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Juan Gavasa

Miscelánea

40 años

40 años

Esta semana se cumplen 40 años de la apertura de la primera pista de hielo de Jaca. Este texto ha sido publicado en la web www.ondasblancas.com.

El origen de la primera pista de hielo de Jaca parece una calculada mezcla de leyenda urbana y hechos constatables. En 1969 el entonces alcalde jaqués, Armando Abadía, viajó a Madrid para solicitar al Delegado Nacional de Educación Física y Deportes, Juan Antonio Samaranch, una subvención para construir un polideportivo. “No tenemos dinero para nuevos polideportivos pero sí para construir un “campo de deportes de hielo”, le espetó el mandatario deportivo. Abadía, arrobado por la insólita oferta y echando mano de esa impulsiva e intuitiva forma de hacer política que caracterizaría su longeva vida pública, regresó a Jaca con una pista de hielo bajo el brazo. En ese momento en España sólo existía una; la de San Sebastián.

            Después de muchas vicisitudes, y la firma de un empréstito para sufragar la mitad del proyecto (inicialmente iba a costar 16 millones de pesetas pero finalmente se fue a los 23 millones de la época), el 25 de marzo de 1972 se inauguró la flamante instalación diseñada por el arquitecto zaragozano Francisco Pérez Arbués. Aquella estructura que simulaba la cordillera pirenaica pronto pasó a formar parte indisoluble del paisaje jacetano y, gracias a la televisión, un icono de los incipientes deportes de invierno de nuestro país.

            A los pocos días de aquella inauguración se creó, bajo la tutela municipal, el Club Hielo Jaca con una precaria estructura deportiva y un desbordante caudal de ilusión. La cándida inocencia de los inicios hizo posible lo que probablemente era inviable en los territorios de la sensatez. En tres meses se armó un equipo de hockey sobre hielo hecho con retales de aquí y de allá; con veteranos que se agarraban apresurados al último tren deportivo que les regalaba la vida y con jóvenes imberbes que despertaban a la adolescencia y también al fascinante mundo del hockey. Era un grupo heterodoxo y realmente extraño, en el que convivían varias generaciones que hasta entonces no habían tenido nada en común.

            Detrás de ese forzado maridaje estaba el entusiasmo contagioso de un Armando Abadía en su plenitud política y vital, y de varias figuras imprescindibles en los primeros pasos del club y de la pista de hielo, como su primer jefe, Manuel Rivero, o el depositario del ayuntamiento, Eduardo Terrén. Y como en tantas otras ocasiones en Jaca, se recurrió al Ejército para coordinar aquel experimento tan improbable como emocionante. El general Gordo y los también militares Santamaría y Carrasco fueron los primeros entrenadores del equipo. No tenían experiencia alguna pero en sus habituales viajes a los Alpes para realizar cursos de instrucción habían presenciado algún partido de hockey y tenían conocimientos básicos de hockey sobre ruedas. En aquellos momentos eso era como poseer un doctorado.         

            Tres meses después, del 3 al 4 de junio, se improvisó en Jaca la que se considera primera Liga Nacional de la historia. Se enfrentaron el CH San Sebastián, CH Madrid, CH Valladolid, Real Sociedad y Club Hielo Jaca. La competición fue organizada por la Federación Española de Hockey Patines, a la que perteneció el Hockey sobre Hielo durante las primeras temporadas de vida. Varios jugadores del conjunto francés del prestigioso Viry Chatillon reforzaron todos los equipos. Para los almanaques quedará que la primera liga española de hockey sobre hielo de la historia la ganó la Real Sociedad, y que el Jaca quedó último sin ganar ningún partido. Pero la semilla estaba plantada y nada iba a impedir su crecimiento. También tendrá un pequeño hueco en la historia del club jaqués el jugador Agustín Blasco, autor del primer gol en una competición oficial. En aquel equipo destacaban sus dos porteros, Enrique Pérez y Fernando Mairal (los dos procedentes del CF Jacetano), Carlos Palacios, Juan Carlos Borau y Tino Mairal, al que muchos consideran la primera estrella local. Cuatro de ellos formarían al año siguiente parte de la primera selección española que disputaría dos encuentros amistosos con un combinado francés.

 Aún tendrían que pasar algunos años para que llegaran los primeros extranjeros (no sería hasta la temporada 1979-80), pero en aquellos primeros experimentos de competición el Club Hielo Jaca contó con el refuerzo de algunos jugadores foráneos que ilustraron a los locales sobre los arcanos del nuevo deporte. El francés Patric Mavré, que había llegado a Jaca con la empresa que iba a instalar el sistema de frío, se quedó una larga temporada como profesor de patinaje. El norteamericano George Semler, que prolongaría su carrera en España hasta mediados los años 80, reforzó al equipo jaqués en los primeros Juegos de Invierno del Pirineo de 1973 junto a Joe Turner, Thomas McMillan, George Rivet, Roger Demment y Joe Cole. A finales de ese año el estadounidense Jay Riley asumió las riendas del equipo en sustitución del triunvirato Gordo, Carrasco, Santamaría. Las raíces estaban echadas pero nadie podía sospechar la fuerza con la que iban a arraigar. Diez años después el Jaca conquistó su primera liga con un equipo mítico (Capillas, Friyia, Tejerina, Longley, Luz, Barón…). El domingo ganaron la décima.

