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Juan Gavasa

CRÓNICAS DEL CANADÁ

Prietas las filas

Prietas las filas

Los canadienses se empeñan en engordar sus símbolos, en darles con cierta frecuencia una pátina venerable para que aparenten más edad de la que tienen. Aunque Canadá sabe que la lozanía de su juventud es una de sus claves de bóveda, en el fondo anhelan el rancio abolengo de las naciones antiguas porque se sienten advenedizos en un mundo de viejos. Posiblemente el único interés que les mantiene unidos a la reina Isabel de Inglaterra es precisamente la conexión que ella les proporciona con la historia antigua; con el relato de reyes, imperios y ejércitos coloniales, que tan bien queda en los aligerados libros de texto.

Los españoles sabemos bien que la saturación de historia acaba siendo un problema; nos pone muy pesados a los que cargamos con el menhir de la cronología milenaria. Y entre filípicas a los propios y prejuicios con los otros apenas somos capaces de ver más allá de lo que permite la vista desde el campanario de nuestro pueblo. Canadá es el país perfecto para cepillar nuestra naturaleza tribal salvo que transitemos en un permanente viaje interior, que de todo hay. Pero el proceso tiene que ser inevitablemente lento y proceloso; así un día nos descubrimos fecundos en nuestra capacidad de asimilación y otro recaemos en una melancolía paralizante.

Dos de las fiestas más importantes que celebran los canadienses anualmente tienen que ver con su pasado británico y con el ejército. El 11 de noviembre es el “Remembrance Day” o “Poppy Day”, día en el que se conmemora el final de la Primera Guerra Mundial y se recuerda a todos los soldados muertos en las dos grandes guerras. Durante esos días la mayoría de canadienses lleva en su solapa una visible amapola de papel. El 25 de mayo es “Victoria Day”, en honor de la reina Victoria de Inglaterra, bajo cuyo reinado se fundó Canadá en 1867. Estas celebraciones constituyen dos importantes señas de identidad del país y arrojan una luz nítida y directa sobre la relación que los canadienses mantienen con su pasado británico, algo así como una emancipación a tiempo parcial para ir a comer todos los días a casa de los padres.

La otra es el ejército. Los militares tienen en Canadá la condición de héroes nacionales. No se suelen dejar ver, no forman parte del paisanaje, lo que alimenta su condición de unicornio mitológico. Los que venimos de países en los que el ejército fue un tenebroso protagonista de nuestra historia solemos observar con cierta reserva esta relación social tan inodora y buenista, que se fomenta desde las escuelas y se proyecta en todos los ámbitos de la sociedad canadiense.

Pero como casi todo en Canadá, tiene su explicación: si tu ejército nunca se ha levantado en armas contra la población, nunca ha tenido veleidades golpistas y nunca se ha entrometido o ha ejercido el poder es normal que los canadienses lo tengan clasificado como una marca blanca. Si los ciudadanos nunca se han visto en la obligación de entregar un año de sus vidas en el servicio militar es fácil sostener una memoria aliviada de recuerdos turbios sobre la disciplina castrense. Finalmente, todo es más cómodo cuando las guerras en las que participaron tus soldados siempre fueron lejanas y ajenas. Mejor las bombas lejos del backyard.

Para los que consideramos que la aportación de un militar a la sociedad puede merecer tanto reconocimiento público como la del albañil que se sube al andamio, el minero que desciende a la mina o el pastor que cuida a la intemperie su rebaño en el monte, este tipo de expresiones de admiración puede parecer sobreactuado. Pero, nuevamente, tendremos que olvidarnos de lo que ocurrió en nuestro país de origen y observar la realidad con los ojos del ciudadano canadiense.

En el último Remembrance Day viajaba en el tren de cercanías que une los suburbios del Greater Toronto Area. Estaba sentado junto a un miembro del ejército canadiense; soy incapaz de descifrar la graduación de su divisa porque las olvidé todas al día siguiente de recibir la carta blanca, hace más de veinte años. Mi memoria suele olvidar cosas realmente relevantes pero afortunadamente también actúa con la misma eficacia disolvente cuando se trata de chorradas intrascendentes para la supervivencia diaria. Por lo tanto lo dejaremos en que era un miembro del ejército canadiense vestido con el uniforme de campaña. Su bigote –siempre los bigotes merodeando cuando hay uniformes por medio-, y una indisimulada panza lo remitían al entrañable escalafón estético de los chusqueros, para que me entiendan.

El supuesto chusquero canadiense estaba sentado junto a la puerta de salida;  tenía el rostro cetrino y perezoso, perdida su mirada en algún punto indeterminado de ese vagón atestado de torontianos en día de fiesta. Su mente parecía bullir en preocupaciones trascendentales; probablemente estaba pensando en que tendría que cambiar la bombona de gas de la barbacoa al llegar a casa o que todavía no había limpiado las hojas de las canaleras. No me lo imagino con otro somniloquio, no lo veo reflexionando sobre el etéreo concepto de la patria y el deber de estado. 

El tren estaba a punto de detenerse en la estación de Clarckson; se formó el habitual tumulto de los que descendían en aquella parada dirigiéndose con paso de costalero a la puerta de salida. Arrebujado al final de esa fila un tipo fijó los ojos en nuestro militar chusquero. Lo hizo de forma pudorosa y trémula, consciente de que la distancia que los separaba iba a desaparecer en pocos segundos y que entonces tendría en frente a un héroe nacional. Desde mi posición podía ver bien a los dos viajeros; uno sentado y aislado en su abstracción y el otro acercándose nervioso como un niño que espera en la cola a ser recibido por alguno de los Reyes Magos.

Así estaba ese ciudadano canadiense, seguramente padre de familia y propietario de una hermosa casa con jardín. La sola presencia del militar le había inducido un episodio de excitación y timidez sobrevenida que lo tenía aturdido; su cara era un poema. Miraba al uniforme furtivamente pero no recibía ningún signo de interactuación de su propietario, que seguía a lo suyo. Probablemente yo era el único viajero interesado en la escena.

Las puertas se abrieron, el vagón comenzó a despejarse y el ritmo de descompresión de aquella fila lo dejó al pie de los caballos en un instante.  El ciudadano, diligente y con educación victoriana, llegó a la altura de nuestro hombre de uniforme y le balbuceó cohibido un pudoroso “thank you” que el de verde recibió como quien oye llover. Asintió con la cabeza y a otra cosa. En aquella escena el militar podría haber sido un obispo o Marlon Brando acariciando a su gato gris mientras atendía a Bonasera, porque la sumisión del civil fue igual de suntuosa y pegajosa.

Al otro día estuve en un partido de baloncesto de los Raptors. Los equipos de Toronto tienen la costumbre de mimetizar su equipación durante algunos partidos de la temporada en homenaje a las fuerzas armadas. También es habitual que en algún tiempo muerto se informe de la presencia en el partido de un militar de alta graduación o de algún veterano de Irak, Afganistán o el Golfo. Su rostro aparece en el video marcador y el estadio se viene abajo, que dirían los de deportes. Aquel comandante ya era otra cosa; un trasunto de Patton, Petraeus y Fogh Rasmussen, un tipo distinguido y atildado que saludaba afectado al público con el temple que sólo pueden dar las campañas en Oriente Medio. Sus espaldas eran anchas y bien armadas, esa arquitectura dorsal acostumbrada a soportar algo que debe de pesar mucho por lo que cuentan: el honor y la  patria.

