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Juan Gavasa

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Piedad

Piedad

No conozco personalmente a Miguel Mena pero me gusta la mesura de su voz en la radio, la tranquilidad que transmite su modulación y la atmósfera de intimismo que envuelve su dicción. Ya no quedan locutores como Miguel, que detestan el histrionismo de los locutores deportivos y la gravedad de los comentaristas políticos. Él sabe que no hay que chillar para captar la atención del oyente y todavía considera la moderación un valor intrínseco al periodismo. Parece ser que en la radio de nuestros días ya no es importante tener una voz bonita ni vocalizar bien. Soy un devoto de la radio por razones sentimentales y después profesionales casi desde que tengo uso de razón. Me despierto con ella, trabajo con ella y viajo con ella. Estoy enganchado al dial y compruebo con desazón el deterioro de muchas programaciones, la paulatina pérdida del espíritu de libertad y creatividad que insuflaban muchas emisoras hasta hace no demasiado tiempo.

 

Mario Ornat escribía recientemente en su blog sobre la irreversible pérdida de Radio 3 como referente de la música independiente y la vanguardia cultural. Es un ejemplo más, especialmente doloroso, pero sólo un ejemplo más. A veces tengo la sensación de que la preocupación de muchas emisoras es llenar programación pero no hacer programación: cubrir horas y horas y saturar de publicidad cualquier espacio. Es legítimo desde un punto de vista empresarial pero poco inteligente. Las emisoras locales –sobre todo-, se han convertido en altavoces oficiales del alcalde de turno y han adaptado sus programas a las agendas oficiales. Sólo se habla de política o de lo que interesa a los políticos. La radio perdió hace tiempo la batalla del ocio con la televisión y ahora ha perdido la de la inmediatez con internet. Sólo le queda lo más importante, lo que nunca debería de poner en riesgo: la calidez de su compañía y la imaginación. 

 

            Miguel Mena es uno de esos locutores que todavía me recuerda que otra radio es posible. Que hay tipos sensatos enganchados a un micrófono para contar cosas inteligentes e interesantes. Los zaragozanos lo disfrutan desde hace muchos años en el histórico “Estudio de Guardia” de Radio Zaragoza. Miguel además escribe, y escribe muy bien. Tiene varias novelas publicadas pero he de reconocer que hasta ahora no había leído ninguna. Compartimos la pasión por la bicicleta y los viajes, aunque él ha sabido plasmar esas aficiones con mucho más acierto y brillantez que yo.

 

            Estas vacaciones he leído “Piedad”, su último libro. Se trata de una recopilación de breves textos escritos a lo largo de los últimos años en los que Miguel Mena fija el universo de sus inquietudes y proyecta fogonazos en forma de pensamientos, reflexiones y recuerdos. Dice Miguel que es un “libro de recuerdos, de paradojas y de estados de ánimo”. Probablemente no se puede definir mejor. Es un trabajo inconexo, sin costuras. Seguramente no las necesita porque el desenlace de esta tormenta de palabras es un estanque de aguas mansas en el que se refleja el alma del autor. Miguel escribe como periodista y como padre, como viajero y como ciudadano que observa a veces en silencio y otras atónito el devenir de la vida.

 

            Hay lugares y personajes reconocibles, otros se intuyen. En todo caso lo que no falta es la sinceridad y la capacidad del autor para indignarse y también para llorar. Hay humor e ironía y algunas fotografías que dicen tanto como los textos. Hay relatos mínimos: “Un torrente de alegría se abre camino entre un mar de miradas heridas”. Hay desgarros del alma: “Qué raro se hace tener un hijo prácticamente mundo cuanto te ganas la vida hablando, un hijo condenado a ser analfabeto cuando llenas tu tiempo escribiendo, un hijo con poco equilibrio cuando tu afición es montar en bicicleta. Qué extraño resulta que para ser feliz no parezca necesitar nada de lo que a ti te gusta”.

