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Juan Gavasa

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Olvido

Olvido

Llevo días de mucho trajín y apenas he podido dedicar unos minutos a echarle agua al blog. Siento esta pequeña falta de responsabilidad con mis compromisos. Lo cotidiano frecuentemente acaba devorando estos pequeños gestos carentes de solemnidad pero que tienen un poderoso valor terapéutico. He leído varias cosas estos días que me han llamado la atención, y ninguna tiene que ver con el conflicto interno del PP, que dista poco del que pueda tener la Pantoja con el Muñoz o el hijo de la primera con su variada troupé. En esencia son lo mismo, es decir; nada.

Escuché a Juan Gelmán el miércoles en la entrega del Cervantes. Estos argentinos tienen poesía en su fonética, no necesitan mucho más para encandilar al personal. Luego, si construyen hermosos edificios sintácticos como los que diseña el poeta, apenas un suspiro les separa de la excelencia. Es sorprendente este país. Algunos de sus hijos han aportado a la humanidad un puñado de las creaciones literarias más bellas y perfectas de la historia. Borges, Cortazar, Aira o Sábato han hecho de Argentina esa onírica tierra que pervive como un sueño frustrado en el imaginario de muchos españoles.

Es la misma tierra capaz de colapsar la razón con infaustos brotes de violencia colectiva surgidos habitualmente del germen de las bajas pasiones que suele ser el fútbol. Algún psicoanalista (argentino seguro), dijo una vez que este trastorno bipolar nace de la oscura noche de la dictadura militar. Es una teoría más, pero tiene sentido. La violencia sólo genera más violencia, y la represión un dolor eterno. El subconsciente guarda en muchas ocasiones lo peor de nosotros mismos y sólo es necesaria una espita para que brote con la fuerza con que lo hace a veces.

En realidad quería acabar hablando de Gelman pero algunas de las cosas que dijo en su discurso tienen mucho que ver con lo escrito anteriormente. El poeta habló del olvido y de la injusticia de su imposición. Como escribió Benedetti, el olvido está lleno de memoria y por mucho que unos se empeñen en enterrarla nada será posible mientras no exista  la voluntad del perdón. Y nadie, que yo sepa, lo ha pedido todavía. Estoy leyendo estos días la biografía que Santiago Carrillo ha escrito de ese poliédrico personaje que era La Pasionaria. El autor recuerda la profunda convicción de la líder comunista sobre la necesidad de cerrar y olvidar las heridas del pasado para construir la incipiente democracia española. Este argumento, que lo he escuchado hasta la náusea en los últimos meses, probablemente fue el alto precio que tuvieron que pagar hace treinta años los perdedores de la guerra civil para recuperar el sistema democrático y cerrar la etapa más sombría de la reciente historia de España. Olvidar para volver a ser libres. Pero treinta años después, las nuevas generaciones de españoles nacidos en democracia (muchos los nietos de los represaliados), han convenido que ha llegado el momento de cerrar de una vez por todas la transición. Gelman habló de ello el miércoles y dijo algo certero y desolador: “esa clase de olvido es imposible”.

 

He celebrado hace dos años, [...] mi llegada a una España que no acepta las aventuras bélicas y que rompe clausuras sociales que hieren la intimidad de las personas. Hoy celebro nuevamente a una España empeñada en rescatar su memoria histórica, único camino para construir una conciencia cívica sólida que abra las puertas al futuro. Ya no vivimos en la Grecia del siglo V antes de Cristo en que los ciudadanos eran obligados a olvidar por decreto. Esa clase de olvido es imposible. Bien lo sabemos en nuestro Cono Sur.

Para san Agustín, la memoria es un santuario vasto, sin límite, en el que se llama a los recuerdos que a uno se le antojan. Pero hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres amados que las dictaduras militares desaparecieron. Pesan en el interior de cada familiar, de cada amigo, de cada compañero de trabajo, alimentan preguntas incesantes: ¿cómo murieron? ¿Quiénes lo mataron? ¿Por qué? ¿Dónde están sus restos para recuperarlos y darles un lugar de homenaje y de memoria? ¿Dónde está la verdad, su verdad? La nuestra es la verdad del sufrimiento. La de los asesinos, la cobardía del silencio. Así prolongan la impunidad de sus crímenes y la convierten en impunidad dos veces.