He preguntado a algunos amigos canadienses por el ejército y sus respuestas fueron las que esperaba: “ellos se juegan la vida por defendernos”, me dijeron indistintamente. ¿Defenderos de qué? Contesté inquisidor; “pues de una invasión”. ¿Cuándo fue la última vez que Canadá fue invadida? “Nunca ha sido invadida pero ahora acuden a misiones militares en sitios muy peligrosos en los que se juegan la vida”. Son los mismos argumentos que he escuchado tantas veces en España, la historia siempre se ha escrito con la sangre de las batallas. 

El fenómeno Hadfield

Hay una definición que utilizó el escritor norteamericano Bill Bryson en su estupendo libro “Down Under” (En las antípodas), para referirse a Australia que me parece perfectamente aplicable a Canadá: “No se porta mal. Es estable, pacífica y buena”. Bryson intentaba explicar por qué se sabe en el mundo tan poco de este inmenso país y por qué apenas da noticias de relevancia. Casi nadie sabe quién es su primer ministro o su deporte nacional o el nombre de algún famoso australiano  al margen de Kilye Minogue o Rupert Murdoch. La mayoría dudará cuando se le pregunte por su capital… y no, no es ni Sidney ni Melbourne.

Australia es inabarcable, como lo es Canadá. La mayor parte de su territorio interior es un desierto infinito, árido e inhabitable conocido como “outback” que ofrece las mismas constantes vitales que el infinito, gélido e inhabitable pedazo del mapa canadiense ocupado por los territorios septentrionales de Yukon, Northwest y Nunavut. Realmente son dos países que viven en las antípodas pero que se parecen mucho e incluso comparten la misma Jefatura de Estado; la reina Isabel de Inglaterra. Las antiguas colonias británicas se reconocen a la legua, y no solo por la costumbre de los hombres de cierta edad de llevar calcetines hasta las rodillas y pantalón corto en verano; tendencia que observó el muy detallista Bryson en su libro “Down Under”.  

También creo que tan sólo una minoría será capaz de decir sin titubear el nombre de la capital de Canadá si le advertimos previamente de que se olvide de Toronto, Montreal y Vancouver. Muy pocos podrán enlazar el nombre de tres famosos canadienses si exceptuamos los de Bryan Adams, Leonard Cohen o Neil Young. Sobre el primero los corrosivos personajes de South Park ya dijeron en su día todo lo que había que decir: “Canadá tiene que pedir perdón al mundo”. Lo curioso es que los propios canadienses suelen ser bastante olvidadizos con sus glorias patrias y por apatía, pereza intelectual o simple confusión onomástica suelen dejar escapar algunos nombres que descubren asombrosamente como propios tiempo después. Le suele pasar al arquitecto Frank Gehry o a la escritora Alice Munro, que a veces está más allá que aquí.

Definitivamente Canadá no hace mucho ruido allá por donde pasa y eso se nota en la frecuencia con la que aparece en los grandes medios de comunicación internacionales. Los canadienses dosifican sus expresiones de orgullo patrio; un tipo de patriotismo nada chusco y bastante civilizado en el que se proclama precisamente como principal valor el hecho de la diversidad cultural frente a la uniformidad racial. Las arengas a la unidad como unitarismo no suelen cuajar en un país que se sabe bastardo. A diferencia de los australianos, que tardaron unos cuantos siglos en asumir que su origen estaba en una comunidad de reclusos británicos, los canadienses tienen bien metabolizada su naturaleza multicultural, lo que les ahorra unas cuantas discusiones estúpidas sobre el sentido de la identidad.

Su patriotismo es más bien mercantilista, razonable en un país profundamente capitalista y resignado a aguantar la compañía agobiante de un vecino más grande, más rico y probablemente menos escrupuloso. Cierto complejo en su economía por dependiente se extiende a otras facetas sociales con consecuencias como las citadas anteriormente: a veces los canadienses no se creen a ellos mismos y otras simplemente aceptan como una tara genética las servidumbres de esta vecindad fagocitadora, que igual usurpa un compatriota famoso que provoca una crisis en el sector de la automoción.  

Por eso el patriotismo mercantilista de los canadienses se expresa con las buenas maneras del puritanismo protestante. Los patrocinadores se presentan a sí mismos como “orgullosos sponsors” y el “made in Canada” se ofrece como un salvoconducto redentor, como una manera de hacer patria sin levantar la voz. En las últimas semanas los canadienses, sin embargo, se han quitado algunos complejos con la aventura de Chris Hadfield, el astronauta que ha comandado la última expedición de la Estación Espacial Internacional. Nunca antes había oído con tanta determinación y de manera tan atronadora la expresión “proud to be canadian” (orgulloso de ser canadiense).

Hadfield se ha convertido en uno de los astronautas más mediáticos de la historia gracias al uso que ha hecho de las redes sociales para contar desde el espacio su vida cotidiana en la Estación Espacial. Este canadiense nacido en Milton, un suburbio al oeste de Toronto, explicó en su cuenta de Twitter los detalles de cada jornada en el espacio; colgó en Pinterest miles de fotos de la tierra y subió a Youtube didácticos vídeos en los que instruía sobre cosas tan terrenales cómo limpiarse los dientes, cortarse las uñas o echarse a dormir sin la dictadura de la gravedad. El último día grabó una versión emocionante del clásico de David Bowie, “Space Oddity”, que es ya un fenómeno viral mundial. El impacto de Hadfield en la sociedad ha sido un revulsivo para la carrera aeroespacial dicen los analistas y un chute de autoestima para sus compatriotas. Éste no nos lo quitan, parece que quieren decir.

Hadfield es rotundamente canadiense, criado en una de esas miles de granjas que hasta hace no mucho poblaron el sur de Ontario y que adornaron los paisajes de los libros de Munro o Robertson Davies. Una sociedad agrícola y aislada que hoy es irreconocible en el mundo urbano del Greater Toronto Area pero que perdura en la conciencia colectiva como el origen de todas las cosas.  Y ese origen, como todo en Canadá, no es ni remoto ni extraño. 

No españoles

No españoles

En anteriores capítulos escribí sobre mi reciente visita al Club Hispano de Toronto. Había dejado al Embajador de España, Carlos Gómez-Múgica Sanz con la palabra en la boca, dirigiéndose con afectación a los españoles ahí convocados para expresarles el orgullo que sentía por sus esfuerzos cotidianos y sus generosos sacrificios. Los políticos y los altos funcionarios del estado tienden a pensar que existe un fin superior por encima de la experiencia individual, un mandato supremo vestido de patria que compromete a todos los ciudadanos en tanto que sujetos de una empresa colectiva. De ahí que suelan dirigirse a sus compatriotas con el mismo paternalismo y la misma delectación que he visto durante más de veinte años en casi todos los políticos que he conocido.

