta después de que un comité independiente dictaminara que tenían que reembolsar el dinero, cerca de 90.000 dólares canadienses en el caso de Duffy. Pero si las cosas pueden empeorar no hay duda de que lo harán y pocos días después se conoció que ese dinero no lo había pagado el senador de su bolsillo sino Nigel Wright, jefe del gabinete del Primer Ministro, Stephen Harper. Wright tuvo que dimitir acosado por las evidencias que demostraban además que estaba pactando un acuerdo en la trastienda para que la investigación abierta en el Senado no fuera agresiva con Duffy.  

El informe sobre Índice de percepción de la corrupción de 2012, Canadá ocupa el noveno puesto en la lista de países menos corruptos del mundo y el primero si se limitan los datos a América. http://www.transparency.org/cpi2012/results Según Transparencia Internacional, el organismo que cada año evalúa los índices de corrupción de cerca de 200 países, los que consiguen las mejores calificaciones cuentan con “sólidos sistemas de acceso a la información y normas que regulan las conductas de quienes ocupan cargos públicos”. En esta lista Dinamarca ocupa el primer lugar con 90 puntos (100 es la pureza máxima), 6 más que Canadá. Para encontrar a España hay que descender hasta el puesto 30 con 65 puntos, al nivel de Estonia, Bostwana o Buthan.

Según el último Índice para una Vida Mejor, http://www.oecdbetterlifeindex.org/es/countries/canada-es/ que cada año elabora la OECD/OCDE (Organisation for Economic Co-operation and Development), Canadá es uno de los 4 mejores países del mundo para vivir, de acuerdo a una tabla en la que se valoran conceptos diversos como la vivienda, los ingresos,  el empleo, el compromiso cívico, la salud o la seguridad.

Pero la estadística generalmente camina por un lado y las percepciones del ciudadano por otro. Los canadienses observan la corrupción desde el mismo ángulo que lo hacen los ciudadanos de las democracias consolidadas; saben que existe y que pertenece a la naturaleza de la política, por lo que no pierden demasiadas energías en sofocarse. Pero a diferencia de otros países, Canadá tiene unos órganos de control y fiscalización independientes y eficaces que suelen garantizar la independencia de los tres poderes y la persecución de la corrupción política. 

Canadá, el país que no se ve

Canadá, el país que no se ve

Ann es una joven cristiana copta que recién casada huyó de Egipto tras la llegada al poder de los Hermanos Musulmanes. Recaló en Canadá, como miles de integrantes de esta minoría religiosa que se ha convertido en objetivo de la violencia islamista y salafista desde la caída de Mubarak. Ella nunca participó en las manifestaciones de la plaza Tahrir, me reconoce, pero las comprendía; ”el país no avanzaba, estábamos encerrados, aislados en el pasado, sin futuro”. Pero sospecha que el nuevo Egipto que dejó puede emparentarse con el infierno si no se produce otra revolución que de verdad traiga la democracia a su país. Lo ve improbable y teme por los suyos; otros ya han sido asesinados. Ann nunca relaja una sonrisa con cierta aspiración de erotismo blando, incluso cuando me afea mi ateísmo, pedregosa trocha que recorremos con frecuencia para practicar el inglés. Ella se pone trascendente, yo intento ser mundano. No le gusta Canadá pero no puede vivir en Egipto. Nunca escuchó en directo a ningún grupo de rock occidental; no sabe decirme ningún nombre aunque su desgaire la sitúa a una distancia sideral del mundo de mis preocupaciones, que de repente se me vuelve zafio e irrelevante.

Ingrid llegó a Canadá hace veinte años desde Lituania. Cuando ella se fue la antigua república soviética acababa de estrenar independencia pero su sociedad estaba en retirada, en la búsqueda de la nueva verdad revelada bajo el armazón herrumbroso del comunismo. Ahora tiene 42 años y acaba de ser abuela. Ingrid ha envejecido prematuramente, cada arruga de su rostro intuyo que guarda un relato estremecedor, una angustia. Me lo dicen también sus ojos y sus profundas ojeras, horadadas por noches de insomnio y lágrimas punzantes. Nunca mira de frente cuando habla; lo interpreto como el último aliento de dignidad.

Ingrid me habla de un país podrido y de una población disoluta, de los sueños rotos de una generación que se encontró desnortada entre el pasado desguazado y el futuro por fabricar. Sin posibilidad de emancipación ideológica el crimen ocupó el hueco dejado por la historia oficial. Y en ese miasma hicieron inmersión miles de jóvenes como el hermano de Ingrid, asesinado de un balazo en un callejón de Vilna y todavía hoy un expediente policial sin resolver. Yo le hablo de Sabonis, mi ídolo de la infancia, porque  no doy para más cuando el tono emocional de las conversaciones se pone exigente. Creo que Ingrid ha descubierto mi torpeza y con una gentileza infinita me dedica una perorata sobre el gran Arvidas y sus años en el Madrid.