Enterrar a sus muertos es una ley no escrita, dice Antígona, una ley fija siempre, inmutable, que no es una ley de hoy sino una ley eterna que nadie sabe cuándo comenzó a regir. “¡Iba yo a pisotear esas leyes venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de un hombre, fuera el que fuera!”, exclama. Así habla de y con los familiares de desaparecidos bajo las dictaduras militares que devastaron nuestros países. Y los hombres no han logrado aún lo que Medea pedía: curar el infortunio con el canto.

[...] Las heridas aún no están cerradas. Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado. Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado en particular.

Los libros muertos

Los libros muertos

Llevo casi toda la semana con un trancazo primaveral que me ha dejado hecho unos zorros, con pocas ganas de alimentar el blog. Pero el blog necesita agua casi a diario (qué os voy a contar), y hoy voy a reproducir un artículo del escritor madrileño Luisgé Martín que publicó ayer en la página 2 de Babelia. Creo que más de uno se reconocerá en el texto. Confío en que pronto pase el virus.

Mi padre, cuando yo era niño, compraba libros, los hojeaba vagamente y los guardaba luego en la biblioteca que teníamos en el salón mientras repetía una frase ritual: "Para la jubilación". Yo crecí creyendo, así, que los libros eran uno de esos tesoros que se van acopiando poco a poco para ser gastados luego con paladeo. Crecí creyendo que la recompensa que traía la vejez era ésa: la placidez de un tiempo interminable en el que poder leer.

Cuando por fin se jubiló, mi padre no leyó ninguno de aquellos libros, pues algunos hábitos necesitan adiestramiento. Yo, sin embargo, seguí creyendo que en la edad provecta encontraría ese paraíso: días sin fin ocupados con la lectura. Hasta los treinta años estuve convencido de que, salvo que muriera joven, tendría tiempo a lo largo de mi vida para leer todo lo que me interesaba. Por eso gastaba mucho dinero en comprar libros que no podría leer de inmediato pero que, en esa jubilación dorada o en alguna vacación, tendría ocasión de disfrutar. Luego empecé yo mismo a publicar libros, a conocer a escritores y a tener tratos con editoriales de todo pelaje. Comenzaron a llegarme a casa novelas, ensayos, volúmenes de cuentos y tomos misceláneos que había que sumar a los que yo seguía comprando meticulosamente. Y llegó un momento en el que me di cuenta de que, como muchas otras cosas cardinales, aquel asunto tenía una formulación dolorosamente matemática. A causa de mis obligaciones laborales, de los tratos con amistades y familia, de mi pasión por el cine y del desafuero de la vida urbana, solía leer al año entre 40 y 60 títulos. En ese mismo periodo, mi biblioteca, haciendo números redondos, se engrosaba con unos 250, de los cuales me apetecía leer al menos la mitad. Es decir, que cada año mi saldo negativo engordaba en 75 libros, a los que yo de vez en cuando acariciaba el lomo diciendo: "Para la jubilación".A los cuarenta años me hice construir en mi dormitorio una pequeña biblioteca para acoger los libros pendientes, pero se llenó enseguida. A los cuarenta y tres, aprovechando una mudanza, me hice fabricar otra con muchas más estanterías y purgué los títulos con un criterio exigente: guardé allí sólo aquellos por los que sentía verdadero deseo y trasladé a la biblioteca ordinaria o regalé los que habían dejado de interesarme poderosamente. Redoblé además el rigor con el que abandonaba a medio leer los libros que no me seducían lo suficiente, procurando así vaciar con mayor rapidez los estantes hacinados. A pesar de todos mis esfuerzos, sin embargo, siguieron llenándose sin remisión.

He calculado que a este ritmo llegaré a la edad de jubilación con 2.000 libros pendientes de lectura. Suponiendo que viviera veinte años más con buena salud y que el ritmo de engordamiento anual de mi biblioteca fuera en ese tiempo menor (descartados ya los clásicos), debería engullir unos cuatro libros cada semana para morir en paz literaria, todo ello sin darme ocasión a releer ni una sola página. Es decir, debería dedicar mi vejez a leer sin desfallecimiento, obsesivamente, lo que resulta una tarea imposible y desagradable. Por eso cuando entro cada día al dormitorio y me paro frente a los anaqueles a mirar los libros sin abrir, veo las sombras de la muerte. Trato de averiguar cuáles de aquellos volúmenes mansos irán quedándose allí año tras año. Qué personajes o qué aventuras. Qué palabras del laberinto.