Lenguas

Lenguas

España está por inventar. España es un estado recostado en un diván en busca de su identidad. Una errante certeza geográfica carente de convicciones para consolidarse como una realidad identitaria y mental. España es un país con cuatro lenguas oficiales: el castellano, euskera, catalán y gallego. Todas son lenguas españolas. El Senado es la “Cámara de Representación territorial”, según establece el Artículo 61.1 de la Constitución, ese texto que constituye para algunos el dogma inviolable e infalible de nuestra democracia y para otros la elegía de un país irresoluble. Por lo tanto, lo ocurrido esta semana en el Senado no es más que la constatación de una indomable realidad, para ira de algunos, y la declaración de una valiosa riqueza cultural que es necesario proteger y fomentar.

            Cada vez que España intenta mudar sus hábitos para ser coherente con su realidad multinacional y plurilingüe, hay una parte de este país que saca los tanques a la calle para evitar la metamorfosis pendiente. Cada vez que intenta avanzar en el camino de la concordia entre pueblos, toca arrebato el centralismo castizo de siempre. Al modo de los numerosos monarcas españoles que se autoproclamaron a lo largo de la historia como reyes “de las Españas y las Indias”, lo ocurrido en el Senado es la expresión natural de un país cosido en los telares de la historia con hilo fino y poco tiento.

            Cuando estos días se ha recurrido al tendencioso y demagógico argumento del despilfarro que supone la traducción simultánea de las intervenciones en el Senado, se olvida conscientemente que este país tiene cuatro lenguas oficiales, tres de las cuales (vasco, catalán y gallego), son habladas por un 40% de ciudadanos españoles. Si ésta no es razón suficiente para justificar esfuerzos públicos tan razonables y escasamente gravosos para el erario público (supone el 0’7 del gasto anual del Senado), realmente tendremos que colegir que a los nacionalismos periféricos les asiste la razón en su conflicto de encaje en España.

            Lo que debería de ser una manifestación más de la riqueza cultural de este país, se utiliza desde el irredento nacionalismo español para azotar los fantasmas de la desvertebración y recuperar el melancólico “prietas las filas” en la defensa de una grande y libre. Detestar esta realidad plurinacional es en cierta medida negar la voluntad de convivencia y omitir algún derecho irrenunciable a aquellos ciudadanos españoles que se educaron en otra lengua diferente al castellano. Puede que sólo sea algo simbólico, pero símbolo es también la bandera por la que tantos consideraron a lo largo de la historia que era justo matar y honroso morir.

Campeones

Campeones

Pido disculpas por este largo silencio, aunque quizá vosotros tendréis que agradecerme la ausencia. Os he ahorrado unos cuantos minutos basura. He disfrutado de unas merecidísimas vacaciones activas en las que he tenido tiempo de participar en la Marcha Cicloturista Quebrantahuesos y disputar el VIII Torneo Internacional de hockey sobre Hielo para veteranos que organiza el Club Hielo Madrid. El resultado no podía ser mejor: acabé la “Quebranta” con dignidad y ganamos el torneo. Para un viejo deportista al que las lejanas glorias apenas le reportan unos segundos de indisimulada vanidad, estos pequeños retos son como la sal en la comida; sin ellos se puede vivir pero con ellos todo parece más sabroso.

                Este post de reencuentro va a ser condenadamente corto porque el trabajo no me permite mucho más. Pero quería dar señales de vida y reiterar mi compromiso para el verano: prometo actualizar el blog con más asiduidad y currármelo un poquico más. Quería también aprovechar estas líneas para dar la enhorabuena al equipo de Roberto Iglesias; su trabajo altruista en la Quebrantahuesos es sencillamente impresionante, aunque a estas alturas yo no voy a descubrir nada que ya no se conozca. No tiene precio lo que hacen estos chicos desde hace casi dos décadas. Movilizar en un solo día a cerca de 10.000 ciclistas sólo está al alcance de un sacrificado grupo con una capacidad de organización a prueba de bombas. Y os puedo asegurar que esta metáfora a veces no lo es tanto en el transcurso de la carrera. Siento envidia sana de la capacidad de movilización e implicación de los serrableses; el entusiasmo que muestran cada año por su cicloturista resulta verdaderamente conmovedor. Los que hemos tenido el honor de participar en esta prueba formamos parte de un grupo de privilegiados, no importa el sufrimiento de la prueba y los sacrificios del entrenamiento en los meses previos. No hay nada comparable con la felicidad que uno experimenta al llegar a la meta después de recorrer 205 kilómetros.

                El otro reconocimiento va dirigido a los amigos del Club Hielo Madrid con Peki a la cabeza. Han organizado un torneo cojonudo y han sido capaces de anteponer el valor de la convivencia al peso de la competición. Después de 30 años jugando a hockey sobre hielo difícilmente uno se puede sorprender de nada; somos tan pocos y tan insistentes que cualquier torneo está viciado por viejos litigios, cuentas pendientes y recurrentes manías sobre el hielo que dicen mucho de la personalidad de cada uno. Llevo viendo las mismas caras desde que empecé a jugar con 9 años en el equipo alevín de Jaca. Lo obvio sería apostillar ahora que somos como una gran familia con todos sus defectos y virtudes. Pero, sinceramente, pienso que el hockey sobre hielo español ha estado siempre muy lejos de asumir ese rol y generalmente ha estado hipotecado por las rencillas personales, los egos desmedidos y la incapacidad de los responsables federativos.