 

            Hay compromiso y denuncia: “En Irán no hay homosexuales y está mal visto el uso de la corbata. Si la realidad se empeña en llevar la contraria a la doctrina, entonces promueven pequeñas licencias estéticas, como colocar una soga alrededor del cuello”. Hay también retranca y fe ciega: “Ahora me propongo dejar mi afición al fútbol porque encuentro absurdo que mi humor del domingo por la noche dependa de unos jugadores que ya no me inspiran confianza. Sólo necesito aprender cómo se abandona algo que ni se come ni se bebe ni se inhala: las emociones, el sentimiento, el alma”.

 

            Miguel Mena escribe como habla: sin estridencias. El dolor y la incredulidad asoman por las esquinas del libro pero el autor nunca se deja arrastrar por las aguas turbulentas de la vida. Todo, incluso el episodio más desolador, lo afronta Miguel como un acto de contricción. Quizá porque es verdad aquella frase de Bécquer que el autor rescata al inicio del libro: “La vida, tomándola tal como es, sin exageraciones ni engaños, no es tan mala como dicen algunos”.

Regresos

Regresos

Después de cinco semanas y diez tormentas de nieve hemos regresado de Canadá. La nieve nos persigue desde el mismo día que abandonamos Toronto; el avión tuvo que esperar una hora y media en mitad de la pista del aeropuerto de Pearson hasta que fue despejada. Nadie se apresuró a pedir la cabeza del primer ministro canadiense ni cayó en la tentación de cuestionar las infraestructuras del país. Se sabe que cuando nieva pasan estas cosas, no es sensato politizar las nevadas. En Jaca no para de caer nieve desde la semana pasada. Me gusta pisarla recién caída, escuchar el ruido seco que provoca su compactación, ser el primero en marcar la huella antes de que el sol o nuevas pisadas rompan ese perfecto tapiz. Ahora, mientras recupero el hábito de escribir en este abandonado blog, nieva con una intensidad desconocida, abrumadora. Dicen los viejos que nunca han visto nada igual. Se sabe que la memoria es selectiva y los recuerdos recuerdan lo que quieren, pero es verdad que este invierno está resultando atípico. Nosotros lo estamos sufriendo por partida doble: primero Canadá y ahora el Pirineo.

            Cuando uno conoce un país por primera vez tiende a experimentar una suerte de síndrome de Estocolmo. Se suele renegar de los orígenes ante el impacto cautivador del desconocido lugar. La novedad hurta cualquier juicio objetivo y anestesia la capacidad crítica del viajero. Nos quedamos maravillados ante lo que vemos pero no somos capaces ni de analizarlo ni de comprenderlo. Tampoco nos interesamos por lo que no vemos; no existe. El escritor y filósofo francés Hipólito A. Taine estableció en el siglo XIX una taxanomía del turista. Entre las diversas categorías destacaba  la que él denominaba “seres reflexivos y metódicos”. Según su propia definición: “se les reconoce por la guía manual que siempre llevan consigo. Este libro es para ellos la Ley y los profetas. (…) Se les ve en lugares destacados, los ojos finos en el libro, penetrándose de la descripción e informándose con exactitud del tipo de emoción que conviene experimentar”. Taine acababa retratando a este turista de manera clarividente: “No hacen ni sienten nada si no es con una obra escrita en la mano”. Este individuo del XIX era realmente una avanzadilla del turismo de masas que se agolpa hoy en día en cada monumento recomendado. Taine hablaba también de otra clase de turista; el sedentario. “Contemplan las montañas desde sus ventanas. Después de esto dicen que han visto los Pirineos”.

 Si tenemos la oportunidad de viajar por segunda vez al mismo país comienza un proceso de descompresión. Empezamos a ver algunos defectos que no fuimos capaces de observar en nuestra primera visita y comienza a equilibrarse la balanza de las comparaciones. Nos desprendemos de la guía y adquirimos cierta autonomía que se traduce en un efecto emancipador. Ya somos adultos. Taine diría que somos sabios y también una variedad extremadamente rara. Suele surgir entonces cierto arrobo patriotero que creo que tiene que ver con la incapacidad para admitir la realidad. Pero generalmente se mantiene un grado de admiración que resulta más digestivo para nuestro equilibrio emocional.

