Plazas
La mayoría de pueblos pirenaicos comparten una misma fisonomía. Las adversidades del clima primero y las costumbres sociales después forjaron una morfología urbana que nos permite desgranar a través de su urbanismo un pedazo de su historia. Cómo fueron o qué padecieron en el pasado puede ser un ejercicio de funambulismo antropológico si no se manejan elementos tangibles. La arquitectura es uno de ellos y, en este ámbito, las plazas son probablemente su elemento más significativo. Hubo plazas defensivas, otras nacieron para desahogar los intrincados callejeros. Algunas fueron el resultado de los años de las luces y otras simplemente fruto del azar urbanístico. Cuando uno camina por la angosta plaza de Alquezar entiende que sus reducidas dimensiones no son una consecuencia de su modestia. El tamaño no otorga la relevancia; sí lo que ocurre en su interior. Como recuerda el escritor Fernando Biarge “el movimiento que registra proporciona el reflejo fidedigno del acontecer diario de una comunidad”.
La de Alquezar es tan estrecha que incluso podría cuestionarse su categoría de plaza. Más bien parece un simple ensanchamiento de su trama urbana. Pero en realidad es una plaza con todas las de la ley, reforzada por esos soportales que en el Pirineo siempre nos advierten de la existencia de una tradición mercantil. La heterodoxia constructiva realza el valor de los edificios más nobles, casi todos ellos concentrados en este punto del pueblo. El popular pirineísta francés Lucien Briet pasó por Alquezar a principios del siglo XX y descubrió en la plaza Mayor (actualmente Rafael Ayerbe), a las mujeres lavando la ropa. “Esta plaza mide 8,25 metros de ancha por 22,50 de larga y constituye el corazón y la síntesis de esta región”, dejó escrito en su cuaderno de viaje. En Alquezar se celebraban las ferias y los mercados.
Como en Ayerbe, plaza señorial donde las haya y ejemplo de prematura planificación urbanística. Cuando no existían los Planes Generales de Ordenación Urbana, los pirenaicos se regían por el sentido común y cierto instinto de supervivencia. Había que dulcificar los pueblos para hacer más cómoda la ingrata vida del montañés. Ayerbe fue hasta mediados del siglo XX un espacio de tumulto mercantil, con una feria que atraía a gentes de toda la comarca. La suya es una plaza especial. Lejos todavía del rigor pirenaico el espacio se vertebró en torno al palacio de los Urriés, familia de espléndido árbol genealógico y poseedora de propiedades infinitas en tiempos del emperador Carlos I. El formidable Palacio renacentista separa la plaza en dos. Junto a él se alza la Torre del Reloj, edificio exento de finales del XVIII. Podría decirse que la doble plaza de Ayerbe tiene más carácter urbano que rural. Con hechuras de espacio cosmpolita que busca la estética por encima de los planteamientos prácticos de la cotidianeidad.
Nada que ver con la plaza de Luis XIV de Donibane Lohitzun, en la que estableció su residencia el monarca francés antes de su matrimonio. Se trata de un amplio espacio con aroma a salitre y ambiente inconfundiblemente pesquero. El rojo de la madera de las fachadas evoca otro tiempo y otro ambiente, trufado de viejas historias marineras e intrigas portuarias. La plaza se abre al mar o bien podría ser el mar el que se arrulla en las faldas de Donibane. En medio, el kiosco de música otorga al lugar un aspecto bohemio y fantasioso, como de cuento de niños. Todos los días de verano hay conciertos de música.
Este aspecto de gran espacio abierto al exterior contrasta con entramado medieval del casco urbano de Prats de Molló, hermosa localidad amurallada en la comarca francesa del Vallespir. Aunque la mayoría de edificios son de nueva planta la trama urbana se mantiene desde su origen, conformando una suerte de callejero cosido con vericuetos, pasadizos y calles que no llevan a ninguna parte. La plaza más importante de Prats de Mollo es la de Josep de la Trinxera, donde se levanta el ayuntamiento construido en el siglo XVII. Pero probablemente la que más encanto guarda es la de Armas, que más que una plaza es el vértice que forman las calles de la Puerta de Francia y la Puerta de España. Pero en los días de sol los visitantes se apostan en las terrazas de las cafeterías y entonces ese minúsculo lugar encajonado entre enormes edificios de tres plantas parece una sucursal del barrio de Saint Germain de París. Bohemia y turismo de masas suelen ser una mezcla de difícil resolución pero en Prats logran convivir con cierto civismo.
Unos kilómetros al sur, en la Garrotxa catalana, Besalú se despereza contemplada por siglos de historia y unas cuantas leyendas que hacen justicia al lugar. Su famoso puente fortificado, inspiración de escritores y alimento del legendario popular, es el icono de la villa medieval. Pero no es el único. Como podemos advertir en otros pueblos pirenaicos, su plaza mayor no es una casualidad urbanística sino un espacio imaginado y deseado por sus gentes, probablemente planificado como un deshago en las tinieblas de la Edad Media. Aquí la llaman la Plaça de la Llibertat y como en Alquezar, los soportales de las casas delatan un pasado de ferias y mercados, potenciado por su condición de cruce de caminos entre Olot, Figueres y Girona. La presencia de la casa consistorial y del bello edificio de la antigua Curia Real (s. XVI), rematan un espacio amplio con categoría de salón del pueblo.
Cerca de Besalú, en pleno Parque Natural de la Zona Volcánica de la Garrotxa, Santa Pau es otro ejemplo de trama urbana de origen medieval, con algunas características muy reconocibles que se manifiestan en otras localidades pirenaicas, como la conservación del recinto amurallado o la sucesión de calles y callizos que responden a necesidades cotidianas como el frío o la construcción en secuencia adosada de las viviendas. Unas se apoyaban sobre las otras. En Santa Pau está la Plaça Major o Firal dels Bous. El propio nombre lo indica, fue lugar de mercado y ferias desde la concesión real otorgada a la villa en 1297. De nuevo los soportales son como el ADN del lugar. Pero en este caso hay algunas excepciones propiciadas por el propio terreno sobre el que se asentó la villa. La plaza es irregular y desnivelada, e incluso los propios arcos muestran formas y tamaños desiguales. Todo el conjunto, sin embargo, transmite un extraño equilibrio, quizá sustentado en la iglesia gótica de Santa María y en el viejo castillo, referente sobre el que se dibujó la disposición un tanto anárquica de la plaza.
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