Manolo
He leído por fin “Vida de Manolo” de Josep Pla. Cuando la ficción agota su capacidad de sorpresa, no está mal echarse en brazos de vidas vividas con la atormentada pasión con la que lo hizo el escultor catalán Manuel Martínez y Hugué (1872-1945). El libro publicado por Pla en 1928 está considerado por muchos críticos como una de las mejores biografías españolas del siglo XX. A su altura sólo está probablemente la obra de otro maestro del periodismo: la de Manuel Chaves Nogales sobre el torero Belmonte.
Manolo fue un personaje atípico, un diletante convertido en sabio a base de penar por la vida. Nació pobre y fue pobre de solemnidad durante mucho tiempo. Arrastró la indigencia como una virtud que permitía azuzar el ingenio y el instinto de supervivencia. Dotado de unas capacidades naturales para la dialéctica, la creación y la reflexión, el simple ejercicio diario de comer retrasó demasiado tiempo su eclosión como un escultor deslumbrante que convivió con los mayores talentos de su tiempo. Pero él siempre observó este valor como una nimia anécdota que no podía alterar los comportamientos del ser humano. Hablaba de su amigo Picasso con el mismo desapego con el que se refería a las corrientes estéticas. Cuando citaba a Modigliani sólo era para recordar sus borracheras indecentes.
Su descreimiento sólo era comparable a su felicidad en torno a una mesa rodeado de amigos. “¿Por qué me dediqué en definitiva a la escultura? No lo sé exactamente. Acaso porque me resultó más fácil hacer narices y orejas que aprender la tabla de multiplicar”. Así respondía a Pla ante el dilema ontológico. El escritor catalán escribió en el prólogo de la primera edición: “La persona de la que aquí se habla, aunque no hubiese hecho una sola escultura en toda su vida, sería uno de los seres más inolvidables de nuestro tiempo, uno de los hombres grises más intencionados, de un relieve más acusado”.
La biografía de Pla traza de manera viva y eficaz la semblanza de Hugué; desde su penoso deambular por la Barcelona de finales del siglo XIX hasta su irrupción como impulsor del círculo artístico que hizo famoso a la localidad pirenaica de Ceret durante la I Guerra Mundial. Entremedio París y la bohemia. Pla consigue que fluya con primorosa sencillez el torrente verbal que es el escultor. Sus escasas digresiones contribuyen a ordenar el espacio y el tiempo de un hombre reflexivo e impulsivo, brillante y sencillo, sagaz y simple. El escritor lo resume así: “Entretanto, fluye desbordante el monólogo, empedrado de tacos pintorescos, expresiones populares retorcidas, toques brillantes, insospechadas asociaciones, erudición viva, ocurrencias geniales y despropósitos. Su vitalidad verbal fatiga al más fuerte, pero uno sigue los errabundos vericuetos de su fantasía y de su humor con la seguridad de llegar siempre a alguna parte”.
Y esa alguna parte no es más que la inteligencia misma en estado puro, desprovista de imposturas y aderezos. “Hablando con él una temporada, se le puede ver de una manera completa y aplicarle lo que a menudo dice de Picasso, que era lo suficientemente inteligente para que en él el artista sea el aspecto menos interesante”, afirma Pla.
Manuel Martínez y Hugué fue un pícaro impenitente al que la vida le trató con dos varas de medir. No fue hasta el final de sus días cuando recibió el reconocimiento unánime de la crítica y de sus propios compañeros. Casi siempre fue el bufón ganapán y buscavidas que participaba en las tertulias y en las fiestas para alegrar al personal. Pero en el fondo de esa chistera reposaba un discurso de soberbia talla intelectual y una perspicacia alimentada en tugurios de mala muerte donde solo había, cómo él mismo describe, “cómicos hambrientos y absurdos, carteristas ensortijados, bohemios muertos de hambre, muchos sindicalistas, escultores y pintores jóvenes, noctámbulos profesionales, jóvenes de la aristocracia, policías, hampones retirados y alcahuetes”. A ese marcado doble perfil se debe el erróneo encasillamiento de la biografía y de su protagonista como un personaje pintoresco, charlatán y deslenguado. Manolo desmitifica el arte en tanto que semilla de la vanidad y lo observa desde la simple admiración de la belleza como resultado formal. Se ríe de las modas y huye de quienes las fomentan imbuidos de un espíritu de vacua superficialidad. “Ahora te encuentras a gente que parece que esté de vuelta de todo, sin haber ido a ninguna parte. Hoy, la preocupación general es hacerse el listo, pasar por listo, dar a entender con una simple mirada que todo está claro, dar la sensación de estar siempre al cabo de la calle”. Vigente reflexión que el escultor sostenía en 1927.