El diputado, el consejero, el alcalde o el concejal –en esta cuestión apenas existen grados de severidad-, suelen ungirse al poco de abrazar su cargo público de una clarividencia sobreactuada que les impulsa a una azotea moral de la que ya no bajan ni con agua hirviendo. Parece que la inteligencia se presupone con el cargo aunque generalmente la primera es una sombra trémula que corretea en busca de un propietario improbable; nunca se encuentran. Pero el alcalde o el diputado o el consejero aprenden rápido y, subvirtiendo a Cortázar, saben qué hacer con las palabras aunque las desconozcan. Y pertrechados con una buena ristra de quiasmos y pleonasmos se dirigen atildados al vulgo como el pastor a sus ovejas descarriadas; a veces para afearles su ignorancia y otras para iluminar de moralina sus espasmódicas existencias.

El Embajador de España en Canadá hablaba con aquél grupo de emigrantes españoles como un motivador laboral. Pero alguien que lleva más de cuarenta años lejos de su país ya no necesita buenas palabras ni ejercicios de autoestima; sólo exige respuestas concisas a preguntas tan urgentes como la situación de su tarjeta sanitaria, el derecho a la nacionalidad de los descendientes, la congelación de la pensión o los trámites de repatriación. Hay lugares en los que un político no puede ponerse a puerta gayola para lucirse porque la realidad es muy desagradecida. La impericia del servidor público se revela tragicómicamente cuando pierde el sentido de la oportunidad y no sabe salirse del guión, así inaugura un pantano o un certamen de juegos florales. Como aquel alcalde de un pueblo de Huesca al que hace años escuché rematar su discurso de inauguración del nuevo local de la Asociación de Viudas con un torero “confío en que esta asociación siga creciendo”.

Estos emigrantes españoles no estaban allí para recibir una palmada en el hombro ni el aliento de excursos huecos y sobados. Lo que han vivido y lo que han sufrido en sus vidas es algo tan íntimo e intransferible que cualquier intromisión retórica resulta impúdica. Un Embajador siempre es alguien de paso hacia un destino mejor, un burócrata curtido en cócteles y recepciones oficiales que observa desde su burbuja diplomática el devenir de los días y el trasiego de compatriotas vulnerables y melancólicos. Las historias de los emigrantes siempre resultan lejanas.

Esa distancia oceánica se manifestó de manera determinante cuando un “veterano” emigrante español (llegó a Canadá en 1965), le preguntó al Embajador por una noticia que acababa de conocer y que le tenía conmocionado: había perdido su nacionalidad española. A principios de los años 80 de la pasada década los gobiernos de España y Canadá firmaron un acuerdo por el cual los ciudadanos españoles residentes en este país podían conservar su ciudadanía de origen al nacionalizarse canadienses. Este nuevo marco legal empujó a muchos a solicitar la nacionalidad del país norteamericano para regularizar definitivamente su situación sin renunciar a su pasaporte original. Hubo un pequeño detalle que operó como una explosión retardada: nadie les dijo que para seguir siendo españoles tenían que solicitarlo expresamente a la Embajada. Así es que nunca sospecharon que al hacerse canadienses automáticamente dejaron de ser españoles.

Desde entonces, sin embargo, han podido renovar su pasaporte, han recibido de su colegio electoral las papeletas para votar en los sucesivos comicios electorales españoles, han viajado con frecuencia a España y han tramitado la tarjeta sanitaria en sus respectivas Comunidades Autónomas e incluso han podido expedir en la comisaría de Policía su DNI. Pero hace unos meses el Consulado de España en Toronto empezó a informar a muchos de esos españoles que se nacionalizaron canadienses hace 20 años que todo aquello era una farsa; efectivamente tenían todos los documentos que acreditan la nacionalidad pero no eran españoles. Me lo explique...

Durante años el Consulado había hecho la vista gorda pero ahora se había decidido a poner en orden una situación que sería cómica si no hubiera impactado emocionalmente como lo ha hecho en muchos de estos ancianos españoles. Hace unos meses José Manuel García-Margallo, Ministro de Asuntos Exteriores y de Cooperación, realizó unas declaraciones sorprendentes: "No sabemos ni cuántos funcionarios tenemos en el exterior ni cuántos edificios ni quién está haciendo qué". Ahora también podemos añadir que realmente España tampoco sabe cuántos españoles tiene.

Todos los afectados por este lamentable silencio administrativo podrán recuperar su nacionalidad española a través de un sencillo trámite. Pero el simple hecho de tener que reclamar su condición de españoles como quien solicita la renovación de la tarjeta sanitaria les ha dejado a muchos devastados, enfangados en una extraña melancolía. Otros han reaccionado a la manera hispánica: "que le den por culo a España". El viejo español nunca olvida que siempre será emigrante en su país e inmigrante en Canadá. El cónsul les animó a visitar con más frecuencia la página web del Consulado -estos abueletes que no quieren modernizarse-, y el señor Embajador expresó una vez más el orgullo que siente España por sus emigrantes. Pero estos se fueron del Club Hispano rumiando una certeza corrosiva:  no caben ni siquiera en la definición que propuso Cánovas para abrir la Constitución de 1876, que ya es no caber: “Es español el que no puede ser otra cosa”. 

Españoles

Españoles

Hace unas semanas visité por primera vez el Club Hispano de Toronto. El nuevo Embajador de España en Canadá, Carlos Gómez-Múgica Sanz, quería tener un encuentro con la comunidad española y me pareció una buena excusa para mandar a paseo la inmersión lingüística por unas horas y discutir de fútbol y de la crisis, que es de lo único de lo que se puede hablar realmente en serio cuando se emigra.

El Club Hispano huele a España. No intento ser retórico ni patrióticamente cursi; quiero decir que huele como los bares españoles. Y cuando te reencuentras después de un año y medio de abstinencia con ese aroma a fritanga y a cebada reseca, todo lo tuyo que se quedó allá regresa a toque de corneta. Ese aroma tan chusco y familiar tiene un gran poder evocador, algo que te empuja a girarte sobre la barra, apoyar los codos, ponerte un palillo en la boca y pedir una cerveza con ración de patatas bravas. Sé que un fiel lector estará esperando que cite ahora a Proust pero no caeré en la tentación, no señor.

Pensaba que el olor de un restaurante procedía tan solo de la comida. Ahora sé que no es así; el olor lo aporta el individuo, que siempre va dejando rastro allá por donde pasa. Los españoles que nos hemos venido a Toronto hemos traído en el equipaje nuestra paleta de olores para soltarlos a la manera de la meada de los perros, para marcar el territorio y no olvidar de dónde venimos. Somos lo que olemos. Y en la huella que dejamos están otras cosas que no son comida pero que huelen tanto, como las costumbres o las tradiciones, esa pesada herencia de los pueblos viejos que igual sirve para un roto que para un descosido.

El Club Hispano de Toronto, aparte de oler rematadamente a España y a españoles, está decorado con la panoplia de los tiempos de Fraga al frente del Ministerio de Información y Turismo. El “Spain is different” tiene un martilleante lenguaje de signos y de símbolos que ha sobrevivido a varias generaciones y no tiene pinta de largarse. A caso accede a que se incorporen nuevos invitados sin renunciar a los de origen, para componer un apretado martirologio de glorias de ayer, de hoy y de siempre. El último es el poster de la selección española de fútbol con la Copa del Mundo, sacrosanto emblema de la modernidad de este país o último fotograma de una película en la que salíamos más guapos, más listos y más ricos de lo que realmente somos. Desde entonces todo ha ido de mal en peor. Parece que el único sentido de esa jodida copa es recordarnos que nada de lo que vivimos fue cierto.

