Extremadura pirenaica
Las sierras exteriores del Pirineo aragonés occidental han sido históricamente la frontera natural entre el llano y la montaña. Allí se levantaron grandes parapetos fortificados durante la Edad Media y se libraron legendarias batallas. Sus caminos fueron atravesados por imperios en expansión y por pastores trashumantes. Fue casi siempre tierra de paso y antesala pirenaica, regazo de convivencia entre judíos, árabes y cristianos. Hoy ese impresionante legado no es la única razón de su existencia. La dificultad azuza el ingenio y en esta despoblada parte de Aragón surgen iniciativas empresariales que tienen algo de reivindicación autóctona. La extremadura pirenaica grita entre piedras milenarias que sigue existiendo.
En estas tierras uno tiene la sensación de ver pasar la historia ante sus ojos, como una secuencia cinematográfica en la que desfilan castillos y fuertes, reyes y nobles, leyendas de traiciones y bellas historias de amor. Todo parece un decorado de siglos con algo de aspecto decadente que bien observado resulta ser uno de sus grandes encantos.
Para ubicar el territorio en el que nos encontramos el lector tendrá que trazar una línea imaginaria sobre el mapa. Esa raya unirá Sos del Rey Católico con el castillo de Montearagón. Todo lo que queda a ambos lados forma una tupida red de iglesias, castillos, torres y fuertes que fueron levantados en el siglo XII como defensa de la Marca Superior. Una red que se extiende de Este a Oeste de toda la cordillera, protegiendo con precisión de tiralíneas las sierras exteriores.
En cualquier mapa surgirán como setas iconos que certifican ese pasado y, lo mejor de todo, que informan de su conservación actual. Algunos en mejor estado que otros, pero todos huella indeleble de un periodo de convulsiones y epopeyas que sirvieron para escribir una parte de la historia de los antiguos reinos de Aragón y Navarra.
Navardún, Urries, Uncastillo, Luesia, Biel, Loarre, Sádaba, Castilliscar... la acumulación de patrimonio desborda la capacidad del viajero más avezado. La visita exige mesura y templanza, virtudes que se encuentran fácilmente en los silenciosos recovecos de cualquier templo o en la soledad mística de alguna ermita entre bosques de encinas y robles. Paisajes que anuncian el inmediato Pirineo. En los días claros la cordillera se insinúa al norte despechada, y desde lo alto de la Sierra de Santo Domingo insolente y amenazante.
En Sos del Rey Católico comienza nuestra inmersión en la máquina del tiempo. Antes ya nos hemos cruzado por la C-137 con el grandioso castillo de Navardún, que fue residencia de los obispos de Pamplona. Aquí se huele la historia. En el horizonte más cercano se reconoce la silueta de la cuna del monarca Fernando, una tarjeta de visita que no admite rechazo. La torre de la antigua fortaleza preside la parte mas alta del pueblo, junto a la iglesia parroquial de San Esteban.
Las iglesias, los palacios y las casas solariegas del siglo XVI se desparraman por la montaña entre calles empedradas y fachadas de noble origen, como la Casa Consistorial, el antiguo palacio de Isidoro Gil de Jaz o la Casa Palacio de Sada, casa en la que nació el rey Fernando II de Aragón y que hoy es un centro de interpretación sobre su figura.
En la tercera planta del Ayuntamiento está ubicada la oficina del CIDER Prepirineo (Centro de Innovación y Desarrollo Rural del Prepirineo). Esta asociación formada por instituciones públicas, empresas y sindicatos de la zona ha gestionado en la última década fondos europeos a través de la iniciativa Leader II. Las cuantiosas inversiones han tenido el efecto de un pequeño “Plan Marshall” y han permitido un desarrollo empresarial y turístico que no pasa desapercibido. Cristina Gómez, técnico del Centro, llegó hace diez años de Zaragoza para trabajar en el proyecto y se ha quedado. “Tengo una calidad de vida impresionante –asegura-, y no me arrepiento de lo hecho”. En la balanza puso ya hace tiempo el privilegio de vivir en un pueblo monumental y los inconvenientes de “estar en una zona de paso en la que todo llega tarde. El primer cajero automático lo tuvimos hace siete años, sólo hay un autobús público diario, cosas que te afectan en el día a día, pero hay otras muchas cosas que te hacen sentirte bien” afirma.
