Lo que somos
Escribía Manuel Chaves Nogales en su dramático prólogo a la primera edición del trémulo “A sangre y fuego”, que la estupidez y la crueldad “se enseñoreaban en España” en los primeros días de la Guerra Civil. “Es vano el intento de señalar los focos de contagio de la vieja fiebre cainita” apuntaba el periodista sevillano, que atribuía indistintamente a ambos bandos. Las trágicas horas del conflicto bélico revelaron la ruina moral de un país y su incapacidad para resolver pacíficamente, o cuando menos dignamente, sus males endémicos. En el naufragio de la nación salieron a flote todas las verdades ocultas durante siglos conformando un miasma que lo emponzoñó todo con su pestilente hedor.
España se enfrenta a una nueva hora dramática con la misma resuelta tendencia a la autodestrucción. La música ahora ya no son marchas militares ni el arte propaganda, pero el enemigo localizado en otras trincheras más inhóspitas y abruptas ha acabado por volver a sacar lo peor de nosotros mismos. La inicial crisis financiera ha devenido en una crisis sistémica y moral que ha arrumbado todas las certezas sobre las que habíamos consolidado nuestra etapa democrática.
Y como en todas las grandes crisis de la historia del país, el efecto anestésico de la fatalidad ha dejado al descubierto la gran mentira en la que vivíamos. En la crisis de 1898 los españoles descubrieron que ya no formaban parte de un imperio y que si éste había existido alguna vez fue tan solo en la tumultuosa ensoñación de algunos reyes de ambiciones desbocadas. Aquel estrépito generó un fenómeno todavía perdurable de desafectos hacia la idea de España y un estado de melancolía del que ya nunca nos desprendimos. Aprendimos también entonces que el nuestro era un país de derrotas, constatación que consagraría Gil de Biedma en aquella frase terrible: “de todas las historias de la Historia, la más triste, sin duda, es la de España porque termina mal”.
Otros vinieron para ahondar en la herida y hacer costumbre del sentido trágico nacional. Ortega acabó asumiendo que España era el problema; un sintagma con aspiración de fórmula para redimirnos de nuestros pecados originales. En la Transición las élites políticas protagonizaron un simulacro de consenso democrático que, convenientemente publicitado, prosperó como modelo de pacto, convivencia y reconciliación. Pero el tiempo ha demostrado que era una solución de emergencia tan eficaz en su momento como incapaz en su devenir. Enric González afirma que la idea de la Transición “consistía en saltar por encima de los problemas endémicos de España y plantarse en el futuro sin resolver el pasado”.
La prosperidad económica de las últimas décadas y la sensación general de progreso alimentaron la ilusión colectiva del final de nuestra leyenda negra. Europa representaba la síntesis de todo lo que habíamos anhelado durante siglos, una estación de destino en la que nos esperaba el futuro. La única certeza posible. Nos habíamos desprendido del hatillo y ahora viajábamos con equipaje. Pero como escribía el periodista alemán Sebastian Schoepp en el Süddeutsche Zeitung, en nuestra alocada carrera “modernizarse significaba, sobre todo, parecer moderno”.
El dinero fácil de la última década escondió por un tiempo todos los defectos de una construcción nacional que, utilizando el símil, tenía más el aspecto de una “burbuja democrática” que de un proyecto solvente de regeneración. Esa repentina fe democrática traía toda la prosopopeya del converso. El teórico de la democracia, Alexis de Tocqueville, ya advirtió en el siglo XIX de que la cultura democrática no era posible si carecía del apoyo de las costumbres. Y mientras la riqueza fue un bien común asistimos con displicente indiferencia a los defectos de forma de nuestro país, convencidos de que eran taras asumibles en el nuevo tiempo. No nos importaba la escasa cultura democrática de nuestra clase política, la permanencia de las élites económicas y políticas de siempre en los principales estamentos del país, la corrupción que atribuíamos a la tradición tragicómica española, el despilfarro legítimo de los nuevos ricos o el derecho a una nueva vida en la que era más importante aparentar que ser.
La crisis se ha llevado por delante no sólo la economía del país y la de millones de familias sino la idea irresponsable e irreverente de que la democracia es un bien natural que no requiere grandes atenciones. Ahora, cuando sumidos en una sima económica y moral comprobamos cuan falsos eran los pilares sobre los que se sostenía nuestro edificio, clamamos contra todo lo que nos rodea sin percibir nuestra cuota de responsabilidad. Enric González culpabiliza de la ruina económica a los errores de la construcción europea, “pero la ruina moral es enteramente nuestra”.
Todas nuestras certezas están bajo sospecha. Como señalaba en El País, José Ignacio Torreblanca, las sombras han ido alcanzando a las principales instituciones del país y ya hemos asumido que nuestro modelo social se está transformando para un futuro que será más incierto todavía. España no tiene solución. Esta nueva crisis, quizá más angustiosa y clarividente que las que la antecedieron, nos está devolviendo a nuestro estado natural con la sensación de que nunca más tendremos derecho a aspirar a tiempos mejores. Cometimos la imprudencia de vivir un sueño sin más argamasa que nuestra voluntad y el crédito ilimitado. Los excesos del pasado nos han dejado la más desoladora de las realidades; no es posible cambiar el rumbo de nuestro destino, que se manifiesta como si de una maldición bíblica se tratara. Somos lo que éramos.
La teoría de que el miedo paraliza a las masas ya no es sólo atribuible a los estados totalitarios. En esta democracia mutilada y vigilada los ciudadanos hemos sucumbido a un estado de alienación colectiva que nos impide racionalizar la arbitrariedad de los abusos, los desmanes y la arrogancia de los poderosos. Y ahora, frustrados y con la resignación de una pueril culpabilidad, comprobamos exhaustos que las palabras de Gil de Biedma se han transformado en una letanía: siempre termina mal, siempre termina mal.
2 comentarios
María Teresa Ramos -
Tengo un amigo que desde hace mucho tiempo dice la siguiente frase en catalán: Aixó no te arreglo! y yo SIEMPRE le contesto que "no podría vivir sin creer que hay una solución y que otro mundo es posible" Trabajo y colaboro con quienes están HACIENDO que eso sea verdad. ¡Ah! en la transición yo era de las que cantaba sin parar y en voy muy alta aquella canción de jarcha: Libertad, libertad sin ira libertad, guardáte tu ira y tu miendo,..para rebatir a quienes nos decían que España nunca cambiaría,..uufff hay mucho que hablar de todo esto, pero hay que CREER para VER y no al revés. Un cordial saludo.
Pilar Ortega -
Si tenías la suerte de toparte con algún o alguna maestra vocacional y pasional teías suerte (no en vano en España, después de la guerra solo quedaron profesores dogmáticos, los demás fueron "eliminados")
Siempre recuerdo la anedota que contaba mi padre (un niño durante la contienda) de que había un maestro muy bueno en su pueblo. Que todos los niños salían aprendiéndo muchísimo... Pero cuando le tocó a él solo enseñaban el catecismo y cantar el cara al sol... ¿y aquel maestro tan bueno? le preguntaba yo inocentemente... Pues lo mataron en la guerra, claro. Cerca de donde aún esta la fosa con Federico García Lorca...
Yo tengo fe en la gente y en la vida que siempre sale al paso.
No soy tan pesimista como tú. No podría vivir sin pensar que existe una solució a ese problema que cuentas como endémico en españa.
Desde la ruína de este sistema caduco podemos construir algo nuevo y mas justo. Estoy convencida de ello. Un saludo desde los primeros calores en el Pirineo...