Shahid existe
Shahid podría llamarse también Abdul o Tariq. Podría ser indio, afgano o iraní; pero es pakistaní. Quiero decir que podría haber inventado esta historia y crear unos personajes a medida pero no tuve esa necesidad. Shahid me contó su vida; ésta vino a mí y aunque tiene su nombre y sus apellidos y su sudor y sus lágrimas y su frustración y su dolor y sus nauseas y su sangre y su olor, en realidad es un relato universal.
Shahid es uno de mis compañeros en las clases de inglés a las que acudo a diario en Toronto. Todos somos recién llegados, inmigrantes. Esa clase es el ecosistema canadiense aislado entre cuatro paredes: irakíes, afganos, pakistaníes, indios, chinos, filipinos, indonesios, iraníes, polacos, libaneses, croatas, venezolanos, chilenos… Difícilmente podrían haber encontrado un nombre administrativo más apropiado: “Polyculture Immigrant and Community Services”
Shahid tiene 30 años. Lleva un discreto bigote, suele vestir con jerséis de cuello en punto y usa gafas de pasta; pero no lo imaginéis como un hipster. No son unas gafas con aspiraciones estéticas; son ese tipo de gafas que no buscan el diálogo con el rostro sino únicamente la convivencia con las dioptrías de los ojos. Me imagino a Shahid hace diez años y lo veo con las mismas gafas, compradas por necesidad para durar toda una vida.
Shahid tiene el pelo graso. No es sucio sino que sufre exceso de seborrea. En la coronilla es ralo, herido de muerte en la pelea con la alopecia. Su rostro siempre es grave, investido de una severidad cargada de mohines y miradas furtivas sobre el resto de la clase. Shahid parece estar siempre amargado aunque debería decir que realmente parece estar de mala hostia. Impone. Apenas habla y cuando lo hace de su boca surge un inglés fluido pero torrencial y atropellado que no pretende ni la aprobación del profesor ni nuestra empatía. Sólo rompe su silencio para enmendarle la plana alguien. Desde el primer día tuve claro que Shahid no quería estar en esa clase. Pensé que era un cabrón con pintas.
Pero hace una semana pidió ser el primero en hablar de su experiencia como inmigrante. Bob, el profesor, había propuesto como ejercicio práctico de “speaking” que cada uno contáramos nuestra trayectoria. Shahid empezó a hablar: tenía un discurso brillantemente armado, salpicado de silencios oportunos para enfatizar los momentos de mayor intensidad dramática. Había una poderosa fuerza narrativa en su manera de contar las cosas que parecía traspapelar lo vivido entre los influjos de la oratoria. Por momentos nos hizo olvidar que se trataba de su vida y no de un relato.
Shahid llegó a Estados Unidos hace diez años. Nada más poner pie en New York fue trasladado a un edificio de recepción de inmigrantes, menos lúgubre pero tan triste y mísero como el que albergó durante décadas a cientos de miles de extranjeros en la Isla de Ellis, cuando América era el país de las oportunidades. El día que llegó ese centro estaba colapsado y fue trasladado a otra ala del complejo con más espacio pero con el pequeño inconveniente de que se trataba de un reformatorio ocupado por delincuentes. La coincidencia en un mismo edificio público de inmigrantes sin papeles y reclusos aporta mucha información sobre la idea que tienen los norteamericanos de la inmigración.
Durante seis meses convivió con tipos poco recomendables en un habitáculo sin ventanas ni ventilación exterior. Los hispanos y los negros habían creado dos trincheras en aquel agujero de mala muerte y las balas cruzadas solían golpear a infelices como Shahid, sin afiliación racial posible. Esa experiencia le hizo un viejo prematuro. Está en su mirada. Tras el periodo legalmente establecido, abandonó el centro y encontró trabajo en una gasolinera con unas ventajosas condiciones laborales: 14 horas diarias, 7 días a la semana, 5 dólares la hora. A estas alturas del partido huelga decir que Shahid no tenía papeles ni seguro médico ni derecho a servicio público alguno ni nada de nada. Medio año después y comprobada su eficacia fue ascendido a coordinador de otras dos gasolineras propiedad del mismo y generoso patrón con un sustancioso incremento salarial: 6 dólares la hora.
Una mañana se rompió el brazo y acudió a urgencias. Fue atendido con tal rapidez que por un instante se sintió congraciado con el sistema sanitario estadounidense. Mientras un enfermero le remataba una escayola un diligente administrativo del hospital le entregó resuelto una factura por los servicios prestados: 3.000 dólares. “No puedo pagarlos, será mejor que me quite la escayola”, le dijo. “No se preocupe –contestó con la molicie de quien ha dicho lo mismo cientos de veces-, rellene este formulario y el Gobierno le enviará una carta facilitándole el pago”. Ese formulario era su sentencia de muerte social. La rellenó y la firmó.
La dichosa carta llegó al día siguiente con la misma diligencia del administrativo del hospital. Ya se sabe que un funcionario, si se lo propone, puede ser una bestia parda. Shahid tenía que reembolsar 2 de cada 5 dólares que había cobrado en su lucrativo empleo en la gasolinera. Hay cartas que duelen más que un puñetazo en la quijada. Shahid, que ha sido un buen sparring para la vida, lo sabe bien. Los conoce de todos los colores. Los puñetazos digo.
Con tres dólares a la hora el culo quema en cualquier silla. Shahid cambió el negocio del petróleo por el de la gastronomía. Se fue a Brooklyn, barrio acogedor donde los haya, y encontró trabajo en un restaurante de comida para llevar. Al principio le llamó la atención que el local no tuviera ventanas y que las viandas se entregaran previo pago a través de una estrecha persiana metálica que permanecía abierta en cada intercambio apenas un suspiro. Pensó que a veces un buen “business” no tiene por qué estar reñido con la estética carcelaria. Pero es que aquel barrio era la misma cárcel y el restaurante resultó ser el único lugar seguro, siempre que esa persiana no estuviera levantada más de dos segundos.
Cada noche Shahid regresaba a casa en un taxi que había pagado el propietario del restaurante previamente. Era la única forma de no andar por la calle con dinero. En algunos barrios de New York la pasta huele como el azufre. No escapas. El cheque lo recibía Shahid dentro del taxi, a punto de arrancar. Y en esos retornos nocturnos siempre viajaba a su lado la misma y terrible duda ¿merece la pena esta vida? Y quien ha abandonado su país sabe que esa es la pregunta definitiva, la que nunca debería de formularse.
Por fortuna esta historia acaba bien. Les ahorro otros muchos detalles. Shahid vive desde hace seis años en Toronto y es el responsable de un almacén de muebles. Trabaja 8 horas diarias y libra los fines de semana, tiene un contrato legal y asegura que para él Canadá es el cielo. Sé que también lo es para otros muchos que, como Shahid, huyeron de sus países porque les apretaba el hambre o la certeza de una vida sin esperanza. Los ojos de Shahid parecen cansados, han visto demasiado, pero su sonrisa, aunque sea tan fugaz, sigue siendo la de un niño.
Artículo publicado en el blog colectivo: Las esquinas del mundo
2 comentarios
Juan -
Sandra -
Canada tambien es para mi un paraiso!