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Juan Gavasa

Lecturas

Guantes rotos

Guantes rotos

 

“Mucha gente tiene la impresión equivocada de que 

 tocar fondo tiene algo de romántico o trágico"

Donald Ray Pollock

 

La vida de Perico Fernández no se escribió en los cuadriláteros, esos espacios en los que de vez en cuando quebraba la línea recta de su destino para regresar de inmediato donde solía. La leyenda del boxeador -si es que existió-, se forjó en unos escasos momentos sublimes de inspiración en los que fue capaz de concentrar todas las propiedades de un don que acabó siendo una losa. El resto fue el despropósito dramático de una pelea con la vida en la que ambos se zurraron de lo lindo en un combate desigual y previsible.

En el hospicio del Pignatelli de Zaragoza decían que un tal Perico daba “hostias como panes”. Y ese Perico huérfano, rebelde e indomable resultó que sacudía con la misma violencia al incauto que osaba retarle y también a la vida misma. Pero ya se sabe que ésta se revuelve con una rapidez endiablada y que su respuesta siempre es desproporcionada. Entonces el  pegador mueve sus puños con torpeza y sólo acierta a golpear al aire en el ejercicio más inútil y patético que puede darse sobre un cuadrilátero. Es la expresión certera de la derrota, de la incapacidad para estar a la altura del combate. Cuando sólo eres capaz de tremolar tus puños las cosas acabarán mal.

Perico lleva golpeando al aire desde hace décadas. Arrumbados y amarilleados los recuerdos de su efímera gloria, el boxeador arrastra el malditismo de su deriva como una epopeya que tiene algo de poética del fracaso; tan fascinante como insoportable. Fran Osambela y Rafael Rojas han escrito “Guantes rotos”, un libro con apariencia engañosa. Fran se dedica a reunir de forma deshilvanada y sin orden cronológico un puñado de anécdotas de la vida de Perico que ayudan a conocer al personaje en su versión más íntima; es la historia del hombre, no la del boxeador. Rafael Rojas, por su parte, ofrece un recorrido por la trayectoria deportiva del que fuera varias veces campeón de España, Europa y el Mundo entre 1973 y 1983 con la intención de defender un argumento: Perico, Carlos Lapetra y Conchita Martínez son los tres mejores deportistas que ha dado Aragón. Los dos textos son las dos caras de una misma vida.

Al final del capítulo escrito por Fran Osambela uno entiende la naturaleza del relato y la técnica de su autor. La sucesión de anécdotas sin cronología posible (deshilachadas en el tiempo y en el espacio, algunas hilarantes, muchas dramáticas, pocas irrelevantes), es la única manera posible de contar la trayectoria de Perico. Uno, ante el fracaso de una vida, siempre busca la respuesta al mayor de los misterios: “¿dónde comenzó el declive”? En el caso del boxeador, el libro de Fran nos ayuda a comprender que en la línea temporal de su vida no existe un punto de inflexión ni una quiebra. El enigma se explica en el origen de sus días, en esa “sórdida mezcla” de hospicio, orfandad y postguerra de la que habla el periodista Luis Alegre en el libro.

 Por eso “Guantes rotos” tiene una apariencia engañosa, porque el tumulto de anécdotas no es un error formal sino una habilidosa jugada del bregado periodista para estimular en el lector la sensación de caos en la que siempre ha estado instalada la vida del boxeador. Así, la sola enumeración de las peripecias de este zascandil entrañable es suficiente para llegar a conclusiones de todo pelaje, tantas como el grado de severidad o benevolencia de quienes juzguen. La principal es, sin duda, la irreversibilidad del destino. En esa interpretación temporal de la teoría nietzscheana del eterno retorno, Perico Fernández retrocede constantemente después de cada supuesto avance para repetir los mismos errores. Y el lector espera impotente que en algún momento el protagonista recapacite, altere su destino escrito y encuentre el hueco por donde huir de esa encerrona en que se ha convertido una vida de fama repentina sin bagaje para digerirla. Y al final uno se remite a la reflexión de Kiko Amat, cuando afirma que la caída hacia el infierno es “algo a lo que te deslizas sin esfuerzo, una caída sin aspavientos”.  