Sus influencias artísticas residían en los clásicos. A ellos pertenecía el origen del arte y la cumbre de la belleza. Nadie pudo superarles en siglos. “En el curso de la historia, a mi entender, sólo ha habido tres pueblos creadores de arte, los semitas en arquitectura, y los hindúes y los egipcios en escultura. Los egipcios están por encima de todo de una manera que sobrepasa cualquier comparación. Todo lo que se ha hecho después de ellos tiene su origen en sus insuperables creaciones. Los griegos fueron sus más aprovechados y hábiles discípulos”.
En la biografía de Pla surgen revelaciones asombrosas y curiosos apuntes que caminan en la misma línea de la desmitificación. Manolo asegura que “el cubismo tuvo en cierto modo un origen aragonés. Picasso lo importó de Aragón, de Horta, un pueblecito cerca de Zaragoza donde pasó unos días de verano. Aquellos lienzos tuvieron la suerte de ser comprados por los hermanos Stein, y eso los impuso en los medios burgueses avanzados de París. El cubismo continuó y maduró en Ceret, cuando yo llevé a Picasso al Rosellon”. No hay razón para no creerle.
Ceret fue su parnaso. A ese hermoso pueblo de Rosellón fue a parar Manuel en 1910 por casualidad; buscaba un lugar saludable que facilitara su recuperación de los años de indigencia parisina. Con él se establecieron el pintor americano Frank Burty Haviland y el compositor occitano Déodac de Séverac. Fueron la avanzadilla de un grupo irrepetible de artistas entre los que destacaban el propio Picasso, Henri Matisse, Georges Braque, Marc Chagall, Antoni Tapiés o Pablo Gargallo. Algunos llegaron en busca de la inspiración, otros huían de la catástrofe de la guerra. Pronto la sesuda intelectualidad encontró una pretensión estética en ese núcleo de talento y acuñó el pretencioso nombre de “escuela de Ceret” a todo lo que salía de aquellos pinceles. Manolo, de nuevo, tenía una perspectiva diferente: “Se formó un pequeño círculo que más tarde algunos periodistas y críticos convirtieron pomposamente en la escuela de Ceret. Pero si algo puedo asegurarte, es que no hubo ninguna escuela ni nada. ¡Para escuelas estábamos, Dios mío!”
El libro dibuja una vida admirable. Es una de esas historias que no necesita artificios ni licencias literarias para atrapar. Manuel Martínez y Hugué expresa lo auténtico, lo real y verdadero. Por eso su huella perdura, varada entre la magia de su creación y el peso de su pensamiento. Porque no huele a retórica. No la necesita.
Ilustración: Manuel Martínez y Hugué por Picasso.
3 comentarios
Juan -
Pero, en resumen, me alegro de que lo hayas leído y de que te haya gustado.
Pilar A -
Lo primero que pensé es la memoria que debían tener tanto el entrevistado como el entrevistador (entonces todavía no existían las grabadoras) para recoger todo ese fluir de recuerdos, personas descritas con los atuendos que llevaban entonces y situaciones de lo más increíbles (de no ser porque eran parte de una vida real y no una inventada)
Me perdí algo entre tanto nombre y eché de menos más referencias al plano personal. Apenas nombra amores, solo amigos. Eran otros tiempos, desde luego, pero el corazón humano ha sido el mismo desde los tiempos de "Dafne y Cloe" y antes...
Me gustó la definición de arte que transmitia Manolo y la desmitificación de ese mundo Bohemio del Paris del siglo pasado.
Interesante vida e interesante libro.
Gracias
Pili A -
Igual necesito leer algo de una vida real entre tantos libros que vinculan el sentido de la vida con un dios que no pueden demostrar
Desde Martin Luther King en "La fuerza de amar" a Viktor E. Frankl, psiquiatra superviviente de los campos de concentración con "El hombre en busca de sentido" o Anselm Grün con su "La vida como tarea espiritual"...
Me quedo mejor con la frase que nos dejó Jose Luis Sampredro en su charla cerrando el curso en que se trató su propia vida y obra:
"Yo no tengo alma y nunca la he echado en falta"
Perdona, supongo que esto no tiene nada que ver con tu entrada pero bueno...
Ánimos y felices lecturas,
Pili A