Mi reencuentro con España en Toronto fue así, entre fotos de Lola Flores y de Majas anónimas, abanicos llenos de floripondios y posters del solar patrio. Estos mismos posters, marginados a ser anodino mobiliario,  los he visto en otros lugares oficiales como consulados, comisarías de policía o ministerios. Más que para vestir y decorar parecen hechos para tapar y esconder. No me quejo. Los tópicos que tantas veces denostamos son para muchos el único refugio que da calor cuando se vive en el quinto pino más literal posible.

El embajador llegó con una hora de retraso. La sala estaba abarrotada: sentados los españoles que emigraron a mediados del pasado siglo huyendo del franquismo y de la miseria. Todos ellos ancianos ahora preocupados por su pensión y su seguro médico. Detrás de pie los jóvenes españoles de la “movilidad exterior”, los que escapan estos días de la crisis económica y arrastran la misma mala hostia que mueve siempre al emigrante. Nada ha cambiado; las dictaduras pueden vestir de verde o llevar corbata, nunca se sabe. En medio de unos y otros; un inmenso hueco generacional que creíamos haber tapado con algo que se parecía mucho al progreso, la prosperidad y la democracia. Al destaparlo hemos visto que, efectivamente, no había nada y que esas décadas habían sido una farsa. En el Club Hispano de Toronto, con el poster de Casillas encima de la televisión y Lola Flores flanqueando nuestro costillar, se citaron dos Españas biológicamente irreconocibles pero asombrosamente parecidas.

Shahid existe

Shahid existe

Shahid podría llamarse también Abdul o Tariq. Podría ser indio, afgano o iraní; pero es pakistaní. Quiero decir que podría haber inventado esta historia y crear unos personajes a medida pero no tuve esa necesidad. Shahid me contó su vida; ésta vino a mí y aunque tiene su nombre y sus apellidos y su sudor y sus lágrimas y su frustración y su dolor y sus nauseas y su sangre y su olor, en realidad es un relato universal.

Shahid es uno de mis compañeros en las clases de inglés a las que acudo a diario en Toronto. Todos somos recién llegados, inmigrantes. Esa clase es el ecosistema canadiense aislado entre cuatro paredes: irakíes, afganos, pakistaníes, indios, chinos, filipinos, indonesios, iraníes, polacos, libaneses, croatas, venezolanos, chilenos… Difícilmente podrían haber encontrado un nombre administrativo más apropiado: “Polyculture Immigrant and Community Services”

Shahid tiene 30 años.  Lleva un discreto bigote, suele vestir con jerséis de cuello en punto y usa gafas de pasta; pero no lo imaginéis como un hipster. No son unas gafas con aspiraciones estéticas; son ese tipo de gafas que no buscan el diálogo con el rostro sino únicamente la convivencia con las dioptrías de los ojos. Me imagino a Shahid hace diez años y lo veo con las mismas gafas, compradas por necesidad para durar toda una vida.

Shahid tiene el pelo graso. No es sucio sino que sufre exceso de seborrea. En la coronilla es ralo, herido de muerte en la pelea con la alopecia. Su rostro siempre es grave, investido de una severidad cargada de mohines y miradas furtivas sobre el resto de la clase. Shahid parece estar siempre amargado aunque debería decir que realmente parece estar de mala hostia. Impone.  Apenas habla y cuando lo hace de su boca surge un inglés fluido pero torrencial y atropellado que no pretende ni la aprobación del profesor ni nuestra empatía. Sólo rompe su silencio para enmendarle la plana alguien. Desde el primer día tuve claro que Shahid no quería estar en esa clase. Pensé que era un cabrón con pintas.

Pero hace una semana pidió ser el primero en hablar de su experiencia como inmigrante. Bob, el profesor, había propuesto como ejercicio práctico de “speaking” que cada uno contáramos nuestra trayectoria. Shahid empezó a hablar: tenía un discurso brillantemente armado, salpicado de silencios oportunos para enfatizar los momentos de mayor intensidad dramática. Había una poderosa fuerza narrativa en su manera de contar las cosas que parecía traspapelar lo vivido entre los influjos de la oratoria. Por momentos nos hizo olvidar que se trataba de su vida y no de un relato.

Shahid llegó a Estados Unidos hace diez años. Nada más poner pie en New York fue trasladado a un edificio de recepción de inmigrantes, menos lúgubre pero tan triste y mísero como el que albergó durante décadas a cientos de miles de extranjeros en la Isla de Ellis, cuando América era el país de las oportunidades. El día que llegó ese centro estaba colapsado y fue trasladado a otra ala del complejo con más espacio pero con el pequeño inconveniente de que se trataba de un reformatorio ocupado por delincuentes. La coincidencia en un mismo edificio público de inmigrantes sin papeles y reclusos aporta mucha información sobre la idea que tienen los norteamericanos de la inmigración.

Durante seis meses convivió con tipos poco recomendables en un habitáculo sin ventanas ni ventilación exterior. Los hispanos y los negros habían creado dos trincheras en aquel agujero de mala muerte y las balas cruzadas solían golpear a infelices como Shahid, sin afiliación racial posible. Esa experiencia le hizo un viejo prematuro. Está en su mirada. Tras el periodo legalmente establecido, abandonó el centro y encontró trabajo en una gasolinera con unas ventajosas condiciones laborales: 14 horas diarias, 7 días a la semana, 5 dólares la hora. A estas alturas del partido huelga decir que Shahid no tenía papeles ni seguro médico ni derecho a servicio público alguno ni nada de nada. Medio año después y comprobada su eficacia fue ascendido a coordinador de otras dos gasolineras propiedad del mismo y generoso patrón con un sustancioso incremento salarial: 6 dólares la hora.

Una mañana se rompió el brazo y acudió a urgencias. Fue atendido con tal rapidez que por un instante se sintió congraciado con el sistema sanitario estadounidense. Mientras un enfermero le remataba una escayola un diligente administrativo del hospital le entregó resuelto una factura por los servicios prestados: 3.000 dólares. “No puedo pagarlos, será mejor que me quite la escayola”, le dijo. “No se preocupe –contestó con la molicie de quien ha dicho lo mismo cientos de veces-, rellene este formulario y el Gobierno le enviará una carta facilitándole el pago”. Ese formulario era su sentencia de muerte social. La rellenó y la firmó.

La dichosa carta llegó al día siguiente con la misma diligencia del administrativo del hospital. Ya se sabe que un funcionario, si se lo propone, puede ser una bestia parda. Shahid tenía que reembolsar 2 de cada 5 dólares que había cobrado en su lucrativo empleo en la gasolinera. Hay cartas que duelen más que un puñetazo en la quijada. Shahid, que ha sido un buen sparring para la vida, lo sabe bien. Los conoce de todos los colores. Los puñetazos digo.