            Cuando se visita ese mismo país en sucesivas ocasiones hasta el punto de convertirse en un destino habitual, entramos en una nueva fase crítica en la que entran en juego otros factores ajenos al propio viaje. Algo parecido me pasa a mí con Canadá. Cuanto más lo conozco más me fascina pero más me ayuda también a reconocer algunas cosas de España que consideraba irrelevantes. Es la lógica ecuación. Estos días estoy leyendo un interesantísimo libro de Stéphane Dion, líder de los liberales canadienses (actualmente en la oposición), exministro de Medio Ambiente y de Asuntos Intergubernamentales y autor de la famosa Ley de la Claridad, que reconocía la evidencia legal de una posible secesión de Quebec pero al mismo tiempo establecía el coste social y económico de esa separación para los québécois.

Desde entonces, desde que tuvieron que abandonar la cómoda placidez de los discursos teóricos para afrontar sin ambages las consecuencias de una hipotética independencia, los nacionalistas quebequeses han ido perdiendo apoyo en las sucesivas consultas electorales. Dion, que es québécois y se declara nacionalista, defiende sin embargo el valor democrático y solidario de un sistema federal basado en el apoyo mutuo de las diez provincias que componen Canadá. Esta obviedad es la base de un discurso de profundo contenido académico (Dion procede del mundo universitario), en el que apenas queda campo para la especulación política. En próximos días escribiré algo más extenso sobre el pensamiento de Dion, que resulta tremendamente cercano a la realidad española. De hecho, el discurso del político québécois ha sido adoptado por los nacionalistas vascos y catalanes e instrumentalizado convenientemente para adaptarlo a sus reivindicaciones. El propio Dion se queja de ello.

            Viene esto a cuento del interés que me suscita el enorme esfuerzo que ha realizado la sociedad canadiense por integrar a los ciudadanos de todo el mundo que han ido a parar a su territorio. En algunos momentos de la reciente historia del país seguramente la población anglófila ha sido más indulgente con el inmigrante que con el propio compatriota francófono de Quebec. Pero  este conflicto de carácter doméstico no ensombrece el indudable carácter hospitalario de Canadá, un país construido a partir de la llegada de gentes de todo el planeta. Toronto, la principal urbe del país, es la ciudad del mundo que acoge el mayor número de etnias y sus políticos han sido capaces de establecer normas y leyes de convivencia que en algunos casos contravienen la letra de la Constitución. El deseo de integrar ha podido más que el marco legal. La experiencia, en general, ha resultado positiva y Canadá es hoy un pujante país en el que se ha alcanzado un grado de convivencia entre culturas ciertamente ejemplar. Hay casos concretos que llaman la atención: un pakistaní que pertenecía a la Policía Nacional llevó a los tribunales su deseo de usar el turbante con el uniforme oficial. La justicia le dio la razón y desde entonces la popular prenda se considera parte optativa del uniforme de la policía. ¿Os imagináis en España que un guardiacivil pakistaní solicitara el uso del turbante en lugar del tricornio?    

Americanos

Americanos

Dos míticos libros reeditados en España en los últimos meses recuperan la atmósfera de la América profunda, aquella que deja en evidencia la imagen deslumbrante de la primera potencia mundial y exhibe sus más vergonzosas miserias. Los dos libros diseccionan la sociedad americana marginal y desprotegida de la primera mitad del siglo XX, aunque lo desolador del asunto es la cruel certeza de que ese cuadro hiperrealista no ha cambiado en el nuevo siglo. América es la tierra de los sueños y también de las injusticias sociales estructurales amparadas ya en la carta de los padres fundadores de la nación en el siglo XVIII. El martes Estados Unidos puede tener el primer presidente de raza negra de la historia. Una corresponsal de un medio de comunicación español en New York matizaba el otro día en la Cadena SER: “que Obama gane no confirma que en América cualquier ciudadano por humilde que sea puede aspirar al poder; Obama es de color pero estudió en Harvard. Sigue representando a las élites del país”.

El fotógrafo suizo Robert Frank recorrió 46 estados norteamericanos a mediados del pasado siglo por encargo de la Fundación Guggenheim para retratar lo que él mismo calificó como la “periferia social, del blanco y del negro, de una desesperación a veces evidente”. Frank hizo más de 28.000 fotografías pero escogió tan sólo 86 para el libro “Los americanos”, que fue editado en 1958 en Francia por las presiones de ciertos sectores políticos americanos que no aceptaban la turbadora visión del país que había captado el fotógrafo suizo. Ese libro es uno de los mejores tratados de fotografía del siglo XX y supuso una revolución conceptual debido a su arrollador espíritu transgresor. Frank utilizó deliberadamente técnicas insólitas en el fotoperiodismo de la época como los desenfoques, la penumbra o los encuadres imperfectos. Todo ello encerraba un mensaje, proyectaba una imagen pretendida, condicionaba un estímulo en el espectador.