                Dicho esto –disculpad esta digresión-, he regresado de Madrid con esa sensación algo mitigada. Quizá sea la senectud o la tendencia a relativizar las cosas que acompaña el paso del tiempo, pero este fin de semana he vivido otro ambiente que desconocía y he disfrutado del hockey sin la presión de la habitual guerra de guerrillas y la sombra de las viejas leyendas sobre el hielo. Demasiado limpio y sencillo pensé, pero así han sido las cosas. Y estoy tremendamente satisfecho de ello. Pese a todo, queda un resquicio de vanidad en estas líneas y los amigos de Madrid entenderán que hoy acabe diciendo que fuimos los mejores y nos merecimos el bonito trofeo diseñado por Guluaga. El próximo año nos vemos compañeros, pero antes habrá más. Seguro. ¡We are players of hockey rock!

El Gran Torino

El Gran Torino

Me gusta mucho el fútbol pero por lo general detesto a los futbolistas. Como he comentado en alguna otra ocasión, mi condición de "atlético" me impide observar con naturalidad este deporte porque para mi eterna desgracia soy seguidor de un equipo atípico, histriónico y conmovedor. Me he ido alejando con los años del universo futbolístico como quien huye de un anunciado dolor, cosido de heridas que supuran sin remisión y que se almacenan en una memoria que sólo conoce frustraciones desde la lejana infancia. Pero supongo que esto es el fútbol, un rasgado irreparable como lo son todos los daños del desamor. Las frustraciones del fútbol son lo más parecido al dolor por el abandono. En ningún caso se aprende de la experiencia, siempre se repiten los ingenuos errores como si nos afectara una profunda amnesia.

No me gustan los futbolistas y sospecho del mundo del fútbol pero me entusiasman las historias de fútbol. Hay grandes contadores de historias como John Carlin, Jorge Valdano, José María Martín Otín "Petón", Enric Gonzalez o el inolvidable Vázquez Montalbán. Enric González es periodista, "periquito", y autor de algunos extraordinarios libros a medio camino entre la guía de viajes y la novela como "Historias de Nueva York" o "Historias de Londres". En ambas ciudades trabajó como corresponsal y en ellas logró perforar la epidermis para manosear sin aprensión sus vísceras y sus hígados. Sólo un periodista de olfato y vocación puede diseccionar con la precisión de un cirujano las sociedades que retrató en esos dos libros. En el diario El País alterna la columna de la penúltima con Carlos Boyero  -otro canalla maldito de periodismo patrio-, desde que desapareciera su propietario legítimo, Eduardo Haro Tecglen. González huele las buenas historias, hace catas constantes en titulares secundarios y noticias breves en busca de los despojos que no quiere la prensa convencional. Maneja sus instintos con profunda convicción sabedor de que las historias que perduran son las que tienen alma. A lo largo de su dilatada trayectoria ha ofrecido infinidad de ellas.

La última la escribió en la edición del lunes 4 de mayo. Ese día se cumplía el 60 aniversario del trágico accidente de avión que acabó con la vida de toda la plantilla del Gran Torino, el equipo de fútbol más importante de la época. La historia mezcla el drama de un suceso fatal con la épica deportiva magnificada exponencialmente con el paso de los años. Eran los mejores, murieron de forma dramática y dejaron tal vacío en el mundo de fútbol que a partir de entonces nada volvió a ser igual. Una noticia brutal en manos del mejor contador de historias.

El 4 de mayo de 1949, hace hoy 60 años, cambió la historia del fútbol. No hablamos sólo del calcio, que se hundió en su noche más negra, sino de cualquier fútbol imaginable: ese 4 de mayo, a las 17.03, terminó un relato y comenzó otro. Si el trimotor Fiat que transportaba al mejor equipo del planeta, el Gran Torino, no se hubiera estrellado contra los cimientos de la basílica de Superga, a apenas 20 kilómetros de casa, es muy probable que no hubieran existido ni el maracanazo del Mundial de 1950 ni la posterior hegemonía brasileña. Tal vez Italia habría sido la primera selección tricampeona, con tres títulos consecutivos. Tal vez el Juventus de Turín sería hoy una institución menor, peleando en las divisiones inferiores. Tal vez desconociéramos la palabra catenaccio y el calcio simbolizara el fútbol ofensivo. Tal vez.

El Gran Torino nunca fue llamado Torino a secas. El principal club de Turín (la familia Agnelli no había adquirido aún el Juventus) proponía algo más que un fútbol maravillosamente ofensivo: encarnó, junto a los ciclistas Coppi y Bartali, el fin de la pesadilla del fascismo y la guerra. El presidente, Ferruccio Novo, ex jugador y ex entrenador, empezó a construir una formación legendaria en 1942, en plena guerra, con el fichaje de las dos estrellas del Venecia, Mazzola y Loik. Esa temporada, 1942-1943, ganó el scudetto. El campeonato, sin embargo, no se jugó la temporada siguiente. Italia se sumergió en una terrible mezcla de doble invasión (los aliados por el sur, los nazis por el norte), de guerra civil (fascistas contra partisanos) y de vacío de poder. No hubo competición hasta 1945. Para entonces, el Gran Torino ya era irresistible.

