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Juan Gavasa

Guantes rotos

Guantes rotos

 

“Mucha gente tiene la impresión equivocada de que 

 tocar fondo tiene algo de romántico o trágico"

Donald Ray Pollock

 

La vida de Perico Fernández no se escribió en los cuadriláteros, esos espacios en los que de vez en cuando quebraba la línea recta de su destino para regresar de inmediato donde solía. La leyenda del boxeador -si es que existió-, se forjó en unos escasos momentos sublimes de inspiración en los que fue capaz de concentrar todas las propiedades de un don que acabó siendo una losa. El resto fue el despropósito dramático de una pelea con la vida en la que ambos se zurraron de lo lindo en un combate desigual y previsible.

En el hospicio del Pignatelli de Zaragoza decían que un tal Perico daba “hostias como panes”. Y ese Perico huérfano, rebelde e indomable resultó que sacudía con la misma violencia al incauto que osaba retarle y también a la vida misma. Pero ya se sabe que ésta se revuelve con una rapidez endiablada y que su respuesta siempre es desproporcionada. Entonces el  pegador mueve sus puños con torpeza y sólo acierta a golpear al aire en el ejercicio más inútil y patético que puede darse sobre un cuadrilátero. Es la expresión certera de la derrota, de la incapacidad para estar a la altura del combate. Cuando sólo eres capaz de tremolar tus puños las cosas acabarán mal.

Perico lleva golpeando al aire desde hace décadas. Arrumbados y amarilleados los recuerdos de su efímera gloria, el boxeador arrastra el malditismo de su deriva como una epopeya que tiene algo de poética del fracaso; tan fascinante como insoportable. Fran Osambela y Rafael Rojas han escrito “Guantes rotos”, un libro con apariencia engañosa. Fran se dedica a reunir de forma deshilvanada y sin orden cronológico un puñado de anécdotas de la vida de Perico que ayudan a conocer al personaje en su versión más íntima; es la historia del hombre, no la del boxeador. Rafael Rojas, por su parte, ofrece un recorrido por la trayectoria deportiva del que fuera varias veces campeón de España, Europa y el Mundo entre 1973 y 1983 con la intención de defender un argumento: Perico, Carlos Lapetra y Conchita Martínez son los tres mejores deportistas que ha dado Aragón. Los dos textos son las dos caras de una misma vida.

Al final del capítulo escrito por Fran Osambela uno entiende la naturaleza del relato y la técnica de su autor. La sucesión de anécdotas sin cronología posible (deshilachadas en el tiempo y en el espacio, algunas hilarantes, muchas dramáticas, pocas irrelevantes), es la única manera posible de contar la trayectoria de Perico. Uno, ante el fracaso de una vida, siempre busca la respuesta al mayor de los misterios: “¿dónde comenzó el declive”? En el caso del boxeador, el libro de Fran nos ayuda a comprender que en la línea temporal de su vida no existe un punto de inflexión ni una quiebra. El enigma se explica en el origen de sus días, en esa “sórdida mezcla” de hospicio, orfandad y postguerra de la que habla el periodista Luis Alegre en el libro.

 Por eso “Guantes rotos” tiene una apariencia engañosa, porque el tumulto de anécdotas no es un error formal sino una habilidosa jugada del bregado periodista para estimular en el lector la sensación de caos en la que siempre ha estado instalada la vida del boxeador. Así, la sola enumeración de las peripecias de este zascandil entrañable es suficiente para llegar a conclusiones de todo pelaje, tantas como el grado de severidad o benevolencia de quienes juzguen. La principal es, sin duda, la irreversibilidad del destino. En esa interpretación temporal de la teoría nietzscheana del eterno retorno, Perico Fernández retrocede constantemente después de cada supuesto avance para repetir los mismos errores. Y el lector espera impotente que en algún momento el protagonista recapacite, altere su destino escrito y encuentre el hueco por donde huir de esa encerrona en que se ha convertido una vida de fama repentina sin bagaje para digerirla. Y al final uno se remite a la reflexión de Kiko Amat, cuando afirma que la caída hacia el infierno es “algo a lo que te deslizas sin esfuerzo, una caída sin aspavientos”.  

El viejo amigo Fran ha dicho que “Guantes rotos” es “un reportaje periodístico a lo bestia”. Tiene todos los atributos del buen ejercicio periodístico y las virtudes de quien lleva más de veinte años dedicado febrilmente a la profesión. Hay un método claro del que no se separa en ningún momento: cada testimonio necesita ser contrastado. Y así Fran se ha perdido durante meses por las calles de Zaragoza buscando el rastro de aquellos que compartieron siquiera un momento en la vida de Perico Fernández, sólo para disipar la duda del carácter legendario de las anécdotas y coser, de este modo, la vida del boxeador a la realidad.

No hay intención de ditirambo ni la tentación de caer en una nostálgica admiración del ídolo caído. En este sentido, las cosas se cuentan con una desnudez a veces impúdica y provocativa. Y esta elección es determinante para dimensionar la figura deportiva y humana del protagonista: para entender por qué se convirtió en un fenómeno de masas a principios de los años 70 del pasado siglo y por qué casi de forma paralela puso los cimientos de su propio cadalso. Hay en el libro testimonios recuperados de periódicos de la época, como los de Andrés Astruell o Manuel Alcántara, que resultan ahora esclarecedores y dramáticamente premonitorios. La inconsistencia del nuevo mito era tan evidente que la cuestión era fijar la fecha de su caída y no la de su redención. No se equivocaron.  

La novedad en el género biográfico es que Fran utiliza un intermediario para interpretar y traducir la narración del boxeador. Se trata de Paco Millán, probablemente el único amigo que nunca abandonó a Perico y del que éste dice  “es la única persona que dejaría que me engañara”. Paco es la memoria de Perico y la única certeza que el boxeador conserva de que un día fue grande entre los grandes. Paco estuvo en todos los momentos de gloria del deportista y también compartió los lances del prematuro declive, cuando las ausencias se hacían cada vez más sonoras. El diálogo entre Paco y Perico –ese tipo de conversación que sólo pueden tener dos amigos-, es el hilo narrativo sobre el que Fran Osambela va tejiendo una florida red de recuerdos, anécdotas, vivencias, secretos y rumores de un pasado que se antoja lejano y volátil.

La trémula locuacidad de Perico,  trufada de síncopes, extravagancias y retruécanos, encuentra en Paco Millán el punto de raciocinio necesario para evitar que los desvaríos abonen nuevas versiones de su historia. A Paco no se las cuela. Él es además el único habilitado para ofrecer una interpretación de los demonios que todavía anidan en la cabeza del gran boxeador.

Y con este interlocutor privilegiado Fran Osambela ha dibujado un relato frenético de idas y venidas en el tiempo; que proyecta de forma indirecta la rancia España de una época en la que los exiguos éxitos deportivos eran blandidos por el régimen como  espadas contra las conjuras judeomasónicas de turno. Perico perteneció a esa generación de deportistas españoles surgidos por ensalmo que alcanzó la gloria en el peor país posible. Ángel Nieto, Severiano Ballesteros o Manuel Orantes fueron, como él, genios dotados de un don natural para ser extraordinarios en un lugar mediocre. Pero como recuerda Luis Alegre en la frase atribuida a Capote, “cuando a alguien Dios le concede un don, también le da un látigo para autoflagelarse”. Y Perico lo usó tozudamente porque ni estaba preparado para la fama ni nunca la buscó. Vino ella sola y él se entretuvo dándole hostias como panes.

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