Canadá, el nacimiento de una nación
El 1 de julio se celebró el Día de Canadá. Los canadienses no conmemoran en esa jornada ni una batalla épica ni una derrota gloriosa; recuerdan un pacto, un acuerdo por el que los territorios británicos del norte de América decidieron constituirse en dominio federal en 1867. Fue el acta oficial de nacimiento de la nación, aunque tuvo que pasar más de un siglo hasta que la Constitución de 1982 consagrara la plena independencia de la metrópoli. Antes se produjeron otros sucesos que forjaron la identidad nacional y vertebraron el país en un sentido estrictamente literal: la construcción del Ferrocarril Pacífico de Canadá entre Ontario y la Columbia Británica entre 1881 y 1886 fue más importante para crear una conciencia común que cualquiera de los textos legales redactados en aquellos años para dar cuerpo a la nueva entidad.
Ese ferrocarril fue una obra de ingeniería colosal y un empeño político de dimensión histórica pues aquel nuevo, inmenso y deshabitado país sólo podía ser viable con unas comunicaciones eficaces que facilitaran el asentamiento de nuevos pobladores. Los fundadores de Canadá eran conscientes de ello y en la empresa invirtieron grandes capitales financieros y humanos sin reparar en esfuerzos. Sabido es que la Columbia Británica, la provincia más occidental de Canadá, sólo se incorporó a la Confederación en 1871 cuando tuvo la garantía de que el tren llegaría hasta sus confines. Como en su vecino del sur, el ferrocarril fue a la historia de Canadá lo que los matrimonios dinásticos a la construcción europea.
En las obras del gran ferrocarril del Pacífico participaron más de 10.000 obreros procedentes de medio mundo, pero fueron los trabajadores chinos los que de manera particular protagonizaron el drama mayúsculo de la epopeya modernizadora. Las condiciones en las que desempeñaron su labor se emparentaban con la esclavitud y al margen de la sumisión diaria al capataz tenían que enfrentarse a una geografía terrible que ofrecía constantes desafíos y trampas mortales. El paso por las Montañas Rocosas es un capítulo que debería de pertenecer al libro de de las grandes locuras de la humanidad.
La contribución de la colonia china al progreso de Canadá está muy presente en la historia del país y se han publicado diversos libros que narran desde una óptica redentora el sacrificio al que fueron sometidos miles de trabajadores extranjeros en nombre del tren civilizador. En aquella obra de ingeniería está condensado el nacimiento de la nación y de algún modo el origen universal de Canadá como país de acogida, como proyecto multicultural. Ese recuerdo pesó siempre en el subconsciente colectivo y después se reforzó con la llegada de otras comunidades –escoceses, holandeses, alemanes, italianos, portugueses, pakistaníes…- que hicieron tanto por la creación de una identidad propia como los primeros colonos franceses y británicos.
Los canadienses suele referirse a ellos mismos como una sociedad “Melting pot”; es decir, como un crisol en el que realmente nada es auténtico salvo las comunidades nativas. El escritor torontiano Robertson Davies lo explicaba muy bien en su fantástica “Trilogía de Deptford”, cuando narraba que de niño pensaba que los escoceses eran “la sal de la tierra” y que su madre, tercera generación de escoceses en Canadá, “no era menos escocesa que cuando sus abuelos se marcharon de Inverness”. La anécdota revela lo que ya he contado en otros artículos de este blog, que los que han emigrado a Canadá no han renunciado nunca a su país de origen, aunque sólo sea espiritualmente.
Por eso los desfiles que se prodigan durante las celebraciones del Día de Canadá son una fiesta de la diversidad, aunque esta convivencia armónica sea en realidad pura apariencia, como uno más de los tópicos que definen al país. Al que yo asistí este lunes era la representación más fiel de la sociedad canadiense, compuesta por músicos, colectivos de inmigrantes, comerciantes locales, pequeños empresarios, asociaciones de ayuda social y representantes de la comunidad gay; cada uno mostrando libremente lo que aporta al país. Los únicos uniformes de ese desfile fueron los de las bandas de música. Qué quieren que les diga, para mí es un progreso un desfile sin militares ni carros de combate, sin loas a la patria ni evocaciones de grandes y falsos mitos bélicos; un desfile de ciudadanos.
4 comentarios
Juan -
Un abrazo muy grande.
Magdalena Pérez -
Un abrazo Juan y gracias.
Juan -
Agustín -
Todo lo que escribes tiene "xeito"
como decimos aquí en Galicia.
( base, consistencia )
Con tu ayuda vamos conociendo, profundamente, a Canadá.Una joya !
Felicitaciones por tu blog !.
Agustín