Blogia
Juan Gavasa

Viajeras (II)

Viajeras (II)

Regresando al debate sobre el concepto del viaje, hubo otros hombres y mujeres que en el ejercicio de su profesión recorrieron el Pirineo y aportaron a la cultura de la cordillera su conocimiento y el fruto de sus investigaciones. Muchos se inspiraron en los principios de la Ilustración; es decir, el conocimiento, la investigación y el deseo de registrar curiosidades eran los motivos fundamentales del viaje.

 

Sin embargo, no podemos olvidar ni arrinconar a otros grupos guiados por los mismos fines científicos que viajaron porque debían de cumplir una misión. Militares, cartógrafos, geógrafos o geodestas trazaron con extremada eficacia las coordenadas de la cordillera por encargo de los reyes y políticos de turno de ambas vertientes. El Pirineo siempre fue una zona en conflicto, un territorio en pugna y escenario de constantes enfrentamientos bélicos. El Tratado de los Pirineos firmado en 1659 estableció definitivamente la línea fronteriza entre España y Francia, pero con ello no acabaron los litigios, como bien es sabido. A finales del siglo XVIII el capitán Vicente Heredia y el oficial francés Renhard Junker recibieron el encargo de trazar el mapa geopolítico franco-español y viajaron de punta a punta del Pirineo para acometer su descomunal empresa. Todo indica que el propio Heredia, en su trabajo de medición y establecimiento de estaciones geodésicas, ascendió antes que Ramond el Monte Perdido, pero él no tuvo tiempo de  contarlo en un libro, estaba  preocupado en otras cosas.

 

El estudio científico de las montañas y la necesidad de realizar una cartografía rigurosa a efectos de inventario para los dos imperios que compartían la cordillera, fueron determinantes en las primeras incursiones foráneas en el siglo XVIII. Para repartirse el terreno tenían que saber con meridiana exactitud lo que había en él, así que las ambiciones militares propiciaron un revelador y concienzudo rastreo de las montañas. De hecho, todavía hoy perviven errores toponímicos surgidos de aquellos viejos mapas militares.  Por otro lado, en 1774, Palasser  fue el primer científico que hizo un estudio riguroso de la geología pirenaica. En 1807 el botánico Agustín Pyramus de Candolle recorrió el Pirineo de mar a mar en una exuberante campaña científica que reportó el primer gran estudio de las especies vegetales de nuestras montañas.

 

Por lo tanto, ¿se puede incorporar a Junker, a Heredia, a Pyramus o a Palasser a la lista de viajeros del Pirineo? Indudablemente sí, independientemente de que en algunos de estos casos no hubiera una voluntad propia que incitara al viaje. Nos hacemos, de este modo, la misma pregunta que formulábamos al principio y llegamos a la conclusión de que en la misma idea del viaje está el viajero, al margen de las motivaciones que impulsan el desplazamiento. Estas reflexiones me parecen interesantes como paso previo a establecer una taxonomia de la mujer viajera.

 

“Viajeras por el Pirineo en los siglos XVIII y XIX” ¿Las hubo? Por supuesto. Pero es verdad, y espero que no se me malinterprete, que desde una perspectiva global podemos afirmar que su aportación a la historia del pirineísmo no tuvo la dimensión que sí alcanzó la de los hombres. Las razones son evidentes y ya las hemos citado al inicio. Las viajeras pirenaicas fueron en su gran mayoría pertenecientes a la nobleza y a la burguesía europeas; mujeres independientes, atrevidas, cultas, románticas, de fuerte carácter y gran autoestima que disponían de los suficientes recursos económicos para emprender costosas expediciones en busca de los lugares exóticos y del alma romántica que evocaban los libros de otros viajeros como Víctor Hugo, Théophile Gautier y su influyente “Viaje por España” de 1845; George Borrow y, sobre todo, Richard Ford con su celebérrimo “Manual para viajeros por España” publicado también en 1845.

 

Está claro que para viajar en los siglos XVIII y XIX sólo se podía ser como fueron aquellas mujeres. Por ello,  la irrupción del turismo agüista a finales del siglo XVIII y la creciente popularidad de los balnearios pirenaicos –principalmente en la vertiente norte-, coincidieron con la  eclosión de una literatura de viajes femenina que se nutría fundamentalmente de clientas habituales de los lujosos y exclusivos establecimientos termales.

 

Lo que encontramos en sus libros, en sus narraciones y en sus descripciones son un conjunto de reflexiones e impresiones que transitan entre lo anecdótico y lo sustancial. Como explica la historiadora María Luisa Burguera, existe en los textos “un deseo de provocar la emotividad en el lector ante la visión de una naturaleza especialmente española”. La otra gran diferencia respecto a la anterior literatura masculina es que la mujer viajera se desprende de los preceptos cuasi-científicos  de la Ilustración y se dedica a plasmar su propia experiencia personal como única pretensión; el simple placer de viajar que se encuentra tan sólo en lugares exóticos. Y España y el Pirineo indudablemente lo eran en el siglo XIX. Ellas, generalmente, permanecen al margen de las grandes instituciones creadas en aquél tiempo –exclusivamente masculinas-, para fomentar el conocimiento y divulgación de la montaña, como la Sociedad Ramond o el prestigioso Club Alpino Francés. Su interés por el viaje tiene otra naturaleza.

