Viajeras (III)
Probablemente Josephine de Brinckmann fue la primera viajera francesa por la España del siglo XIX. Recorrió parte del país entre 1849 y 1850; un país convulso y sumido en una caótica efervescencia política y bélica. Finalizaba la segunda Guerra Carlista y Madrid era una corte de intrigas y despropósitos que nada podía hacer para frenar la inestabilidad y precipitada decadencia del país. De Brinckmann se encontró un panorama desalentador, agravado por su condición de mujer. Por ejemplo, su llegada a algunos pueblos andaluces causó tal expectación que la Guardia Civil tuvo que actuar para protegerla de los curiosos. Luego conoceremos sus opiniones al abandonar nuestro país por el valle de Tena.
Pocos años antes, en 1830, Madame de la Granville de Beaufort cuenta en su “Viaje a los Pirineos” una ilustrativa anécdota de su llegada a un pueblo de la cordillera, cuyo nombre no especifica. La situación pone blanco sobre negro también el cosmos que separaba a las mujeres pirenaicas de las esporádicas visitantes:
“Había que ver cómo nos escudriñaban todos esos ojos, examinando nuestros sombreros y nuestros abigarrados vestidos, un poco maltratados por la lluvia. Alguien procedente de la Conchinchina no hubiera suscitado tanta curiosidad y sorpresa. Finalmente nos vimos envueltas en carcajadas, más o menos reprimidas, que me desconcertaron hasta el punto de hacerme abandonar el lugar”.
La controvertida Madam d’Aulnoy recuerda al inicio de sus memorias sobre el viaje a España en 1679 –viaje que, por cierto, no está nada claro que hiciera, más bien fue fruto de su fértil imaginación-, que poco antes de su llegada a la península se había producido la ejecución en la hoguera de una mujer por delitos de brujería. En esas circunstancias su propia extravagancia podía ser considerada resultante del maligno. El contraste entre la lúgubre realidad de la ultracatólica España y la Europa de la cultura, la razón y la ilustración es de proporciones siderales.
La francesa Josèphine de Brinckmann, perteneciente a una acaudalada familia de ingenieros, recorre España y establece una intensa relación epistolar con su hermano Hugues, que vivía en San Petesburgo. Ese conjunto de cartas dieron lugar a un libro que se publicó en 1852 en París. Brinckmann había viajado por varios países europeos y, sobre todo, por Italia, el país referente en las rutas del Grand Tour, una especie de rito iniciático que constituía parte de la formación de los jóvenes de las burguesías europeas. Su objetivo era enseñar los saberes y los logros de los estados europeos modernos.
El viaje constituía una ciencia más que una actividad de ocio. En muchos casos, esas rutas tenían como fin la formación de un cuerpo de diplomáticos, políticos, abogados y militares bien capacitados. Era parte de la instrucción de las futuras elites europeas. España sólo entra a formar parte de esas rutas a mediados del siglo XIX, y sobre todo durante el Sexenio Revolucionario iniciado en 1868, que supone una tímida apertura a las nuevas corrientes ideológicas procedentes de Europa.
Josèphine de Brinckmann es el paradigma de la mujer que se adentra en los Pirineos durante esos años. Un perfil similar al suyo lo volveremos a encontrar en numerosas mujeres que desde los centros termales del norte emprendieron incursiones por los territorios más populares de la cordillera. La viajera nacida en 1808 en Dupont-Delporte recorrió buena parte de España y de regreso a Francia optó por la alternativa del puerto de Portalet en detrimento del Somport porque “me dijeron que por la ciudad de Jaca el paisaje no es tan bonito”. Previamente pasó por Huesca y simplemente se limitó a apuntar que “no hay nada interesante que ver en Huesca mas que su catedral”. Su detallada peripecia ofrece perlas de rotunda sinceridad y desarraigo, al tiempo que expresa una viva admiración por los paisajes pirenaicos, “esa naturaleza tan bella y variada en la que cada paso que se da es un nuevo placer”.