Luisgé Martín (Madrid, 1962) es autor de Los amores confiados y El alma del erizo, ambos en Alfaguara.

 

 

Los años convulsos

Los años convulsos  

Por fin hemos metido en imprenta el último libro de nuestra editorial (Pirineum). "Los años convulsos", del historiador Juan José Oña. Ha sido un proceso largo, largo, largo, que comenzó allá por el año 2004. Hubo un momento en este tiempo en el que desistimos de su edición porque los problemas que se nos presentaban parecían irresolubles. Pero se solucionaron. Y el día 12 de abril lo presentaremos en Jaca, el 18 en Huesca y el 16 de mayo en Zaragoza. (Os iré informando con detalle de estas presentaciones). De momento os anticipo la hermosa portada y la sinopsis de la contra. Se trata de un libro sobre la sublevación de Jaca a partir del hallazgo de un valioso material del fotógrafo Alfonso, uno de los mejores reporteros gráficos de la historia del periodismo español. En torno a este relevante suceso hemos trazado un viaje visual por la historia de España entre 1923 y 1936, un periodo convulso, sin duda, que explica muchas de las cosas que hoy ocurren en nuestro país. Las fotos de Alfonso nos permiten ese viaje por el retrovisor de la historia. Espero que os guste.

 

"Los años convulsos” es un viaje por la España del primer tercio del siglo XX a través de la lente del genial fotógrafo Alfonso. Se trata de uno de los periodos más agitados, apasionantes y trágicos de nuestra historia que desembocó en la Guerra Civil y en la posterior dictadura franquista. El libro gira en torno a un eje: la sublevación republicana protagonizada por los capitanes Fermín Galán y Ángel García Hernández el 12 de diciembre de 1930 en Jaca. Para el autor, la causa de esta insurrección fue el declive irreversible de la Monarquía de Alfonso XIII; la proclamación de la Segunda República mediante unas elecciones democráticas cuatro meses después, su consecuencia directa.El volumen es el resultado de la exhaustiva investigación en los fondos del fotógrafo madrileño Alfonso sobre los sucesos de Jaca, que cubrió como reportero para los diarios El Sol y La Voz. La recuperación de un valioso material inédito de aquellas históricas jornadas ha dado pie a este libro que proyecta desde el ámbito local una perspectiva general de lo que fue España entre 1923 y 1936. Alfonso Sánchez, uno de los periodistas gráficos más importantes del periodismo español de la época, y sus hijos Alfonsito, Luis y Pepe, estuvieron presentes en buena parte de los acontecimientos políticos, sociales y culturales más relevantes de aquellos años. A través de sus fantásticas imágenes –muchas de ellas sobradamente conocidas– el libro sigue el curso de la historia española y rescata la esencia de un tiempo de convulsión y de esperanzas.

El retrato del fin

El retrato del fin

El escritor y reportero Joseph Kessel y el fotógrafo Jean Moral viajaron a España en el otoño de 1938 para cubrir para Paris Match y Paris-Soir los últimos meses de la Guerra Civil. Ciertamente no fueron conscientes hasta pisar suelo español de que lo que iban a encontrar era el estertor de la contienda, el derrumbe de la esperanza republicana y el final de la resistencia heróica de Barcelona, Valencia y Madrid. Su decepción fue mayúscula. No llegaron a tiempo de recoger la épica de la batalla ni el entusiasmo de los primeros meses. Nada de esos quedaba ya en un país destrozado y a punto de ser sometido por completo a la bota del franquismo.

            El periodista de Le Monde, Michel Lefebvre, hijo de un republicano español, ha reunido en un libro de hermosa factura todas las crónicas publicadas por Kessel y las fotos de Moral que ilustraron sus reportajes. ("Kessel-Moral. Dos reporteros en la Guerra Civil Española". Inédita Editores). Es la imagen de la rendición, de la derrota de un pueblo que lleva dos años resistiendo lo inevitable. En su mayoría son imágenes que apenas se han difundido porque carecen seguramente del misticismo romántico de las de Capa, Alix, Centelles o Taro. A nadie la interesaba el fracaso, y a esas alturas no había otra cosa en el rostro de los españoles y en el paisaje de sus frustraciones. No hay ni una sola gota de idealismo ni de utopía, el edificio sobre el que se construyó el sueño de la revolución se había desmoronado estrepitosamente.