Shirin es pakistaní y lleva niqab. El día que la conocí quise estrecharle la mano pero ella dio un paso atrás y con gesto nervioso me pidió disculpas por la supuesta descortesía. Necesité unos segundos para comprender que la descortesía era mía, que vivo en un país que te exige a diario practicar gimnasia mental para abrazar el relativismo religioso y cepillar tus prejuicios aldeanos. Lo sé pero confieso que hay tardes en las que observo a Shirin y lo hago con lástima y compasión. Me ocurre cada vez que la veo descender del coche que conduce su barbudo marido, un coche que imagino como una cárcel volante en manos de un alcaide arrogante y celoso. Desde el incidente del primer día esquivamos nuestras miradas y ella evita sentarse cerca de mí. Me siento incómodo, incapaz de gestionar una situación con naturalidad cuando se me omite con un velo negro la sonrisa o el mohín de la persona que tengo enfrente. Desconozco su edad, no sé nada de ella, salvo que la sonoridad de sus palabras enmudece filtrada por ese jodido muro de tela tan inquebrantable como el hormigón.

Mashoma huyó de Irán con la revolución de Jomeni. Nunca había escuchado a los Beatles hasta que un día le puse en mi Iphone “Yesterday”. Me dijo que estaba bien, sin más. Otra vez me preguntó por Canadá, por las cosas que más me agradaban del país. Yo le dije que admiraba el civismo de los canadienses y la limpieza de las calles. Ella me miró fijamente, enredó y desenredó mecánicamente la cadena con la que jugueteaba entre sus manos y me lanzó directamente a la esquina en la que guardan su turno los seres más ridículos del momento: “a mí lo que me gusta de Canadá es la paz, saber que vas a salir a la calle y no te van a asesinar”. Ella me hablaba de la vida y yo de la limpieza viaria. Estúpido.

Franco, que es venezolano y carpintero, decidió abandonar Caracas porque no quería llevar pistola. La necesitaba para proteger su retaguardia y la de los suyos cada vez que salía de casa. Otras, su mujer lo aguardaba en el portal con la puerta entreabierta para evitar que la espera fuera fatal. En Venezuela un modesto carpintero puede nublar el juicio de cualquiera y convertir en astillas su vida. No merecía la pena vivir así, ahogado cada mañana en una angustia sofocante. El día que murió Chavez me recibió con una sonrisa lúcida pero me confesó que no pensaba regresar; que el problema ya no era Chávez o Maduro sino la miseria moral y orgánica de un país que escupía a los suyos. Suelo decirle que tiene nombre de dictador y él me responde que quién no tiene uno en su vida.

Franco, Mashoma, Shirin, Ingrid y Ann son algunos de mis compañeros en clase de inglés. Hay otros como Abdullah, un profesor de matemáticas de la Universidad de Kabul que ahora regenta un Dollarstore en Canadá; o Ángela, una periodista colombiana que limpia oficinas; o Kashia, una enfermera polaca que sirve mesas en un restaurante. Ellos y también yo formamos parte del Canadá que no encaja en los tópicos, el país hecho a base de retales traídos de aquí y de allá, cosidos con un fino hilo que narra historias dramáticas y heroicas que parecerían fantásticas si no fueran verdad.

Prietas las filas

Prietas las filas

Los canadienses se empeñan en engordar sus símbolos, en darles con cierta frecuencia una pátina venerable para que aparenten más edad de la que tienen. Aunque Canadá sabe que la lozanía de su juventud es una de sus claves de bóveda, en el fondo anhelan el rancio abolengo de las naciones antiguas porque se sienten advenedizos en un mundo de viejos. Posiblemente el único interés que les mantiene unidos a la reina Isabel de Inglaterra es precisamente la conexión que ella les proporciona con la historia antigua; con el relato de reyes, imperios y ejércitos coloniales, que tan bien queda en los aligerados libros de texto.

Los españoles sabemos bien que la saturación de historia acaba siendo un problema; nos pone muy pesados a los que cargamos con el menhir de la cronología milenaria. Y entre filípicas a los propios y prejuicios con los otros apenas somos capaces de ver más allá de lo que permite la vista desde el campanario de nuestro pueblo. Canadá es el país perfecto para cepillar nuestra naturaleza tribal salvo que transitemos en un permanente viaje interior, que de todo hay. Pero el proceso tiene que ser inevitablemente lento y proceloso; así un día nos descubrimos fecundos en nuestra capacidad de asimilación y otro recaemos en una melancolía paralizante.