El viejo amigo Fran ha dicho que “Guantes rotos” es “un reportaje periodístico a lo bestia”. Tiene todos los atributos del buen ejercicio periodístico y las virtudes de quien lleva más de veinte años dedicado febrilmente a la profesión. Hay un método claro del que no se separa en ningún momento: cada testimonio necesita ser contrastado. Y así Fran se ha perdido durante meses por las calles de Zaragoza buscando el rastro de aquellos que compartieron siquiera un momento en la vida de Perico Fernández, sólo para disipar la duda del carácter legendario de las anécdotas y coser, de este modo, la vida del boxeador a la realidad.

No hay intención de ditirambo ni la tentación de caer en una nostálgica admiración del ídolo caído. En este sentido, las cosas se cuentan con una desnudez a veces impúdica y provocativa. Y esta elección es determinante para dimensionar la figura deportiva y humana del protagonista: para entender por qué se convirtió en un fenómeno de masas a principios de los años 70 del pasado siglo y por qué casi de forma paralela puso los cimientos de su propio cadalso. Hay en el libro testimonios recuperados de periódicos de la época, como los de Andrés Astruell o Manuel Alcántara, que resultan ahora esclarecedores y dramáticamente premonitorios. La inconsistencia del nuevo mito era tan evidente que la cuestión era fijar la fecha de su caída y no la de su redención. No se equivocaron.  

La novedad en el género biográfico es que Fran utiliza un intermediario para interpretar y traducir la narración del boxeador. Se trata de Paco Millán, probablemente el único amigo que nunca abandonó a Perico y del que éste dice  “es la única persona que dejaría que me engañara”. Paco es la memoria de Perico y la única certeza que el boxeador conserva de que un día fue grande entre los grandes. Paco estuvo en todos los momentos de gloria del deportista y también compartió los lances del prematuro declive, cuando las ausencias se hacían cada vez más sonoras. El diálogo entre Paco y Perico –ese tipo de conversación que sólo pueden tener dos amigos-, es el hilo narrativo sobre el que Fran Osambela va tejiendo una florida red de recuerdos, anécdotas, vivencias, secretos y rumores de un pasado que se antoja lejano y volátil.

La trémula locuacidad de Perico,  trufada de síncopes, extravagancias y retruécanos, encuentra en Paco Millán el punto de raciocinio necesario para evitar que los desvaríos abonen nuevas versiones de su historia. A Paco no se las cuela. Él es además el único habilitado para ofrecer una interpretación de los demonios que todavía anidan en la cabeza del gran boxeador.

Y con este interlocutor privilegiado Fran Osambela ha dibujado un relato frenético de idas y venidas en el tiempo; que proyecta de forma indirecta la rancia España de una época en la que los exiguos éxitos deportivos eran blandidos por el régimen como  espadas contra las conjuras judeomasónicas de turno. Perico perteneció a esa generación de deportistas españoles surgidos por ensalmo que alcanzó la gloria en el peor país posible. Ángel Nieto, Severiano Ballesteros o Manuel Orantes fueron, como él, genios dotados de un don natural para ser extraordinarios en un lugar mediocre. Pero como recuerda Luis Alegre en la frase atribuida a Capote, “cuando a alguien Dios le concede un don, también le da un látigo para autoflagelarse”. Y Perico lo usó tozudamente porque ni estaba preparado para la fama ni nunca la buscó. Vino ella sola y él se entretuvo dándole hostias como panes.