El equipo grana jugaba con una absoluta furia ofensiva. Había sido diseñado por el director técnico Ernst Ebstein, un húngaro de origen judío que, a causa de las leyes raciales, había tenido que trabajar en la clandestinidad y, pese a todo, acabó en un campo de concentración, del que pudo huir de forma casi milagrosa. Ebstein no quería defensas. De hecho, el Gran Torino jugaba con dos centrales muy técnicos, Ballarin y Maroso, y los cinco centrocampistas típicos del sistema inglés, dirigidos por Valentino Mazzola. Su leyenda se hizo sólida en la temporada 1947-1948 con 125 goles en 40 partidos. Hubo uno especialmente asombroso, contra el Roma. El equipo visitante, el Gran Torino, llegó al descanso perdiendo por 1-0. En el vestuario, los granas decidieron dar una lección a los romanos: volvieron al césped y marcaron siete tantos en 20 minutos. Ése era el Gran Torino de las cinco Ligas consecutivas.

Vittorio Pozzo, el seleccionador que ganó para Italia los Mundiales de 1934 y 1938 (con la inestimable ayuda de Mussolini y de los árbitros), había asesorado a Novo y Ebstein en su política de fichajes. Después de la guerra, montar una selección le resultó sencillo: ocho miembros del Gran Torino (Bacigalupo, Ballarin, Castigliano, Loik, Maroso, Mazzola, Menti y Rigamonti) eran titulares indiscutibles; en ocasiones, como en su victoria contra la mítica Hungría, la nazionale azzurra alineaba a diez jugadores granas. Italia se perfilaba como la gran favorita para el Mundial de 1950, en Brasil.

El 3 de mayo de 1949, el Gran Torino viajó a Lisboa para disputar un partido amistoso contra el Benfica. Mazzola, el gran capitán grana, había exigido participar en la despedida de su amigo Francisco Ferreira, capitán del equipo lisboeta y de la selección portuguesa. Tras el encuentro, concluido con victoria del Benfica por 4-3, la expedición embarcó en un avión rumbo a Barcelona. En Italia se habían quedado el presidente Novo, acatarrado, y un chavalín húngaro inmensamente triste porque el Gran Torino, tras varios partidos de prueba, había rechazado su fichaje. El chaval se llamaba Laszlo Kubala. Desde Barcelona, el Gran Torino siguió su viaje hacia Turín. El avión estaba a menos de cinco kilómetros del aeropuerto cuando, entre una espesa niebla, se estrelló contra la basílica de Superga, donde la familia real italiana enterraba a sus difuntos. Los 31 ocupantes del trimotor murieron en el acto.

Los funerales por el mejor equipo que ha visto Italia y uno de los mejores que ha visto el mundo congregaron a un millón de personas en Turín. En ese momento, a falta de cuatro jornadas, el Gran Torino llevaba cuatro puntos de ventaja al Inter. Los demás equipos decidieron alinear a los juveniles, como se vio obligado a hacer el Torino, el resto de la temporada. Ése fue el scudetto póstumo.

Sabemos lo que ocurrió después. Gianni Agnelli, el fundador de la Fiat, había comprado el Juventus en 1947 y aprovechó el inmenso vacío abierto en Superga para crear un equipo campeón. La temporada siguiente, la que había de convertirse en Vecchia Signora ganó el scudetto y empezó a forjar su propia historia. Ya era otro fútbol. El seleccionador Pozzo tuvo que viajar al Mundial de Brasil (en barco) con una alineación de circunstancias y un sistema ultradefensivo, que caracterizó al calcio en las décadas siguientes.

La historia de la tragedia tuvo un hermoso corolario en 1960. Sandrino Mazzola, el hijo de Valentino, que tenía seis años cuando murió el Gran Torino, acababa de fichar por el Inter. Era un chico de 18 años. Y le tocó enfrentarse al Real Madrid, campeón de Europa. Ganó el Madrid. Tras el partido, Puskas se acercó a Mazzola, le dio la mano y le dijo unas palabras: "Yo conocí a tu padre y jugué contra él. Creo que eres digno de ser su hijo". Mazzola, como es lógico, se echó a llorar.

Memoria

Memoria

Hace pocos días vi unos minutos de un debate televisivo sobre la Memoria Histórica y el papel que había jugado la iglesia durante la Guerra Civil. Ciertamente la ignorancia de algunos periodistas resultó insultante y su capacidad de manipulación perversa. Si hablan con desconocimiento, mal asunto; pero si lo hacen con mala fe su estulticia es de categoría. Una periodista cuyo nombre desconozco se enredó vehementemente en una insólita teoría según la cual la represión que sufrió el clero durante el conflicto bélico fue la mayor jamás practicada contra los cristianos desde la época de los romanos (sic). Continuó afirmando que todos los curas asesinados por las hordas rojas eran personas de bien que merecían ser recordadas como ejemplo de sacrificio y entrega. Para acabar justificando las beatificaciones masivas tan del gusto de los dos últimos Papas y de la Conferencia Episcopal Española, preocupada ella como está por no reabrir viejas heridas.

            No sé si me mosqueó más la maniquea ignorancia de la periodista o la incapacidad del resto de contertulios, que la dejaron irse de rositas entre alegres aplausos del público ante cada bravuconada que soltaba. Nadie fue capaz de enfrentarle argumentos sólidos, rigurosos y objetivos que desmontaran una salmodia en la que se olvidaba convenientemente del papel represor de la iglesia durante la Guerra Civil, de los curas fusilados por pertenecer al bando leal (esos, por lo visto, no fueron ejemplo de sacrificio), o del atroz exterminio al que fue sometido el colectivo de profesores por el bando franquista.