Las fotos de Frank eran puñales clavados en el orgullo de los americanos. Sus retratos de rostros anónimos y derrotados hablaban de un país escondido y vulgar, incapaz de mostrarse a sí mismo por miedo a una decepción irreversible. Los paisajes urbanos transmiten desesperanza y desolación; se trata de un submundo en el que habitan personajes sin rumbo ni horizonte, ajenos a la gloria inerte del gran sueño americano. Son extraños en un país mentiroso y traidor. Frank estuvo estrechamente vinculado con los popes de la generación beat, y de hecho Jack Kerouac fue el autor del prólogo de “Los americanos”, un brillante texto que ahondaba en el profundo pesimismo ya manifestado en su célebre novela “On the road”. Las palabras de Kerouac son perfectas para adentrarnos en la obra fotográfica de Frank. "Después de ver estas imágenes, terminas por no saber si un jukebox es más triste que un ataúd", dice el escritor antes de concluir que “a quien no le gusten esas fotitos no le gusta la poesía, ¿o no? A quien no le gusta la poesía se va a casa y ve en la tele escenas de vaqueros con sombreros grandes aguantados por cabellos amables”. Excelente definición de América. Kerouac dijo de Frank que era uno de los grandes poetas trágicos del mundo, “se tragó un triste poema desde la misma América y lo pasó a fotografía”. Imposible mejorar la síntesis de “Los americanos”.

El artista suizo estuvo muy influenciado por otro gran fotógrafo norteamericano, Walker Evans, el hombre que puso imagen a la gran Depresión estadounidense. En julio de 1936, mientras en España comenzaba la guerra fratricida, Evans y el periodista de Fortune James Agee convivieron dos meses con tres familias de campesinos algodoneros del sur de Estados Unidos. El encargo de la revista era ofrecer la vida cotidiana de los arrendatarios durante la terrible crisis pero los dos reporteros trajeron una crónica desgarradora y austera que no convenció a los editores. La realidad resultó ser mucho más dura de lo que podía aceptar la autoestima patriótica de los directivos de Fortune. Agee decidió llevar sus textos a un libro y así nació “Elogiemos ahora a hombres famosos”, uno de los ensayos periodísticos más influyentes y demoledores del siglo XX. La prosa del redactor se reforzaba con la excepcional fotografía de Walker Evans, capaz de desnudar el alma de sus personajes con un enfoque precipitado o un ángulo incorregible. Su irreverente insumisión formal en el manejo de los códigos fotográficos abrió un nuevo tiempo y creó un estilo que influiría en decenas de fotógrafos como el citado Robert Frank.

“Elogiemos ahora a hombres famosos” ha sido considerado un compendio de “conciencia social y radicalismo artístico”. James Agge escribe: “Si pudiera, no escribiría nada aquí, serían fotografías; el resto serían fragmentos de ropa, trozos de algodón, puñados de tierra, frases aisladas, pedazos de madera y hierro, frascos de olores, platos de comida y de excremento. (…) Pero, tal y como están las cosas, haré lo poco que pueda escribiendo. Sólo que será muy poco. No soy capaz de hacerlo; y si lo fuera, ustedes ni se acercarían a ello. Porque de acercarse, apenas soportarían seguir viviendo”. Este país del que hablaba James Agge en 1936 acude el martes a las urnas para elegir nuevo Presidente. 50 millones de americanos son pobres. “Elogiemos ahora a hombres famosos y a nuestros padres que nos engendraron”.

