Restaurar el mito
Dice el libro sobre Canfranc de Pirineum Editorial que los mitos no se pueden destruir. Es posible. Pero algunos de ellos necesitan una profunda restauración para no correr el riesgo de perder su categoría. Es el caso de la estación internacional de ferrocarril, uno de los iconos más solventes del imaginario aragonés y en la misma medida una de sus vergüenzas más aireadas. La celebración del 80 aniversario de su inauguración coincide con la finalización de las obras de la segunda fase de su recuperación.
Cuando el arquitecto zaragozano José Manuel Pérez Latorre recibió en 2000 el encargo del Gobierno de Aragón de proyectar la rehabilitación de la estación inaugurada en 1928, se encontró con la abrumadora responsabilidad de enfrentarse no sólo a un edificio sino a un símbolo. Era por tanto una tarea que no se resolvía exclusivamente con destreza técnica sino que demandaba unas altas dosis de sensibilidad y tacto. Había que respetar los sentimientos colectivos, que habitan en el terreno de lo intangible, y aplicar además soluciones racionales y funcionales a un edificio que nunca más volverá a recibir un tren.
El encargo no ha estado exento de controversia desde el primer momento, lo que viene a confirmar aquel aserto que Pérez Latorre suele utilizar con frecuencia para dibujar el limbo en el que está instalado el Canfranc: “en Aragón hay tres cosas que nacen en el estómago de las personas: el agua, el Pilar y el Canfranc”. Y como todos los asuntos que se tratan en los arrabales de la razón, el de la línea ferroviaria ha estado y estará sometido a apasionados debates públicos en los que el arquitecto encargado de su restauración es un blanco fácil. Él lo sabe y lo asumió cuando decidió aceptar el reto.
El 16 de diciembre de 2005 comenzaron oficialmente las obras de rehabilitación de la estación de Canfranc. Aquél día se escenificó el inicio de una nueva época, la puesta de largo de un ambicioso proyecto para recuperar el esplendor perdido del complejo ferroviario mediante su inevitable catarsis. Los nuevos tiempos obligaban a un cambio en los usos del majestuoso edificio para transformarlo en un hotel de lujo con 115 habitaciones. Sería el mascarón de proa del renacer del valle, inmerso en una parsimoniosa decadencia desde que en abril de 1970 se clausurara el tráfico internacional a través del túnel del Somport.
En estos dos años y medio el edificio ha sido sometido a una profunda rehabilitación para corregir y fortalecer su quejumbrosa estructura. Se ha utilizado el novedoso método de la fibra de carbono para reforzar la estructura de hormigón, se ha doblado el grosor de las losas y se han creado estructuras metálicas suplementarias en la cubierta. Ha sido un trabajo meticuloso y concienzudo, que ha servido también para conocer con exactitud su ADN y diagnosticar sin margen de error su cuadro clínico. Como insinuaban sus síntomas externos, el edificio corría serio riesgo de sufrir el desmoronamiento de todas sus constantes vitales. Por fuera la estación ofrecía un aspecto lamentable pero su corazón y sus vísceras todavía estaban peor. Ahora ya se puede decir que la estructura “está acabada y garantizada su estabilidad”.
En otoño desaparecerá el gigantesco armazón que ha cubierto en este tiempo todo el edificio. Pero eso no supondrá el fin de la obra. Muy al contrario, entonces comenzará el verdadero proceso de restauración de la imagen externa de la estación. Hasta ahora se ha trabajado en sus entrañas y en la cubierta pero ahora llega el momento de hacerle el lavado de cara. Y eso llevará un tiempo.
El equipo de José Manuel Pérez Latorre está volcado en este proyecto desde hace ocho años. Arquitectos, aparejadores e ingenieros trabajan en desentrañar los misterios que esconde el edificio y buscar las soluciones más razonables para que el mito siga vigente sin renunciar a su funcionalidad. Este concepto en el siglo XXI se traduce por viabilidad económica y rentabilidad. Y es precisamente una de las razones del conflicto causado por la idea original del arquitecto de elevar 1,20 m el volumen de la cubierta para que cupieran más habitaciones en el futuro hotel.
