España
Después de quince días de vacaciones este blog regresa al tajo. Han sido dos semanas de imperfecta distensión, como todos los imperfectos estados de felicidad efímera. En este tiempo me aseguran que España ha cambiado, que ha sufrido la transformación pendiente, que su transición inconclusa a la modernidad por fin ha culminado con la victoria de la selección de fútbol en la Eurocopa. Ya adelanté al principio del torneo que el equipo de Luis Aragonés ni los que le precedieron habían logrado despojar mi indiferencia a la causa. Pero he de confesar que el formidable talento para el fútbol de estos chavales ha obrado el milagro; estos días he disfrutado con el equipo como se disfrutan las cosas en la adolescencia, cuando no hay complejos ni prejuicios acumulados. En ese sentido me siento rejuvenecido pero bien es verdad que todo se debe a que, en la mejor tradición hispana, me he apuntado a caballo ganador cuando ya no tenía duda alguna de que iba a ganar. Pecado venial, desde luego.
Mucho de este fervor patrio creo que tiene que ver con el simple hecho de que el triunfo y el éxito son dos poderosos catalizadores que movilizan a las masas. No hay un incondicional orgullo patrio sino una oportunista y lógica devoción por el ganador, que en este caso es de casa. El vencedor lo tiene todo, que decía la canción. Y el perdedor no es digno de la memoria popular. Pero como escribía Benedetti: “el júbilo es un ángel sospechoso, casi un enmascarado del dolor, suele durar menos que una bengala o es sólo un estrambote de la suerte”. Entiendo y me parece natural que miles de españoles salten a las calles con la bandera rojigualda en ristre. El fútbol ha hecho feliz a millones de personas en un país que todavía esconde los fantasmas acomplejados de su pasado. Desde este punto de vista, el deporte ha sido nuevamente el motor de las pulsiones primarias de una sociedad. Ninguna objeción al respecto. El entusiasmo colectivo está plenamente justificado y puedo aceptar hasta un determinado grado de desbordado nacionalismo español en estas horas de euforia mediática. ¿qué país no ha reaccionado así en similares circunstancias? ¿qué país no soñaría con un triunfo así?
Pero siento que la saturación ha llegado, y lo ha hecho demasiado pronto. Las ruidosas campañas de promoción de todos los medios de comunicación, la grandilocuencia de los periodistas, la hipérbole general y la liturgia mesiánica de Cuatro en la Plaza de Colón (la nueva Plaza Roja de Madrid), han llevado la íntima felicidad de cada ciudadano a una sobreexposición en la que no se admite la austeridad de los sentimientos. O se berrea a pulmón batiente o se es sospechoso de no ser adicto a la causa.
Y claro que uno se siente tremendamente feliz de ver jugar primorosamente a este grupo de jóvenes futbolistas. Pero no es necesario desplegar todos los atributos masculinos para expresar orgullo. Me recuerda al bando con el que Primo de Rivera proclamó la dictadura en 1923: “el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada, que espere en un rincón”. Los que estamos rozando los 40 sabemos que hubo otra España deportiva de éxitos raquíticos e inferioridad patológica. Nosotros fuimos probablemente la última generación nacida en la caspa y el cornetín, la España de mesa camilla y deportistas lánguidos. Los triunfos que pudimos celebrar fueron discretos y aislados, fruto de la generación espontánea, tan prolífica en la producción de tipos talentosos en este país. Por eso es posible que nos encontremos incómodos ante tamaña manifestación de felicidad, tan llenos de remilgos y pudor como estamos.
Se ha escrito mucho estos días sobre el valor político y sociológico del triunfo de la selección del fútbol. Creo que es en este terreno donde el debate se ha embarrado y ha alcanzado las mayores cotas de estupidez. Del mismo modo que pienso que el fútbol es un elemento de cohesión sociológica del país, estoy convencido de que la victoria en la Eurocopa no ha servido para unirlo -en ese concepto de unión por exclusión- ni para que los que no se sienten españoles lo hagan ahora. Las audiencias televisivas son esclarecedoras: la final la vieron 16 millones de personas, lo que indica que a otros 30 millones de españoles no les interesó para nada lo que pasaba en Viena. Una tercera parte del país pasó de “la roja”.
He leído estos días profundas reflexiones sobre lo que significa la victoria de España. La derecha mediática ha cargado la escopeta y se ha lanzado a reconquistar los territorios desafectos blandiendo la Copa de Europa. De nuevo yerran en el diagnóstico del país. La selección no creo que fomente conversos al españolismo ni sirva para liquidar los brotes independentistas, como ha escrito algún columnista esta semana. Es un poco triste comprobar también como muchos han utilizado el triunfo de la selección para pasársela por los morros a los infieles vascos y catalanes, en un torpe ejercicio de pedagogía sociológica.
La selección no es más que el reflejo de una sociedad y de un país. No somos ni Francia ni Brasil ni Argentina, por eso el equipo español siempre carecerá de afecto en algunos territorios del estado en los que sencillamente no existe el sentimiento español. El fútbol no puede acabar con esta realidad de siglos, aunque muchos se empeñen en lo contrario. El tejido afectivo está deshilachado en sus costuras. Creo que es una insensatez sentar a España en el divan para fortalecer su identidad con la autoestima que genera algo tan azaroso como el fútbol. No ha sido el sentimiento español el que ha provocado la explosión de felicidad sino el fútbol, no lo olvidemos. El fútbol y el talento de unos futbolistas que juegan como los ángeles. Hemos ganado y además somos los mejores. Ese, entiendo yo, es el combustible que ha movilizado a miles de españoles, pero no a toda España.
2 comentarios
Jokin -
Mikel -
Fenomeno al menos digno de considerar para aquellos que siempre hemos creido que nuestra verdadera bandera nos fué usurpada.