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Juan Gavasa

CRÓNICAS DEL CANADÁ

Influencia de los hispanos está creciendo en Canadá, según expertos

Influencia de los hispanos está creciendo en Canadá, según expertos

La influencia de los hispanos está aumentando en Canadá, donde no solo está creciendo el número de personas de origen latinoamericano que vive en el país sino también su perfil profesional, según indicó hoy un grupo de expertos en Toronto.

Para 2015 se prevé que el número de personas de origen latinoamericano en Canadá se situé en unos 740.000 personas, según datos presentados hoy en la conferencia "Hispanovation: La creciente influencia hispánica en Canadá" que forma parte del Social Media Week de Toronto.

Pina Russo, directora de Mercadotecnia Intercultural de Mercatto Media, y una de las organizadoras de la conferencia, dijo a Efe que los hispanos que están llegando en estos momentos a Canadá son "profesionales extremadamente calificado".

"A medida que Canadá ha hecho más estricta su política migratoria, está llegando gente de más calidad. El perfil del latinoamericano es que no sólo tiene el poder adquisitivo sino que tiene las credenciales académicas y profesionales. Son la gente que va a marcar la diferencia ", añadió Russo.

Según Fernando Blasco, otro de los organizadores del evento, director de Desarrollo Empresarial de la empresa Drake dedicada a la captación de profesionales, "la cantidad de talento hispánico en Canadá está aumentando año tras año". Las cifras que maneja Drake es que un tercio de los hispanos que llegaron a Canadá entre 2007 y 2012 cuentan con educación de postgrado, un 44 % son menores de 35 años de edad y un 33 % quiere ser empresario.

Esa ambición se traduce en que sólo en la región de Toronto haya ya 500 empresas propietarias de latinoamericanos y con un alto nivel de éxito, según Blasco. "En general, el nivel de los empresarios latinoamericanos en Canadá es muy alto. Han aprendido la cultura canadiense, porque de media trabajan aplican su experiencia empresarial que han tenido en su país de origen", declaró a Efe.

"Yo diría que la tasa de éxito de los empresarios latinoamericanos que antes han trabajado en Canadá es de entre un 70 % y un 80 %. Pero aquellos empresarios que vienen directamente de Latinoamérica y se meten en el mercado canadiense, ese es mucho más difícil", añadió. Blasco también dijo que los españoles tienen "muchísimas" oportunidades de trabajo en el mercado canadiense.

 "Trabajamos con muchas empresas multinacionales, sobre todo de construcción porque muy pocos en Canadá saben que mucha de la infraestructura que se está creando en el país lo están haciendo grandes constructoras españolas", aseguró. "Hay muchísimos trabajadores españoles que han venido con las empresas españolas, o que han venido de rebote. Los sectores más activos ahora son gentes en oficios para sectores como el de gas y petróleo en el oeste de Canadá", añadió.

Por su parte, el periodista español Juan Gavasa explicó que en centros urbanos como Toronto los medios de comunicación digitales del futuro para la creciente población hispana serán bilingües. "Cualquier medio digital se tiene que dirigir a la generación de hispanos que han llegado en los últimos seis o siete años, gente que ha crecido en una cultura digital, bilingüe, con un alto nivel educativo y buenos trabajos", explicó.

"Este tipo de gente consume medios bilingües de forma indistinta. Hay que buscar el hecho diferencial en medios de comunicación que busquen ese perfil de persona que consume medios digitales y que se expresa tanto en español como en inglés", terminó señalando. (Agencia EFE)

En memoria de Jules Paivio, el último brigadista canadiense

Jules Paivio, arquitecto, profesor y último veterano del batallón canadiense Mackenzie-Papineau, de las Brigadas Internacionales, murió el pasado 4 de septiembre a los 97 años.

Creció al norte de Ontario, en el seno de una familia de padres finlandeses emigrados a Canadá que creían en la justicia, la libertad y una sociedad justa para todos. A sus 19 años Jules Paivio –como el doctor Norman Bethune, como otros  más de 1.500 canadienses– marchó a España para unirse a la lucha contra el fascismo junto a los Mac-Paps y el pueblo español.

Llegó pronto a España, a finales de 1936, lo que le permitió participar en las batallas del Jarama y Brunete. Luego trabajó como topógrafo en la base de Albacete hasta que, en marzo de 1938, se unió de nuevo al batallón Mackenzie-Papineau. Fue el mes de las “retiradas”, es decir, de la ofensiva franquista de Aragón. Jules era el jefe de una sección de la 1ª compañía. El 1 de abril Paivio fue hecho prisionero por los Flechas Azules italianos. Ese día fueron capturados 15 canadienses más y el día anterior 100 británicos, entre ellos Frank Ryan y Bob Doyle. A punto estuvo Jules de perder la vida, pero el día anterior se había desprendido de la chaqueta con las enseñas de oficial y, posteriormente, los italianos pensaron en convertir a los prisioneros en moneda de cambio para sus propios prisioneros.