APUDEPA (Asociación para la protección del Patrimonio Cultural Aragonés), denunció esta alteración de la morfología del edificio (declarado Bien de Interés Cultural) y finalmente el Gobierno de Aragón optó por recuperar el volumen original. Pérez Latorre señala en este sentido que la elevación de la característica cubierta en forma de mansarda estaba justificada desde la necesidad de garantizar la rentabilidad del edificio. “Es fácil tener dinero para la construcción pero muy difícil para su mantenimiento, por eso nosotros teníamos la obligación de buscar fórmulas razonables y sostenibles para conseguirlo. Hay casos muy significativos como la Gare de Orsay en Paris (reconvertida en el famoso museo de pintura impresionista), o el cercano Matadero de Huesca, transformado en Casa de la Cultura”. La polémica se congeló y ahora la vieja estación renace lentamente de su ignominioso abandono.
El despacho de Pérez Latorre está conquistado por el perfil del edificio diseñado en 1925 por el ingeniero Ramírez Dampierre. Se reproduce casi en cada rincón en forma de fotos, planos, bocetos, alzados... El espíritu del Canfranc sobrevuela por toda la casa. Es un piso amplio y luminoso situado en el céntrico Paseo Sagasta de Zaragoza. Las paredes están pintadas con colores vivos y rotundos, los techos altos enfatizan la sensación de espaciosidad y la ecléctica decoración revela el carácter creativo de los profesionales que allí trabajan.
Hay muebles antiguos en rebeldía con lámparas art decó, cientos de libros de arte y arquitectura, cuadros abstractos e impresionistas, grabados del XVI; todo el conjunto es casi un compendio de la historia del arte de los últimos siglos. Como colofón se esparcen por toda la casa algunas réplicas de edificios diseñados por Pérez Latorre, cuando eran tan solo una idea en la mente del arquitecto. Se podría decir que es uno de esos lugares que transmite “buenas sensaciones”.
La mesa de reuniones está presidida por una colección de grabados de Piranesi, el artista italiano del XVIII, correspondiente a su serie de las Carceri. Enfrente hay otro del siglo XVI perteneciente a la escuela del alemán Durero. Está extraído de un libro sobre la melancolía, argumento que da pie al arquitecto a iniciar su periplo por la azarosa memoria de su relación con el Canfranc. “La melancolía, como el Canfranc, es lo que nos da la sensación de la vida, la imposibilidad de alcanzar la perfección. Es un elemento fundamental del pensamiento, siempre se está en estado melancólico. Cuando uno se acerca al Canfranc y observa el abandono descubre la sensación de incapacidad del ser. Porque el tren era el anhelo de los aragoneses por salir a Europa y romper la barrera de los Pirineos. Ahí reside su simbolismo. El edificio no es tanto un edificio como un paisaje, desde la entrada del valle hasta las montañas que lo circundan. Y la pregunta inevitable que surge es: ¿qué hace un edificio de estas dimensiones en un lugar como éste?”.
Pérez Latorre reviste de una pátina intelectual todo su ideario arquitectónico. Su discurso profesional está trazado a partir de conceptos filosóficos que buscan alimentar las explicaciones técnicas. En más de una ocasión ha reprochado a asociaciones críticas con su proyecto de rehabilitación como APUDEPA que los criterios que exponían nacían exclusivamente de lo legislativo y no tenían ningún basamento intelectual. “El trabajo que hemos hecho es el resultado de una reflexión, no es una arbitrariedad. Aquí no existe el valor de la antigüedad sino el histórico-documental, el rememorativo o el instrumental, que son los que hacen deseable su preservación”.
El arquitecto suele describir la relación con el Canfranc como un diálogo en el que hay preguntas y son necesarias las respuestas para que la función fática actúe con eficacia. Es fundamental que exista una buena disposición mutua entre emisor y receptor. “Trato de entender el edificio. Tiene que haber una necesidad. En este caso el proyecto supera la naturaleza del encargo, que en esencia era restaurar el inmueble para convertirlo en un hotel. Visto así no es nada, si no se tratara del Canfranc”.
