El retrato del fin
El escritor y reportero Joseph Kessel y el fotógrafo Jean Moral viajaron a España en el otoño de 1938 para cubrir para Paris Match y Paris-Soir los últimos meses de la Guerra Civil. Ciertamente no fueron conscientes hasta pisar suelo español de que lo que iban a encontrar era el estertor de la contienda, el derrumbe de la esperanza republicana y el final de la resistencia heróica de Barcelona, Valencia y Madrid. Su decepción fue mayúscula. No llegaron a tiempo de recoger la épica de la batalla ni el entusiasmo de los primeros meses. Nada de esos quedaba ya en un país destrozado y a punto de ser sometido por completo a la bota del franquismo.
El periodista de Le Monde, Michel Lefebvre, hijo de un republicano español, ha reunido en un libro de hermosa factura todas las crónicas publicadas por Kessel y las fotos de Moral que ilustraron sus reportajes. ("Kessel-Moral. Dos reporteros en la Guerra Civil Española". Inédita Editores). Es la imagen de la rendición, de la derrota de un pueblo que lleva dos años resistiendo lo inevitable. En su mayoría son imágenes que apenas se han difundido porque carecen seguramente del misticismo romántico de las de Capa, Alix, Centelles o Taro. A nadie la interesaba el fracaso, y a esas alturas no había otra cosa en el rostro de los españoles y en el paisaje de sus frustraciones. No hay ni una sola gota de idealismo ni de utopía, el edificio sobre el que se construyó el sueño de la revolución se había desmoronado estrepitosamente.
Pero llama la atención sobremanera la atmósfera de normalidad en medio del caos, la naturalidad con la que los madrileños y barceloneses esperaban el desenlace final. Su dignidad estremeció a los dos reporteros franceses. Las bombas caían constantemente pero los bares, restaurantes y teatros seguían abiertos, fieles a su cita diaria. “Los refugios están atestados –escribe Kessel-, de gente que duerme bajo la asfixiante protección de la oscuridad, mientras en los teatros se actúa a la luz de los quinqués. En los clubes nocturnos, bajo la titilante llama de los quinqués de petróleo, obreros, soldados y policías hacen bailar a las chicas en medio de un coro de risas y gritos que salen de bocas invisibles”.
Los españoles se morían de hambre pero cuenta el reportero que nunca nadie le pidió ni un mendrugo de pan. “El hambre de cigarrillos, el único confesable, obsesiona a hombres y mujeres por igual. Hasta he llegado a ver a hombres decentes seguirme por la calle para recoger del suelo mis colillas” afirma en una de sus crónicas. En otra de ellas se pregunta: “¿ cuál fue ese gobierno que, derrota tras derrota, logró poner en pie un ejército y mantener durante un año a la población civil en un estado de hambruna prácticamente crónica?”. Los reportajes de Kessel y Moral hablan del fracaso y, sobre todo, de la dignidad de un pueblo. La esperanza traicionera se ha esfumado pero se sigue cultivando un orgullo que bien podría confundirse con un mero instinto de supervivencia; un resorte natural que se activa cuando el ser humano contempla a la vuelta de la esquina el final.
Es eso lo que se desprende de las crónicas de los periodistas franceses. Quizá un brote de inconsciencia en un momento en el que ya nada importa, salvo el deseo de mantenerse en pie cueste lo que cueste. En un artículo publicado en noviembre del 38 en Barcelona recoge el testimonio de una mujer que le confiesa preferir el hambre y la muerte a la derrota. Escribe también de las costumbres inalteradas, de esos banquetes en el antiguo hotel Ritz en los que ahora el único manjar es un plato de lentejas duras como la piedra. Pero incluso en torno a ese plato putrefacto los madrileños se visten con sus mejores galas para engañar a la realidad. O ese cura que pide una oración en mitad de la misa por “los que van a morir” tras oír las sirenas que anuncian nuevos bombardeos. La normalidad de la tragedia impacta en cada texto.
Kessel volvió a Madrid con su hermano en febrero de 1939, cuando todo el mundo huía del país, cuando Barcelona ya había caído y la única esperanza era escapar. Lo que encontró es sobrecogedor: “Los dados están echados pero una parte importante de la población aún lo ignora, y agotada, se deja mecer por la calidez primaveral mientras los que saben temen represalias y otros, irreductibles, intentan aún desesperadamente inclinar hacia el otro lado la balanza del destino”. En tres meses la probabilidad de empeorar se ha cumplido. “El pasado noviembre a pesar de la hambruna y de los bombardeos, sus habitantes desprendían una alegría y una fuerza que ahora no se ve en ninguna parte”.
El final ya se conoce. Como dijo Gil de Biedma, la historia de España siempre acaba mal. Y los dos reporteros franceses llegaron a tiempo para testificar el final de un sueño de libertad que apenas duró cinco años. “Vaya y repita en Francia lo que acaba de oír” le dice un amigo republicano a Kessel, en un tono conminatorio que suena a súplica para suavizar las seguras represalias. El mismo tono utilizado por Azaña cuando pidió paz, piedad y perdón a los sublevados en su discurso de 1938. Nada de eso hubo.
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