Jules fue encerrado el 7 de Abril en el campo de concentración de San Pedro de Cardeña, junto con otros 1.000 internacionales y varios miles más de prisioneros vascos, cántabros y asturianos. Allí padecieron las sevicias propias del aparato de terror nazi-fascista, con frecuentes visitas de la Gestapo. Bajo la influencia de ésta, el psiquiatra Vallejo-Nájera aprovechó la presencia de ese material humano para hacer estudios sobre el “gen rojo”; quería demostrar que el fanatismo marxista era una perversión de la naturaleza, más propio de los seres con inferioridad mental o tendencia a la psicopatía antisocial.

Paivio pudo superar la prueba y en enero de 1939 volvió a su país.  Fue un triste regreso. Como “premio” por haberse anticipado a la lucha contra el fascismo el Gobierno encargó a  la Policía Montada que vigilara a los voluntarios en España, cosa que hizo hasta hace muy pocos años. Todavía no se ha reconocido oficialmente su papel en Canadá. El Museo Nacional de Canadá no los menciona. Tan solo el esfuerzo de los veteranos, de sus amigos, y de alguna que otra autoridad -como la del Gobernador General Adrienne Clarkson- permitió levantar algunos monumentos a estos héroes como los existentes en Ottawa, Montreal, Victoria y en otros lugares.

75 años después Jules Paivio, con  94 años,  solicitó la nacionalidad española, esa que Don Juan Negrín les había prometido en octubre de 1938 para cuando terminara la guerra…  ”He estado esperando para disfrutarlo”, dijo. “España es ahora un país al que realmente quiero pertenecer”. El 25 de enero de 2012  el Cónsul  General de España en Toronto le entregó el pasaporte. Jules expresó su gratitud  y su orgullo por la concesión de la nacionalidad: “Luché junto con el pueblo español contra Hitler, Mussolini y Franco”… Una lucha de la que no sólo él estaba orgulloso. Su padre, el poeta fino-canadiense Aku Paivio escribió un largo poema, To my son in Spain, en el que le alienta a destruir el fascismo, “ese envilecedor del pueblo”.

He aquí algunos de sus versos:

El tiempo pasa, y en la espera

llegan noticias

de que superas obstáculos, pero

has llegado a tu destino - España.

Más noticias.

Tallos de la muerte, pero  has sobrevivido.

Oigo que

con tus bravos compañeros

estás con honor haciendo lo que se debe hacer.

 

Artículo publicado en periodismohumano.com

 

Canadá, instrucciones de uso

Canadá, instrucciones de uso

Canadá es posiblemente uno de los experimentos sociales más fascinantes del planeta. El país se ha ido construyendo a lo largo de los últimos 150 años sobre la idea básica de la multiculturalidad; un factor que le da carácter en la misma medida que le expone a riesgos que en cualquier otro país hubieran originado graves conflictos sociales. Aquí no ha ocurrido, pero esas tensiones están presentes, como suspendidas en la atmósfera; confundiéndose a veces con el paisanaje para pasar inadvertidas.

En la naturaleza de Canadá está la diversidad. Por lo tanto no se puede desprender de ella porque afectaría directamente a su sentido como entidad política, a su trascendencia en el tablero geopolítico, a su razón de ser en definitiva. Canadá dejaría de ser el admirado país que generoso abre cada año sus fronteras para acoger a miles de refugiados, ciudadanos del mundo que huyen de sus países en guerra para salvar sus vidas. Canadá sería un país preso de la melancolía, sin pasado glorioso ni sentido colectivo.

Su construcción se forjó en la épica de la emigración, en las historias dramáticas de millones de personas que en diferentes oleadas durante el último siglo llegaron primero en busca de trabajo y después a encontrar seguridad y paz. No es sencillo construir una sociedad homogénea con esos mimbres y, efectivamente, la canadiense no lo es.

Neil  Bissoondath escribió en 1994 un libro titulado “Selling Illusions: The Cult of Multiculturaism in Canadá” en el que condenaba el multiculturalismo como impulsor de una sociedad distribuida en guetos étnicos. Cuando este autor publicó su polémico libro habían pasado casi 25 años desde la solemne promulgación del multiculturalismo como el eje fundamental de la política y de la sociedad canadienses, un proyecto que aspiraba a integrar plenamente a las nuevas etnias.

Casi veinte años después probablemente haya que reconocer que Bissoondath no iba desencaminado y que la sociedad canadiense se ha fragmentado tal y como auguraba en su libro, incapaz de confeccionar un tejido social homogéneo e igualitario. La diversidad es real pero la sociedad no es multicultural sino un conjunto de colectivos étnicos que han construido compartimentos estancos.

Muchas veces se habla en Canadá de unitarismo como una aspiración que no debe confundirse con la uniformidad. Creo que Canadá está lejos de ambos conceptos pero es cierto que este proyecto de sociedad se enfrenta a diario con retos que se antojan hercúleos. Aunque en muchos aspectos la idea idílica de Canadá como sociedad de acogida habría que matizarla, es verdad que en el juego de las comparaciones sigue saliendo bien parada.