Con tres dólares a la hora el culo quema en cualquier silla. Shahid cambió el negocio del petróleo por el de la gastronomía. Se fue a Brooklyn, barrio acogedor donde los haya, y encontró trabajo en un restaurante de comida para llevar. Al principio le llamó la atención que el local no tuviera ventanas y que las viandas se entregaran previo pago a través de una estrecha persiana metálica que permanecía abierta en cada intercambio apenas un suspiro. Pensó que a veces un buen “business” no tiene por qué estar reñido con la estética carcelaria. Pero es que aquel barrio era la misma cárcel y el restaurante resultó ser el único lugar seguro, siempre que esa persiana no estuviera levantada más de dos segundos.

Cada noche Shahid regresaba a casa en un taxi que había pagado el propietario del restaurante previamente. Era la única forma de no andar por la calle con dinero. En algunos barrios de New York la pasta huele como el azufre. No escapas. El cheque lo recibía Shahid dentro del taxi, a punto de arrancar. Y en esos retornos nocturnos siempre viajaba a su lado la misma y terrible duda ¿merece la pena esta vida? Y quien ha abandonado su país sabe que esa es la pregunta definitiva, la que nunca debería de formularse.

Por fortuna esta historia acaba bien. Les ahorro otros muchos detalles. Shahid vive desde hace seis años en Toronto y es el responsable de un almacén de muebles. Trabaja 8 horas diarias y libra los fines de semana, tiene un contrato legal y asegura que para él Canadá es el cielo. Sé que también lo es para otros muchos que, como Shahid, huyeron de sus países porque les apretaba el hambre o la certeza de una vida sin esperanza. Los ojos de Shahid parecen cansados, han visto demasiado, pero su sonrisa, aunque sea tan fugaz, sigue siendo la de un niño.

Artículo publicado en el blog colectivo: Las esquinas del mundo

Otra historia de Javier Fernández

Otra historia de Javier Fernández

Desde mi primer encuentro con Javier Fernández en Toronto a mediados de enero ha transcurrido un mes. En este breve espacio de tiempo el patinador ha ganado el Campeonato de Europa de Zagreb; ha dejado de ser el talento que auguraba grandes cosas para consagrarse como uno de los cinco mejores patinadores del mundo. Es ya una realidad.

Confieso que estoy expectante: en las últimas cuatro semanas a mí no me ha pasado nada emocionante pero a Javier probablemente le ha cambiado la vida, ahora es una estrella mundial del deporte. ¿Cómo calibrar ese evidente desequilibrio? El periodista cree haberse armado de recursos para adaptarse a las nuevas circunstancias, consciente de que prematuramente Javier está ya de vuelta de todo. Dicen que cuando eso pasa los deportistas suelen volverse desconfiados, displicentes e impermeables. Es el mecanismo natural que se activa para modular todo el ruido generado a su alrededor. El periodista cuenta con ello.

La primera evidencia: el teléfono móvil de Javier suena más a menudo y sus conversaciones en inglés o en castellano tratan de saciar el repentino interés que su figura ha despertado en la prensa deportiva mundial. Mientras le espero en la cafetería del “Cricket, Skating & Curling Club” de Toronto, el selecto club en el que entrena a diario, habla con una emisora de radio de Boston (USA) y en su relato surgen nombres familiares: Jordi Lafarga, Mikel García, Alexei Mishin… todos ellos vinculados con su etapa jaquesa, a la que se refiere con detalle. En la pista de hielo cuelga ahora en un lugar bien visible una gran pancarta con su foto y un expresivo “Good luck Javier”. Acoger a un campeón continental, aunque sea español, merece ser promocionado convenientemente y en eso los canadienses son unos artistas.

Pero el patinador madrileño no ha perdido el anonimato de Toronto ni el desaliño de los días morosos. Acude a la nueva cita con aspecto cansado, enfundado en el chándal del equipo español y parapetado tras unas gruesas gafas que delatan una acusada miopía (4,5 más astigmatismo), inverosímil cuando se eleva y rota cuatro veces sobre el aire antes de aterrizar nuevamente en el hielo con precisión quirúrgica. Se encoge de hombros cuando le confieso que me emocioné viéndole ejecutar el programa largo en el Europeo de Zagreb con la música de Chaplin. Ha debido de escuchar tantas veces la misma cantinela en las últimas semanas que ya no se preocupa en mostrar empatía: es el Campeón de Europa, sobran los cumplidos.

En el encuentro que mantuvimos tan solo dos días antes de viajar a Zagreb Javier me confesó que se conformaba con quedar entre los cinco primeros. Ahora le pregunto si iba de farol, intentando retar su orgullo de campeón, pero me desarma con una respuesta que revela su madurez: “nunca quiero ponerme más retos de los que debo. En el patinaje ganar depende tanto de lo que tú hagas como de lo que hagan tus rivales”. Es un razonamiento que ha repetido de manera insistente en las últimas semanas, como si necesitara aclarar al confundido público español que en patinaje no se suele ganar “sin bajar del autobús” y que nadie logra convertir la victoria en una rutina. La exigencia es máxima y la presión constante. Solo hace falta echar un vistazo al historial de los JJOO o de los Campeonatos del Mundo para comprobar que para ganar hacer falta algo más que regularidad. No existen los reinados de larga duración. La suerte, la inspiración, el error ajeno o la generosidad de los jueces pueden influir más que los méritos propios. “Si el canadiense Patrick Chan, que es el actual Campeón del Mundo, lo hace perfecto yo poco puedo hacer para ganarle”, añade.

En un deporte que se califica según criterios subjetivos nada es seguro. Javier lo aprendió hace muchos años y por eso la prudencia suele imponerse en un discurso en el que, sin embargo, a veces se cuela algo de su natural carácter díscolo y descarado. “Dame tiempo, si gano el Mundial ahora ¿qué me quedará por hacer?”, me responde divertido cuando le digo que tiene muchas posibilidades de ganar el Campeonato del Mundo que se celebra en marzo en London (Ontario), a escasos kilómetros de donde él vive y entrena. Este tipo de respuestas, que lanza con cierta insolencia y despreocupación, es la representación verbal de ese carisma que todos los entendidos coinciden en señalar como una de sus principales virtudes. El carisma para competir y para interpretar, para ponerse en la piel del Capitán Sparrow o de Charles Chaplin con la misma determinación y convicción. Para emocionar en directo a una comentarista glaciar como Paloma del Río, algo que probablemente no ha conseguido ningún otro deportista español.

Cuando Sonia Lafuente conquistó el oro en la competición femenina de patinaje artístico del FOJE de Jaca en 2007, en el mundillo del patinaje nacional se habló más, sin embargo, del cuarto puesto de Javier –a tan solo unas centésimas del bronce-, y del brillante programa que había ejecutado en la abarrotada vieja pista jaquesa, su casa durante casi dos años. Fue la primera vez que oí hablar del madrileño como una futura estrella. Al acabar esa temporada, con 17 años, se fue a New Jersey a entrenar con el preparador ruso Nikolai Morozov y ahí comenzó el relato de su ascenso a la élite mundial. El primer tramo de aquel viaje lo hizo con Mikel García, entrenador del Club Hielo Jaca durante muchos años. Con él compartió las soledades de los primeros meses en Estados Unidos, los engorros del idioma y las largas sesiones nocturnas montando los muebles de IKEA, anécdota que contó dicharachero en Madrid en la rueda de prensa ofrecida en el Consejo Superior de Deportes.