En esa mesa estaba Maria Antonia Iglesias, autora de un estremecedor libro sobre los maestros republicanos que fueron asesinados, represaliados o simplemente depurados. Su indomable histrionismo le impidió centrarse en lo esencial y olvidarse de las refriegas verbales inocuas. Se conoce pero muy pocas veces se dice que durante la Guerra Civil fue el profesorado republicano y no el clero el colectivo que más muertos acumuló. Los profesores representaban para el franquismo la libertad de pensamiento, la luz del conocimiento, el espíritu de independencia que era necesario destruir para construir un país de ciudadanos sumisos y atemorizados.

            Dijo también la citada periodista que “la República quemó conventos”. La acusación actúa como una sinécdoque. Es como decir que a Ignacio Uría le asesinó el miércoles Euskadi, todo Euskadi sin distinción. Probablemente la periodista en su atrabiliaria ensoñación desconocía –quiero pensar- que en España ya se quemaban conventos en 1835 y que sólo en mayo de 1931 (recién estrenada la II República), se produce un foco de violencia contra edificios religiosos en Madrid a cargo de un grupo de descontrolados. Aquellos hechos lamentables se magnificaron hasta convertirlos en artillería contra la “caótica República”, que sigue utilizándose hoy de forma simplista.

            La periodista se cargó de tópicos y argumentos de estudiante de Secundaria para defender el asunto de las beatificaciones. Como en su discurso no cabía la profundidad y la reflexión serena, no fue capaz de ahondar en la razón del odio que se desató contra la iglesia en aquellos calurosos meses de 1936. No explicó que en ese conflicto de clases que fue la Guerra Civil Española la iglesia representaba el poder opresor y dominante junto al ejército y la oligarquía económica. No habló de la miseria del país, de la inmoral vinculación del clero católico con los poderosos, de su implicación activa en el baño de sangre. Como ha explicado en tantas ocasiones el historiador Julián Casanova, “la iglesia ofrece sus servicios y ella es la gran beneficiada con el privilegio que obtiene con la liberación del anticlericarismo y el monopolio de la enseñanza. Durante dos o tres décadas no hay nadie que se mueva frente a los privilegios eclesiásticos. Su actitud no se justifica sólo por la represión que sufrían los curas”. La repentina preocupación de la Conferencia Episcopal por la imposición de la asignatura de Educación para la Ciudadanía contradice la plácida comodidad con la que vivió durante siglos su monopolio educativo. El profesor de la Universidad de Cádiz, Manuel Santos, recuerda que “la iglesia jugó un papel fundamental en la represión y depuración del magisterio. Hay pruebas de la intervención que tuvieron los clérigos, las denuncias concretas que pusieron básicamente contra maestros”.

            En la eterna discusión sobre qué bando cometió las mayores atrocidades en la Guerra Civil, Santiago Carrillo recordaba esta semana en el programa “59 segundos” que “la diferencia entre las víctimas que la República pudo hacer injustamente y las que hizo el franquismo es que las que hizo la República han sido ya resueltas, resueltas porque, en cuanto triunfó el franquismo, se rehabilitó a esas víctimas, se las subió de grado, se las enterró cristianamente, fueron héroes durante 40 años en este país, mientras que las víctimas de la República pues no han sido rehabilitadas”.

            El historiador Ian Gibson escribía el lunes en El Periódico que “es evidente que más de 30 años después de la muerte del dictador, la derecha española es todavía incapaz de asumir la verdadera y horrorífica dimensión de la política de exterminio y de odio hacia el adversario practicada por el franquismo, sobre todo después de la guerra. Prefiere que se olvide antes de conocerse”. Eso es lo que reclamaba la periodista de la tele.

España

España

Después de quince días de vacaciones este blog regresa al tajo. Han sido dos semanas de imperfecta distensión, como todos los imperfectos estados de felicidad efímera. En este tiempo me aseguran que España ha cambiado, que ha sufrido la transformación pendiente, que su transición inconclusa a la modernidad por fin ha culminado con la victoria de la selección de fútbol en la Eurocopa. Ya adelanté al principio del torneo que el equipo de Luis Aragonés ni los que le precedieron habían logrado despojar mi indiferencia a la causa. Pero he de confesar que el formidable talento para el fútbol de estos chavales ha obrado el milagro;  estos días he disfrutado con el equipo como se disfrutan las cosas en la adolescencia, cuando no hay complejos ni prejuicios acumulados. En ese sentido me siento rejuvenecido pero bien es verdad que todo se debe a que, en la mejor tradición hispana, me he apuntado a caballo ganador cuando ya no tenía duda alguna de que iba a ganar. Pecado venial, desde luego.