El primer ministro Stephen Harper es un político conservador de perfil bajo y con pocas simpatías entre sus ciudadanos. Podría competir con cualquier estadista europeo en la carrera por desmontar con mayor empeño el estado de bienestar, pero sin embargo mantiene una sensibilidad casi orgánica en el asunto de las políticas de emigración pese a que su gobierno ha endurecido las condiciones de entrada al país. Su discurso haría sonrojar a los políticos conservadores europeos, siempre dispuestos a culpar a los emigrantes de todos los males de sus respectivos países.

Por eso Canadá es un proyecto social diferente, porque incluso en los críticos y convulsos tiempos que vivimos, cuando las convicciones se escapan por el aliviadero, sigue manteniendo posiciones que le hacen digno de admiración. Por eso ha sido un escándalo formidable en Canadá las desafortunadas declaraciones de la Primera Ministra de Quebec, la independentista Pauline Marois, en las que afirmaba que las políticas a favor del multiculturalismo en Inglaterra “han llevado a sus ciudadanos a golpearse entre ellos y a poner bombas porque la sociedad no tiene un sentido de identidad claro”. Podrá haber problemas de convivencia pero en el final de cualquier debate un canadiense siempre reconocerá que la diversidad es la principal seña de identidad de su país.  Y esto es algo que un ciudadano de la vieja Europa sigue observando entre perplejo y fascinado.

Ayer comencé nuevamente mis clases de inglés y conocí a mis nuevos compañeros: tres de ellos son egipcios que llegaron a Canadá hace tres meses desde El Cairo, hay un sirio que huyó de su país hace dos meses gracias a un pasaporte sellado en Polonia, dos iraquíes que vivieron un tiempo en Alemania, dos afganas que lograron escapar de Kabul y tres pakistaníes que hicieron bromas con la seguridad de su país nada más comenzar la clase. Para ellos fue la mejor manera de romper el hielo y explicar por qué “Canada is very good and very paceful”.  Mi primera clase de inglés del curso fue en realidad una lección de humildad.

¿#Marca España?

¿#Marca España?

La mayoría de mis amigos canadienses no conoce nada de España salvo Barcelona, Madrid, Mallorca, los encierros de San Fermín y la tomatina de Bunyol. Son incapaces de establecer una línea precisa entre la historia individual de los países que componen la Unión Europea y los problemas económicos que afectan a sus miembros del sur. Existe una idea homogénea de Europa como entidad económica e histórica que no admite segmentaciones. Algo parecido a lo que nos ocurre a los españoles cuando pensamos en Sudamérica o en los países de Oriente Medio.

Cuando hablo con ellos debo hacer grandes esfuerzos de trazo fino para filtrar las noticias que ellos consumen a diario sobre Europa, para explicarles que la unidad económica no ha fagocitado la diversidad cultural y que lo que ocurre en Grecia no tiene un reflejo inmediato en España o que los problemas de Portugal exigen un diagnóstico diferente a los que sufre Italia o Irlanda. En Canadá generalmente lo español se confunde con lo latino y lo latino con lo italiano. Nuestra entidad en el exterior es tan débil y difusa que se pierde entre abstractas nociones de geografía y confusas lecciones de historia. Pero no deberíamos de ofendernos; nosotros no andamos mejor en política exterior.

La mayoría de mis amigos son licenciados con buenas posiciones profesionales, gentes viajadas y con nivel cultural que manifiestan, sin embargo, un desconocimiento bastante notorio sobre España y la realidad europea. Esta ignorancia es mutua, tan relevante como la que nosotros tenemos sobre Canadá o Norteamérica más allá de los tópicos de consumo habitual. Mis amigos, sin embargo, andan alarmados con la situación económica de España y la observan como un exotismo caracterizador de los países latinos. Hay días en los que vienen con una interpretación espontánea del último dato de desempleo leído en el National Post o de los escándalos de corrupción, aunque estos últimos ya se han integrado plenamente también en su paisaje político.

Mis amigos apenas balbucen algunos nombres en español pero sorprendentemente han aprendido a pronunciar un nombre fonéticamente endiablado para un anglosajón: Eufemiano Fuentes. Todos ellos practican deporte y hace tiempo que me restriegan la laxitud española con el dopaje; han naturalizado la rutina de situar bajo sospecha cualquier triunfo deportivo aunque a veces es la misma posición de perplejidad que nosotros mismos adoptamos con el otro, con el que nos gana con frecuencia.

Al contemplar estos días las reacciones en España tras la eliminación de Madrid en la primera ronda de la elección para los JJOO de 2020 he pensado mucho en mis amigos. Los que vivimos fuera de nuestro país tendemos en ocasiones a situarnos en una posición de superioridad moral, como si la distancia nos concediera una clarividencia que no poseen los demás. Es, sin duda, un error pero muchas veces me sorprendo a mí mismo escribiendo con una inconsistente soberbia de origen tan poco fiable como insolvente.