Dos de las fiestas más importantes que celebran los canadienses anualmente tienen que ver con su pasado británico y con el ejército. El 11 de noviembre es el “Remembrance Day” o “Poppy Day”, día en el que se conmemora el final de la Primera Guerra Mundial y se recuerda a todos los soldados muertos en las dos grandes guerras. Durante esos días la mayoría de canadienses lleva en su solapa una visible amapola de papel. El 25 de mayo es “Victoria Day”, en honor de la reina Victoria de Inglaterra, bajo cuyo reinado se fundó Canadá en 1867. Estas celebraciones constituyen dos importantes señas de identidad del país y arrojan una luz nítida y directa sobre la relación que los canadienses mantienen con su pasado británico, algo así como una emancipación a tiempo parcial para ir a comer todos los días a casa de los padres.

La otra es el ejército. Los militares tienen en Canadá la condición de héroes nacionales. No se suelen dejar ver, no forman parte del paisanaje, lo que alimenta su condición de unicornio mitológico. Los que venimos de países en los que el ejército fue un tenebroso protagonista de nuestra historia solemos observar con cierta reserva esta relación social tan inodora y buenista, que se fomenta desde las escuelas y se proyecta en todos los ámbitos de la sociedad canadiense.

Pero como casi todo en Canadá, tiene su explicación: si tu ejército nunca se ha levantado en armas contra la población, nunca ha tenido veleidades golpistas y nunca se ha entrometido o ha ejercido el poder es normal que los canadienses lo tengan clasificado como una marca blanca. Si los ciudadanos nunca se han visto en la obligación de entregar un año de sus vidas en el servicio militar es fácil sostener una memoria aliviada de recuerdos turbios sobre la disciplina castrense. Finalmente, todo es más cómodo cuando las guerras en las que participaron tus soldados siempre fueron lejanas y ajenas. Mejor las bombas lejos del backyard.

Para los que consideramos que la aportación de un militar a la sociedad puede merecer tanto reconocimiento público como la del albañil que se sube al andamio, el minero que desciende a la mina o el pastor que cuida a la intemperie su rebaño en el monte, este tipo de expresiones de admiración puede parecer sobreactuado. Pero, nuevamente, tendremos que olvidarnos de lo que ocurrió en nuestro país de origen y observar la realidad con los ojos del ciudadano canadiense.

En el último Remembrance Day viajaba en el tren de cercanías que une los suburbios del Greater Toronto Area. Estaba sentado junto a un miembro del ejército canadiense; soy incapaz de descifrar la graduación de su divisa porque las olvidé todas al día siguiente de recibir la carta blanca, hace más de veinte años. Mi memoria suele olvidar cosas realmente relevantes pero afortunadamente también actúa con la misma eficacia disolvente cuando se trata de chorradas intrascendentes para la supervivencia diaria. Por lo tanto lo dejaremos en que era un miembro del ejército canadiense vestido con el uniforme de campaña. Su bigote –siempre los bigotes merodeando cuando hay uniformes por medio-, y una indisimulada panza lo remitían al entrañable escalafón estético de los chusqueros, para que me entiendan.

El supuesto chusquero canadiense estaba sentado junto a la puerta de salida;  tenía el rostro cetrino y perezoso, perdida su mirada en algún punto indeterminado de ese vagón atestado de torontianos en día de fiesta. Su mente parecía bullir en preocupaciones trascendentales; probablemente estaba pensando en que tendría que cambiar la bombona de gas de la barbacoa al llegar a casa o que todavía no había limpiado las hojas de las canaleras. No me lo imagino con otro somniloquio, no lo veo reflexionando sobre el etéreo concepto de la patria y el deber de estado. 

El tren estaba a punto de detenerse en la estación de Clarckson; se formó el habitual tumulto de los que descendían en aquella parada dirigiéndose con paso de costalero a la puerta de salida. Arrebujado al final de esa fila un tipo fijó los ojos en nuestro militar chusquero. Lo hizo de forma pudorosa y trémula, consciente de que la distancia que los separaba iba a desaparecer en pocos segundos y que entonces tendría en frente a un héroe nacional. Desde mi posición podía ver bien a los dos viajeros; uno sentado y aislado en su abstracción y el otro acercándose nervioso como un niño que espera en la cola a ser recibido por alguno de los Reyes Magos.

Así estaba ese ciudadano canadiense, seguramente padre de familia y propietario de una hermosa casa con jardín. La sola presencia del militar le había inducido un episodio de excitación y timidez sobrevenida que lo tenía aturdido; su cara era un poema. Miraba al uniforme furtivamente pero no recibía ningún signo de interactuación de su propietario, que seguía a lo suyo. Probablemente yo era el único viajero interesado en la escena.

Las puertas se abrieron, el vagón comenzó a despejarse y el ritmo de descompresión de aquella fila lo dejó al pie de los caballos en un instante.  El ciudadano, diligente y con educación victoriana, llegó a la altura de nuestro hombre de uniforme y le balbuceó cohibido un pudoroso “thank you” que el de verde recibió como quien oye llover. Asintió con la cabeza y a otra cosa. En aquella escena el militar podría haber sido un obispo o Marlon Brando acariciando a su gato gris mientras atendía a Bonasera, porque la sumisión del civil fue igual de suntuosa y pegajosa.