Antón Castro y sus obsesiones (II)

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Antón Castro y Patricio Julve (I)

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Caricaturas

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Javier Marías hoy (5/07/09) en El País

Decía Richard Ford, el viajero inglés que en el siglo XIX recorrió toda España a caballo y en diligencia y cuya magnífica serie de libros al respecto se ha reeditado hace poco aquí sin la alabanza que merece, que una de las más invariables características españolas, desde tiempos de Viriato y aun más atrás, era la de tener pésimos reyes, generales, caudillos, mandatarios eclesiásticos, gobernantes y jefes: indignos de confianza, abusivos, despóticos, engreídos, soberbios, incompetentes y metepatas. Ford celebraba que, de vez en cuando, a este o al otro sus subordinados hubieran acabado pasándolos por las armas tras rebelarse contra ellos, pero lamentaba que tan sabia y justa decisión llegara siempre demasiado tarde, cuando el dirigente había cometido todos los estropicios posibles y había dejado inservible o arruinado lo que quisiera que tuviera a su mando.

Es llamativo que esta característica se mantenga al cabo de los siglos, más aún cuando desde hace tres décadas los responsables políticos son elegidos y no nos vienen impuestos, como sucedió casi siempre a lo largo de nuestra historia. Basta echar un vistazo desapasionado a quienes mandan en los partidos, en el Gobierno, en las Comunidades Autónomas y en los Ayuntamientos para comprobar que poco ha cambiado. La mayoría rivalizan en decir y hacer estupideces dañinas. Pero la cosa va más lejos y alcanza a casi todos los ámbitos, de manera que ya no se sabe qué fue antes, si el huevo o la gallina, esto es: si los que tienen poder o podercillo, los que mandan algo en cualquier sitio, sea un Ministerio o una oficina, están ahí colocados por su inoperancia e imbecilidad, o si bien todo el mundo se vuelve inoperante e imbécil en cuanto se le da algún poder o podercillo. Pero miren a su alrededor, cuantos tengan jefes o eso aún más terrible llamado “jefes intermedios”, o cuantos conozcan a personas que los padezcan, y díganme cuántos sienten un mínimo aprecio por ellos, o admiración si es posible.

Cierto que yo no he tenido apenas, y que, de hecho, a la pregunta de las entrevistas “¿Por qué escribe usted?”, a menudo he respondido: “Para no tener jefe y para no madrugar”. Tuve dos en los años en que di clases, uno en Inglaterra y otro en España. Tal vez fue casualidad, pero el inglés (bueno, galés) era un tipo estupendo y eficaz, respetuoso, con sentido del humor y en absoluto autoritario; jamás se metía en lo que no lo concernía y procuraba que su departamento fuera lo mejor posible. El español, en cambio, fue subdirector durante un tiempo en que, por razones burocráticas, no hubo director, luego era él quien lo dirigía todo en la práctica. Bastó con que de pronto se lo nombrara oficialmente director –nada cambiaba de hecho– para que se hinchara, actuara como una madre superiora y se hiciera celoso de sus subordinados, hasta el punto de preferir que su departamento empeorara con tal de que ninguno destacara.