Pero es verdad que la distancia modula el ruido y, como en la anécdota sobre el fotógrafo de guerra que recordaba Enric González, en ocasiones no nos queda otra que alejarnos de la morgue para poder soportar el olor de los muertos, aunque expliquemos que lo que realmente buscamos es una mejor perspectiva para hacer la foto. En la distancia España no se entiende mejor pero se observan con mayor nitidez los desvaríos y las exageraciones; se tiene otra medida de las cosas.

 He seguido el guirigay montado con la intervención en inglés de Ana Botella, un asunto gestionado en las redes sociales con la familiar sonoridad de la barra de bar. No me parece que fuera lo peor de la presentación madrileña, aunque sí que reunía los atributos indispensables para el escarnio público. La alcaldesa de Madrid hizo un esfuerzo por comunicarse en inglés y es un gesto que hay que saber reconocer; por mi experiencia sé que hay miembros del CIO que tienen los mismos problemas para expresarse que ella, lo importante es intentar comunicarse y hacerse entender. En esta clase de foros internacionales se atiende más a los gestos que a la sustancia de las cosas, por eso la torpe sobreactuación de la alcaldesa no pasó de un asunto de consumo interno. Fue peor el soporífero discurso de Rajoy en español que la incontinencia onanista de Botella.

El cachondeo en España me pareció algo muy español, muy nuestro; un país que se descojona del nivel de inglés de los demás cuando apenas una minoría puede presumir de dominar bien este idioma. No recordaré ahora la anécdota de Unamuno y Shakespeare pero cada cierto tiempo hay que recuperarla para constatar que seguimos donde solíamos.

Otra cosa es la profunda incompetencia de nuestra élite política, asunto ya de una gravedad insoportable. Ana Botella pertenece a un partido político y a una élite económica extractiva empeñada en desmontar el sistema de educación pública con la tramposa coartada de la excelencia. Sin embargo ellos están muy lejos de cumplir con los niveles de exigencia académica que imponen al resto de la ciudadanía para acceder al sistema de becas. En la presentación de Madrid 2020 quedó retratada esa incongruencia entre el modelo de país que pretenden construir y el mediocre nivel de preparación que muestran, muy lejos de esa excelencia de la que tanto hablan.

Emboscada en una exposición bilingüe e interactiva de 45 minutos, la España vieja y patosa de nuestros representantes políticos sucumbió ante la moderna, vigorosa y cosmopolita de nuestros mejores deportistas. Ellos fueron los únicos que estuvieron a la altura de su prestigio internacional, de la admiración que provocan en todo el mundo. Se entiende pues el empeño de los políticos en hablar de España como una marca, en el convencimiento de que aprovechando el resplandor de sus éxitos acabaremos por tapar todas nuestras vergüenzas.

Pero cuando a un país se le pretende manejar como una marca se corre el riesgo de cosificarlo y, por lo tanto, de desactivar su capital humano, que es lo único que realmente nos distingue. No existe tal Marca España sino una serie de hombres y mujeres que en el campo del deporte y la cultura han trascendido en el tiempo y han generado un estímulo cuya inercia se quiere aprovechar colectivamente. Dalí, Picasso, Calatrava, Goya, Gaudí, Rafa Nadal, Miró, Tapiés o Pau Gasol no forjaron su obra pensando en una empresa común superior; fueron y son talentos individuales que causan admiración por encima de su origen, algo que siempre es un accidente.  

El otro

El otro

Al principio te dedicas a buscar sombras, sombras de tu propio pasado que te aporten las certezas extraviadas en el nuevo país. Buscas en realidad un lugar en el que reconocerte o un simple síntoma de que tu existencia es real. Lo agarras en una etiqueta escrita en español en el supermercado, en una conversación entre argentinos cazada al vuelo en la cola del Go-Train o en el niño que lleva la camiseta del Barça. Cualquier cosa vale.

Con el paso de los meses aquellos pequeños detalles devienen paisanaje y pierden la capacidad de sorpresa, se vuelven fruslerías porque ya no interesa tanto estar como ser. En el momento exacto en el que uno es consciente de que empieza a mimetizarse en la nueva sociedad es cuando asimila el hecho de la emigración, nunca antes. El día en que asista perplejo a su propia transformación estará indicado por un suceso revelador, de esos que inauguran un nuevo tiempo: se habrá quitado los ropajes de la ignorancia porque, como escribía Xoan Tallón, “los prejuicios son los mayores proveedores de ignorancia”. Y comenzará a entender todo.

Verá a partir de entonces derrumbarse ante sus narices el edificio en el que había habitado caliente y confiado en el pasado; con sus miedos y sus creencias, con sus certezas y con sus dudas, con sus lugares comunes y sus fobias, con sus mierdas y sus seguridades incluidas. El que emigra tiene que estar dispuesto a quedarse en calzoncillos en el camino, como si fuera asaltado por una banda de cuatreros en mitad del bosque sin más salida que la plomiza y vergonzosa rendición.