Al otro día estuve en un partido de baloncesto de los Raptors. Los equipos de Toronto tienen la costumbre de mimetizar su equipación durante algunos partidos de la temporada en homenaje a las fuerzas armadas. También es habitual que en algún tiempo muerto se informe de la presencia en el partido de un militar de alta graduación o de algún veterano de Irak, Afganistán o el Golfo. Su rostro aparece en el video marcador y el estadio se viene abajo, que dirían los de deportes. Aquel comandante ya era otra cosa; un trasunto de Patton, Petraeus y Fogh Rasmussen, un tipo distinguido y atildado que saludaba afectado al público con el temple que sólo pueden dar las campañas en Oriente Medio. Sus espaldas eran anchas y bien armadas, esa arquitectura dorsal acostumbrada a soportar algo que debe de pesar mucho por lo que cuentan: el honor y la  patria.

He preguntado a algunos amigos canadienses por el ejército y sus respuestas fueron las que esperaba: “ellos se juegan la vida por defendernos”, me dijeron indistintamente. ¿Defenderos de qué? Contesté inquisidor; “pues de una invasión”. ¿Cuándo fue la última vez que Canadá fue invadida? “Nunca ha sido invadida pero ahora acuden a misiones militares en sitios muy peligrosos en los que se juegan la vida”. Son los mismos argumentos que he escuchado tantas veces en España, la historia siempre se ha escrito con la sangre de las batallas. 

El fenómeno Hadfield

Hay una definición que utilizó el escritor norteamericano Bill Bryson en su estupendo libro “Down Under” (En las antípodas), para referirse a Australia que me parece perfectamente aplicable a Canadá: “No se porta mal. Es estable, pacífica y buena”. Bryson intentaba explicar por qué se sabe en el mundo tan poco de este inmenso país y por qué apenas da noticias de relevancia. Casi nadie sabe quién es su primer ministro o su deporte nacional o el nombre de algún famoso australiano  al margen de Kilye Minogue o Rupert Murdoch. La mayoría dudará cuando se le pregunte por su capital… y no, no es ni Sidney ni Melbourne.

Australia es inabarcable, como lo es Canadá. La mayor parte de su territorio interior es un desierto infinito, árido e inhabitable conocido como “outback” que ofrece las mismas constantes vitales que el infinito, gélido e inhabitable pedazo del mapa canadiense ocupado por los territorios septentrionales de Yukon, Northwest y Nunavut. Realmente son dos países que viven en las antípodas pero que se parecen mucho e incluso comparten la misma Jefatura de Estado; la reina Isabel de Inglaterra. Las antiguas colonias británicas se reconocen a la legua, y no solo por la costumbre de los hombres de cierta edad de llevar calcetines hasta las rodillas y pantalón corto en verano; tendencia que observó el muy detallista Bryson en su libro “Down Under”.  

También creo que tan sólo una minoría será capaz de decir sin titubear el nombre de la capital de Canadá si le advertimos previamente de que se olvide de Toronto, Montreal y Vancouver. Muy pocos podrán enlazar el nombre de tres famosos canadienses si exceptuamos los de Bryan Adams, Leonard Cohen o Neil Young. Sobre el primero los corrosivos personajes de South Park ya dijeron en su día todo lo que había que decir: “Canadá tiene que pedir perdón al mundo”. Lo curioso es que los propios canadienses suelen ser bastante olvidadizos con sus glorias patrias y por apatía, pereza intelectual o simple confusión onomástica suelen dejar escapar algunos nombres que descubren asombrosamente como propios tiempo después. Le suele pasar al arquitecto Frank Gehry o a la escritora Alice Munro, que a veces está más allá que aquí.

Definitivamente Canadá no hace mucho ruido allá por donde pasa y eso se nota en la frecuencia con la que aparece en los grandes medios de comunicación internacionales. Los canadienses dosifican sus expresiones de orgullo patrio; un tipo de patriotismo nada chusco y bastante civilizado en el que se proclama precisamente como principal valor el hecho de la diversidad cultural frente a la uniformidad racial. Las arengas a la unidad como unitarismo no suelen cuajar en un país que se sabe bastardo. A diferencia de los australianos, que tardaron unos cuantos siglos en asumir que su origen estaba en una comunidad de reclusos británicos, los canadienses tienen bien metabolizada su naturaleza multicultural, lo que les ahorra unas cuantas discusiones estúpidas sobre el sentido de la identidad.

Su patriotismo es más bien mercantilista, razonable en un país profundamente capitalista y resignado a aguantar la compañía agobiante de un vecino más grande, más rico y probablemente menos escrupuloso. Cierto complejo en su economía por dependiente se extiende a otras facetas sociales con consecuencias como las citadas anteriormente: a veces los canadienses no se creen a ellos mismos y otras simplemente aceptan como una tara genética las servidumbres de esta vecindad fagocitadora, que igual usurpa un compatriota famoso que provoca una crisis en el sector de la automoción.  

