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Juan Gavasa

Gabilondo

Gabilondo

Se acaba este 2010 y uno tiene la sensación de que un mundo se derrumba alrededor –un mundo de convicciones y anémicas certezas-, y que somos testigos activos de un proceso revolucionario en el que buscamos de forma errática nuestra posición de acuerdo a nuestros principios. Si es que existen.

Estos días he leído “La agonía de Francia”, un lúcido análisis de los días previos a la invasión alemana escrito por ese maravilloso periodista español que siempre es necesario reivindicar, Manuel Chaves Nogales. Él es protagonista privilegiado de aquella convulsión que yuxtapuso a otra tragedia que acababa de dejar atrás: la guerra civil española. Chaves Nogales describe con su prosa vigorosa pero ágil y resuelta la crónica de una claudicación; la de la sociedad francesa ante la evidencia de la irrupción del fascismo en su peor versión.

El periodista andaluz rastrea en la sima moral abierta por una ciudadanía que decidió renunciar a los valores democráticos universales que representaba su revolución. Ellos, más que ningún otro país, tenían la obligación de defender lo que en herencia les correspondía –y que después asumieron como una conquista de la humanidad otras muchas naciones-, pero Chaves Nogales asiste desnortado a la renuncia absoluta de la población francesa. Esa pasividad complaciente de los ciudadanos facilitó la invasión de las tropas alemanas y el inicio de uno los periodos más oscuros de la reciente historia de Francia.

Chaves Nogales es especialmente severo con los ciudadanos franceses, en una medida que sólo puede explicarse desde la irrenunciable “honestidad crítica” que siempre guió su ejercicio periodístico. Esta posición le permite afirmar sin peajes morales que los políticos franceses estuvieron a mayor altura que los ciudadanos a los que representaban en aquellos días de turbación. En su análisis establece inevitables sincronías con las teorías defendidas por filósofos de la época como Ortega y Gasset y sus tesis sobre las masas.

Aquellas reflexiones sobre la responsabilidad social de los ciudadanos siguen teniendo, desde mi punto de vista, dolorosa vigencia en nuestros días. Iñaki Gabilondo, quien ayer en su despedida de CNN Plus reivindicó también su “honestidad crítica” como principal bagaje de su carrera profesional, ha disertado frecuentemente sobre el papel de la sociedad en estos tiempos de confusión, cambios y abulia. La grave crisis económica ha mudado viejos hábitos pero ha puesto también sobre el foco de la opinión pública el retrato de una sociedad democrática que ejerce poco como tal. Es una renuncia también, enmascarada en imposturas y descréditos generalizados que parecen más convenientes para la molicie general. Como escribía Daniel Pennac, fomentar la incapacidad de uno mismo resulta más cómodo y eficaz que el esfuerzo por erradicarla. Esta miasma en la que estamos enfangados facilita, desde mi punto de vista, procesos de desmovilización social, renuncias al ejercicio de la ciudadanía y la aceptación de nuevas dictaduras que no necesariamente tienen que vestir de verde.

La más atroz de esas dictaduras es sin duda, la que procede de esa entelequia llamada mercados. Hemos aceptado que no existe otro camino para resolver los problemas. Hemos renunciado a otros caminos para salir de la crisis y hemos convenido que las recetas ultraliberales que nos imponen son las únicas que pueden ser aplicadas con éxito. Nos han convencido y hemos metabolizado ese discurso. Lo hemos hecho propio. La propaganda ha tenido el mismo efecto que tuvieron las soflamas fascistas y comunistas en el primer tercio del pasado siglo. Y en este contexto social e histórico asistimos a nuevos debates que ilustran los cambios meteóricos que sufrimos. Uno de ellos es el de la cultura y su concepción mercantil en la discusión sobre la legalidad de las descargas gratuitas en internet.

Quiero referirme a la conocida como “Ley Sinde”, cuyo debate y conclusión ha reafirmado la triste realidad de la pérdida irreversible del valor de la cultura como bien social. Las generaciones que han crecido educadas en la idea de la gratuidad de la cultura ya no retrocederán en su costumbre. Considero que es una batalla perdida. Es cierto que han cambiado los hábitos de consumo cultural pero eso nunca puede suponer el cuestionamiento de la propiedad intelectual. No puede ser el usuario el que establezca las condiciones del juego con la plácida complicidad del único beneficiario de esta tropelía, el operador de telefónica.