Pero esta desnudez no nos volverá pudorosos y ridículos. Bien al contrario nos proporcionará cierto placer y calidez, un regocijo casi lascivo y prohibido que se emparenta con el hallazgo de nuestra propia reinvención, un asunto que merece todos los honores. Nunca se acaba de entender el país de acogida y sus costumbres pero tampoco existe la obligación, que demandaría una renuncia en toda regla. Basta con aceptar la convivencia con “el otro” como un trabajo que sólo exige civismo, incompatible con el miedo. Se sabe que el miedo al otro es el combustible que atiza todos los nacionalismos, a veces incluso en Canadá.

El logotipo español de los Blue Jays

El logotipo español de los Blue Jays

El logotipo de los Blue Jays de Toronto, el único equipo canadiense en las Grandes Ligas Norteamericanas de beisbol, fue diseñado por el español Paco Belsué, un aragonés de Jaca que murió en octubre de 2011 en la capital de Ontario. Éste es un dato desconocido en Canadá, perdido en la memoria de los viejos emigrantes españoles y rescatado hace una década por el periodista Ramón J. Campo en Heraldo de Aragón. Cada vez que le cuento a un torontiano que el logo de los Blue Jays lo hizo uno de mi pueblo recibo toneladas de incredulidad que a veces tienen el aspecto propio del cinismo; hacen que me creen pero realmente me compadecen. Pero es verdad; la imagen del pájaro mas entrañable de Canadá fue creada por un aragonés simpático, orondo y cachazudo que emigró a Toronto en 1968  en busca de nuevos horizontes profesionales.

Su amigo Juan Tudela había recibido una carta en la que pedían dibujantes españoles, cotizadísimos entonces en todas las agencias publicitarias, para trabajar en una película de dibujos animados. Ellos eran unos privilegiados en aquella España plomiza y sucia que se desperezaba con el desarrollismo industrial y los primeros turistas. Belsué, que diseñaba en una agencia zaragozana e imaginaba otros mundos sin dictadores, decidió atender aquella llamada de la prosperidad y establecerse en un remoto país que no era habitual receptor de la emigración española.

Comenzó a trabajar en la agencia Savage Sloan Ltd, que tiempo después recibiría el encargo de diseñar el logotipo del recién creado equipo de beisbol profesional de los Blue Jays de Toronto. El ambicioso proyecto fue a parar a la mesa de trabajo de Paco. Tenía que jugar con la imagen del blue jays, un popular pájaro azul, blanco y gris que abunda en toda la zona noreste de Norteamérica. Tras descartar unos cuantos bocetos dio con el definitivo; una combinación previsible pero eficaz del pájaro de marras, una pelota de beisbol y la hoja de arce, cómodo recurso para el toque patriótico. Así de sus manos y de su imaginación surgió el diseño del que con el tiempo se convertiría en uno de los logotipos más famosos y rentables de Canadá. El trabajo fue firmado por la agencia y la creatividad de Paco Belsué permaneció en el anonimato. Tan solo en la primera semana su creación generó diez millones de dólares de beneficio, aunque él sólo cobró su cheque semanal en la empresa, nada de royalties ni derechos de autor. Fue el artista anónimo para el logotipo más popular. En el libro “This side of Spain”, editado en los años 80, se relataba la actividad de la colonia española en el país y el autor se refería a Belsué asegurando que “su contribución a Ontario y Canadá ocupará un lugar en la historia del país”.

Hay que vivir en Toronto para entender la dimensión que tienen los Blue Jays y, sobre todo, para comprobar la inmensa popularidad de su logotipo, probablemente a la altura del de los Maple Leafs de hockey sobre hielo. Cuando con la primavera comienza la temporada de beisbol la imagen creada por Paco Belsué se incrusta en toda la ciudad y en todos los objetos de consumo cotidiano. Los Blue Jays es el único equipo no estadounidense que ha ganado las Series Mundiales, lo hizo en dos ocasiones consecutivas en 1993 y 1994, hito que aparece en los libros de historia del país con letras de forja. El Rogers Center, el formidable estadio en el que juega, constituye junto a la CN Tower los dos iconos más emblemáticos del skyline de Toronto.  

Desde que Paco diseñó aquel primer logo los Blue Jays lo han modificado en numerosas ocasiones para adaptarlo a las tendencias de diseño de cada época y hacer caja con el merchandising. Pero los aficionados reivindicaban el original y seguían comprando las camisetas y las gorras con su estampa, así que el club decidió hace dos temporadas recuperarlo como emblema de marca del equipo, el único que ahora lo identifica.

El diseñador aragonés realizó otros trabajos para firmas tan relevantes como American Express o Benson & Hedges pero nunca pasó de ser un talentoso, discreto y eficiente diseñador gráfico que hizo ganar millones de dólares a su agencia y a sus clientes. En el camino dejo de ser Paco y se convirtió en Frank aunque sus correos electrónicos siempre los firmaba con un “Paco de Jaca”. Sospecho que la vida no le trató demasiado bien, su carrera profesional pese a todo no fue ni exitosa ni deslumbrante. Se prodigó en agencias y en trabajos poco edificantes y su creatividad se fue consumiendo lánguidamente, a la velocidad desquiciante y cruel de la decadencia. Lo conocí hace diez años en la etapa postrera de su vida, cuando ya jubilado residía en un adosado de dos plantas en el populoso barrio de “Greekville”, al sur de Toronto. La entrada estaba presidida por un gran cuadro suyo de la peña Oroel, la montaña de Jaca, y otros bocetos de pintorescos rincones de su memoria infantil. Hay modestias que duelen y otras dignifican; la que vestía su casa era de las últimas.