Por eso el patriotismo mercantilista de los canadienses se expresa con las buenas maneras del puritanismo protestante. Los patrocinadores se presentan a sí mismos como “orgullosos sponsors” y el “made in Canada” se ofrece como un salvoconducto redentor, como una manera de hacer patria sin levantar la voz. En las últimas semanas los canadienses, sin embargo, se han quitado algunos complejos con la aventura de Chris Hadfield, el astronauta que ha comandado la última expedición de la Estación Espacial Internacional. Nunca antes había oído con tanta determinación y de manera tan atronadora la expresión “proud to be canadian” (orgulloso de ser canadiense).

Hadfield se ha convertido en uno de los astronautas más mediáticos de la historia gracias al uso que ha hecho de las redes sociales para contar desde el espacio su vida cotidiana en la Estación Espacial. Este canadiense nacido en Milton, un suburbio al oeste de Toronto, explicó en su cuenta de Twitter los detalles de cada jornada en el espacio; colgó en Pinterest miles de fotos de la tierra y subió a Youtube didácticos vídeos en los que instruía sobre cosas tan terrenales cómo limpiarse los dientes, cortarse las uñas o echarse a dormir sin la dictadura de la gravedad. El último día grabó una versión emocionante del clásico de David Bowie, “Space Oddity”, que es ya un fenómeno viral mundial. El impacto de Hadfield en la sociedad ha sido un revulsivo para la carrera aeroespacial dicen los analistas y un chute de autoestima para sus compatriotas. Éste no nos lo quitan, parece que quieren decir.

Hadfield es rotundamente canadiense, criado en una de esas miles de granjas que hasta hace no mucho poblaron el sur de Ontario y que adornaron los paisajes de los libros de Munro o Robertson Davies. Una sociedad agrícola y aislada que hoy es irreconocible en el mundo urbano del Greater Toronto Area pero que perdura en la conciencia colectiva como el origen de todas las cosas.  Y ese origen, como todo en Canadá, no es ni remoto ni extraño. 

No españoles

No españoles

En anteriores capítulos escribí sobre mi reciente visita al Club Hispano de Toronto. Había dejado al Embajador de España, Carlos Gómez-Múgica Sanz con la palabra en la boca, dirigiéndose con afectación a los españoles ahí convocados para expresarles el orgullo que sentía por sus esfuerzos cotidianos y sus generosos sacrificios. Los políticos y los altos funcionarios del estado tienden a pensar que existe un fin superior por encima de la experiencia individual, un mandato supremo vestido de patria que compromete a todos los ciudadanos en tanto que sujetos de una empresa colectiva. De ahí que suelan dirigirse a sus compatriotas con el mismo paternalismo y la misma delectación que he visto durante más de veinte años en casi todos los políticos que he conocido.

El diputado, el consejero, el alcalde o el concejal –en esta cuestión apenas existen grados de severidad-, suelen ungirse al poco de abrazar su cargo público de una clarividencia sobreactuada que les impulsa a una azotea moral de la que ya no bajan ni con agua hirviendo. Parece que la inteligencia se presupone con el cargo aunque generalmente la primera es una sombra trémula que corretea en busca de un propietario improbable; nunca se encuentran. Pero el alcalde o el diputado o el consejero aprenden rápido y, subvirtiendo a Cortázar, saben qué hacer con las palabras aunque las desconozcan. Y pertrechados con una buena ristra de quiasmos y pleonasmos se dirigen atildados al vulgo como el pastor a sus ovejas descarriadas; a veces para afearles su ignorancia y otras para iluminar de moralina sus espasmódicas existencias.

El Embajador de España en Canadá hablaba con aquél grupo de emigrantes españoles como un motivador laboral. Pero alguien que lleva más de cuarenta años lejos de su país ya no necesita buenas palabras ni ejercicios de autoestima; sólo exige respuestas concisas a preguntas tan urgentes como la situación de su tarjeta sanitaria, el derecho a la nacionalidad de los descendientes, la congelación de la pensión o los trámites de repatriación. Hay lugares en los que un político no puede ponerse a puerta gayola para lucirse porque la realidad es muy desagradecida. La impericia del servidor público se revela tragicómicamente cuando pierde el sentido de la oportunidad y no sabe salirse del guión, así inaugura un pantano o un certamen de juegos florales. Como aquel alcalde de un pueblo de Huesca al que hace años escuché rematar su discurso de inauguración del nuevo local de la Asociación de Viudas con un torero “confío en que esta asociación siga creciendo”.