Al llegar a una posada en Sallent de Gállego, De Brinckmann exclama: “¡Dios mío, qué posada! Pero al menos fuimos resarcidos al encontrar leche de vaca; verdaderamente era para nosotros un festín, desde mi entrada en España era la primera vez que la veía”. Tras atravesar la cima del Portalet la viajera inició un complicado descenso en compañía de sus guías hasta Gabás, donde pensaban hacer noche. Sin embargo, nadie quiso alojarles y tuvieron que descender unos kilómetros más hasta Eaux-Chaudes y repetir un lastimoso peregrinar por varios hoteles que se negaban a acogerles. Finalmente lo lograron en el último. De Brinckman confiesa en su libro que “al entrar en mi país hice con tristeza comparaciones entre la hospitalidad española y la nuestra”. Pese a que al fin le sirven una buena cena y puede descansar en un buen lecho, reconoce con tristeza que ya ha entrado en la vida real, en la vida prosaica, lejos ya de la tierra soñada.
Ya hemos señalado reiteradamente las dificultades añadidas que encontró la mujer para hacer con normalidad lo que los hombres tenían por costumbre. La historiadora Elena Echeverría recuerda que a mediados del siglo XIX “la sospecha seguía pesando sobre los desplazamientos de las mujeres, sobre todo de las mujeres solas”. Y aporta un interesante dato que nos da la medida de la irritación que causaba entre la población masculina las “irreverentes” veleidades viajeras de ese reducido grupo de mujeres.
“Los médicos moderaban sus ardores, advirtiéndoles de los perjuicios del sol, que estropea el cutis, o sobre los perjuicios de los transportes caóticos, nocivos para los órganos. Abrumar a las mujeres con innumerables precauciones y problemas contribuía a disuadirlas”, señala la historiadora.
El viaje fue para ellas una liberación y una forma de reafirmar su independencia en un tiempo en el que la emancipación de la mujer se ha convertido en una de las principales causas de movilización social, principalmente en Inglaterra. No, desde luego, en España. Surgen las asociaciones de mujeres que luchan por el sufragio universal y el derecho a la igualdad con el hombre. La aspiración a la liberación se materializa en algunos casos extremos en la ruptura de los lazos matrimoniales y en el inicio de una nueva vida marcada por la independencia. Muchas de ellas convierten la aventura del viaje en una reivindicación misma de su nueva condición social. A mediados del siglo XIX un tercio de las mujeres pertenecientes a la nobleza inglesa –mayoritariamente protestante-, era soltera. Pueden imaginarse el impacto que causaron estas mujeres en la atávica sociedad pirenaica y, fundamentalmente, en la sometida población femenina.
Madame de l’Epine narra de forma gráfica un encuentro con una mujer del pueblo francés de Saint-Aventin en 1818: “era joven muy hermosa que no desea otra cosa sino casarse, me dijo”. Mrs. Boddington recuerda en su libro “Sketches in Pyrenees” su incidente con una joven que le intentó timar: “no obstante, existe una integridad tal en su obstinación que consigue enmascarar la extorsión”, afirma condescendiente. Juliette Drouet revela en su diario de viaje en 1843 una conversación con una mujer de Luz, la cual le inquiere: “ustedes, las mujeres de la ciudad, son muy afortunadas, nunca tienen demasiados hijos, lo cual sería más fácil para nosotras, las pobres”.
En San Sebastián Madame de la Grandville de Beaufort se quedó impactada con los velos que cubrían parcialmente el rostro de unas mujeres: “este velo les otorga aún más resplandor a estas penetrantes fisonomías españolas”, afirma. Finalmente la referida Madame de l’Epine regresa a su proverbial mordacidad en la visita que realiza en 1818 al albergue de Luderviel:
“Hablé con la madre y con la hija; ésta última parecía tan vieja como la otra y, sin embargo, amamantaba a un pequeño que gritaba hasta dar pena y que conseguí acallar dándole azúcar: estas mujeres no sabían lo que era. Se sorprendieron también al ver un cangrejo y unos limones que llevaba conmigo”.