El jefe español –incluidos subjefes o jefes intermedios– se levanta todas las mañanas no pensando en cómo hacer bien su tarea o sacar mejor rendimiento a quienes tiene a sus órdenes (sin explotarlos), sino diciéndose: “Soy jefe, a ver cómo lo hago hoy notar”. Para él, lo importante no es que las cosas funcionen bien gracias a su trabajo, sino saberse por encima de otros y que esos otros dependan de sus decisiones. Por eso está mucho más atento a sus subalternos que a su quehacer. Les da órdenes arbitrarias y contradictorias para pillarlos en falta, y por supuesto jamás admite, cuando sobreviene el desastre, que éste tenga nada que ver con él, de la misma manera que si alguien de su equipo alumbra una buena idea, se apropiará inmediatamente de ella y acabará creyendo que fue suya. Al jefe español le gusta perorar ante sus empleados, les hace perder el tiempo y los abronca luego por los retrasos que él causa. Nada más ser ascendido y aterrizar en su puesto, decidirá que el mundo empieza con su advenimiento y lo cambiará todo, incluido lo que hasta entonces marchaba. Piensa que debe notarse su aparición al instante, y el ejemplo más nítido de esto lo encontramos en los Ministerios, cuyo cada nuevo inquilino despide a todos los cargos del anterior y deshace cuanto éste hubiera emprendido, fuera acertado o no. El jefe español es incapaz de limitarse a administrar, conservar y mejorar: está siempre lleno de peligrosas iniciativas y de ideas imbéciles, que a menudo sólo anuncia –si puede, a la prensa–, para luego no dar palo al agua. Algunos sí se ponen manos a la obra y el resultado es aún más catastrófico: si, por ejemplo, mandan en un Ayuntamiento, deciden erigir un innecesario polígono industrial junto a las ruinas de Numancia y cargarse un paisaje bimilenario; o excavar túneles y aparcamientos superfluos que destrozan las ciudades; o descatalogar los Jardines de las Vistillas (!) para que la Iglesia construya en su lugar mamotretos (algo tan grave como permitir edificar en el Retiro o en el jardín Botánico, que serían solares apetitosísimos). A Ford no le faltaba razón: llegamos siempre tarde.

Por supuesto que hay excepciones, y que esta descripción de los jefes españoles es una generalización, una caricatura y una exageración. Lo malo de nuestro país es que la realidad siempre acaba imitando a su caricatura, y aun la deja pálida.

Premio

La editorial Pirineum de Jaca ha sido galardonada con el premio al “Mejor libro editado en Aragón en 2008”, que concede el Gobierno de Aragón por la obra “Los años convulsos. El fotógrafo Alfonso y la Sublevación de Jaca (1923-1936). El volumen está escrito por el historiador Juan José Oña y fue editado en abril del pasado año. La distinción es otorgada anualmente por el Departamento de Educación, Cultura y Deporte del ejecutivo autónomo. En esta ocasión, el Jurado estaba formado por la directora gerente de la Biblioteca de Aragón, Pilar Navarrete en calidad de presidenta, y por los vocales José Luis Acín, José María Aniés, Manuel José Pedraza y Juan Francisco Pons junto a Agustín Ariella como secretario.

 

El Jurado ha valorado la calidad de la edición y el diseño general de “Los años convulsos”. Al premio se presentaron un total de 11 libros de cinco editoriales distintas. Para Pirineum Editorial, el galardón supone “un reconocimiento a la labor editorial que venimos realizando desde hace una década. Recibir un premio de estas características es para una editorial pequeña como Pirineum la demostración de que es posible apostar por proyectos culturales ambiciosos desde lugares periféricos como Jaca”. El galardón será entregado el próximo 5 de junio en Zaragoza en el marco de la Feria del Libro.

 

“Los años convulsos. El fotógrafo Alfonso y la Sublevación de Jaca (1923-1936), es un viaje por la España del primer tercio del siglo XX a través de la lente del genial fotógrafo madrileño Alfonso. Se trata de uno de los periodos más agitados, apasionantes y trágicos de nuestra historia que desembocó en la Guerra Civil y la posterior dictadura franquista.

 

            El libro gira en torno a un eje: la sublevación republicana protagonizada por los capitanes Fermín Galán y Ángel García Hernández el 12 de diciembre de 1930 en Jaca. El autor considera que la causa de esta insurrección fue el declive irreversible de la Monarquía de Alfonso XIII; la proclamación de la segunda República mediante unas elecciones democráticas cuatro meses después, su consecuencia directa. El libro, que reúne cerca de 500 imágenes, es el resultado de la exhaustiva investigación en los fondos del fotógrafo madrileño Alfonso sobre los sucesos de Jaca, que cubrió como reportero para los diarios El Sol y La Voz. La recuperación de un valioso material inédito de aquellas históricas jornadas dio pie a este libro que proyecta desde el ámbito local una perspectiva general de lo que fue España entre 1923 y 1936.