            Pero llama la atención sobremanera la atmósfera de normalidad en medio del caos, la naturalidad con la que los madrileños y barceloneses esperaban el desenlace final. Su dignidad estremeció a los dos reporteros franceses. Las bombas caían constantemente pero los bares, restaurantes y teatros seguían abiertos, fieles a su cita diaria. “Los refugios están atestados –escribe Kesse­l-, de gente que duerme bajo la asfixiante protección de la oscuridad, mientras en los teatros se actúa a la luz de los quinqués. En los clubes nocturnos, bajo la titilante llama de los quinqués de petróleo, obreros, soldados y policías hacen bailar a las chicas en medio de un coro de risas y gritos que salen de bocas invisibles”.

Los españoles se morían de hambre pero cuenta el reportero que nunca nadie le pidió ni un mendrugo de pan. “El hambre  de cigarrillos, el único confesable, obsesiona a hombres y mujeres por igual. Hasta he llegado a ver a hombres decentes seguirme por la calle para recoger del suelo mis colillas” afirma en una de sus crónicas. En otra de ellas se pregunta: “¿ cuál fue ese gobierno que, derrota tras derrota, logró poner en pie un ejército y mantener durante un año a la población civil en un estado de hambruna prácticamente crónica?”. Los reportajes de Kessel y Moral hablan del fracaso y, sobre todo, de la dignidad de un pueblo. La esperanza traicionera se ha esfumado pero se sigue cultivando un orgullo que bien podría confundirse con un mero instinto de supervivencia; un resorte natural que se activa cuando el ser humano contempla a la vuelta de la esquina el final.

Es eso lo que se desprende de las crónicas de los periodistas franceses. Quizá un brote de inconsciencia en un momento en el que ya nada importa, salvo el deseo de mantenerse en pie cueste lo que cueste. En un artículo publicado en noviembre del 38 en Barcelona recoge el testimonio de una mujer que le confiesa preferir el hambre y la muerte a la derrota. Escribe también de las costumbres inalteradas, de esos banquetes en el antiguo hotel Ritz en los que ahora el único manjar es un plato de lentejas duras como la piedra. Pero incluso en torno a ese plato putrefacto los madrileños se visten con sus mejores galas para engañar a la realidad. O ese cura que pide una oración en mitad de la misa por “los que van a morir” tras oír las sirenas que anuncian nuevos bombardeos. La normalidad de la tragedia impacta en cada texto.

Kessel volvió a Madrid con su hermano en febrero de 1939, cuando todo el mundo huía del país, cuando Barcelona ya había caído y la única esperanza era escapar. Lo que encontró es sobrecogedor: “Los dados están echados pero una parte importante de la población aún lo ignora, y agotada, se deja mecer por la calidez primaveral mientras los que saben temen represalias y otros, irreductibles, intentan aún desesperadamente inclinar hacia el otro lado la balanza del destino”. En tres meses la probabilidad de empeorar se ha cumplido. “El pasado noviembre a pesar de la hambruna y de los bombardeos, sus habitantes desprendían una alegría y una fuerza que ahora no se ve en ninguna parte”.

El final ya se conoce. Como dijo Gil de Biedma, la historia de España siempre acaba mal. Y los dos reporteros franceses llegaron a tiempo para testificar el final de un sueño de libertad que apenas duró cinco años. “Vaya y repita en Francia lo que acaba de oír” le dice un amigo republicano a Kessel, en un tono conminatorio que suena a súplica para suavizar las seguras represalias. El mismo tono utilizado por Azaña cuando pidió paz, piedad y perdón a los sublevados en su discurso de 1938. Nada de eso hubo.  

Amarillo

Amarillo

Félix Romeo no es un escritor que me entusiasme. Leí sus dos primeras novelas, “Dibujos animados” y “Discotheque”, y ambas me dejaron indiferente. Tampoco comparto muchas de las opiniones del Félix Romeo critico literario, pienso que sus filias y sus fobias influyen en demasiadas ocasiones en su juicio. Al pobre Juan Goytisolo, por ejemplo, lo tiene enfilado desde hace tiempo y no le pasa una. Él sabrá.