Detrás de este conflicto existe, desde mi punto de vista, un problema de civismo y conciencia ciudadana, el derrumbamiento de unos valores que por ser cuestionados no puede considerarse que han perdido vigencia y son antiguos. Es el todo vale, la sociedad de los derechos pero ninguna obligación. No puede derrumbarse un sistema de valores construido durante décadas con el perverso argumento de que es caduco. Un argumento que esgrimen interesados los que no tienen interés en que continúe porque, fundamentalmente, pone en tela de juicio su catadura moral.

Son ellos (ese colectivo de internautas que excluye a otros millones de internatutas), de nuevo, los que establecen las normas e incluso se permiten la osada recomendación a los afectados de que busquen otras fórmulas de negocio. Que las que tenían hasta ahora ya no valen porque ha surgido una herramienta terriblemente eficaz, muy democrática e infalible de saqueo que, en realidad dicen ellos, es un canto a la libertad. Es esta sociedad empobrecida, que abarata el bien cultural hasta extremos deleznables. La sociedad de la TDT, de los frikis que decía Gabilondo. La sociedad que asiste al cierre de un proyecto periodístico honesto y de calidad como CNN Plus, mientras al mismo tiempo la tele del corazón y de Belén Estéban hace una exhibición continua de músculo en este solaz que es España.

Yo creo que el problema reside en cómo percibimos la cultura. Y tengo la sensación de que los que defienden esta barra libre tienen poco aprecio por la cultura como dinamizador social… en su libre mercadeo la han infravalorado de una manera, me temo, irreversible ante las próximas generaciones. Decía Alejandro Sanz que es la “dictadura de los señores de la red”. No quiero entrar en esas declaraciones de trazo grueso que tanto daño están haciendo al debate. Pero creo que la cuestión no debería de llevarse sólo al terreno de la legalidad sino también al de la ética y la moralidad. En definitiva, al de la propia educación.

Frecuentemente se mezcla este argumentario con el maniqueo discurso de la evolución de las tecnologías. Suelo escuchar la historia de la imprenta como ejemplo gráfico. Cuando Gutenberg inventó la imprenta acabó el trabajo de los amanuenses. Cuando se inventó el cine la radio desapareció como instrumento de ocio familiar. Cuando surgió el CD acabó la vida del vinilo y el DVD apuntilló el VHS. En todos estos casos se olvidan de matizar que lo único que cambió fue la manera de almacenar el producto cultural. En ningún momento de esos procesos históricos se cuestionó la propiedad de los derechos sobre ese producto.

La aparición de internet, las descargas libres y el tráfico de documentos no puede soportar la falaz idea de que, abiertas las puertas del campo, ya no existen normas ni leyes que protejan a los dueños de esas propiedades. Deberán de buscarse otras fórmulas para seguir viviendo porque nosotros, los internautas, (un concepto que me empieza a sonar tan fraudulento como el de los mercados) hemos encontrado las nuestras para robarles impunemente. Por supuesto, esta barra libre sólo está vigente para los bienes culturales. El resto, hasta la última cerveza que nos tomemos una noche de jarana, la pagaremos como es debido.

Los que han aplaudido el fracaso de la Ley Sinde (que yo soy incapaz de defender ni de cuestionar), consideran que ha sido un triunfo de sus postulados. Ha sido una enmienda a la totalidad que confirma que un mundo ha muerto y que el que le ha sustituido no admite nuevas normas. Es interesante, como recordaba hoy el director Nacho Vigalondo (una de las voces más moderadas en este debate), que los que han atacado el texto de la Ley se apoyaban en otras leyes como la de Propiedad Intelectual de 1987 para protegerse de la posible ilegalidad de sus acciones. Es decir; proclaman que el viejo régimen ha muerto y que la industria audiovisual tiene que asumirlo y adaptarse, pero ellos siguen rigiéndose por leyes creadas en un tiempo en el que ni había ni se esperaban noticias de internet.