Hablamos mucho entonces de nuestro pueblo, del que él había conocido y abandonado medio siglo antes y del que yo pregonaba ahora como un heraldo de buenas nuevas. Las suyas eran memorias vibrantes y fértiles de una vida que se precipitaba al desenlace final después de despojarse de toda la fruslería; parecían haber estado atoradas durante siglos. Escribí un artículo sobre nuestro encuentro para una revista española y nunca más nos volvimos a ver. Él me enviaba de vez en cuando, cada vez más espaciados, correos con ocurrencias, diseños o enlaces a páginas en las que se documentaba alguna conjura mundial en la que siempre estaban implicados los judíos. Creo que lo que le dio vida en sus últimos años fue la constatación de que había que estar alerta ante todas las conspiraciones que se construían a nuestro alrededor para dominar el mundo.

Pocas semanas después de instalarme en Toronto, en octubre de 2011, uno de sus sobrinos me escribió para decirme que Paco acababa de morir. Quiero pensar que el destino obró de esa manera nada caprichosa, con determinismo; se iba ahora que ya había llegado a Toronto otro jacetano para sustituirlo.

¿Es Canadá un país corrupto?

¿Es Canadá un país corrupto?

¿Es Canadá un país corrupto? Probablemente lo sea menos de lo que sospechan sus ciudadanos pero algo más de lo que se cree en el exterior. La idílica imagen que tradicionalmente ha proyectado el país, epítome de buenas conductas democráticas y robusta conciencia cívica, se está tambaleando en los últimos meses al calor de una secuencia de escándalos de corrupción poco edificante y bastante chusca. Sus protagonistas son algunos de los políticos más relevantes del país y el efecto corrosivo ha alcanzado directa o indirectamente a sus instituciones más representativas.

Hace escasos días fue detenido en su domicilio particular el alcalde de Montreal –la segunda ciudad más importante de Canadá-, Michael Applebaum, acusado de vínculos con la poderosa mafia que controla el negocio de la construcción en Montreal, encabezada por la familia Rizzuto. Pero es que Applebaum había sustituido el pasado mes de noviembre al anterior alcalde, Gérald Tremblay, acusado también de recibir sobornos de grandes empresas de la construcción para su grupo político. El relato de los hechos resulta muy familiar para alguien que viene de España.

Desde hace algunos meses la conocida como Comisión Charbonneau está investigando con luz y taquígrafos las estrechas relaciones de la mafia y las empresas de la construcción de Quebec con los principales partidos políticos de la provincia. Sus explosivas sesiones e interrogatorios, que se realizan a puerta abierta, están sacando a la luz todo el complejo entramado de corrupción que anida en la “Belle Province” desde hace algunos años y que no es más que otro capítulo del viejo manual universal de prácticas sobre sobornos y financiación ilegal.

La exigua victoria del Partido Quebecois (PQ) en las elecciones legislativas de Quebec del pasado mes de septiembre, que dio pie a todo tipo de interpretaciones en clave nacionalista, se debió en buena medida al insoportable olor que procedía de las filas del Partido Liberal, en el poder en los últimos nueve años y zarandeado por escándalos de corrupción en la contratación de obras públicas. Las revelaciones de la Comisión Charbonneau se dirigieron posteriormente a la ciudad de Laval, uno de los principales suburbios de Montreal. Su exalcalde, Gilles Vaillancourt y otras 37 personas fueron detenidas en mayo acusadas de conspiración, fraude, tráfico de influencias y “gangsterismo”. Los canadienses han abierto la tapa y han descubierto el grado de podredumbre de las alcantarillas del poder.

La histórica rivalidad entre Ontario y Quebec ha encontrado un punto de consuelo en la reprobable conducta de sus políticos, por primera vez simétrica y sincrónica. Si el ayuntamiento de Montreal anda de bote en bote el de Toronto –la ciudad más importante de Canadá- está a punto de arder con la figura de su orondo alcalde, Rob Ford, inmolándose frente al City Hall del arquitecto finlandés Viljo Revell. Ford, que llegó inesperadamente a la alcaldía torontiana en 2010 como independiente, vive instalado en una controversia permanente; cuando no por sus conflictos de intereses por su azarosa vida privada. Recientemente se divulgó una fotografía en la que se le podía ver fumando crack junto a dos supuestos traficantes en Etobicoke, uno de los principales barrios de Toronto.

La imagen pertenecía supuestamente a un vídeo que los narcotraficantes ofrecieron a The Toronto Star (el periódico de mayor tirada de Canadá), y a  la web norteamericana Gawker a cambio de 200.000 dólares. Los dos medios abrieron una suscripción popular para recaudar esa cantidad pero cuando lo lograron no pudieron volver a establecer relación con los dueños de la cinta, que habían desaparecido del mapa. El asunto ha dado pie a un incesante caudal de rumores, sospechas y cruces de informaciones que vinculan a Ford con supuestas adicciones y turbios tejemanejes. También ha generado un vigoroso debate sobre la ética periodística, un asunto que en este país suele irrumpir cada vez que se ponen en duda las garantías de cualquier ciudadano, aunque éste sea el alcalde de Toronto.