El mito

El mito

Al final nos hemos decidido a reeditar "Canfranc. El Mito", el libro que publicamos en 2005 sobre la historia de la línea ferroviaria y la estación internacional. Se agotó en apenas cuatro meses y desde entonces han sido constantes las peticiones de adquisición procedentes de todo el país e incluso de Sudamérica, donde es sorprendente el conocimiento que se tiene del Canfranc. El libro lo presentaremos el próximo 18 de julio en el Hotel Santa Cristina de Somport, coincidiendo con el 80 aniversario de la inauguración de la línea. Creo que no podía ser mejor día para presentar la segunda edición. La fecha se las trae. El destino (y una pandilla de miltares) quiso que ese 18 de julio, que el periódico zaragozano El Noticiero bautizó como "San Canfranc", pasara a ser ocho años después el símbolo del alzamiento nacional y el día del inicio del horror. En Canfranc el 18 de julio era la representación de la vida, una exaltación festiva; la estación dio origen al poblado de Arañones y como en las historias épicas del viejo Oeste americano, el tren llegó para instalar el progreso y la modernidad. Un contraste terrible con el triste significado que tiene para la mayoría de españoles.

Este solapamiento de "emotividades" creó no pocas suspicacias en los años de la transición. De hecho, los primeros ayuntamientos democráticos de Canfranc, arrastrados por esa necesaria corriente depurativa que quería limpiar las miasmas de la memoria franquista, decidieron trasladar la fecha de las fiestas para que nadie dudara de su sentido y oportunidad. En esa entendible esquizofrenia ideológica, donde la sospecha tenía el peso de la certeza, el 18 de julio desapareció del calendario sentimental de los canfranqueses, pese a que ellos sabían bien que aquél día de 1928 un tren les apeó en la estación de la esperanza. Esperanza, bien es verdad, que pronto se tranformó en la mayor de las frustraciones que ha experimentado esta tierra en el último siglo.

80 años después la estación de Canfranc está en pleno proceso de rehabilitación para su conversión en un hotel de cinco estrellas. El majestuoso edificio diseñado por el ingeniero Ramírez Dampierre nunca volverá a recibir un tren, pero al menos ahora sabemos que tampoco correrá el riesgo de hundirse; hipótesis muy real hasta no hace mucho. En otoño desaparecerá el enorme andamio que ahora cubre la estructura del edificio y entonces podremos ver el resultado de la primera fase de su restauración. Pero aún tendrán que pasar algunos años más para que el inmueble vuelva a tener un uso definido y desaparezcan los vacíos y los silencios. 

El Canfranc nunca ha tenido buena suerte. Incluso ahora, cuando por fin las administraciones se deciden a frenar su vergonzoso deterioro, la crisis económica jugará seguramente a medio plazo en contra de sus intereses. La restauración del edificio la pagará el Gobierno de Aragón con las plusvalías que le genere la urbanización y construcción de la inmensa playa de vías que se extiende en el lado francés. El parón del sector inmobiliario va a afectar directamente a las vías de financiación del proyecto. A mi me sigue sorprendiendo la tibieza de los apoyos que recibe el Canfranc en contraste con otros proyectos que se han desarrollado en Aragón en los últimos años. Si el ferrocarril pertenece al territorio de los símbolos y sobre él se construyó el discurso autonomista en los años de la transición, cómo es posible que cueste tanto dignificarlo. ¿No está en juego nuestra propia dignificación como sociedad? Yo creo que si.

En Zaragoza

En Zaragoza

El pasado viernes, como os había anunciado con impertinente insistencia, presentamos en el Ámbito Cultural de El Corte Inglés de Zaragoza nuestro libro "Los años convulsos. El fotógrafo Alfonso y la Sublevación de Jaca. 1923-1936". Más de media entrada y muchos amigos y caras conocidas. Permitidme que agradezca la presencia del Delegado del Gobierno en Aragón, Javier Fernández, que aceptó sin dudarlo nuestra invitación para que introdujera el acto. Javier es un viejo conocido. Mucho antes de que entrara en política ya había compartido con nosotros en Jaca algún acto cultural y había presentado alguno de sus libros en nuestra librería. Pero eso fue ya hace mucho tiempo. Con todo lo que ha llovido y lo que han cambiado nuestra vidas (sobre todo la suya), sigue respondiendo a nuestras llamadas igual que entonces. Es de agradecer. Javier es historiador, abogado y militar. En su primera faceta se especializó en la violencia política de la primera mitad del siglo XX, precisamente el argumento que sirve de base a nuestro libro sobre el fotógrafo Alfonso.

