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Juan Gavasa

Renegados

Renegados

Hace ahora un año se publicó en Canadá el libro del periodista Michael Petrou, “Renegades. Canadians in the Spanish Civil War”. El volumen no ha visto la luz en nuestro país y parece que por el momento no lo hará. No pasaría de ser un libro más que sumar a la extensa bibliografía del conflicto bélico si no fuera por el extraño magnetismo que causó en un grupo de jóvenes canadienses la lejana guerra española. La desclasificación de los archivos soviéticos permitió al periodista de la revista política “McLeans” –una de las más influyentes de Canadá-, profundizar con rigor en un acontecimiento histórico al que sólo se había acercado imbuido de romanticismo. El trabajo ha sido editado en colaboración con la “Studies in Canadian military history”.

                El libro está cargado, bien es verdad, de lugares comunes y de demasiados tópicos respecto a la Guerra Civil, que en la historiografía de nuestro país ya están superados hace tiempo. Es un acercamiento que arrastra algo de inocencia y de buena fe, lo que no le impide aportar algunos datos que seguramente resultarán novedosos, cuando no sorprendentes. Casi 2.000 canadienses llegaron como voluntarios a España para luchar en las Brigadas Internacionales con su propio batallón: el Mackenzie-Papineau, denominación que tomaron de dos dirigentes nacionalistas del siglo XIX. En proporción a la población del país de origen, Canadá fue la segunda nación que más brigadistas aportó al bando republicano después de Francia.

                Michael Petrou aporta dos razonamientos para explicar el influjo que la Guerra Civil provocó en una parte de la sociedad canadiense. El primero es demoledoramente prosaico: la crisis económica que vivía el país como consecuencia de la Gran Depresión arrastró a muchos jóvenes sin trabajo ni ataduras familiares a la aventura de la guerra. El segundo recompone los cristales rotos del ideario romántico: muchos de los brigadistas pertenecían al Partido Comunista de Canadá y fijaron en España el objetivo prioritario de su lucha contra el fascismo.

                No deja de resultar sorprendente que en un país que nunca sufrió una guerra ni padeció las garras del fascio, se activara un relevante núcleo comunista con esa capacidad movilizadora. En los años 30 del pasado siglo Canadá todavía se estaba formando como nación y carecía probablemente de los resortes ideológicos e identitarios que caracterizaban a los países de la vieja Europa.

                Pero las cosas no fueron sencillas ni en España ni en su propio país para los brigadistas de la Mackenzie-Papineau. Michael Petrou describe en su libro con detalle la desoladora decepción de muchos de ellos al enfrentarse a la cruel cotidianeidad de la guerra. Aquí es donde se abusa de los testimonios y experiencias particulares pero también donde se encuentra la turbadora verdad de la retaguardia. El frío, la escasez de armas, el hambre y la incompetencia de demasiados oficiales llevaron a algunos canadienses a desertar. Otros aguantaron por la fortaleza de sus convicciones. Orwell ya contaba en “Homenaje a Catalunya” que un español será el mejor amigo posible y también el peor de los soldados.

                Los canadienses se inventaban canciones para engañar a la realidad y exorcizar los demonios de la guerra. :

 

“Oh. I wanna go home

I don’t wanna die

Machine guns they rattle

The cannons they roar

I don’t wana go to the front any more

 

Oh take me over the sea

Where Franco can’t get at me

Oh! My ! I’m too young to die

I wanna go home!”

               

400 de ellos no volvieron. Los que lo hicieron se encontraron con la hostilidad de sus autoridades, obsesionadas con anular el empuje comunista. En 1937 se había aprobado la “Foreign Enlistment Act”, una ley que prohibía a los ciudadanos canadienses combatir en otras guerras. Por eso muchos de los brigadistas que lucharon en España pasaron a ser en su país delincuentes. Como contaba el periodista de El País, Enrique Fanjul, hace varios meses, sólo en los últimos años se ha levantado en Canadá el pesado velo que tapaba la historia de este puñado de compatriotas. Ahora es cuando se han podido realizar algunos homenajes que han rescatado la memoria perdida de los brigadistas. Algunos de ellos regresaron a España tiempo después (Petrou lo cuenta en uno de los capítulos más emocionantes), y otros recibieron en Canadá la visita de viejos amigos españoles. Jim Higgins salvó en 1938 en Corbera d’Ebre a un niño herido que era arrastrado por el agua de un depósito bombardeado. Cuando le rescató sólo acertó a decirle para tranquilizarle: “Soy canadiense, me llamo Jim”. A finales de los años 70 ese niño, ahora inmigrante, contactó con él en Canadá. Llevaba toda la vida intentando localizarle. Se llamaba Manuel Álvarez.

2 comentarios

Juan -

Ya me habían dicho que la página no cargaba muy bien, pero no sabía lo de los comentarios. Les voy a mandar un email a los de Blogia a ver qué pasa. En todo caso, me alegro un montón de saber de tí. Un abrazo Mari.

Inde -

Querido Juan, la historia y las historias de ese libro tienen que ser, aun con las pegas que señalas, muy hermosas.

Yo me alegro mucho en este momento, sobre todo, de poder dejarte un comentario: ¡hace un siglo que, o no se carga tu página, o si lo hace, tras una lenta espera, no deja poner comentarios, se los traga! Uffff...