Mucho de este fervor patrio creo que tiene que ver con el simple hecho de que el triunfo y el éxito son dos poderosos catalizadores que movilizan a las masas. No hay un incondicional orgullo patrio sino una oportunista y lógica devoción por el ganador, que en este caso es de casa. El vencedor lo tiene todo, que decía la canción. Y el perdedor no es digno de la memoria popular. Pero como escribía Benedetti: “el júbilo es un ángel sospechoso, casi un enmascarado del dolor, suele durar menos que una bengala o es sólo un estrambote de la suerte”. Entiendo y me parece natural que miles de españoles salten a las calles con la bandera rojigualda en ristre. El fútbol ha hecho feliz a millones de personas en un país que todavía esconde los fantasmas acomplejados de su pasado. Desde este punto de vista, el deporte ha sido nuevamente el motor de las pulsiones primarias de una sociedad. Ninguna objeción al respecto. El entusiasmo colectivo está plenamente justificado y puedo aceptar hasta un determinado grado de desbordado nacionalismo español en estas horas de euforia mediática. ¿qué país no ha reaccionado así en similares circunstancias? ¿qué país no soñaría con un triunfo así?

Pero siento que la saturación ha llegado, y lo ha hecho demasiado pronto. Las ruidosas campañas de promoción de todos los medios de comunicación, la grandilocuencia de los periodistas, la hipérbole general y la liturgia mesiánica de Cuatro en la Plaza de Colón (la nueva Plaza Roja de Madrid), han llevado la íntima felicidad de cada ciudadano a una sobreexposición en la que no se admite la austeridad de los sentimientos. O se berrea a pulmón batiente o se es sospechoso de no ser adicto a la causa.

Y claro que uno se siente tremendamente feliz de ver jugar primorosamente a este grupo de jóvenes futbolistas. Pero no es necesario desplegar todos los atributos masculinos para expresar orgullo. Me recuerda al bando con el que Primo de Rivera proclamó la dictadura en 1923: “el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada, que espere en un rincón”. Los que estamos rozando los 40 sabemos que hubo otra España deportiva de éxitos raquíticos e inferioridad patológica. Nosotros fuimos probablemente la última generación nacida en la caspa y el cornetín, la España de mesa camilla y deportistas lánguidos. Los triunfos que pudimos celebrar fueron discretos y aislados, fruto de la generación espontánea, tan prolífica en la producción de tipos talentosos en este país. Por eso es posible que nos encontremos incómodos ante tamaña manifestación de felicidad, tan llenos de remilgos y pudor como estamos.

Se ha escrito mucho estos días sobre el valor político y sociológico del triunfo de la selección del fútbol. Creo que es en este terreno donde el debate se ha embarrado y ha alcanzado las mayores cotas de estupidez. Del mismo modo que pienso que el fútbol es un elemento de cohesión sociológica del país, estoy convencido de que la victoria en la Eurocopa no ha servido para unirlo -en ese concepto de unión por exclusión- ni para que los que no se sienten españoles lo hagan ahora.  Las audiencias televisivas son esclarecedoras: la final la vieron 16 millones de personas, lo que indica que a otros 30 millones de españoles no les interesó para nada lo que pasaba en Viena. Una tercera parte del país pasó de “la roja”.

He leído estos días profundas reflexiones sobre lo que significa la victoria de España. La derecha mediática ha cargado la escopeta y se ha lanzado a reconquistar los territorios desafectos blandiendo la Copa de Europa. De nuevo yerran en el diagnóstico del país. La selección no creo que fomente conversos al españolismo ni sirva para liquidar los brotes independentistas, como ha escrito algún columnista esta semana. Es un poco triste comprobar también como muchos han utilizado el triunfo de la selección para pasársela por los morros a los infieles vascos y catalanes, en un torpe ejercicio de pedagogía sociológica.

La selección no es más que el reflejo de una sociedad y de un país. No somos ni Francia ni Brasil ni Argentina, por eso el equipo español siempre carecerá de afecto en algunos territorios del estado en los que sencillamente no existe el sentimiento español. El fútbol no puede acabar con esta realidad de siglos, aunque muchos se empeñen en lo contrario. El tejido afectivo está deshilachado en sus costuras. Creo que es una insensatez sentar a España en el divan para fortalecer su identidad con la autoestima que genera algo tan azaroso como el fútbol. No ha sido el sentimiento español el que ha provocado la explosión de felicidad sino el fútbol, no lo olvidemos.  El fútbol y el talento de unos futbolistas que juegan como los ángeles. Hemos ganado y además somos los mejores. Ese, entiendo yo, es el combustible que ha movilizado a miles de españoles, pero no a toda España. 

Imagina

Imagina

La primera vez que vi en una revista la librería Selexyz Dominicaen de Maastricht recordé a John Lennon e Imagine: "Imagina que no hay países, no es difícil de hacer. Nadie por quien matar o morir ni tampoco religión". Una antigua iglesia dominicana del siglo XIII transformada en una moderna librería; la sublimación espiritual de ateos, agnósticos y nihilistas. No he tenido la fortuna de visitarla y sospecho que pasarán muchos años antes de que el tiempo y el dinero me permitan la petulancia de elegir Maastricht como destino de mis vacaciones. De momento, en mi inacabada lista de lugares que me gustaría conocer antes de morir no aparece en los puestos de privilegio. Aunque eso no significa nada porque albergo la triste certeza de que la gran mayoría de esos sitios tampoco los visitaré nunca. Los acojo en mi selectiva memoria y me recreo con la incierta posibilidad de su hallazgo. Ya se sabe que viajar con la imaginación no es más que otra forma de viajar.