Los dos mundos que representan la mujer pirenaica y la viajera foránea se enfrentan constantemente, a veces casi de forma refractaria. Como hemos indicado al inicio, la visión de la visitante registra cierta displicencia y escaso interés por lo que se aleja del paisaje mismo. Sus reflexiones subliman la belleza del Pirineo y buscan la emotividad en el lector, en contraste con la aspereza prosaica de la vida diaria de los montañeses y montañesas.
Frecuentemente se advierte de un cúmulo de prejuicios consecuentes con su categoría social y estilo de vida; una frontera infranqueable que el sentido romántico del viaje no logra derruir. Como sostiene la historiadora Esther Ortas, “a mediados del siglo XIX ya se habían tornado tópicas muchas propuestas estéticas del Romanticismo europeo y del tratamiento de la naturaleza en las narraciones de desplazamientos”.
Entre el siglo XVIII y XIX tan sólo 19 mujeres francesas recorrieron el Pirineo. El extraordinario estudio realizado por Alain Bourneton sobre los viajes realizados por turistas foráneos por el Pirineo aragonés entre 1750 y 1904 revela que se redactaron y publicaron en ese periodo no menos de 209 artículos escritos por 84 autores diferentes. De todos ellos, ya hemos indicado que prácticamente ninguno fue realizado por una mujer. El dato no hace sino confirmar el papel secundario que han protagonizado ellas en la conquista del Pirineo. Pero ni siquiera la frialdad empírica de esos datos debe de hacernos minimizar o mitigar el valor de sus testimonios, como podremos comprobar.
Hemos rescatado algunos de ellos para constatar la frescura de muchas descripciones y la originalidad de determinados planteamientos que se escapan de la norma común, establecida hasta entonces por el ojo crítico del hombre:
La aristócrata inglesa Henrietta Chatterton viajó por ambas vertientes de la cordillera en 1841 y posteriormente plasmó sus experiencias en el libro “The Pyrenees with excursions into Spain”, volumen que fue ilustrado con 16 litografías de Bichebois. Chatterton visita Soule, Bious-Artigues, Bagnères de Luchon, los Montes Malditos o Viella, y confiesa sentirse horrorizada por el Puerto de Benasque y las Maladetas: “La vista aquí es demasiado terrorífica para ser pintoresca, pero es verdaderamente sublime”, señala. La doble índole moral y religiosa que Lady Chatterton utiliza para envolver lo sublime de la naturaleza constituye, según la historiadora Esther Ortas, “el elemento más significativo de su percepción del paisaje del Pirineo aragonés”. La aristócrata perpetúa una corriente de componente filosofal que identifica el soberbio paisaje de la montaña con la fuerza creadora y el poder de Dios, convirtiéndolo en un privilegiado reducto espiritual. Desde Bious-Artigues, Lady Chatertton observa el Midi d’Ossau y exclama:
“La palabra montaña es excesivamente vaga y banal para designar tal objeto: describámoslo como el comienzo de algún monumento ciclópeo, de algún pilar destinado a alcanzar el cielo”.
Tres años después del viaje de Henrietta Chatertton, en 1844, otra inglesa, Selina Bunbury, recorre el Pirineo a caballo con el fin de divulgar la Biblia anglicana (sin comentarios), igual que hiciera entre 1836 y 1840 su compatriota George Borrow por toda España. De aquellos viaje surgió uno de los libros más populares dentro de la literatura de viajes por nuestro país, “La Biblia en España”. Selina Bunbury escribió después de su estancia en la cordillera el libro “Rides in the Pyrenees” y los cuentos “Evenings in the Pyrenees”. Nuevamente las Maladetas causan un impacto paralizante en la viajera cuando entra en España por el Puerto de Benasque, y deja fluir su torrencial espiritualidad para reflexionar sobre la grandiosidad de la naturaleza:
“Apenas puedo decir que eran las glorias de la naturaleza lo que vi, la naturaleza misma; por lo menos este mundo más bajo, estaba escondido de mi vista, pero no por la niebla ni el vapor”.