 

            Alfonso Sánchez, uno de los periodistas gráficos más importantes del periodismo español de la época, y sus hijos Alfonsito, Luis y Pepe, estuvieron presentes en buena parte de los acontecimientos políticos, sociales y culturales más relevantes de aquellos años. A través de sus fantásticas imágenes –muchas de ellas sobradamente conocidas- el libro sigue el curso de la historia española y rescata la esencia de un tiempo convulsión y de esperanzas.

El beduino

El beduino

Aseguraba Kapuscinski que los cínicos no podían dedicarse al periodismo. Nada dijo al respecto de los políticos. Leyendo a Labordeta en sus “Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados”, a uno no le queda ninguna duda de que hacen falta pesadas cargas de cinismo para dedicarse a la cosa pública en la capital de la Corte y no morir en el intento. El libro de Labordeta es un vaivén de recuerdos, anécdotas y experiencias contadas con la conocida austeridad de su prosa y la certera percepción de quien camina por la vida sin maquillaje.

            Labordeta ya era muy popular antes de lograr el acta de diputado en Madrid. Lo era en Aragón como símbolo de una identidad en ciernes, y en el resto del estado como parte de un movimiento social y cultural que reivindicaba la democracia primero y con ella la errante justicia. Llegó esa democracia pero no necesariamente acompañada de los valores que se le suponían. Muchos se volvieron acomodaticios y otros se hicieron demócratas de toda la vida sin necesidad de grandes esfuerzos morales. Quedó finalmente una minoría que siguió combatiendo en el convencimiento de que el experimento democrático venía lastrado por los cuarenta años de dictadura y la volatilidad de los nuevos principios.

            Y así llevamos más de treinta años, alardeando en el exterior de las bondades de nuestra transición sin ser capaces de percibir sus notorias debilidades. La comodidad del discurso complaciente ha eliminado cualquier arrobo autocrítico y ha grabado a fuego aquella extendida tesis de que en 1978 se logró un gran acuerdo ejemplar entre vencedores y vencidos para reinstaurar la democracia en España. Como recordaba hace algún tiempo el historiador oscense Manuel Benito, en realidad lo único que ocurrió en aquellas fechas es que los que estaban en el carro del poder “dejaron un hueco para que se subieran los que habían permanecido en la oposición durante la dictadura”.

            Las fisuras de aquel “gran acuerdo” se han dilatado con el paso del tiempo y actualmente los síntomas de agotamiento y caducidad de la Constitución son alarmantemente patentes. La experiencia de Labordeta en el Congreso de los Diputados -más allá de su interés memorístico y su carga de ironía y retranca-, refleja las telarañas de un sistema obsoleto y carpetovetónico, construido para perpetuar la partitocracia y anular valores tan democráticos como la participación ciudadana o la conciencia cívica. El profesor de Análisis Económico en la Universidad de Valencia, Juan Manuel Blanco, escribía recientemente: “Así, la partitocracia acaba vaciando de contenido una buena parte de los órganos del Estado porque las decisiones que estos órganos toman formalmente ya se han adoptado previamente en otros ámbitos. De este modo, la separación de poderes desaparece de hecho pues suele ser el jefe del partido mayoritario (generalmente también jefe del ejecutivo), quien toma realmente las decisiones por todas estas instituciones aunque ellas sean formalmente independientes”.

            La presencia de un tipo tan normal como Labordeta en el Congreso (se entiende por normal al individuo ajeno a las élites políticas y no al que apelaba por exclusión insistentemente Rajoy en la última campaña electoral), nos permite observar de manera desfigurada la realidad oficial de la sede parlamentaria, el supuesto templo de las libertades y símbolo supremo de la democracia española. Labordeta, como diputado único de CHA, afronta su llegada al Congreso como esos famosetes que son lanzados a una isla desierta en mitad de un océano. El presunto noble juego de la política se convierte de inmediato en un ejercicio de supervivencia en un medio hostil y desconocido. Cada paso que da el beduino (alter ego de Labordeta), por esos pasillos enmoquetados esconde una trampa difícilmente previsible para el diputado de provincias ajeno a las castas políticas. Sólo los profesionales de carrera conocen las claves que esconden los mapas.