En esa multitudinaria puesta de largo pública en España como nuevo Campeón de Europa, Javier enseñó resuelto su otra gran dote: es un filón para los periodistas. Muchos de ellos se han acercado estas últimas semanas, obligados por las circunstancias, a un deporte absolutamente minoritario y desconocido, y se han encontrado con un chaval que habla con desparpajo, cuenta cosas interesantes y tiene unas excelentes cualidades comunicativas. Ha sido capaz de ponerle en bandeja el titular del año a Olga Viza en el Marca: “El fisio me dice que si me voy a la cama con una chica no me quite los calcetines”; y a Iñaki Gabilondo le dio pie en su popular videoblog de El País a utilizar el ejemplo de los deportistas españoles para superar la crisis del país. Casi nada. “Es que yo intento ser muy natural y a veces digo cosas sin pensar que luego pueden aparecer en un titular o tener más repercusión de la que merece”, me dice. Pero es evidente que da bien a la cámara y que siempre se le ve cómodo y con ganas de huir de banalidades. Incluso en inglés, idioma que empieza a dominar con soltura y que le permite mantener relajadas conversaciones con la popular especialista en patinaje del canal canadiense de televisión CTV, Tracy Wilson.

Porque cuando Javier se suelta, cuando se quita cierta pereza de hábitos, es difícil ver más allá del chaval de 22 años que se transforma con unos patines sobre el hielo. Es el Javier que habla de Madrid y de sus colegas, de las comidas de su madre,  de su novia canadiense y de la gata que ésta le regaló para hacerle compañía y que le está destrozando a arañazos los patines con los que ganó en Zagreb. Los mismos patines que la compañía aérea extravió cuando llegó a Croacia. Su vida condensada en un par de botines negros y cuchillas suizas.

Este segundo encuentro con Javier prosigue en su apartamento, ubicado a escasos metros del club. Como tantos bloques de viviendas de los suburbios de Toronto, por fuera es anodino y austero, pensado para el frío canadiense, pero por dentro se distribuye en estancias elegantes, amplias y funcionales. En algunos barrios de la ciudad la arquitectura racionalista recuerda a la tradición soviética. Uno tiene la sospecha de que en cualquier momento va a toparse con un desfile del Ejército Rojo. La nieve del invierno torontiano contribuye a cincelar un paisaje de grises celajes y cielos cenizos.

La conversación deriva nuevamente al FOJE de Jaca, donde logró su primer gran éxito internacional. Lo hace entre brumas, como un recuerdo remoto que a Javier le cuesta fijar porque, matiza, “me han pasado muchas cosas desde entonces”. Hablamos de una entrevista que la periodista Ainhoa Camino le hizo en el verano de 2005 para la revista oficial. Él inauguró la sección de contraportada dedicada a los deportistas españoles que aspiraban a lograr una medalla en el Festival Olímpico. Tenía entonces 14 años y acababa de volver a ponerse los patines después de unos meses de dudas. Era la época de las largas melenas y la rebeldía juvenil, años convulsos. En aquel FOJE de Jaca su hermana Laura, la pionera de la familia, también tuvo su cuota de protagonismo: fue la Pirene de la leyenda pirenaica en la hermosa coreografía diseñada por Iván Saez para la ceremonia inaugural.

¿Qué ha cambiado desde aquel Javier casi adolescente a este que ha revolucionado el mundo del patinaje? “Los que me conocen saben que soy el de siempre y que nada va a cambiar. No me guío por nada de lo que consigo. Es verdad que ahora los medios se interesan más por mi y que la gente quizá me va a mirar con otros ojos pero yo no voy a cambiar”. Y lo cierto es que la vida en una ciudad gigantesca como Toronto le va a ayudar a alejarse del ruido mediático español. Lo sabe bien y es consciente de que ahora le van a pedir mucho más porque en España la distancia entre el éxito y el fracaso es una delgada línea. “Estoy muy tranquilo y no tengo ninguna presión de nadie para volver a ganar. Nadie me lo pide. En el Mundial intentaré quedar entre los 5 primeros pero pase lo que pase esta temporada ya será la mejor de mi carrera”.

Tampoco le presiona su entrenador Brian Orser, un mito del patinaje canadiense, Campeón del Mundo en 1987 y dos veces medalla de plata en los JJOO de Sarajevo y Calgary. Él es la principal razón por la que Javier Fernández está en Toronto. En 2011 decidió apartarse de Nikolai Morozov, con quien acabó tirándose los trastos, y buscar otro entrenador que le ayudara a progresar. El ruso no había disimulado sus preferencias por su otro pupilo, el francés Florent Amodio, y Javier interpretó de inmediato que para seguir creciendo había que escapar de esa encerrona. El destino, que tan pesado se pone a veces con la justicia poética, quiso que en Zagreb Javier ganara el oro por delante de Amodio. Por primera vez después de dos años de feos y desprecios, Morozov se dignó a saludar a su antiguo alumno cuando bajaba del podio con el oro colgando del cuello. La venganza es un plato que se sirve frio, dicen.

Desde su llegada a Canadá Javier es otro patinador. Su crecimiento ha sido imparable. En noviembre ganó el prestigioso Skate Canada en Windsor (Ontario), por delante del actual Campeón del Mundo, el canadiense Patrick Chan; en 2011 alcanzó la plata en la misma prueba y el bronce en el Grand Prix, donde sólo participan los 6 mejores del mundo. Antes ya había patinado en los JJOO de Vancouver de 2010, siendo el primer español que lo lograba desde la lejana y anecdótica participación de Darío Villalba en 1956. Las cosas han cambiado mucho desde entonces; ahora Javier es uno de los favoritos para conseguir el oro en los JJOO olímpicos de Sochi el próximo año. Su prestigio y fama no paran de crecer, espoleados por el hecho de ser uno de los pocos patinadores de la historia capaz de hacer tres cuádruples en un mismo programa. Ahora, tras el oro continental, Javier Fernández se ha ganado un hueco en la historia del patinaje junto a figuras legendarias como John Curry, Ilia Kulik, Yagudin, Joubert o Plushenko.  Y la sensación general es que sólo acaba de empezar. “Llevo muchos años compitiendo y la gente del patinaje ya sabía de mis posibilidades. Ahora me conoce otro público y espero que eso ayude a que crezca la afición al patinaje en España”.

Artículo publicado en el número 239 de la revista "Jacetania"

Esto es "amazing" (I)

Esto es "amazing"  (I)

Los anglosajones viven instalados en un refuerzo positivo permanente. Esto es algo que se debe saber antes de llegar a países como Canadá para evitar extrañas incomodidades en situaciones cotidianas. Los canadienses utilizan calificativos superlativos para valorar las cosas más insustanciales, expresiones que nosotros tan sólo nos atrevemos a manejar cuando no podemos sujetar las emociones o hemos trasegado durante horas.  Ellos, por ejemplo, te dirán “awesome” (impresionante), cuando les des el cambio exacto en la caja del supermercado; o “amazing” (increíble) para mostrar su entusiasmo por el último garabato de tu hijo de dos años. “Wonderful” (maravilloso) es lo más discreto que puede salir de sus labios una mañana soleada de primavera y “beautiful” (hermoso), lo habitual para describir el último café que se tomaron con los amigos en el “Tim Hortons”. Las cosas no tienen término medio. Al principio me sentía como Phoebe en aquel capítulo de Friends en el que aparecía con su nuevo novio, Parker (Alec Baldwin), un tipo que parecía recién salido de una marmita de prozac.

