Canadá, el país que no se ve
Ann es una joven cristiana copta que recién casada huyó de Egipto tras la llegada al poder de los Hermanos Musulmanes. Recaló en Canadá, como miles de integrantes de esta minoría religiosa que se ha convertido en objetivo de la violencia islamista y salafista desde la caída de Mubarak. Ella nunca participó en las manifestaciones de la plaza Tahrir, me reconoce, pero las comprendía; ”el país no avanzaba, estábamos encerrados, aislados en el pasado, sin futuro”. Pero sospecha que el nuevo Egipto que dejó puede emparentarse con el infierno si no se produce otra revolución que de verdad traiga la democracia a su país. Lo ve improbable y teme por los suyos; otros ya han sido asesinados. Ann nunca relaja una sonrisa con cierta aspiración de erotismo blando, incluso cuando me afea mi ateísmo, pedregosa trocha que recorremos con frecuencia para practicar el inglés. Ella se pone trascendente, yo intento ser mundano. No le gusta Canadá pero no puede vivir en Egipto. Nunca escuchó en directo a ningún grupo de rock occidental; no sabe decirme ningún nombre aunque su desgaire la sitúa a una distancia sideral del mundo de mis preocupaciones, que de repente se me vuelve zafio e irrelevante.
Ingrid llegó a Canadá hace veinte años desde Lituania. Cuando ella se fue la antigua república soviética acababa de estrenar independencia pero su sociedad estaba en retirada, en la búsqueda de la nueva verdad revelada bajo el armazón herrumbroso del comunismo. Ahora tiene 42 años y acaba de ser abuela. Ingrid ha envejecido prematuramente, cada arruga de su rostro intuyo que guarda un relato estremecedor, una angustia. Me lo dicen también sus ojos y sus profundas ojeras, horadadas por noches de insomnio y lágrimas punzantes. Nunca mira de frente cuando habla; lo interpreto como el último aliento de dignidad.
Ingrid me habla de un país podrido y de una población disoluta, de los sueños rotos de una generación que se encontró desnortada entre el pasado desguazado y el futuro por fabricar. Sin posibilidad de emancipación ideológica el crimen ocupó el hueco dejado por la historia oficial. Y en ese miasma hicieron inmersión miles de jóvenes como el hermano de Ingrid, asesinado de un balazo en un callejón de Vilna y todavía hoy un expediente policial sin resolver. Yo le hablo de Sabonis, mi ídolo de la infancia, porque no doy para más cuando el tono emocional de las conversaciones se pone exigente. Creo que Ingrid ha descubierto mi torpeza y con una gentileza infinita me dedica una perorata sobre el gran Arvidas y sus años en el Madrid.
Shirin es pakistaní y lleva niqab. El día que la conocí quise estrecharle la mano pero ella dio un paso atrás y con gesto nervioso me pidió disculpas por la supuesta descortesía. Necesité unos segundos para comprender que la descortesía era mía, que vivo en un país que te exige a diario practicar gimnasia mental para abrazar el relativismo religioso y cepillar tus prejuicios aldeanos. Lo sé pero confieso que hay tardes en las que observo a Shirin y lo hago con lástima y compasión. Me ocurre cada vez que la veo descender del coche que conduce su barbudo marido, un coche que imagino como una cárcel volante en manos de un alcaide arrogante y celoso. Desde el incidente del primer día esquivamos nuestras miradas y ella evita sentarse cerca de mí. Me siento incómodo, incapaz de gestionar una situación con naturalidad cuando se me omite con un velo negro la sonrisa o el mohín de la persona que tengo enfrente. Desconozco su edad, no sé nada de ella, salvo que la sonoridad de sus palabras enmudece filtrada por ese jodido muro de tela tan inquebrantable como el hormigón.
Mashoma huyó de Irán con la revolución de Jomeni. Nunca había escuchado a los Beatles hasta que un día le puse en mi Iphone “Yesterday”. Me dijo que estaba bien, sin más. Otra vez me preguntó por Canadá, por las cosas que más me agradaban del país. Yo le dije que admiraba el civismo de los canadienses y la limpieza de las calles. Ella me miró fijamente, enredó y desenredó mecánicamente la cadena con la que jugueteaba entre sus manos y me lanzó directamente a la esquina en la que guardan su turno los seres más ridículos del momento: “a mí lo que me gusta de Canadá es la paz, saber que vas a salir a la calle y no te van a asesinar”. Ella me hablaba de la vida y yo de la limpieza viaria. Estúpido.
Franco, que es venezolano y carpintero, decidió abandonar Caracas porque no quería llevar pistola. La necesitaba para proteger su retaguardia y la de los suyos cada vez que salía de casa. Otras, su mujer lo aguardaba en el portal con la puerta entreabierta para evitar que la espera fuera fatal. En Venezuela un modesto carpintero puede nublar el juicio de cualquiera y convertir en astillas su vida. No merecía la pena vivir así, ahogado cada mañana en una angustia sofocante. El día que murió Chavez me recibió con una sonrisa lúcida pero me confesó que no pensaba regresar; que el problema ya no era Chávez o Maduro sino la miseria moral y orgánica de un país que escupía a los suyos. Suelo decirle que tiene nombre de dictador y él me responde que quién no tiene uno en su vida.
Franco, Mashoma, Shirin, Ingrid y Ann son algunos de mis compañeros en clase de inglés. Hay otros como Abdullah, un profesor de matemáticas de la Universidad de Kabul que ahora regenta un Dollarstore en Canadá; o Ángela, una periodista colombiana que limpia oficinas; o Kashia, una enfermera polaca que sirve mesas en un restaurante. Ellos y también yo formamos parte del Canadá que no encaja en los tópicos, el país hecho a base de retales traídos de aquí y de allá, cosidos con un fino hilo que narra historias dramáticas y heroicas que parecerían fantásticas si no fueran verdad.
13 comentarios
Juan -
Una abrazo
grosem -
Juan -
Cristina Betancourt -
De los inmigrantes que conoces, ¿cuántos estén trabajando como profesionistas en el área que trabajaban en su país de origen?
Juan -
Juan -
Magdalena Pérez -
Harold -
Juan -
Karla -
Te sigo leyendo.
Karla.
Juan -
Kike, no se trata de lamerse las heridas porque la gente, en general, no mira demasiado ni a su pasado ni a su "backhome". Pero siempre es un buen punto de partida para iniciar una conversación en inglés, que es de lo que se trata.
Me alegro de verte por aquí y espero que los preparativos del bodorrio no te quiten el sueño. Un abrazo.
J.
kike -
Conchita G -
Muchos besos