            Dicho esto, quería contar que he leído su tercera novela, “Amarillo” y me ha dejado sobrecogido. Me acerqué a ella con todas las sospechas que me crea el habitual cierre de filas que practican algunos escritores zaragozanos cuando se trata de uno de sus miembros. Demasiado almíbar y camaradería de campamento.

            Pero esta vez no es el caso. El libro de Félix Romeo es tal y como la cuentan. Chusé Izuel era un joven y prometedor escritor zaragozano y crítico literario que se suicidó en 1992 en Barcelona. Se tiró del balcón del piso que compartía con el propio Romeo y Bizén Ibarra después de una tormentosa deriva tras una ruptura sentimental.

            La novela en realidad no es una novela. Al menos no lo es en el sentido clásico. Difícilmente se puede adscribir a un género determinado porque aunque hace prospecciones en muchos no resuelve ninguno. Y éste es el gran hallazgo y también el gran acierto de Romeo. El libro se ha ido tejiendo a partir de los recuerdos, los textos escritos por Izuel, los retazos de su libro póstumo (“Todo sigue tranquilo”. Ediciones Libertarias. 1994), sus críticas literarias en el suplemento “Rayuela” de El Periódico de Aragón, y sus múltiples frases nacidas de fogonazos de efímera inspiración. Es una especie de inventario del alma. Esta estructura facilita la equidistancia del autor y enfatiza con sus premeditadas reiteraciones la dimensión del desgarro que está consumiendo al protagonista.

            Romeo se ha quedado en un segundo plano como un actor secundario que observa en un discreto silencio el deambular del protagonista en el escenario. El escenario, claro está, es la vida y su protagonista un ser que habita en el quicio del abismo. Era la única forma de no caer en la tentación legítima del ditirambo. En ningún momento el Romeo escritor se deja engatusar por el Romeo amigo. No hay un solo guiño a la ampulosa retórica de los obituarios. No hay señales que anuncien una intención hagiografa.

            El libro podría parecer un necesario viraje al pasado para sellar un sofocante sentimiento de culpabilidad que no mengua; el del escritor. Un ajuste de cuentas que silencie de una vez por todas los ecos desgarrados de la memoria. Lejos de ello, el texto muestra las heridas descarnadas de ese pasado con toda su crudeza, sin tiritas ni antibióticos; con la sangre chorreando a borbotones. Así de cruel fue esta historia y así hay que contarla. Pero hay un sentimiento de culpa que cae como una losa sobre cada palabra. ¿por qué desde hace años arrastro una terrible sensación de culpa por tu muerte? se pregunta el autor. Y ésta otra más terrible todavía: ¿cómo no me di cuenta de que te ibas a suicidar?

            El tiempo y la distancia ponen luz sobre muchos de los textos de Izuel, alumbran las entrelíneas de sus escritos sincopados, anárquicos e imperfectos; interpretan y traducen los mensajes ocultos que, en realidad, eran gritos desesperados de angustia y auxilio. Pero, lo dicho, eso solo lo puede iluminar el tiempo. La lectura de “Amarillo” describe sombras muy reconocibles de la personalidad humana. Todos en algún momento de nuestra vidas nos hemos sentido huérfanos de cualquier sentido vital, todos hemos mirado con vértigo al fondo para descubrir con horror su insoportable cercanía. Todos conocemos el pellizco inconfundible de la decepción.

            Por eso creo que el desenlace final es un hecho ajeno a las circunstancias de Chusé. Su tormento, la tortuosa personalidad que inspira sus textos, era un terreno abonado para la desesperación. Quiero decir que en ocasiones sólo es necesaria una chispa para desatar las turbulencias que hibernan en nuestra alma y en nuestra cabeza. A veces tiene nombre de mujer y otras es simplemente la vida, que ya no sabemos vivirla.

 

"Tengo veinticuatro años y soy un anciano que agoniza, que se atraganta con su propia saliva, que se caga en los calzoncillos, que se tropieza con sus pies, que busca la salida última, que le tiene pánico a su mismo nombre".

                                                                                                                      Chusé Izuel