Decía que la librería Selexyz me impactó cuando la descubrí en un suplemento de fin de semana de algún periódico español, no recuerdo cuál. Me atraen esos edificios que han mudado sus antiguos usos y lo han hecho sin sufrir ninguna atrocidad arquitectónica. Se han reinventado pero no han caído en el anacronismo. La Gare de Orsay en Paris es uno de esos ejemplos. Aunque en un ámbito más cercano siempre me pareció mucho más auténtico el restaurante que el párroco Leminyana montó en la sacristía de la Catedral de Roda de Isábena, o la casa de la cultura en que se transformó la antigua iglesia de Castejón de Sos.

Como veréis, en realidad lo que me llama la atención es la socialización de los templos religiosos y su conversión en toda regla, sin medias tintas. No hace mucho recordaba aquellas palabras de Bertrand Russell que se resumían en que la decadencia de la fe dogmática sólo puede hacer bien. Y el bien pasa por la educación, la información y la culturización de la sociedad en el más amplio sentido de la palabra. Se corre el riesgo de practicar la demagogia al defender que en cada iglesia se levante una biblioteca y en cada catedral una casa de la cultura. Puedes decir que soy un soñador, pero no soy el único.

Fútbol

Fútbol

Me gusta el fútbol, pero soy un descreído convencido. La razón habrá que encontrarla en que soy del Atlético de Madrid desde que tengo uso de razón y eso convierte la afición en una práctica furtiva de las emociones. Nos hemos acostumbrado a reprimir el orgullo y a aguantarlas de todos los colores. El Atleti sería el paradigma de la parodia en que se ha transformado, desde mi punto de vista, el fútbol; un deporte de egos hinchados, oscuros intereses económicos y almacén de la peor calaña de directivos. Cuando era niño y luego adolescente aún veía en los fútbolistas a admiradas estrellas rutilantes que me hacían soñar. Ahora sólo veo (salvo contadas excepciones), semianalfabetos niñatos millonarios, en acertada definición del escritor Juan Bolea. Qué le vamos a hacer, el fútbol ha perdido para mi todo el sabor del gran acontecimiento. Ha dejado abandonada en el camino la inocencia de lo puro, cuarteada en cachitos de vanidad, o lo que Santiago Segurola definiría sencillamente como "vedettismo".

En este teatro de las vanidades todos hemos contribuido a la exacerbada idolatración de los futbolistas, que pienso que es una de las causas de esta conversión del renegado. Los aficionados en tanto que apasionados hinchas alimentan los mitos con su pasión y con la fe irreductible en sus colores. Es cierto aquello de que se puede cambiar en esta vida de cualquier cosa menos de equipo de fútbol. Pero creo que son los periodistas los responsables fundamentales -complices necesarios- de engrasar esta máquina que construye leyendas con la misma velocidad que las destruye como juguetes rotos. Me parece insoportable la trascendencia que algunos periodistas se empeñan en conceder a las declaraciones siempre planas e inocuas de los fútbolistas. Sus lugares comunes, su anoréxica retórica y esa estética de nuevo rico advenedizo me ponen de los nervios. En este caso la forma ha acabado pervirtiendo la esencia, que no sé bién dónde para.

Que conste que yo pertenezco a esa inmensa mayoría que alguna vez se ha abrazado con un desonocido en un campo de fútbol para celebrar un gol. Estuve en Neptuno celebrando aquél irrepetible y lejano doblete del Atleti en 1996, y cada año renuevo mis votos rojiblancos con la misma ingenuidad infantil de siempre. Una renovación que pronto encuentra el mismo escenario de la decepción y la frustración como respuesta. Por lo tanto esta invectiva hacia el mundo del fútbol proviene de un futbolero resentido y escocido; pero de un futbolero al fin y al cabo para que no haya sospechas de desapego. Y es aquí donde viene de perlas introducir uno de los tópicos capitales del fútbol mundial: el fútbol es así.

Todo esto viene a cuento por la literatura que estos días ha generado el descenso del Zaragoza a la segunda división. La prensa deportiva aragonesa se ha embarrado en una disección en canal del moribundo, al que muchos ya le firman el acta de defunción. El debate es de una gravedad mayúscula, a tenor de los recursos semánticos utilizados por unos y otros. El maximalismo se ha apoderado de los periódicos aragoneses. No dudo de la negativa influencia del descenso en la microeconomía zaragozana y en la metafísica colectiva, pero quizá es tiempo de sensatez y ponderación. Fútbol es sólo fútbol. Por eso me ha encantado leer a Mario Ornat en su blog. Mario es uno de los periodistas que mejor escribe en Aragón y desde luego una de sus mentes más lúcidas. Su post es, en realidad, lo que a mi me hubiera gustado escribir hoy.

 

Me extraña cómo pueden parecerse tanto los días a los recuerdos de otros días. El 6 de mayo de 2002 llovía con gris lentitud como hoy, 19 de mayo de 2008. Nos protegimos del agua bajo el tejadillo de lata del aparcamiento de la Ciudad Deportiva, y ahí escuchamos las últimas declaraciones de Savo Milosevic como zaragocista. La noche anterior el equipo había descendido a Segunda División en Villarreal, Láinez se pegó o bien le pegó a un aficionado que lo había agredido saltando al campo, Acuña derribó a otro tras una persecución tabernaria, de un zarpazo, como hacen los felinos en la sabana con las gacelas Thompson. Finalmente Milosevic, en medio de la furia desatada y el caos, retrató de un manotazo a Oliver Duch, fotógrafo y amigo del Heraldo, cuando éste lo intentó retratar a su salida del campo.