 

Así nace el relato literario de viajes y se abandona otro tipo de relato viajero de carácter documental, fomentado por los escritores ilustrados pirineístas en las décadas anteriores. Las mujeres que viajan por el Pirineo se limitan a contar su experiencia de la forma más atractiva posible, introduciendo un carácter intimista e introspectivo que profundiza en el mundo interior de la viajera. Es lo que conocemos como literatura romántica, que en el caso de la mujer surge, no con el objetivo de un improbable reconocimiento público –como en el caso de los hombres-, sino por el afán de plasmar la belleza descubierta y la experiencia interior.

 

Es cierto también que estas viajeras vienen cargadas de grandes prejuicios e influenciadas por una larga lista de tópicos de los que generalmente no se desprenderán. De nuevo en palabras de la historiadora María Luisa Burguera, “valoran lo que esperan encontrar y rechazan lo que no entienden ni quieren entender; y como resultado de este proceso la imaginación del creador transforma lo que ve”. Esto es algo que veremos muy a menudo en muchos de los autores que escribieron sobre el Pirineo. Como el grueso de esa literatura romántica (fundamentalmente la francesa), era fruto del encargo de un editor, la obsesión por lo pintoresco y lo menos grato –en contraste con las descripciones grandilocuentes del paisaje-, tendría que ver, según J.J.A. Bertrand, con el deseo de los lectores franceses de encontrar en los relatos de viajes “cuentos fantasiosos” y las mentiras “que tanto indignan a nuestras amigos de España”, cuando se habla de la vertiente sur. La leyenda negra en definitiva.

 

En el caso de los textos vinculados con el Pirineo, sí que se observan ácidas descripciones de los alojamientos, demoledoras sentencias sobre la limpieza de las casas españolas, amargas visiones de los pueblos y exabruptos más o menos matizados sobre la comida. No intentan ahondar en las razones sociales, económicas o incluso culturales de determinados comportamientos. Son habituales los lamentos de los viajeros por la costumbre de los españoles de tener las cuadras en la planta baja de la vivienda. Las referencias al hedor son constantes en sus textos pero no reparan en que éste no es tanto un problema de higiene como un remedio práctico para calentar la vivienda en invierno con el calor de los animales.

 

Es evidente que su interés por el lugar que visitan no alcanza a desentrañar la cotidianeidad de sus gentes. La historiadora Carine Calastrenc Carrèrre lo ha explicado perfectamente: “El viajero rara vez abre los ojos. No constata la pobreza real de la población ni la precariedad o dureza de la vida en estas montañas. La mirada que lanza es distante y escasamente objetiva (...) en consecuencia, proyecta sobre el habitante del Pirineo sus propios sueños y emociones”.

 

Bien es cierto que no siempre ocurre así y ante una misma situación nos encontramos con visiones completamente divergentes. Pero podríamos recordar, por ejemplo, a la irritable Condesa de L’Epine, prolífica en andanadas poco condescendientes con los lugares que visita y las personas que le acogen. En 1818  a su llegada al balneario de Barèges escribió:

 

            “Barèges es extremadamente triste... En Barèges todo nos disgusta; las montañas degradadas, pobres, carentes de verdor, descarnadas, lánguidas, ofrecen una imagen  de naturaleza estéril y rebelde ante los esfuerzos del hombre. Todo es tristeza, desgracia en el pasado, en el futuro; el presente apenas cuenta...”

 

En Sainte-Marie-de Campan la condesa muestra una versión todavía más procaz de su proverbial inconformismo. Su relato de la noche que pasa en compañía de sus guías en una casa de la localidad de los Altos Pirineos franceses no tiene desperdicio:

 

“Mis guías, después de haber conducido a mi doncella hasta un agujero lleno de heno, vuelven y ocupan ambos esta cama, situada tan cerca de nosotros que, a pesar mío, fui testigo de su aseo nocturno. Como Mahoma, cerré los ojos pero, en realidad, lo hice por respeto a mí misma. Todo duerme en esta pocilga, excepto yo, a la que todos los insectos negros de esta maldita habitación han declarado una guerra a muerte. Este nuevo e insoportable suplicio me recuerda todos los soportados durante este penoso día”.

 

Igualmente demoledora, por aportar un ejemplo más, es la descripción que hace mucho tiempo después, en 1905, el viajero Gadeau de Kerville a su llegada a Benasque. Una descripción que, por suerte, no mantiene vigencia alguna: “En las calles de esta villa, que apenas son callejuelas, se camina sobre barro y estiércol; los cerdos circulan libremente y un persistente olor a establo envuelve la atmósfera”. Justin-Edouard Cenac-Moncaut había dicho de Panticosa en 1861 que “el pueblo entero es un establo, una majada, una pocilga...” Son tan sólo unas muestras; existen otras muchas.

“Aragonesa”. Acuarela de Gavarni.

2 comentarios

Juan -

Tienes razón Pili, ya he puesto los autores de las ilustraciones de los primeos posts, y así haré en los tres que faltan.

Pilar A -

¿Nos podrías decir de quién son las ilustraciones?
Gracias anticipadas,
Pili