            Su narración de los primeros días de su primera legislatura (2000-2004, la del rodillo de Aznar), es en síntesis el testimonio de una ascensión al Everest: los compañeros de expedición son los diputados del Grupo Mixto, todos ellos políticos “peligrosos” y “desafectos” al régimen de Aznar. Entre “separatistas” e “izquierdosos trasnochados” Labordeta y sus compañeros articulan una improbable oposición política que encuentra el desprecio del PP y el silencio de los medios madrileños. Su voz es casi imperceptible en medio de un coro de fieles palmeros; pero su dignidad y su compromiso público lograrán sonados triunfos mediáticos y una reconfortante paz interior. En las sesiones previas a la invasión de Irak el grito de la razón resonó más que las voces desbocadas e uniformes de decenas de diputados mercachifles.

            Labordeta se revela en ocasiones cargado de inocencia democrática; una pecado venial para quien cree que los poderes del estado se constituyeron para servir al pueblo. Estos poderes están agujereados por infinidad de subterfugios, callizos y usufructos que en la práctica hacen inviable la participación activa del ciudadano en la vida política. El caso de la Comisión de Peticiones es especialmente ilustrativo: “aquello me pareció una estafa desde el primer día”, concluye Labordeta. O las famosas “peneles” (Proposiciones no de ley), que durante la segunda legislatura de Aznar sólo fueron aceptadas cuando procedían del partido mayoritario.

            Las reflexiones de Labordeta en el Congreso nos remiten en algún momento a Manuel Azaña, cuando confesaba en su diario a principios de 1933 que “he de permanecer aquí hasta hacerme pedazos y quedar inutilizado”. El beduino escribe: “y dispuesto a cruzar el Rubicón de los elementos contrarios, me fui acorazando contra mucha desilusión, demasiado combate y, sobre todo, enormes carretas de incomprensión. Porque el diputado forastero que era no había estudiado en los colegios mayores en los que habían estudiado los jefes, los segundones y los arribistas; tampoco había sido subjefe de algo, ni director de asuntos varios, ni compañero de pupitre de ilusionados violadores del verso, con perdón solicitado a mis paisanos del rap. Pronto comprendí la inutilidad de todo eso que tú crees que eres, porque no eres nada para los que, con mucamas filipinas, llevan los zapatos brillantes y las corbatas relucientes”.

            Labordeta; que ha cantado a la libertad y a las utopías, que ha rescatado del anonimato al hombre humilde y sencillo, que ha transitado por los caminos polvorientos de la España adusta, esculpe en su libro un retablo compuesto por políticos y politicastros, dóciles meritorios y arribistas acomplejados, hombres sensatos y viejos influyentes en el otoño de su poder. A todos los describe con el mismo tino y el trazo certero del eterno observador. Al final la diferencia entre unos y otros es la forma de llevar la corbata.

Renegados

Renegados

Hace ahora un año se publicó en Canadá el libro del periodista Michael Petrou, “Renegades. Canadians in the Spanish Civil War”. El volumen no ha visto la luz en nuestro país y parece que por el momento no lo hará. No pasaría de ser un libro más que sumar a la extensa bibliografía del conflicto bélico si no fuera por el extraño magnetismo que causó en un grupo de jóvenes canadienses la lejana guerra española. La desclasificación de los archivos soviéticos permitió al periodista de la revista política “McLeans” –una de las más influyentes de Canadá-, profundizar con rigor en un acontecimiento histórico al que sólo se había acercado imbuido de romanticismo. El trabajo ha sido editado en colaboración con la “Studies in Canadian military history”.