Aquella fue una mañana muy triste y la lluvia se me quedó grabada en la memoria como una postal metafórica. Esa noche, en Villarreal, escribí con una rabia avergonzada, agresiva y revanchista. El domingo por la noche, cuando relaté este nuevo descenso del Zaragoza, me di cuenta de que me estoy haciendo un periodista mayor o algo veterano, o bien resabido, o bien un poco más sabio, o tal vez desencantado, puede ser que sereno, o puede que sólo escribiera protegido del efecto terrible de lo que estaba contando por otros problemas más acuciantes; o bien, como creo yo, simplemente porque tenía asimilado el descenso hace semanas, muchas semanas. Creo que la primera vez que dije "nos vamos a Segunda" lo dije con absoluta convicción, sabiendo que no se trataba de la lástima reactiva a una goleada o a otro partido lamentable del Zaragoza; era una conciencia absoluta, indudable, de cuál iba a ser el desenlace. Eso ocurrió en la jornada 25, con trece aún por jugarse, en el descanso del partido Sevilla-Zaragoza. Lo puse en un sms que envié a una amiga que me preguntaba qué le pasaba al equipo. Unos días después me encontré por la calle con Charlie Cuartero y él me preguntó qué pensaba que iba a ocurrir. Le repetí mi triste convicción (esos días estaba verdaderamente triste, por esto y por más), y él me vaciló: "Entonces, cuando nos salvemos te la envainarás y escribirás que no confiabas en este equipo". Desde luego, le dije. Esa misma semana me había disculpado por un artículo bastante desagradable contra los futbolistas y le dije que un periodista que se disculpa en público está dispuesto a envainársela y a lo que haga falta. Por desgracia, no tendré la oportunidad de hacerlo.

Cuando tenga un rato dejaré la crónica de hoy en AS, que más que una crónica del partido viene a ser un juicio con el que cada cual estará más o menos de acuerdo. No puede ser de otra manera. Probablemente esta noche. Siento todo esto por la afición, y esto no es demagogia populista. En Villarreal recuerdo haber llorado cuando vi llegar a la gente del Zaragoza al estadio, cantando, sosteniendo las últimas esperanzas de un equipo que se iba, que se fue. Siempre he tenido en cuenta que los periodistas, en cuanto al Real Zaragoza, estamos por obligación uno o dos escalones por debajo de sus socios y aficionados. Lo nuestro (con sentimientos por el medio, porque muchos sentimos al equipo como el que más) tiene un inevitable lado profesional; el fútbol es y siempre será de la gente que lo mira, lo quiere, lo siente y lo paga. Sobre todo, la que lo paga. Parece una anécdota pero se trata de una diferencia esencial, definitiva. Al menos, para mí lo es.

Por eso, hoy que leo los diarios, me pregunto si muchos de los analistas que han florecido en esta lluvia primaveral, con los puños cargados de verdades, soportarían que alguien escribiera una, dos, tres o cuatro páginas analizando los resultados económicos y editoriales de cada medio; las crónicas, la gramática, la sintaxis de sus frases, la valía profesional de sus periodistas y por supuesto sus sueldos, sobre todo sus sueldos. Me pregunto qué se podría decir de la pérdida masiva de lectores, de los resultados en las oleadas del Estudio General de Medios, de la marcha en fila de profesionales punteros en sus áreas, de los modelos redaccionales, de las noticias que se dan y no se dan, o de los resultados publicitarios y de ventas. Sería interesante. Sobre todo puede que fuera divertido. Más que nada, sería justo. Sería justo que alguna vez nos diéramos cuenta de que nuestra posición no nos otorga la plenipotencia de un deus ex machina para construir patíbulos, que en muchos casos deberían incluirnos. Habría que pensarlo. Resulta bastante higiénico hacerlo, al menos para compensar esa costumbre tan entretenida de pedir que dimitan todos los demás, especialmente los que nos caen mal o nos miran con recelo o no se fían de nosotros.

El cinismo no hace periodistas. Naturalmente, yo soy un loco y seguramente también un cínico ocasional Yo mismo voy a tener que escribir alguno de esos análisis y ya lo he hecho alguna vez. Pero lo que de verdad me gustaría es escribir los otros, lo juro. Los de los periodistas y nuestros periódicos, radios y televisiones. Eso sí que me daría placer profesional y sobre todo personal. Con el punto final, por descontado, iría a pedir el finiquito. Afortunadamente no pertenezco a ninguna asociación, para así poder hacer lo que me dé la gana sin que nadie me expulse del cuerpo corporativo corporizado. Con la cifra que me metiera al bolsillo, me compraría un billete a la Antártida y desde allí os contaría semana por semana el flujo de las mareas, el catálogo de estrellas del hemisferio contrario y la frecuencia de las banquisas de hielo en los canales del fin del mundo. Y recordaría que mi vida profesional me proporcionó en 1995 una oportunidad impagable: quedarme en el paro de mi trabajo de periodista y poder ver a mi equipo ganar la Recopa como lo hace un zaragocista de verdad, pagando un pasaje en clase turista, la entrada más cara del Parque de los Príncipes y zorro como un canasto después de haberme pasado el día cantándole al vino y al Zaragoza por las calles de París.