Mientras tanto, Ford ha negado insistentemente la mayor, ha rechazado las acusaciones y ha desmentido la naturaleza de esa instantánea en la que aparece un tipo que, en cualquier caso, se parece mucho a él. En su numantina defensa del sillón municipal ha arrastrado a seis de sus más estrechos colaboradores, que por razones nunca bien explicadas han abandonado sus cargos o han sido sustituidos en mitad de todo el escándalo. Rob Ford tiene las maneras de un chisgarabís y las artes de un político populista que alcanzó el poder porque decía lo que la gente quería oír. Es decir; nada nuevo bajo el sol. Pero desde que llegó al poder ha tenido que desmentir permanentemente sus problemas de adicciones, aunque en 1999 fuera detenido por conducir borracho y en posesión de marihuana y tiempo después por enfrentarse borracho a una pareja en un partido de hockey.

Pero si elevamos el vuelo sobre el gran mapa canadiense los escándalos se reproducen a escala nacional, aunque el caso más grave es el que se resuelve estos días en el Senado, una de las dos cámaras del país. Los senadores Pamela Willin y Patrick Brazeau tuvieron que renunciar a su honorable cargo tras ser acusados de recibir miles de dólares de forma irregular. El mecanismo utilizado fue también un prodigio de originalidad: cobraban las dietas de desplazamiento por asistir a las sesiones del Senado en Ottawa pese a tener residencia en la capital canadiense. El mismo escándalo afectó al senador conservador Mike Duffy, que renunció a su cargo en el Partido pero no a su asiento de Senador.

La avaricia de los políticos pareció quedar resuelta después de que un comité independiente dictaminara que tenían que reembolsar el dinero, cerca de 90.000 dólares canadienses en el caso de Duffy. Pero si las cosas pueden empeorar no hay duda de que lo harán y pocos días después se conoció que ese dinero no lo había pagado el senador de su bolsillo sino Nigel Wright, jefe del gabinete del Primer Ministro, Stephen Harper. Wright tuvo que dimitir acosado por las evidencias que demostraban además que estaba pactando un acuerdo en la trastienda para que la investigación abierta en el Senado no fuera agresiva con Duffy.  

El informe sobre Índice de percepción de la corrupción de 2012, Canadá ocupa el noveno puesto en la lista de países menos corruptos del mundo y el primero si se limitan los datos a América. http://www.transparency.org/cpi2012/results Según Transparencia Internacional, el organismo que cada año evalúa los índices de corrupción de cerca de 200 países, los que consiguen las mejores calificaciones cuentan con “sólidos sistemas de acceso a la información y normas que regulan las conductas de quienes ocupan cargos públicos”. En esta lista Dinamarca ocupa el primer lugar con 90 puntos (100 es la pureza máxima), 6 más que Canadá. Para encontrar a España hay que descender hasta el puesto 30 con 65 puntos, al nivel de Estonia, Bostwana o Buthan.

Según el último Índice para una Vida Mejor, http://www.oecdbetterlifeindex.org/es/countries/canada-es/ que cada año elabora la OECD/OCDE (Organisation for Economic Co-operation and Development), Canadá es uno de los 4 mejores países del mundo para vivir, de acuerdo a una tabla en la que se valoran conceptos diversos como la vivienda, los ingresos,  el empleo, el compromiso cívico, la salud o la seguridad.

Pero la estadística generalmente camina por un lado y las percepciones del ciudadano por otro. Los canadienses observan la corrupción desde el mismo ángulo que lo hacen los ciudadanos de las democracias consolidadas; saben que existe y que pertenece a la naturaleza de la política, por lo que no pierden demasiadas energías en sofocarse. Pero a diferencia de otros países, Canadá tiene unos órganos de control y fiscalización independientes y eficaces que suelen garantizar la independencia de los tres poderes y la persecución de la corrupción política. 

Canadá, el país que no se ve

Canadá, el país que no se ve

Ann es una joven cristiana copta que recién casada huyó de Egipto tras la llegada al poder de los Hermanos Musulmanes. Recaló en Canadá, como miles de integrantes de esta minoría religiosa que se ha convertido en objetivo de la violencia islamista y salafista desde la caída de Mubarak. Ella nunca participó en las manifestaciones de la plaza Tahrir, me reconoce, pero las comprendía; ”el país no avanzaba, estábamos encerrados, aislados en el pasado, sin futuro”. Pero sospecha que el nuevo Egipto que dejó puede emparentarse con el infierno si no se produce otra revolución que de verdad traiga la democracia a su país. Lo ve improbable y teme por los suyos; otros ya han sido asesinados. Ann nunca relaja una sonrisa con cierta aspiración de erotismo blando, incluso cuando me afea mi ateísmo, pedregosa trocha que recorremos con frecuencia para practicar el inglés. Ella se pone trascendente, yo intento ser mundano. No le gusta Canadá pero no puede vivir en Egipto. Nunca escuchó en directo a ningún grupo de rock occidental; no sabe decirme ningún nombre aunque su desgaire la sitúa a una distancia sideral del mundo de mis preocupaciones, que de repente se me vuelve zafio e irrelevante.