Este complacido conservadurismo parece la rutina del sacacuartos de toda la vida. La apelación de los internatutas (yo también lo soy pero nunca me han consultado), a la Ley de derecho a copia privada que se estableció en 1995 sólo puede causar bochorno. Sin profundizar en el hecho de que el reconocimiento a esta marco legal supone también, implícitamente, la asunción del delito. Aunque no se manifieste explícitamente. En la apropiación de la ley existe la constatación de la prueba. Es evidente que estamos inmersos en plena revolución. Somos testigos presenciales del profundo y vertiginoso cambio que está experimentando nuestra sociedad. Tan vertiginoso que no tenemos tiempo para digerirlo. Y tendrán que pasar unas décadas para que podamos analizar con perspectiva la magnitud de estos cambios y, sobre todo, cuál fue nuestro papel en mitad de este nuevo escenario. Necesitamos tiempo y distancia para reflexionar sobre nuestras responsabilidades.

Sería ingenuo mantener posturas reaccionarias y anhelar una sociedad petrificada como si fuera un cuadro de Magritte. Hay que asumir la nueva realidad pero no desprenderse de los valores que nos constituyen como tal. Eso nunca pasa de moda. Internet es una maravillosa herramienta de difusión cultural, uno de los mejores inventos de la humanidad. Y gracias a él muchos creadores anónimos han podido divulgar su obra y darse a conocer fuera de los anquilosados circuitos convencionales. Pero esta verdad considero que no puede interpretarse como el final de un tiempo en el que la cultura era un bien por el que había que pagar, como se paga la barra de pan o el coche que conducimos. Pienso que el conflicto nació cuando el ciudadano, escondido en el anonimato de la intimidad de su casa,  descubrió fascinado la posibilidad de llevarse gratis lo que antes debía de pagar. El problema es de la industria discográfica, de los legisladores, de las compañías telefónicas, de los creadores… De acuerdo. Pero el problema lo creamos nosotros, los ciudadanos. La última versión del Lazarillo.

5 comentarios

Juan -

"El progre es en el fondo un liberal capitalista con mala conciencia..." Mmmmm... ¿entonces qué es el liberal capitalista? Necesito saber quien soy!!!

Streicher -

Ayyy Juanito, Juanito el progre... con la "propiedad intelectual" hemos topado... si es que en el fondo el progres sólo es un liberal capitalista con mala conciencia.

Rodolfo - Brasil -

Vem! vamos embora; esperar não é saber. Quem sabe faz a hora; não espera acontecer. (Geraldo Vandré)

Juan -

Para qué nos vamos a engañar, efectivamente el día de Nochebuena no me tuve que responsabilizar de la cena. Si no sería imposible escribir estos tochazos tan pesadísimos.
Yo tampoco sé descargarme una canción de internet, nunca lo he hecho y, efectivamente, me siento idiota muchas veces. Pero a estas alturas, es lo que hay.
Yo creo, como digo en el texto, que todo se reduce a una cuestión de educación. Y del valor que le damos a la cultura. La Constitución también dice que los españoles tenemos derecho a una vivienda digna y nadie se ha lanzado a ocupar las casas recien construidas. La inmensa mayoría ha optado por contratar una hipoteca con un banco para toda su vida, y pagar un pisa que realmente no cuesta ni la mitad de su valor en el mercado. Pero es más cómodo, cobarde e hipócrita (cuando se apela al derecho al ciudadano a tener acceso libre a la cultura), aprovechar el anonimato de la intimidad de la casa y robar el trabajo de otros.
Felices fiestas.

Pili -

Esta claro que a ti no te tocaba hacer la cena hoy (yo he tenído a 16 en casa y aun no he terminado de recoger)
Has empezado hablando de Gabilondo y has acabado con el Lazarillo... y por medio ha aparecido Daniel Pennac al que me encanta leer... y Alejandrito, al que me encanta escuchar...
A mi me miran con cara de tonta cuando digo que no me bajo películas, ni música,,,
Salvo si el autor/a está muert@ (no creo que los herederos se lo hayan ganado y en ese caso puede pasar a bien de la humanidad)
Dentro de unos años lo miraremos con más perspectiva pero ahora, ya hay que tomar partido.
Al final, los artistas, los que viven su arte con pasión y no pueden hacer otra cosa, acabarán ganandose la vida o muriendo de hambre como siempre les ha pasado a los artistas...
El cuento de la cigarra y la hormiga no es nuevo
Pero ¿y si, además, eres una cigarra que desafina?
No importa, con un poco de geta te metes a tertulian@

Besos y feliz Navidad