Me desconcertó este onanismo social, tan alejado de la austeridad de sentimientos a la que nos acostumbramos los que nacimos en los albores de la década de los 70 en España. Yo pertenezco a esa generación que, como explicaba recientemente el escritor Antonio Orejudo, fue educada “para ser modestos”. No digo que estuviera mal pero nos inocularon aquello de que “las personas bien educadas rebajan siempre el mérito de lo que son o de lo que hacen”. No tengo claro si eso nos hizo más educados o, por el contrario, más inseguros, pero no hay duda de que condicionó para siempre nuestra relación de desconfianza y pudor hacia la vida. En mi caso se une además ese desconcertante carácter montañés, que transita entre el escepticismo y el cinismo. “Somarda” lo llamamos en el Pirineo.

Con estas piedras gordas y pesadas en la espalda uno se planta de repente en el país de la hiperinflación emocional y se ve en la obligación de quitarse lastre de encima si no quiere pasar por un tipo huraño y miserable. Suele ser más visible este combinado de fuego de campamento, prozac y almíbar social en los partidos de hockey sobre hielo de nuestros hijos, donde los padres canadienses encuentran buen acomodo para desplegar sus maneras de buenismo paternofilial. Frecuentemente contemplo estas actitudes algo exageradas y me parece que no contribuyen precisamente a que los niños detecten la medida real de las cosas que los rodean. Pero quizá, nuevamente, el problema reside en lo que somos nosotros y no en lo que nos muestran los demás. “Viajar no es cambiar de paisaje sino cambiar de mirada” decía Proust. Habrá que hacerle caso.

La mía fue una generación que llegó tarde a casi todo pero aún tuvo tiempo de experimentar los rigores de la pedagogía franquista. Tuvimos verdadera mala suerte; nos perdimos las mejores fiestas mientras cantábamos en misa. Éramos demasiado niños cuando llegaron las libertades democráticas pero lo suficientemente adultos para seguir recibiendo durante algún tiempo las hostias de los curas de turno. Las mías tenían el sello centenario de los Escolapios.  Así es que cuando observo a los canadienses intento buscar la distancia adecuada para comprenderlos, o quizá para que me comprendan. No voy a descubrir ahora el determinismo de la historia ni osaré ejercitar la historia comparada pero es una tentación muy barata cuando uno vive lejos de su casa. Te ayuda a buscar respuestas y, lo que es indudablemente más útil, te quita un buen peso de encima.

A algunos amigos canadienses les he contado que cuando yo era niño lo normal en los colegios religiosos de España era que los profesores te pegaran por cualquier razón. No he encontrado traducción literal para “la letra con sangre entra”. Mejor así.  Después de un respingo sus caras invariablemente proyectaron un mohín de estupefacción, pánico y compasión. Podéis imaginar cualquier gesto de terror y también estará compilado en sus rostros. Difícilmente podrían haber mostrado más horror si hubieran escuchado algunos detalles escabrosos de un pogromo judío o un relato sobre la crueldad del rey Leopoldo en el Congo. Si en ese momento hubiera podido menguar y penetrar en sus ojos hubiera hallado seguramente una distancia sideral, un túnel del tiempo oscuro e infinito que separaba mi universo infantil del de ellos.

Nada es sencillo de explicar en una sociedad tan compleja como la canadiense y por eso no es recomendable ir de sociólogo por la vida. Pero algunos detalles de nuestro pasado pueden reconvertirse en síntomas del presente. El refuerzo positivo es muy común en sociedades en las que se fomenta el individualismo desde la infancia y lo valores de superación y competencia. Se considera que trabajando la autoestima se ayuda a fortalecer la autonomía y la libertad del niño. La educación canadiense pone especial empeño en inculcar determinados valores que pueden ser útiles en el futuro de los alumnos antes de comenzar a memorizar conocimientos. No digo ni que sea mejor ni peor, sólo que es así; desde hace décadas.

Y claro, asociando ideas y fechas caí en la cuenta de que mientras mi generación seguía recibiendo estopa de los curas y aprendía alegres cánticos eucarísticos, mis amigos canadienses y todo el país seguían en 1980 con el corazón encogido el maratón de Terry Fox, aquel adolescente que después de perder una pierna por culpa del cáncer decidió recorrer todo el país a pie para propagar el mensaje de la esperanza y recaudar fondos para la investigación. Fox recayó en su enfermedad y tuvo que dejar su maratón a medio camino. Al poco tiempo murió. Hoy sigue siendo una figura recordada con emoción y orgullo por los canadienses y en las escuelas los niños aprenden cada año su historia de lucha y superación. Es fácil concluir que los modelos que nos impusieron en la infancia modelaron nuestro carácter e hicieron un hueco en el espacio de nuestras inseguridades, ese lúgubre rincón en el que uno extravió hace tiempo la noción sobre lo que está bien y lo que está mal. 

¿Por qué hacéis guerras de tomates?

¿Por qué hacéis guerras de tomates?

En las clases de inglés para “newcomers” ("recién llegados". Bonito eufemismo para maquillar el muy español “putos inmigrantes”), que financia el gobierno canadiense y a las que acudo diariamente, me tocaba realizar una presentación en powerpoint sobre España. Cada día un alumno tiene que pasar el mal trago de balbucear en inglés ante el resto de compañeros unos cuantos tópicos sobre su país de origen, y hacerlo además con gracia y salero. Vamos, que tanto miedo provoca maltratar el idioma como aburrir al personal. Generalmente se trata de hablar de las bondades del país y de ofrecer una imagen lo más idílica y contemplativa posible, como si participáramos en un mercado de destinos turísticos o de garantías democráticas. Creedme, intentar hablar bien de tu país sin resultar panfletario y hacerlo con un vocabulario escaso de recursos es lo más próximo a regresar a los primeros años de escolarización.

Así es que durante la última semana me apliqué como un atribulado colegial en el diseño de un powerpoint con fotos bien seleccionadas y textos que contaran lo básico sobre nuestra historia, monumentos, cultura, sociedad, economía y nuestros tópicos más universales. Me obstiné en no resultar pesado ni prolijo pero creo que pequé de excesivo en mi intento por ofrecer una imagen lo más fiel a la realidad de España. Cuando uno habla de lo suyo generalmente es incapaz de establecer jerarquías y de imponer filtros. ¿Qué es más importante, la Alhambra de Granada o la Catedral de León? ¿La Reconquista o la Guerra Civil? Ante el aprieto, hablo de los dos y asunto resuelto. Cada vez que me enfrentaba a un dilema similar lo resolvía de la misma forma. En todos los casos mi mano tremolaba. Y de esos temblores salió una presentación de casi una hora. Eterna.