En Zaragoza el viernes volvimos a recordar algunas anécdotas que siempre resultan divertidas, aunque tienen un trasfondo inquietante. Hace dos años, cuando celebramos con el Círculo Republicano de Jaca el 75 aniversario de la sublevación, le invitamos a que participara en una de las mesas redondas. Él, como siempre, aceptó gustoso. El diario La Razón, siempre preocupado por defender las escencias patrias, polemizó con el asunto y publicó una noticia en la que denunciaba que el Delegado del Gobierno socialista en Aragón defendía la III República en una jornadas que se iban a organizar en Jaca. Pese a la polvoreda y las perversas intenciones del periódico madrileño, Javier no rebló y mantuvo su compromiso de acudir a las jornadas. Este viernes hablamos también de la Ley de Memoria Histórica, de su importancia para cerrar las heridas todavía abiertas en este país y hacer justicia con los que sufrieron en silencio la represión franquista. Un tema recurrente que parece ahora lejano y olvidado, uno de esos asuntos de vida efímera que pueblan las páginas de la prensa diaria. Pero ocurrió hace escasos meses, cuando el juego político nos situaba al borde del abismo guerracivilista, según decían. 

Más Alfonso

El próximo viernes 16 de mayo a las 19.30 horas presentaremos en el Ámbito Cultural de El Corte Inglés de Zaragoza (Pº Independencia) el libro "Los años convulsos" del historiador Juan José Oña. Ya os he informado sobradamente de la publicación de este hermoso volumen en el que recuperamos la figura del fotógrafo madrileño Alfonso, que cubrió como enviado especial de los diarios La Voz y El Sol la sublevación republicana de los capitanes Galán y García Hernández en diciembre de 1930 en Jaca. Hace dos semanas Antón Castro dedicó en su programa "Borradores" (Aragón TV), un amplio espacio al libro y abrió la entrevista con un excelente montaje de la realizadora oscense Yolanda Liesa, en el que se recrea con las fotografías de Alfonso y consigue transmitir toda la intensidad y turbulencia de aquellas históricas jornadas. Son dos minutos que resumen a la perfección lo que es el libro, no son necesarias más explicaciones. Nos vemos el viernes.

Borradores

Borradores

“Borradores” recibe al periodista y editor Juan Gavasa, al escritor Fernando Lalana. Amancio Prada y a la actriz Lola Dueñas también conversarán con Antón Castro acerca de sus nuevos trabajos y proyectos. "Borradores" recibe en el estudio al grupo Eraje, una banda de folk-fussion, que interpretará dos temas de su último disco: “Extravagante”, grabado en 2007

Acuden al plató el periodista y editor Juan Gavasa, responsable del sello Pirineum que acaba de editar “Los años convulsos. El fotógrafo Alfonso y la Sublevación de Jaca (1923-1936)”, que ha preparado el historiador Juan José Oña. El libro es realmente espectacular y recupera un espléndido material gráfico de este gran reportero madrileño, vinculado a la dictadura de Primo de Rivera, las ejecuciones de Galán y García Hernández y la proclamación de la II República. También visitará “Borradores” el escritor Fernando Lalana, Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, que acaba de publicar el libro “1808. Los cañones de Zaragoza” (Alfaguara), escrito al alimón con José María Almárcegui.

Antón Castro, en "Borradores", nos ofrece una extensa entrevista con Amancio Prada, que acaba de publicar dos discos: uno sobre San Juan de la Cruz, grabado en la iglesia de los Jerónimos, y “Vida de Artista”, su homenaje particular al cantautor y compositor francés Leo Ferré; emite un reportaje sobre “Cosas del Surrealismo”, la gran exposición de diseño, moda, publicidad y arte surrealista que se expone en el Museo Guggenheim de Bilbao patrocinada por el BBV. Finalmente, Antón Castro conversa con la actriz Lola Dueñas, acerca de su trayectoria y de sus colaboraciones con Nacho García Velilla, Pedro Almodóvar y Alejandro Amenábar.

"Borradores" se emite el jueves a las 23:20 horas.