Ingrid llegó a Canadá hace veinte años desde Lituania. Cuando ella se fue la antigua república soviética acababa de estrenar independencia pero su sociedad estaba en retirada, en la búsqueda de la nueva verdad revelada bajo el armazón herrumbroso del comunismo. Ahora tiene 42 años y acaba de ser abuela. Ingrid ha envejecido prematuramente, cada arruga de su rostro intuyo que guarda un relato estremecedor, una angustia. Me lo dicen también sus ojos y sus profundas ojeras, horadadas por noches de insomnio y lágrimas punzantes. Nunca mira de frente cuando habla; lo interpreto como el último aliento de dignidad.

Ingrid me habla de un país podrido y de una población disoluta, de los sueños rotos de una generación que se encontró desnortada entre el pasado desguazado y el futuro por fabricar. Sin posibilidad de emancipación ideológica el crimen ocupó el hueco dejado por la historia oficial. Y en ese miasma hicieron inmersión miles de jóvenes como el hermano de Ingrid, asesinado de un balazo en un callejón de Vilna y todavía hoy un expediente policial sin resolver. Yo le hablo de Sabonis, mi ídolo de la infancia, porque  no doy para más cuando el tono emocional de las conversaciones se pone exigente. Creo que Ingrid ha descubierto mi torpeza y con una gentileza infinita me dedica una perorata sobre el gran Arvidas y sus años en el Madrid.

Shirin es pakistaní y lleva niqab. El día que la conocí quise estrecharle la mano pero ella dio un paso atrás y con gesto nervioso me pidió disculpas por la supuesta descortesía. Necesité unos segundos para comprender que la descortesía era mía, que vivo en un país que te exige a diario practicar gimnasia mental para abrazar el relativismo religioso y cepillar tus prejuicios aldeanos. Lo sé pero confieso que hay tardes en las que observo a Shirin y lo hago con lástima y compasión. Me ocurre cada vez que la veo descender del coche que conduce su barbudo marido, un coche que imagino como una cárcel volante en manos de un alcaide arrogante y celoso. Desde el incidente del primer día esquivamos nuestras miradas y ella evita sentarse cerca de mí. Me siento incómodo, incapaz de gestionar una situación con naturalidad cuando se me omite con un velo negro la sonrisa o el mohín de la persona que tengo enfrente. Desconozco su edad, no sé nada de ella, salvo que la sonoridad de sus palabras enmudece filtrada por ese jodido muro de tela tan inquebrantable como el hormigón.

Mashoma huyó de Irán con la revolución de Jomeni. Nunca había escuchado a los Beatles hasta que un día le puse en mi Iphone “Yesterday”. Me dijo que estaba bien, sin más. Otra vez me preguntó por Canadá, por las cosas que más me agradaban del país. Yo le dije que admiraba el civismo de los canadienses y la limpieza de las calles. Ella me miró fijamente, enredó y desenredó mecánicamente la cadena con la que jugueteaba entre sus manos y me lanzó directamente a la esquina en la que guardan su turno los seres más ridículos del momento: “a mí lo que me gusta de Canadá es la paz, saber que vas a salir a la calle y no te van a asesinar”. Ella me hablaba de la vida y yo de la limpieza viaria. Estúpido.

Franco, que es venezolano y carpintero, decidió abandonar Caracas porque no quería llevar pistola. La necesitaba para proteger su retaguardia y la de los suyos cada vez que salía de casa. Otras, su mujer lo aguardaba en el portal con la puerta entreabierta para evitar que la espera fuera fatal. En Venezuela un modesto carpintero puede nublar el juicio de cualquiera y convertir en astillas su vida. No merecía la pena vivir así, ahogado cada mañana en una angustia sofocante. El día que murió Chavez me recibió con una sonrisa lúcida pero me confesó que no pensaba regresar; que el problema ya no era Chávez o Maduro sino la miseria moral y orgánica de un país que escupía a los suyos. Suelo decirle que tiene nombre de dictador y él me responde que quién no tiene uno en su vida.

Franco, Mashoma, Shirin, Ingrid y Ann son algunos de mis compañeros en clase de inglés. Hay otros como Abdullah, un profesor de matemáticas de la Universidad de Kabul que ahora regenta un Dollarstore en Canadá; o Ángela, una periodista colombiana que limpia oficinas; o Kashia, una enfermera polaca que sirve mesas en un restaurante. Ellos y también yo formamos parte del Canadá que no encaja en los tópicos, el país hecho a base de retales traídos de aquí y de allá, cosidos con un fino hilo que narra historias dramáticas y heroicas que parecerían fantásticas si no fueran verdad.