Estos emigrantes españoles no estaban allí para recibir una palmada en el hombro ni el aliento de excursos huecos y sobados. Lo que han vivido y lo que han sufrido en sus vidas es algo tan íntimo e intransferible que cualquier intromisión retórica resulta impúdica. Un Embajador siempre es alguien de paso hacia un destino mejor, un burócrata curtido en cócteles y recepciones oficiales que observa desde su burbuja diplomática el devenir de los días y el trasiego de compatriotas vulnerables y melancólicos. Las historias de los emigrantes siempre resultan lejanas.

Esa distancia oceánica se manifestó de manera determinante cuando un “veterano” emigrante español (llegó a Canadá en 1965), le preguntó al Embajador por una noticia que acababa de conocer y que le tenía conmocionado: había perdido su nacionalidad española. A principios de los años 80 de la pasada década los gobiernos de España y Canadá firmaron un acuerdo por el cual los ciudadanos españoles residentes en este país podían conservar su ciudadanía de origen al nacionalizarse canadienses. Este nuevo marco legal empujó a muchos a solicitar la nacionalidad del país norteamericano para regularizar definitivamente su situación sin renunciar a su pasaporte original. Hubo un pequeño detalle que operó como una explosión retardada: nadie les dijo que para seguir siendo españoles tenían que solicitarlo expresamente a la Embajada. Así es que nunca sospecharon que al hacerse canadienses automáticamente dejaron de ser españoles.

Desde entonces, sin embargo, han podido renovar su pasaporte, han recibido de su colegio electoral las papeletas para votar en los sucesivos comicios electorales españoles, han viajado con frecuencia a España y han tramitado la tarjeta sanitaria en sus respectivas Comunidades Autónomas e incluso han podido expedir en la comisaría de Policía su DNI. Pero hace unos meses el Consulado de España en Toronto empezó a informar a muchos de esos españoles que se nacionalizaron canadienses hace 20 años que todo aquello era una farsa; efectivamente tenían todos los documentos que acreditan la nacionalidad pero no eran españoles. Me lo explique...

Durante años el Consulado había hecho la vista gorda pero ahora se había decidido a poner en orden una situación que sería cómica si no hubiera impactado emocionalmente como lo ha hecho en muchos de estos ancianos españoles. Hace unos meses José Manuel García-Margallo, Ministro de Asuntos Exteriores y de Cooperación, realizó unas declaraciones sorprendentes: "No sabemos ni cuántos funcionarios tenemos en el exterior ni cuántos edificios ni quién está haciendo qué". Ahora también podemos añadir que realmente España tampoco sabe cuántos españoles tiene.

Todos los afectados por este lamentable silencio administrativo podrán recuperar su nacionalidad española a través de un sencillo trámite. Pero el simple hecho de tener que reclamar su condición de españoles como quien solicita la renovación de la tarjeta sanitaria les ha dejado a muchos devastados, enfangados en una extraña melancolía. Otros han reaccionado a la manera hispánica: "que le den por culo a España". El viejo español nunca olvida que siempre será emigrante en su país e inmigrante en Canadá. El cónsul les animó a visitar con más frecuencia la página web del Consulado -estos abueletes que no quieren modernizarse-, y el señor Embajador expresó una vez más el orgullo que siente España por sus emigrantes. Pero estos se fueron del Club Hispano rumiando una certeza corrosiva:  no caben ni siquiera en la definición que propuso Cánovas para abrir la Constitución de 1876, que ya es no caber: “Es español el que no puede ser otra cosa”. 

Españoles

Españoles

Hace unas semanas visité por primera vez el Club Hispano de Toronto. El nuevo Embajador de España en Canadá, Carlos Gómez-Múgica Sanz, quería tener un encuentro con la comunidad española y me pareció una buena excusa para mandar a paseo la inmersión lingüística por unas horas y discutir de fútbol y de la crisis, que es de lo único de lo que se puede hablar realmente en serio cuando se emigra.

El Club Hispano huele a España. No intento ser retórico ni patrióticamente cursi; quiero decir que huele como los bares españoles. Y cuando te reencuentras después de un año y medio de abstinencia con ese aroma a fritanga y a cebada reseca, todo lo tuyo que se quedó allá regresa a toque de corneta. Ese aroma tan chusco y familiar tiene un gran poder evocador, algo que te empuja a girarte sobre la barra, apoyar los codos, ponerte un palillo en la boca y pedir una cerveza con ración de patatas bravas. Sé que un fiel lector estará esperando que cite ahora a Proust pero no caeré en la tentación, no señor.

Pensaba que el olor de un restaurante procedía tan solo de la comida. Ahora sé que no es así; el olor lo aporta el individuo, que siempre va dejando rastro allá por donde pasa. Los españoles que nos hemos venido a Toronto hemos traído en el equipaje nuestra paleta de olores para soltarlos a la manera de la meada de los perros, para marcar el territorio y no olvidar de dónde venimos. Somos lo que olemos. Y en la huella que dejamos están otras cosas que no son comida pero que huelen tanto, como las costumbres o las tradiciones, esa pesada herencia de los pueblos viejos que igual sirve para un roto que para un descosido.

