El país tranquilo
Escribía el pasado sábado en El País Juan Claudio de Ramón que Canadá es el menos escandaloso de los grandes países. Argumentaba sobre las razones del escaso conocimiento que se tiene en el mundo del ex primer ministro canadiense Pierre Trudeau, que dirigió el país en dos etapas (1968-1979 y 1980-1984), promovió la Constitución de 1982 –todavía vigente-, y lideró el proceso de reformas que culminó en la consolidación de la multiculturalidad como el primer rasgo de la identidad canadiense. La figura de Trudeau sigue generando una gran controversia en su país, actualizada con las aspiraciones de su hijo Justin de acceder a la dirección del Partido Liberal. Pero no cabe duda de que la talla como estadista del quebecois está a la altura de otros grandes líderes occidentales del siglo XX, aunque su obra apenas sea conocida fuera de Canadá.
La anécdota sobre Trudeau sirve para explicar cómo son y cómo se hacen las cosas en este país. Aquí las revoluciones, como la de Quebec en la década de 1960, son “tranquilas”; las aspiraciones independentistas se resuelven en las urnas, la reciente huelga de los jugadores de la Liga Nacional de Hockey no lanzó a los aficionados a la calle a quemar contenedores y Toronto es la única ciudad del mundo capaz de soportar cívicamente que su equipo más representativo, los Maple Leafs, no gane la Stanley Cup desde 1967. Trasladen esta circunstancia al Real Madrid o al FC Barcelona y comprenderán el mérito que tiene la paciencia infinita de los torontianos. ¿Este intergeneracional fracaso deportivo se ha traducido en desafecto? En absoluto. Según un reciente estudio económico de la Universidad de Vancouver, el Toronto Maple Leafs es el equipo más rentable de la NHL, las entradas a sus partidos las más caras de la Liga y las estadísticas de asistencia las más elevadas de toda la competición. La frustración se ha gestionado por vías más pragmáticas.
En Toronto es habitual utilizar un calendario alternativo para consumo interno: el año 0 es ese 1967 en que, como escribieron los periodistas Damien Cox y Gordon Stellick en su ya mítico libro “´67”, los Maple Leafs ganaron su última Liga de hockey sobre hielo y comenzaron de inmediato el declive de su incontestable imperio con la misma traza de tragedia que narraron los cronistas la caída del romano. Desde entonces uno en Toronto ha nacido al año siguiente de la última Stanley Cup, diez años después o cinco antes de que el gran capitán George Armstrong levantara el grandioso trofeo por última vez. La vida, los recuerdos y el tiempo se miden en función de lo ocurrido aquel lejano 2 de mayo. El drama se ha metabolizado en anécdota y los torontianos lo han llevado a su terreno emocional, donde todo se modula con una legendaria frialdad. La longevidad de la sequía tiene la dimensión de una maldición bíblica y, como sólo puede entenderse bajo parámetros sobrenaturales, su interpretación se ha integrado en el carácter de la ciudad como si perteneciera a su lista de monumentos o formara parte de los hitos que nos harán entender su historia. Ahora es leyenda. Tanto es así que una futura victoria de los Maple Leafs sólo tiene cabida en la ficción o en la calenturienta mente de autores como el torontiano Robert Rotenberg, que en su último libro “Old City Hall” se permitió la broma de ambientar la investigación de un crimen en medio de una ciudad colapsada por las celebraciones de la victoria en la Stanley Cup. Algún columnista ha dicho que lo suyo no es ficción; es ciencia ficción.
El caso es que en los países de exultante juventud, como es Canadá, las fechas y las anécdotas corren el riesgo de parecer inofensivas cuando probablemente nos advierten de cierto determinismo. Al año siguiente de la última liga de los Maple Leafs, Jean Lasage y René Levesque fundaron el independentista Partido Quebequés y obligaron a la mayoría anglófona del país a moverse de sus asientos para evitar lo que entonces parecía un hecho: la desmembración de la federación y el nacimiento del Quebec independiente. No era cierta aquella frase que un primer ministro canadiense había dicho en cierta ocasión: “Canadá tiene demasiada geografía y muy poca historia”. Más bien ratificaba aquella otra tantas veces repetida de Miriam Waddington: “parecemos sólo geografía pero si rascamos sangra la historia”. Quizá, como en cierta ocasión escribió el escritor Andrea Camilleri para referirse a Italia, “una vez hecha Canadá, habrá que hacer a los canadienses”. Y esa indefinición que el país ha querido solventar con determinación a lo largo de su historia ha acabado construyendo una sociedad tan heterogénea como desvertebrada, formada por comunidades a las que lo único que les une es la emigración y la bandera canadiense. Allí reside parte de la frialdad y de la equidistancia.
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