Gobernadores
Cada día se hace más patente el imposible carácter depurativo de esta crisis. “Refundemos el capitalismo” consignaban algunos líderes mundiales en las primeras horas del naufragio financiero, cuando la sospecha sobre la futilidad de la debacle todavía no tenía el tufo de la ignorancia. Cinco años después todo se ha transformado agitado en un bucle infinito de mentiras y engaños, y aquella ingenuidad morosa se observa como parte del drama o como la más abyecta de las imposturas. No va a haber catarsis pero esta sobreexposición de la ruina moral en que ha devenido la crisis al menos nos permite jugar a diario con reflexiones sobre los que hemos hecho o hemos sido en el pasado. Juego vacío e inútil, pero ontológico y pedagógico.
Cuando Gerald Brenan escribió en 1943 que España ha existido únicamente como nación “cuando se sintió bajo la influencia de alguna gran idea o impulso”, se limitaba a subrayar el antropológico carácter trágico del país y su tendencia al ventajismo. Brenan atribuía al economista Francisco Martínez de la Mata otra invectiva trastornadora del país: “no existe en ninguna de sus partes ni amor ni interés por la conservación del todo; cada hombre piensa únicamente en su utilidad presente y en modo alguno en la futura”. Lo escribía a mediados del siglo XVII.
El hispanista británico ofrecía más munición para el desaliento en la búsqueda de los dédalos del país al que había consagrado sus obsesiones más recónditas. En tiempos también de Martínez de la Mata, el embajador de Venecia en Madrid, Giovanni Cornaro, reportaba un memorándum en el que, a modo de epítome, condensaba las excelencias de lo que había encontrado al llegar a España: “desde el pobre hasta el rico, todo el mundo consume y devora la hacienda del rey; los unos, a pequeños bocados; la nobleza, a boca llena; y en cuanto a los grandes en cantidades fabulosas…”
Descubrir ahora la picaresca como parte de nuestra identidad nacional sería precisamente un juego ventajista e indudablemente reduccionista. Las cosas de la historia se mueven en otra dimensión, refractaria de sofismas y panfletos. Lo que abruma es la vigencia de los mismos males. El veterano periodista norteamericano Gay Talese afirmaba recientemente en una entrevista que “la gente importante hace declaraciones, pero eso no significa que sea la verdad”. Ácido retrato de la clase política actual, desnortada en su impericia y vanidad.
Talese retrata a una casta endogámica que mantiene fluidos vasos comunicantes con los periodistas, a los que el viejo reportero critica con sarcasmo. Desprecia su mansedumbre y su obstinado empeño en renunciar a las responsabilidades naturales del ejercicio de la profesión, observadas ahora como si se tratara de un tráfago. Una nueva irresponsabilidad que acentúa la crisis general y vulnera los equilibrios básicos sobre los que se sostenía la vejada idea de democracia. Unos y otros, políticos y periodistas influyentes, están en el frontispicio de la crisis ejerciendo de actores principales cuando, en general, sólo están capacitados para papeles secundarios o para alborotar en la clac. Las excepciones están alumbradas por la espesa luz de unos focos de escasa potencia.
Hay algo de herencia cortesana en esa actitud sumisa al poder. Uno puede comprender la fascinación que ejerce el núcleo del átomo, transitar sobre esa línea difusa que separa al político del periodista –o viceversa-; en ese reducido habitáculo de las altas esferas del poder con sus conciliábulos de intrigas y “off the record” en los que uno valora su peso profesional en función de sus fuentes y de sus silencios. Cuando el fango llega a las rodillas de todos supongo que la reacción natural es la solidaridad. Después el instinto de supervivencia.
Siempre me ha causado hilaridad este mismo fenómeno en los ámbitos locales o provinciales. En veinte años de profesión he conocido a compañeros que transportaban su profesión en las espaldas como un mandato divino. Viven el trabajo como una nueva suerte de ascetismo y manejan la información como si manipularan piedras preciosas o la más refinada ambrosía. Se sienten parte de una estirpe privilegiada que hace del acceso a la noticia una cuestión inaprensible para el común de los mortales. Aman la intriga palaciega de rumores y desmentidos, de cafés a escondidas con el concejal de hacienda o el portavoz de la oposición. Muchedumbre de vanidades atropelladas. Cuando uno se concede tanta trascendencia acaba participando de un soporífero designio ridículo a ojos del resto. Pero ellos no solían ser conscientes de la esterilidad de sus propósitos.
Hubo en la provincia de Huesca un gobernador civil en tiempos de la dictadura, Víctor Fragoso del Toro, que como recuerda la historiadora Anabel Bonsón ”gobernó la provincia a su antojo” entre 1964 y 1975. La hemeroteca es pródiga en actos oficiales y visitas institucionales por los pueblos de Huesca rodeado de un séquito de camisas viejas, concejales de tercio y sindicalistas verticales. En los pueblos le recibían mocitos y mocitas ataviados con trajes regionales lucidos con esmero para interpretar el sacrificio público de coros y danzas. El pueblo aplaudía a rabiar y el alcalde de turno se sostenía la cabeza con el nudo de la corbata.
La democracia apenas ha mudado esos hábitos y costumbres en la relación entre el poder, el pueblo y la prensa. Más bien los ha reforzado con el falsario argumento de la legitimidad de las urnas, capaz de sostener cualquier tropelía y abuso. Ahora existe la figura de los consejeros autonómicos o los directores generales, que tras ser designados por sus méritos de militancia se ven ungidos de la noche a la mañana de una clarividencia infalible. Y viajan por los pueblos del territorio como lo hiciera aquel gobernador civil franquista y actúan con la misma solvencia institucional y el mismo recelo hacia el ciudadano. Adquieren pronto un tono indulgente en sus intervenciones, que no es más que la distorsión de un íntimo deseo de escapar del lugar para evitar incómodos trámites públicos. Pero están arropados por el calor del pueblo que admira al hombre de poder, y es la misma admiración que había brindado al viejo camisa azul cuarenta años atrás. Los libros de honor de nuestros ayuntamientos están repletos de firmas de tipos grises y mediocres que un día fueron nombrados gobernadores o consejeros o directores generales. Brenan ya se hacía la misma pregunta: “¿no es España, después de todo, el país en que la Historia –y de qué monótona manera-, se repite una y otra vez?”
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kike -