El Club Hispano de Toronto, aparte de oler rematadamente a España y a españoles, está decorado con la panoplia de los tiempos de Fraga al frente del Ministerio de Información y Turismo. El “Spain is different” tiene un martilleante lenguaje de signos y de símbolos que ha sobrevivido a varias generaciones y no tiene pinta de largarse. A caso accede a que se incorporen nuevos invitados sin renunciar a los de origen, para componer un apretado martirologio de glorias de ayer, de hoy y de siempre. El último es el poster de la selección española de fútbol con la Copa del Mundo, sacrosanto emblema de la modernidad de este país o último fotograma de una película en la que salíamos más guapos, más listos y más ricos de lo que realmente somos. Desde entonces todo ha ido de mal en peor. Parece que el único sentido de esa jodida copa es recordarnos que nada de lo que vivimos fue cierto.

Mi reencuentro con España en Toronto fue así, entre fotos de Lola Flores y de Majas anónimas, abanicos llenos de floripondios y posters del solar patrio. Estos mismos posters, marginados a ser anodino mobiliario,  los he visto en otros lugares oficiales como consulados, comisarías de policía o ministerios. Más que para vestir y decorar parecen hechos para tapar y esconder. No me quejo. Los tópicos que tantas veces denostamos son para muchos el único refugio que da calor cuando se vive en el quinto pino más literal posible.

El embajador llegó con una hora de retraso. La sala estaba abarrotada: sentados los españoles que emigraron a mediados del pasado siglo huyendo del franquismo y de la miseria. Todos ellos ancianos ahora preocupados por su pensión y su seguro médico. Detrás de pie los jóvenes españoles de la “movilidad exterior”, los que escapan estos días de la crisis económica y arrastran la misma mala hostia que mueve siempre al emigrante. Nada ha cambiado; las dictaduras pueden vestir de verde o llevar corbata, nunca se sabe. En medio de unos y otros; un inmenso hueco generacional que creíamos haber tapado con algo que se parecía mucho al progreso, la prosperidad y la democracia. Al destaparlo hemos visto que, efectivamente, no había nada y que esas décadas habían sido una farsa. En el Club Hispano de Toronto, con el poster de Casillas encima de la televisión y Lola Flores flanqueando nuestro costillar, se citaron dos Españas biológicamente irreconocibles pero asombrosamente parecidas.

Shahid existe

Shahid existe

Shahid podría llamarse también Abdul o Tariq. Podría ser indio, afgano o iraní; pero es pakistaní. Quiero decir que podría haber inventado esta historia y crear unos personajes a medida pero no tuve esa necesidad. Shahid me contó su vida; ésta vino a mí y aunque tiene su nombre y sus apellidos y su sudor y sus lágrimas y su frustración y su dolor y sus nauseas y su sangre y su olor, en realidad es un relato universal.

Shahid es uno de mis compañeros en las clases de inglés a las que acudo a diario en Toronto. Todos somos recién llegados, inmigrantes. Esa clase es el ecosistema canadiense aislado entre cuatro paredes: irakíes, afganos, pakistaníes, indios, chinos, filipinos, indonesios, iraníes, polacos, libaneses, croatas, venezolanos, chilenos… Difícilmente podrían haber encontrado un nombre administrativo más apropiado: “Polyculture Immigrant and Community Services”

Shahid tiene 30 años.  Lleva un discreto bigote, suele vestir con jerséis de cuello en punto y usa gafas de pasta; pero no lo imaginéis como un hipster. No son unas gafas con aspiraciones estéticas; son ese tipo de gafas que no buscan el diálogo con el rostro sino únicamente la convivencia con las dioptrías de los ojos. Me imagino a Shahid hace diez años y lo veo con las mismas gafas, compradas por necesidad para durar toda una vida.

Shahid tiene el pelo graso. No es sucio sino que sufre exceso de seborrea. En la coronilla es ralo, herido de muerte en la pelea con la alopecia. Su rostro siempre es grave, investido de una severidad cargada de mohines y miradas furtivas sobre el resto de la clase. Shahid parece estar siempre amargado aunque debería decir que realmente parece estar de mala hostia. Impone.  Apenas habla y cuando lo hace de su boca surge un inglés fluido pero torrencial y atropellado que no pretende ni la aprobación del profesor ni nuestra empatía. Sólo rompe su silencio para enmendarle la plana alguien. Desde el primer día tuve claro que Shahid no quería estar en esa clase. Pensé que era un cabrón con pintas.