Todo comienza en el Archivo General de la Administración (AGA) en Alcalá de Henares. Ahí se conserva íntegra la documentación sobre el Canfranc. Recuperando el símil hospitalario, “en ese archivo está toda la historia clínica del enfermo, que era preciso conocer si queríamos curarlo y permitirle otro tanto de vida útil dentro de lo efímero que es siempre el campo de la construcción”, apunta Pérez Latorre.
En el archivo de Alcalá están detallados todos los proyectos, modificaciones y reformados a los que fue sometido el edificio a lo largo de su historia. “Al margen de la sorpresa que siempre genera su tamaño está su estructura; se trata de un edificio moderno de estructura de hormigón, aunque en el exterior tiene una fachada que no corresponde con los elementos de su interior. Existe por un lado la estructura y por otro la forma y para nosotros esto fue un gran impacto. Para que la gente lo entienda, lo más parecido que podemos encontrar es el Pueblo Español de Barcelona. La fachada es sólo ornamento y detrás hay como una nave, por eso el Canfranc tiene algo de festivo”.
En esa inabarcable documentación se recogen los graves problemas que tuvieron que enfrentar los constructores para vencer el entorno hostil del valle de los Arañones. Se describen profusamente los continuos parones por culpa de los aludes de nieve o las inundaciones, y las indemnizaciones que hubo que afrontar por los desastres naturales que llegaron a cobrarse más de una vida. “Es en estos papeles –indica Pérez Latorre- donde compruebas que hay una parte emocional y otra racional, donde se resumen las lecciones que dejó la construcción del Canfranc y que para nosotros han sido esenciales para afrontar su restauración”.
Una de esas conclusiones es que la cubierta del edificio no estaba diseñada para soportar la climatología del Pirineo. En 1930, tan solo dos años después de inaugurarse el edificio, se produjo un grave incendio que destruyó el ala sur. Las armaduras se deformaron y el hormigón aguantó, pero el informe técnico correspondiente ya advertía de la existencia de numerosas goteras en toda la techumbre.
Este dato y la evidencia del deterioro constante de la cubierta indujeron a introducir el zinc como sustituto de la pizarra. Este será uno de los grandes cambios en el nuevo Canfranc, aunque apenas se percibirá visualmente. “El zinc nos da garantías mayores -señala el arquitecto- y los problemas de humedad serán casi imposibles. Hay que tener en cuenta que el edificio tiene cerca de 3.500 metros cuadrados de cubierta y su mantenimiento incide muchísimo en su construcción”. Aunque la textura del zinc es diferente a la de la piedra, el resultado visual será el mismo, asegura Pérez Latorre. Además, se ha optado por un material al que ya se había recurrido insistentemente en otras épocas para cubrir zonas deterioradas del edificio, “por lo tanto, -afirma el arquitecto- no es un material en absoluto extraño”. El zinc también cubrirá respetando sus formas originales todos los elementos decorativos de piedra y hormigón que rematan el edificio.
Otra de las transformaciones se apreciará en las formas de la cúpula central. Se ha peraltado ligeramente pare evitar los problemas de acumulación de nieve que registraba desde su inauguración en 1928. También se sustituye el chapitel de remate por otro de zinc más proporcionado con la leyenda de Canfranc. La cubierta se elevará en toda su extensión entre 60 y 80 centímetros para crear una estructura de ventilación y distribución de otros servicios del inmueble. De este modo no será necesario construir nuevas chimeneas.
Existirá un Canfranc visible y otro oculto en las entrañas de la gran explanada que se creó de forma artificial en los años 20 del pasado siglo para hacer posible el complejo ferroviario. En su interior se prevé construir una galería de servicios que dejará visible la estructura de arcos de hormigón que soporta el edificio. También permitirá ocultar el parking del hotel, las cocinas y otros servicios como el spa o la piscina.
Es posible que todavía tengan que pasar algunos años para que el proyecto de restauración de la estación internacional de Canfranc sea una realidad. La coyuntura económica y los ritmos de la administración parece que tienden a ralentizar la culminación total de la obra. Pero se ha dado el primer paso para el renacimiento del emblemático edificio con todo su esplendor. Ya no hay duda de que, al menos, el mito ya nunca correrá el riesgo de derrumbarse.
Artículo publicado en el número 220 de la revista "Jacetania".
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