 

Defensa

Defensa

He comenzado a leer el último libro del escritor italiano Alessandro Baricco. Se trata de un ensayo titulado "Los bárbaros" en el que recopila los artículos publicados en el periódico La Reppublica entre el 12 de mayo y el 21 de octubre de 2006. Escritos con la precipitación que exige el ritmo casi irreflexivo de los diarios, son sin embargo un friso clarividente de las mutaciones que está sufriendo el mundo. El propio escritor (su popular novela "Seda" acaba de ser llevada al cine), advierte en el prefacio de la imperfección estilística de sus textos, una mácula pretendida que refuerza su valor como documento notarial de un tiempo que se presume la antesala de una  nueva sociedad probablemente peor. Baricco reconoce que "podría haber hecho algo más ordenado, más sólido y menos bárbaro, pero hubiera quedado un poco muerto y decidí conservarlo tal cual, sin correcciones, porque lo más importante para mi es la fuerza y la vitalidad".

Ha utilizado el fútbol, el vino y la industria editorial para construir las metáforas sobre las que se asienta su autopsia de un cadáver agredido por esos bárbaros que están mutando los valores culturales consolidados durante más de medio siglo. El buscador Google es el paradigma de todos ellos, un mecanismo -denuncia el escritor- que ha conseguido que las prospecciones culturales se queden en la superficie, imbuidas por un frívolo espíritu que se conforma con las luces del boato mediático en detrimento de la pausada y reflexiva búsqueda del verdadero conocimiento.

No soy un gran conocedor de la obra de Baricco pero su literatura me atrapa con frases certeras capaces de sintetizar un millón de sentimientos. Hay una especialmente sugestiva y terriblemente triste, extraida de uno de sus relatos que casualmente también ha publicado en su blog el escritor Daniel Gascón. Utiliza al defensa de un equipo de fútbol para dibujar la metáfora del ser resignado, limitado por sus miedos ancestrales y sus prejuicios religiosos. El miedo a la vida es el temor del defensa a subir al ataque y participar del éxtasis colectivo del gol. El gol es la verdadera fiesta de la vida, el deseo de libertad. Dice Baricco: "en esa época tenía yo la idea de que la vida era un deber que tenía que cumplirse, no una fiesta que había que inventar". Es conmovedor. Reproduzco parte del artículo, os lo recomiendo.

Cuando empecé a jugar con la pelota eran los años sesenta y todavía no existían Moggi ni Sky. Era el único que no tenía botas de fútbol (no éramos pobres, pero éramos católicos de izquierdas), por lo que jugaba con las botas de montaña atadas en el tobillo: por eso, y según una lógica imperiosa, los mayores decidieron que tenía que jugar en la defensa. En esa época tenía yo la idea de que la vida era un deber que tenía que cumplirse, no una fiesta que había que inventar, y por eso durante años me ceñí a esa indicación categórica, creciendo con la mentalidad de un defensor y ascendiendo en las categorías futbolísticas llevando en la espalda el número 3. Era, en esa época, un número carente de poesía, si bien aludía a una disciplina enérgica e imperturbable. Se correspondía más o menos con la idea, imperfecta, que me había hecho de mí mismo.

En ese fútbol, el defensor defendía. Era un tipo de juego en el que si uno llevaba en la espalda el número 3, podía jugar decenas de partidos sin traspasar nunca la línea del centro del campo. No era necesario. Si el balón estaba allí, tú esperabas aquí, y te tomabas un respiro. El asunto te proporcionaba una extraña percepción del partido. Yo, durante años, he visto a mi equipo marcando goles lejanos y vagamente misteriosos: era algo que ocurría allí al fondo, en una parte del campo que no conocía y que, a mis ojos de defensa lateral, reproducía el aura legendaria de una localidad balnearia, más allá de las montañas: montañas y gambas. Cuando marcaban un gol, allá en el fondo se abrazaban, esto lo recuerdo bien. Durante años vi cómo se abrazaban, desde lejos. De vez en cuando incluso me dio por recorrer todo el campo para unirme a ellos, y abrazarme yo también, pero la cosa no salía muy bien: uno siempre llegaba un poco tarde, cuando la parte más desinhibida del asunto ya había terminado: y era como emborracharse cuando los demás están volviendo a casa.