He de confesar que resultó impactante y que generó más debate que cualquiera de las que se habían realizado en los días previos. Mis compañeros de clase quedaron encantados con las cosas bonitas que yo les contaba del país pero muchos se mostraron perplejos. Perplejos ante desconocidos episodios de nuestra historia, ante la arquitectura de muchos de nuestros monumentos, la existencia de un archipiélago español en la costa africana, la viva memoria del legado musulmán, la presencia de grandes montañas allá donde sólo se intuían playas o la celebración de unas procesiones que se parecían sospechosamente a los desfiles del Kukus Klan. Al menos les acojonaron como si fueran tales. Podría incluir detalles menores como la sorpresa general que causó el descubrir que Antonio Banderas no era mexicano o que existió un arquitecto que se llamaba Gaudí y que dejó a medio hacer la Sagrada Familia. Alguien me preguntó también si Mallorca todavía pertenecía a España. ¿Sigo? Debería apostillar finalmente que el perplejo fui yo.

Mi clase es como un "tubo de ensayo" de la sociedad canadiense, un ecosistema que te obliga a enfrentarte permanentemente a lo que eres y a lo que te gustaría ser; hay una vietnamita, una indonesia, una irakí, un afgano, una india, tres pakistaníes (suníes y chiitas), dos chinos, una polaca, una búlgara, una chilena, un venezolano, un croata, un filipino, una libanesa y un español. La mayoría dejaron sus países por razones económicas o políticas. Muchos de ellos poseen carreras universitarias y renunciaron a sólidas trayectorias profesionales que, sin embargo, nunca les permitieron abandonar situaciones de miseria y riesgo. Canadá se nutre en buena medida de este tipo de emigrantes con historias muy parecidas.

Con esta diversidad el país te concede la verdadera medida de tu lugar en el mundo. Pone a cada uno en su sitio. Y España, he de decir, pinta poco y se conoce menos. Lo que ocurre es que llegamos aquí con el angosto horizonte de nuestras certezas de origen y observamos a los demás con lentes convexas, sin advertir que ellos hacen lo mismo con nosotros. Yo compruebo también a diario lo poco que sé de otros países y de otras culturas. Así que más o menos estamos en paz.

Estas presentaciones son un interesante experimento sociológico que ofrece un retrato muy certero del ser humano. Aunque se presenta como una oportunidad para practicar nuestro “speaking”, acaba siendo un concurso en el que se dirime quién la tiene más larga y, lo más decisivo, quien la tiene desde hace más años. Lo importante es enseñar cosas que sean muy antiguas o demostrar que fuiste el primero en hacer algo, lo que sea. Así se busca impresionar a la audiencia basándose en la teoría de que sólo lo muy viejo nos hace auténticos y civilizados. Y cuando uno se empeña en este tipo de retos acaba ofreciendo su lado más ridículo e insustancial. Las presentaciones derivan en una sucesión de mercadeos con el verbo de los vendedores de feria para convencer al resto de oyentes de que en nuestro país está la iglesia más grande de Occidente, el botijo de doble caño más antiguo del mundo o los cantos guturales más populares del oeste asiático. Todo sea por destacar en algo.

Pero es comprensible. ¿Quién quiere dedicarse a contar a los demás las miserias de su país? Aunque estuve tentado, finalmente quité una última pantalla que había titulado “Cosas que no me gustan de España”. Quería hablar de los toros, la iglesia católica, los políticos corruptos, la monarquía y alguna cosa más. Así es que yo no puedo reprochar a Abdulah, el afgano, que no hablara en su presentación de los Señores de la Guerra; que Mishia, la irakí, pasara por alto el desastre de la invasión norteamericana; o que Gretta, la libanesa, siguiera refiriéndose a su país como “la Suiza de Oriente”, aunque Beirut sea tan solo una parodia de lo que fue antes de la guerra. Todos nos dedicamos a revolver en nuestros cajones para sacar la bisutería de la abuela.

Lo que no sé determinar es si obramos así porque en realidad tenemos una capacidad muy limitada para hablar de nuestros respectivos países o porque intentamos edulcorar el sabor a fracaso que en mayor o menor dosis llevamos encima todos los emigrantes. Probablemente la mejor manera de demediar ese marbete es practicando un ejercicio práctico de orgullo patrio y aplicando la amnesia selectiva. Algo así como hacer notar continuamente que estamos aquí porque queremos. Pero en Canadá he aprendido que casi nadie emigra impulsado por un espíritu aventurero, que sería como atribuir una naturaleza hedonista a una decisión que generalmente implica grandes sacrificios y traumas.

Cuando uno va a hablar en público tiene que tener bien presente tres cosas: a quién se dirige, qué quiere contar y qué errores no puede cometer de ninguna de las maneras. Yo me armé con unos cuantos guiños para complacer a todos los sectores de mi audiencia. Viejo truco para manipular voluntades y arrancar complicidades. Expliqué, porque así lo creo, que la presencia árabe en España ha sido una de las etapas más lúcidas de nuestra historia. Las compañeras musulmanas asentían con la cabeza mientras les hablaba de la Alhambra, de la Mezquita de Córdoba y del legado andalusí. Pero se pusieron guerreras cuando Jeg, un chino de Sanghai, se interesó por el sentido y estética de las procesiones de Semana Santa y por la pintoresca tendencia de los católicos a la penitencia física. En Mishte y Humiara, ambas pakistaníes, creció de repente la estatura moral para recordar que el islam no permitía esta clase de redentoras exhibiciones públicas. Punto para ellas. Greg, un filipino de Manila, mantuvo al resto en un pesado silencio mientras contaba la experiencia de los penitentes que se flagelaban y se crucificaban cada Semana Santa en su país. Me acordé en ese momento de la cruzada católica contra el relativismo. ¿Qué hay más relativista que aceptar este tipo de rituales?

También intenté crear asociaciones entre España y Canadá para hacerle la pelota a Bob, mi profesor, un divertido quebecois vegetariano, amante de la música cubana y cínico insobornable. Pero fracasé en el intento. Bob desconocía que Frank Ghery, el arquitecto del museo Guggenheim de Bilbao, era canadiense; y tampoco había oído hablar de la Allen Lambert Gallery, la espectacular galería comercial de Toronto diseñada por Santiago Calatrava. Debo decir que en ese momento mi estado de ánimo se precipitó por los suelos. Los canadienses tienen un curioso problema sobre el que se ha hecho mucha literatura pseudocientífica: piensan que muchos compatriotas que triunfan por el mundo son en realidad estadounidenses. No sé si es desidia o baja autoestima, pero ocurre.

Bob no se quedó quieto. Contraatacó con algunas preguntas muy propias de quien observa tu país como un exótico destino perdido en algún remoto lugar del planeta en el que hace mucho calor y la gente tiene la extraña costumbre de jugarse la vida delante de los toros. ¿Por qué España y Portugal no son el mismo país?, me inquirió. Mi reacción fue rápida e inusualmente original para lo que acostumbro: “Es lo mismo que me pregunto cada vez que veo en el mapa que Alaska no es canadiense”. Bob, que tiene la sonrisa desproporcionadamente grande, aceptó el golpe. Ante la segunda invectiva ya no puede hacer nada: “¿Por qué los españoles hacéis guerras de tomates? Pensé entonces que quizá hubiera sido mejor hablar de la divertida corrupción española, algo de lo que todo el mundo entiende y no necesita explicaciones.