                El libro está cargado, bien es verdad, de lugares comunes y de demasiados tópicos respecto a la Guerra Civil, que en la historiografía de nuestro país ya están superados hace tiempo. Es un acercamiento que arrastra algo de inocencia y de buena fe, lo que no le impide aportar algunos datos que seguramente resultarán novedosos, cuando no sorprendentes. Casi 2.000 canadienses llegaron como voluntarios a España para luchar en las Brigadas Internacionales con su propio batallón: el Mackenzie-Papineau, denominación que tomaron de dos dirigentes nacionalistas del siglo XIX. En proporción a la población del país de origen, Canadá fue la segunda nación que más brigadistas aportó al bando republicano después de Francia.

                Michael Petrou aporta dos razonamientos para explicar el influjo que la Guerra Civil provocó en una parte de la sociedad canadiense. El primero es demoledoramente prosaico: la crisis económica que vivía el país como consecuencia de la Gran Depresión arrastró a muchos jóvenes sin trabajo ni ataduras familiares a la aventura de la guerra. El segundo recompone los cristales rotos del ideario romántico: muchos de los brigadistas pertenecían al Partido Comunista de Canadá y fijaron en España el objetivo prioritario de su lucha contra el fascismo.

                No deja de resultar sorprendente que en un país que nunca sufrió una guerra ni padeció las garras del fascio, se activara un relevante núcleo comunista con esa capacidad movilizadora. En los años 30 del pasado siglo Canadá todavía se estaba formando como nación y carecía probablemente de los resortes ideológicos e identitarios que caracterizaban a los países de la vieja Europa.

                Pero las cosas no fueron sencillas ni en España ni en su propio país para los brigadistas de la Mackenzie-Papineau. Michael Petrou describe en su libro con detalle la desoladora decepción de muchos de ellos al enfrentarse a la cruel cotidianeidad de la guerra. Aquí es donde se abusa de los testimonios y experiencias particulares pero también donde se encuentra la turbadora verdad de la retaguardia. El frío, la escasez de armas, el hambre y la incompetencia de demasiados oficiales llevaron a algunos canadienses a desertar. Otros aguantaron por la fortaleza de sus convicciones. Orwell ya contaba en “Homenaje a Catalunya” que un español será el mejor amigo posible y también el peor de los soldados.

                Los canadienses se inventaban canciones para engañar a la realidad y exorcizar los demonios de la guerra. :

 

“Oh. I wanna go home

I don’t wanna die

Machine guns they rattle

The cannons they roar

I don’t wana go to the front any more

 

Oh take me over the sea

Where Franco can’t get at me

Oh! My ! I’m too young to die

I wanna go home!”

               

400 de ellos no volvieron. Los que lo hicieron se encontraron con la hostilidad de sus autoridades, obsesionadas con anular el empuje comunista. En 1937 se había aprobado la “Foreign Enlistment Act”, una ley que prohibía a los ciudadanos canadienses combatir en otras guerras. Por eso muchos de los brigadistas que lucharon en España pasaron a ser en su país delincuentes. Como contaba el periodista de El País, Enrique Fanjul, hace varios meses, sólo en los últimos años se ha levantado en Canadá el pesado velo que tapaba la historia de este puñado de compatriotas. Ahora es cuando se han podido realizar algunos homenajes que han rescatado la memoria perdida de los brigadistas. Algunos de ellos regresaron a España tiempo después (Petrou lo cuenta en uno de los capítulos más emocionantes), y otros recibieron en Canadá la visita de viejos amigos españoles. Jim Higgins salvó en 1938 en Corbera d’Ebre a un niño herido que era arrastrado por el agua de un depósito bombardeado. Cuando le rescató sólo acertó a decirle para tranquilizarle: “Soy canadiense, me llamo Jim”. A finales de los años 70 ese niño, ahora inmigrante, contactó con él en Canadá. Llevaba toda la vida intentando localizarle. Se llamaba Manuel Álvarez.