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Juan Gavasa

¡Vaya tropa!

A la misma hora que la "rentable y transparente" Bankia (Mister Rato dixit) mostraba sus vergüenzas y sus dirigentes silbaban y ponían la mano con el Rolex para exigir un pastón cósmico al erario, un matrimonio de invidentes iba a ser desahuciado por no pagar la hipoteca, uno más entre miles.

Les diré ahora una obviedad: la crisis no trata igual a los de arriba que a los de abajo. En medio de ese océano que llamamos crisis sobrenadan dos clases de expertos: los que saben de lo que hablan y los que hablan de lo que saben. Los primeros suelen ser los prácticos, esos ciudadanos anónimos sumergidos en los remolinos de su trabajo cotidiano que día tras día afrontan con ánimo las llagas de la maldita crisis. Profesionales de la educación, la sanidad, la asistencia social y todos aquellos jornaleros posmodernos que se relacionan con las personas realmente existentes, uno a uno y ojo en el ojo, tratando de combatir su ignorancia, de reparar las averías del cuerpo y del espíritu que les causan sus formas de vida; normopatías, las llama un amigo psicoanalista. Pegados a la piel del mundo, suelen tener un equipamiento moral inoxidable que los hace aún combativos y optimistas. Son un enjambre de buenos funcionarios, campesinos, oficinistas, pequeños empresarios autónomos, artesanos y demás obreros de nuestro agonizante Estado del bienestar. Clase media amenazada de derribo, gente cabal que se ganó el nombre de pueblo, que sabe de lo que habla aunque no alcance a expresarlo con palabras de terciopelo, porque ellos trabajan y viven prácticamente en el mundo real; y los mejores de entre estos lo habitan poéticamente, como quería aquel loco solemne llamado Hölderlin. Fin de la descripción del pueblo medio y bajo, por decirlo con un gramo de demagogia. Veamos cuál es el perfil de los de arriba.

LOS DEL ÁTICO viven en otro planeta. Asentados en una amurallada urbanización para ricos, sobrevuelan el mundo real en una ingrávida burbuja de cinismo y elegancia. Hablan y no callan de lo mucho que saben; pero es un saber formalista, desvitalizado, aprendido en sede académica y en las cotizaciones de bolsa, contando rentabilidades y poniéndose de perfil para citar bibliografía y espiar la crónica de miserias y triunfos de sus cofrades. Pura güisquipedia. Magistrados de puñetas y crucifijo; políticos y parlamentarios electos y convictos; concejales y tertulianos; banqueros orondos y obispos ingrávidos; publicistas, truchimanes y demás criaturas de palabra fácil, sustanciosos ingresos y vida regalada, en el doble sentido de acomodada y gratuita.

Algunos provienen de abajo pero acontece con regularidad pasmosa que, en cuanto echa barriga su currículo, aumentan sus amistades y plusvalías, escalan sigilosamente o trepan ruidosamente, según temperamentos, y se afanan por llegar a la cima donde verdean pesebres y billetes; y codician por colarse en un discreto consejo de administración donde el usurero encorbatado baila con el sindicalista barbado. Es el paraíso donde el dinero canta su bendita letanía: calla, que algo te queda. Otros ni se han esforzado en subir: tienen marcados en el lomo los genes necesarios para habitar el ático y, claro, dan como cosa natural de su casta los privilegios, regalías y robos de guante blanco de su cofradía. Corporativismo, silencio y pelotazo. Hay un detalle que tiene gracia: esa tropa de presuntos expertos, que asesinan la gramática nada más abrir la boca, se olvida pronto de aquel aireado sueño de su lejana juventud de un mundo justo y fraternal. No solo lo olvida sino que, si el sueño reaparece hoy como movimiento de indignación social, se ríe con sarcasmo del perro y la flauta y se apresura a llamar a los guardias de la porra.

LOS DE ARRIBA creen que han llegado a la cima y alivian su raquitismo moral tapándose el cerebro con una camiseta de fútbol o una boina identitaria de buena marca, de esas impermeables a la reflexión propia. El poder corrompe solo a quien se quiere corromper y a quien calla ante la corrupción ajena por interés y cálculo. Lo público se evapora, la privatización arrasa y se condena a la miseria y a la explotación laboral a los de abajo. Virus nuevos que alcanzan ya a la clase media, ese sector social que había crecido con la democracia, la educación pública y la sanidad universal. Mientras, la engominada parentela del Tío Gilito está encantada de unos políticos que, a solas, les comen en la mano con la docilidad del pícaro lacayo que se inclina calculando su ganancia.

ESTE ES UN PAÍS de buena gente que quiere vivir su vida con alguna dignidad pero que es desvalijada por una docena de tiburones financieros y una recua de tiralevitas y palmeros que les ríen las gracias. Se liquidan las viejas reglas del juego democrático y mucha gente desconcertada pide mano dura ya. Vaya tropa de usureros mafiosos, vaya tropa de incompetentes para afrontar la crisis; más parecen personajillos de una comedia bufa de Lope de Vega. Pero tanta vileza no puede durar tanto tiempo ni vulnerar a tantos. Nadie olvide que si de la indignación a la desesperación hay un paso, de esta a la violencia no hay ni medio.

Artículo del periodista Fabricio Caivano en El Periódico

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