“Es una zona de paso” te recuerdan con cierta insistencia, pero las cosas están cambiando en los últimos años. Ha perdido vigencia aquella descripción que hacía en 1930 el escritor aragonés Ramón J. Sender de los habitantes de la comarca de Cinco Villas. “A falta de imaginación poseen la tenacidad, la prudencia, esas menudas virtudes que son el secreto de los países prósperos”, decía. Setenta años después conservan esas virtudes y además han derrochado imaginación para sacarle punta al futuro.
Uncastillo es el paradigma. La villa coronada por la fortaleza que le dio origen vive a la sombra de Sos del Rey Católico, más conocida y promocionada. La hermosa localidad es el resultado de varias épocas de esplendor. La primera en el siglo XII, de la que datan sus siete iglesias y cinco ermitas. Y una segunda en el siglo XVI en la que se fraguó una arquitectura popular de grandes palacios y casonas blasonadas. Mucho antes se levantó el castillo, del que se conservan restos del palacio y la torre del homenaje.
El monumental Uncastillo es hoy un hervidero de actividades empresariales que merece un estudio. Varios socios han creado las bodegas de vino ecológico Uncastellum, recuperando una antiquísima tradición vitivinícola de la zona. Recientemente sus caldos han sido premiados en el Salón del Vino de Madrid. Dos jóvenes zaragozanos, Eduardo Sancho y Rosa Barón, venden patés vegetales por todo Aragón a través de “La Conservera del Prepirineo”.
Más de veinte trabajadores forman la plantilla de la cantería Olnasa, el buque insignia del pueblo, y los quesos de Uncastillo ganan fama cada día que pasa. Son sólo un ejemplo de la envidiable salud empresarial de una localidad que apenas alcanza los 900 habitantes. “Aquí no puedes venir a trabajar de nada si no te lo montas tú –asegura Eduardo Sancho-, la clave es que todo lo que hagas sea autóctono, es la única forma de que la gente venga o se quede”.
Ya en Luesia, de nuevo una torre fortificada junto a la iglesia de San Esteban. En el camino nos hemos desviado al castillo de Sibirana, maravilla escondida con sus torres gemelas, y el pozo Pigalo. En unas recientes excavaciones han aparecido restos de un palacio medieval en las inmediaciones de la torre de Luesia, edificio civil en el que pudo habitar el arzobispo Hernando de Aragón, nieto de los Reyes Católicos.
Por la misma carretera tortuosa y retorcida, llegamos a Biel. Fue una de las juderías más importantes del antiguo reino y residencia de los reyes de Aragón. Sancho Ramírez mandó construir en el siglo XI su imponente fortaleza de la que todavía se conserva su torre.
En el restaurante El Caserío, Fernando Muñoz, su propietario, charla con el administrativo del ayuntamiento sobre las escuelas que llegó a tener Biel. El pueblo apenas alcanza ahora los 80 habitantes pero hace cuatro décadas superaba los 1400, cuando todavía estaban abiertas las minas de cobre. El Caserío es un lugar de peregrinación gastronómica, así como el pan y las migas que comercializa en el mercado de Zaragoza su hermano David.
El pequeño de la familia se ha vuelto al pueblo y ha cogido las riendas del horno familiar. “De aquí no me mueven. Tengo cerca el monte y en Biel se vive como en ningún sitio”. El caso es que ahora tiene tres bares, una panadería y una tienda de ultramarinos, lo nunca visto. “Vivimos mejor pero estamos menos” lamenta David.
El camino se angosta y el paisaje adquiere aires mediterráneos. Por Fuencalderas nos dirigimos a Ayerbe entre coscojales y carrascales. A lo lejos se adivinan los mallos de Agüero y también los de Riglos. Cruzamos el río Gállego para ir a Loarre, el castillo románico mejor conservado de Europa. Por Bolea hasta Huesca para alcanzar Montearagón, el final de la frontera imaginaria.
Artículo publicado en el número 45 de la revista El Mundo de los Pirineos
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