Selina Bunbury cabalgó por el valle de Aspe hasta Bedous y después continuó hasta Gavarnie, el Midi du Bigorre y el Tourmalet. Llega a Arreau y prosigue por el Peyresourde. Allí protagoniza un enfrentamiento con su guía, al que acusa de desconocer el terreno que pisan: “nuestro guía parecía conocer peor el camino que nosotros, recurría al dialecto provincial para pedir información sobre nuestra ruta a los campesinos que encontrábamos en el camino, sin que nosotros lo supiéramos”, recuerda.
Otra mujer fundamental en la historia del pirineísmo es Mary Boddington, popular escritora perteneciente a la alta burguesía inglesa, que participó en dos campañas por la cordillera; la primera en 1821 y después en 1832. En ese año 1821 también visita el Pirineo Marianne Colston en compañía de su marido, dentro de un largo viaje que incluía Francia, Suiza e Italia. Al año siguiente aparecería la obra “Journal of a tour in France, Switzerland and Italy during the years 1819, 1820 y 1821”, un álbum con 50 dibujos de los que 27 pertenecen a su paso por la cordillera.
Volviendo a Mary Boddington, publicó en Londres en 1837 “Sketchs in the Pyrenees” y un libro de poemas que incluye “Otoño en Bearn”. Sólo visitó la vertiente norte en su primer viaje y cruzó a España en 1832 por el Puerto de Benasque en medio de unas nefastas condiciones climatológicas. Su vasta producción literaria se nutrió de otros muchos viajes que realizó a lo largo de su vida, en los que indudablemente se incluía Francia, Italia o Suiza.
Esta experiencia viajera y el conocimiento de otros paisajes igualmente sublimes –según recurrente expresión de la literatura decimonónica-, sirvió para introducir un debate de largo recorrido en aquellos años: la comparación entre Alpes y Pirineos. Otros autores como el mismo Ramond, Harry Inglis o Willkoman ya habían tratado con entusiasmo el asunto, pero Mary Boddington se posiciona firmemente:
“En los Pirineos el aspecto general de la naturaleza es más suave, y –si puedo decirlo así-, toca más; actúa más sobre las afecciones del corazón y se enlaza más con nuestros sentimientos ordinarios y humanos; mientras habitamos en ella, el espíritu lleno de creencia, de felicidad, de confirmación, se anima, más aún con amor por la tierra bella, un sentimiento por sus deleites, un deseo de permanecer en ella, como si fuera otra palabra del cielo”.
El viaje de Boddington por el Pirineo español fue una especie de epifanía. Arrastrada por los tópicos que relacionaban el país con un lugar caluroso sin la morfología habitual de los espacios montañosos, al llegar a nuestro país se siente gratamente desconcertada y realiza un derroche de lirismo para describir todas las sensaciones que le provoca un paisaje tan bello como terrible:
“En los días de verano, cuando el aire está tranquilo, el cielo sin nubes y los pastos cubiertos de rebaños, esta vertiente española de los Pirineos puede presentar un aspecto más apacible y menos imponente. Los picos pueden perder su nieve, el valle su silencio e incluso la Maladeta una parte de sus terrores; pero ahora es un hueco tormentoso adustamente cercado y silencioso (...) Nos quedamos de pie unos momentos en un mudo homenaje al gigante desierto y entonces, sometiéndonos al frío y al viento extremos, nosotros mismos fuimos sus víctimas al ser lanzados de repente nuevamente a través de la grieta”.
“Salida para España (Aragón)”. Litografía de Touchstone
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