La mayoría de mis amigos canadienses no conoce nada de España salvo Barcelona, Madrid, Mallorca, los encierros de San Fermín y la tomatina de Bunyol. Son incapaces de establecer una línea precisa entre la historia individual de los países que componen la Unión Europea y los problemas económicos que afectan a sus miembros del sur. Existe una idea homogénea de Europa como entidad económica e histórica que no admite segmentaciones. Algo parecido a lo que nos ocurre a los españoles cuando pensamos en Sudamérica o en los países de Oriente Medio.
Cuando hablo con ellos debo hacer grandes esfuerzos de trazo fino para filtrar las noticias que ellos consumen a diario sobre Europa, para explicarles que la unidad económica no ha fagocitado la diversidad cultural y que lo que ocurre en Grecia no tiene un reflejo inmediato en España o que los problemas de Portugal exigen un diagnóstico diferente a los que sufre Italia o Irlanda. En Canadá generalmente lo español se confunde con lo latino y lo latino con lo italiano. Nuestra entidad en el exterior es tan débil y difusa que se pierde entre abstractas nociones de geografía y confusas lecciones de historia. Pero no deberíamos de ofendernos; nosotros no andamos mejor en política exterior.
La mayoría de mis amigos son licenciados con buenas posiciones profesionales, gentes viajadas y con nivel cultural que manifiestan, sin embargo, un desconocimiento bastante notorio sobre España y la realidad europea. Esta ignorancia es mutua, tan relevante como la que nosotros tenemos sobre Canadá o Norteamérica más allá de los tópicos de consumo habitual. Mis amigos, sin embargo, andan alarmados con la situación económica de España y la observan como un exotismo caracterizador de los países latinos. Hay días en los que vienen con una interpretación espontánea del último dato de desempleo leído en el National Post o de los escándalos de corrupción, aunque estos últimos ya se han integrado plenamente también en su paisaje político.
Mis amigos apenas balbucen algunos nombres en español pero sorprendentemente han aprendido a pronunciar un nombre fonéticamente endiablado para un anglosajón: Eufemiano Fuentes. Todos ellos practican deporte y hace tiempo que me restriegan la laxitud española con el dopaje; han naturalizado la rutina de situar bajo sospecha cualquier triunfo deportivo aunque a veces es la misma posición de perplejidad que nosotros mismos adoptamos con el otro, con el que nos gana con frecuencia.
Al contemplar estos días las reacciones en España tras la eliminación de Madrid en la primera ronda de la elección para los JJOO de 2020 he pensado mucho en mis amigos. Los que vivimos fuera de nuestro país tendemos en ocasiones a situarnos en una posición de superioridad moral, como si la distancia nos concediera una clarividencia que no poseen los demás. Es, sin duda, un error pero muchas veces me sorprendo a mí mismo escribiendo con una inconsistente soberbia de origen tan poco fiable como insolvente.
Pero es verdad que la distancia modula el ruido y, como en la anécdota sobre el fotógrafo de guerra que recordaba Enric González, en ocasiones no nos queda otra que alejarnos de la morgue para poder soportar el olor de los muertos, aunque expliquemos que lo que realmente buscamos es una mejor perspectiva para hacer la foto. En la distancia España no se entiende mejor pero se observan con mayor nitidez los desvaríos y las exageraciones; se tiene otra medida de las cosas.
He seguido el guirigay montado con la intervención en inglés de Ana Botella, un asunto gestionado en las redes sociales con la familiar sonoridad de la barra de bar. No me parece que fuera lo peor de la presentación madrileña, aunque sí que reunía los atributos indispensables para el escarnio público. La alcaldesa de Madrid hizo un esfuerzo por comunicarse en inglés y es un gesto que hay que saber reconocer; por mi experiencia sé que hay miembros del CIO que tienen los mismos problemas para expresarse que ella, lo importante es intentar comunicarse y hacerse entender. En esta clase de foros internacionales se atiende más a los gestos que a la sustancia de las cosas, por eso la torpe sobreactuación de la alcaldesa no pasó de un asunto de consumo interno. Fue peor el soporífero discurso de Rajoy en español que la incontinencia onanista de Botella.
El cachondeo en España me pareció algo muy español, muy nuestro; un país que se descojona del nivel de inglés de los demás cuando apenas una minoría puede presumir de dominar bien este idioma. No recordaré ahora la anécdota de Unamuno y Shakespeare pero cada cierto tiempo hay que recuperarla para constatar que seguimos donde solíamos.
Otra cosa es la profunda incompetencia de nuestra élite política, asunto ya de una gravedad insoportable. Ana Botella pertenece a un partido político y a una élite económica extractiva empeñada en desmontar el sistema de educación pública con la tramposa coartada de la excelencia. Sin embargo ellos están muy lejos de cumplir con los niveles de exigencia académica que imponen al resto de la ciudadanía para acceder al sistema de becas. En la presentación de Madrid 2020 quedó retratada esa incongruencia entre el modelo de país que pretenden construir y el mediocre nivel de preparación que muestran, muy lejos de esa excelencia de la que tanto hablan.
Emboscada en una exposición bilingüe e interactiva de 45 minutos, la España vieja y patosa de nuestros representantes políticos sucumbió ante la moderna, vigorosa y cosmopolita de nuestros mejores deportistas. Ellos fueron los únicos que estuvieron a la altura de su prestigio internacional, de la admiración que provocan en todo el mundo. Se entiende pues el empeño de los políticos en hablar de España como una marca, en el convencimiento de que aprovechando el resplandor de sus éxitos acabaremos por tapar todas nuestras vergüenzas.
Pero cuando a un país se le pretende manejar como una marca se corre el riesgo de cosificarlo y, por lo tanto, de desactivar su capital humano, que es lo único que realmente nos distingue. No existe tal Marca España sino una serie de hombres y mujeres que en el campo del deporte y la cultura han trascendido en el tiempo y han generado un estímulo cuya inercia se quiere aprovechar colectivamente. Dalí, Picasso, Calatrava, Goya, Gaudí, Rafa Nadal, Miró, Tapiés o Pau Gasol no forjaron su obra pensando en una empresa común superior; fueron y son talentos individuales que causan admiración por encima de su origen, algo que siempre es un accidente.