Pero hace una semana pidió ser el primero en hablar de su experiencia como inmigrante. Bob, el profesor, había propuesto como ejercicio práctico de “speaking” que cada uno contáramos nuestra trayectoria. Shahid empezó a hablar: tenía un discurso brillantemente armado, salpicado de silencios oportunos para enfatizar los momentos de mayor intensidad dramática. Había una poderosa fuerza narrativa en su manera de contar las cosas que parecía traspapelar lo vivido entre los influjos de la oratoria. Por momentos nos hizo olvidar que se trataba de su vida y no de un relato.

Shahid llegó a Estados Unidos hace diez años. Nada más poner pie en New York fue trasladado a un edificio de recepción de inmigrantes, menos lúgubre pero tan triste y mísero como el que albergó durante décadas a cientos de miles de extranjeros en la Isla de Ellis, cuando América era el país de las oportunidades. El día que llegó ese centro estaba colapsado y fue trasladado a otra ala del complejo con más espacio pero con el pequeño inconveniente de que se trataba de un reformatorio ocupado por delincuentes. La coincidencia en un mismo edificio público de inmigrantes sin papeles y reclusos aporta mucha información sobre la idea que tienen los norteamericanos de la inmigración.

Durante seis meses convivió con tipos poco recomendables en un habitáculo sin ventanas ni ventilación exterior. Los hispanos y los negros habían creado dos trincheras en aquel agujero de mala muerte y las balas cruzadas solían golpear a infelices como Shahid, sin afiliación racial posible. Esa experiencia le hizo un viejo prematuro. Está en su mirada. Tras el periodo legalmente establecido, abandonó el centro y encontró trabajo en una gasolinera con unas ventajosas condiciones laborales: 14 horas diarias, 7 días a la semana, 5 dólares la hora. A estas alturas del partido huelga decir que Shahid no tenía papeles ni seguro médico ni derecho a servicio público alguno ni nada de nada. Medio año después y comprobada su eficacia fue ascendido a coordinador de otras dos gasolineras propiedad del mismo y generoso patrón con un sustancioso incremento salarial: 6 dólares la hora.

Una mañana se rompió el brazo y acudió a urgencias. Fue atendido con tal rapidez que por un instante se sintió congraciado con el sistema sanitario estadounidense. Mientras un enfermero le remataba una escayola un diligente administrativo del hospital le entregó resuelto una factura por los servicios prestados: 3.000 dólares. “No puedo pagarlos, será mejor que me quite la escayola”, le dijo. “No se preocupe –contestó con la molicie de quien ha dicho lo mismo cientos de veces-, rellene este formulario y el Gobierno le enviará una carta facilitándole el pago”. Ese formulario era su sentencia de muerte social. La rellenó y la firmó.

La dichosa carta llegó al día siguiente con la misma diligencia del administrativo del hospital. Ya se sabe que un funcionario, si se lo propone, puede ser una bestia parda. Shahid tenía que reembolsar 2 de cada 5 dólares que había cobrado en su lucrativo empleo en la gasolinera. Hay cartas que duelen más que un puñetazo en la quijada. Shahid, que ha sido un buen sparring para la vida, lo sabe bien. Los conoce de todos los colores. Los puñetazos digo.

Con tres dólares a la hora el culo quema en cualquier silla. Shahid cambió el negocio del petróleo por el de la gastronomía. Se fue a Brooklyn, barrio acogedor donde los haya, y encontró trabajo en un restaurante de comida para llevar. Al principio le llamó la atención que el local no tuviera ventanas y que las viandas se entregaran previo pago a través de una estrecha persiana metálica que permanecía abierta en cada intercambio apenas un suspiro. Pensó que a veces un buen “business” no tiene por qué estar reñido con la estética carcelaria. Pero es que aquel barrio era la misma cárcel y el restaurante resultó ser el único lugar seguro, siempre que esa persiana no estuviera levantada más de dos segundos.

Cada noche Shahid regresaba a casa en un taxi que había pagado el propietario del restaurante previamente. Era la única forma de no andar por la calle con dinero. En algunos barrios de New York la pasta huele como el azufre. No escapas. El cheque lo recibía Shahid dentro del taxi, a punto de arrancar. Y en esos retornos nocturnos siempre viajaba a su lado la misma y terrible duda ¿merece la pena esta vida? Y quien ha abandonado su país sabe que esa es la pregunta definitiva, la que nunca debería de formularse.

Por fortuna esta historia acaba bien. Les ahorro otros muchos detalles. Shahid vive desde hace seis años en Toronto y es el responsable de un almacén de muebles. Trabaja 8 horas diarias y libra los fines de semana, tiene un contrato legal y asegura que para él Canadá es el cielo. Sé que también lo es para otros muchos que, como Shahid, huyeron de sus países porque les apretaba el hambre o la certeza de una vida sin esperanza. Los ojos de Shahid parecen cansados, han visto demasiado, pero su sonrisa, aunque sea tan fugaz, sigue siendo la de un niño.

Artículo publicado en el blog colectivo: Las esquinas del mundo