Regresos
Después de cinco semanas y diez tormentas de nieve hemos regresado de Canadá. La nieve nos persigue desde el mismo día que abandonamos Toronto; el avión tuvo que esperar una hora y media en mitad de la pista del aeropuerto de Pearson hasta que fue despejada. Nadie se apresuró a pedir la cabeza del primer ministro canadiense ni cayó en la tentación de cuestionar las infraestructuras del país. Se sabe que cuando nieva pasan estas cosas, no es sensato politizar las nevadas. En Jaca no para de caer nieve desde la semana pasada. Me gusta pisarla recién caída, escuchar el ruido seco que provoca su compactación, ser el primero en marcar la huella antes de que el sol o nuevas pisadas rompan ese perfecto tapiz. Ahora, mientras recupero el hábito de escribir en este abandonado blog, nieva con una intensidad desconocida, abrumadora. Dicen los viejos que nunca han visto nada igual. Se sabe que la memoria es selectiva y los recuerdos recuerdan lo que quieren, pero es verdad que este invierno está resultando atípico. Nosotros lo estamos sufriendo por partida doble: primero Canadá y ahora el Pirineo.
Cuando uno conoce un país por primera vez tiende a experimentar una suerte de síndrome de Estocolmo. Se suele renegar de los orígenes ante el impacto cautivador del desconocido lugar. La novedad hurta cualquier juicio objetivo y anestesia la capacidad crítica del viajero. Nos quedamos maravillados ante lo que vemos pero no somos capaces ni de analizarlo ni de comprenderlo. Tampoco nos interesamos por lo que no vemos; no existe. El escritor y filósofo francés Hipólito A. Taine estableció en el siglo XIX una taxanomía del turista. Entre las diversas categorías destacaba la que él denominaba “seres reflexivos y metódicos”. Según su propia definición: “se les reconoce por la guía manual que siempre llevan consigo. Este libro es para ellos la Ley y los profetas. (…) Se les ve en lugares destacados, los ojos finos en el libro, penetrándose de la descripción e informándose con exactitud del tipo de emoción que conviene experimentar”. Taine acababa retratando a este turista de manera clarividente: “No hacen ni sienten nada si no es con una obra escrita en la mano”. Este individuo del XIX era realmente una avanzadilla del turismo de masas que se agolpa hoy en día en cada monumento recomendado. Taine hablaba también de otra clase de turista; el sedentario. “Contemplan las montañas desde sus ventanas. Después de esto dicen que han visto los Pirineos”.
Si tenemos la oportunidad de viajar por segunda vez al mismo país comienza un proceso de descompresión. Empezamos a ver algunos defectos que no fuimos capaces de observar en nuestra primera visita y comienza a equilibrarse la balanza de las comparaciones. Nos desprendemos de la guía y adquirimos cierta autonomía que se traduce en un efecto emancipador. Ya somos adultos. Taine diría que somos sabios y también una variedad extremadamente rara. Suele surgir entonces cierto arrobo patriotero que creo que tiene que ver con la incapacidad para admitir la realidad. Pero generalmente se mantiene un grado de admiración que resulta más digestivo para nuestro equilibrio emocional.
Cuando se visita ese mismo país en sucesivas ocasiones hasta el punto de convertirse en un destino habitual, entramos en una nueva fase crítica en la que entran en juego otros factores ajenos al propio viaje. Algo parecido me pasa a mí con Canadá. Cuanto más lo conozco más me fascina pero más me ayuda también a reconocer algunas cosas de España que consideraba irrelevantes. Es la lógica ecuación. Estos días estoy leyendo un interesantísimo libro de Stéphane Dion, líder de los liberales canadienses (actualmente en la oposición), exministro de Medio Ambiente y de Asuntos Intergubernamentales y autor de la famosa Ley de la Claridad, que reconocía la evidencia legal de una posible secesión de Quebec pero al mismo tiempo establecía el coste social y económico de esa separación para los québécois.
Desde entonces, desde que tuvieron que abandonar la cómoda placidez de los discursos teóricos para afrontar sin ambages las consecuencias de una hipotética independencia, los nacionalistas quebequeses han ido perdiendo apoyo en las sucesivas consultas electorales. Dion, que es québécois y se declara nacionalista, defiende sin embargo el valor democrático y solidario de un sistema federal basado en el apoyo mutuo de las diez provincias que componen Canadá. Esta obviedad es la base de un discurso de profundo contenido académico (Dion procede del mundo universitario), en el que apenas queda campo para la especulación política. En próximos días escribiré algo más extenso sobre el pensamiento de Dion, que resulta tremendamente cercano a la realidad española. De hecho, el discurso del político québécois ha sido adoptado por los nacionalistas vascos y catalanes e instrumentalizado convenientemente para adaptarlo a sus reivindicaciones. El propio Dion se queja de ello.
Viene esto a cuento del interés que me suscita el enorme esfuerzo que ha realizado la sociedad canadiense por integrar a los ciudadanos de todo el mundo que han ido a parar a su territorio. En algunos momentos de la reciente historia del país seguramente la población anglófila ha sido más indulgente con el inmigrante que con el propio compatriota francófono de Quebec. Pero este conflicto de carácter doméstico no ensombrece el indudable carácter hospitalario de Canadá, un país construido a partir de la llegada de gentes de todo el planeta. Toronto, la principal urbe del país, es la ciudad del mundo que acoge el mayor número de etnias y sus políticos han sido capaces de establecer normas y leyes de convivencia que en algunos casos contravienen la letra de la Constitución. El deseo de integrar ha podido más que el marco legal. La experiencia, en general, ha resultado positiva y Canadá es hoy un pujante país en el que se ha alcanzado un grado de convivencia entre culturas ciertamente ejemplar. Hay casos concretos que llaman la atención: un pakistaní que pertenecía a la Policía Nacional llevó a los tribunales su deseo de usar el turbante con el uniforme oficial. La justicia le dio la razón y desde entonces la popular prenda se considera parte optativa del uniforme de la policía. ¿Os imagináis en España que un guardiacivil pakistaní solicitara el uso del turbante en lugar del tricornio?
3 comentarios
kike -
Kike
Emilio -
Sobre lo del guardia civil lo mismo pensé una vez que en Budapest estuvimos parados dentro de un autobus urbano más de quince minutos sin saber por qué. Un amigo mio le pregunto al conductor qué ocurría en Inglés y este hizo todos los esfuerzos posibles para explicarnos en el inglés que conocía que debíamos esperar a que le adelantará otro autobús de distinta línea. Esa misma situación intenté extrapolarla a Zaragoza, cinco guiris preguntándole a un conductor de Tuzsa en inglés que por qué está detenido.
escalambrujo -
Sobre lo del guardia civil lo mismo pensé una vez que en Budapest estuvimos parados dentro de un autobus urbano más de quince minutos sin saber por qué. Un amigo mio le pregunto al conductor qué ocurría en Inglés y este hizo todos los esfuerzos posibles para explicarnos en el inglés que conocía que debíamos esperar a que le adelantará otro autobús de distinta línea. Esa misma situación intenté extrapolarla a Zaragoza, cinco guiris preguntándole a un conductor de Tuzsa en inglés que por qué está detenido.