Amarillo
Félix Romeo no es un escritor que me entusiasme. Leí sus dos primeras novelas, “Dibujos animados” y “Discotheque”, y ambas me dejaron indiferente. Tampoco comparto muchas de las opiniones del Félix Romeo critico literario, pienso que sus filias y sus fobias influyen en demasiadas ocasiones en su juicio. Al pobre Juan Goytisolo, por ejemplo, lo tiene enfilado desde hace tiempo y no le pasa una. Él sabrá.
Dicho esto, quería contar que he leído su tercera novela, “Amarillo” y me ha dejado sobrecogido. Me acerqué a ella con todas las sospechas que me crea el habitual cierre de filas que practican algunos escritores zaragozanos cuando se trata de uno de sus miembros. Demasiado almíbar y camaradería de campamento.
Pero esta vez no es el caso. El libro de Félix Romeo es tal y como la cuentan. Chusé Izuel era un joven y prometedor escritor zaragozano y crítico literario que se suicidó en 1992 en Barcelona. Se tiró del balcón del piso que compartía con el propio Romeo y Bizén Ibarra después de una tormentosa deriva tras una ruptura sentimental.
La novela en realidad no es una novela. Al menos no lo es en el sentido clásico. Difícilmente se puede adscribir a un género determinado porque aunque hace prospecciones en muchos no resuelve ninguno. Y éste es el gran hallazgo y también el gran acierto de Romeo. El libro se ha ido tejiendo a partir de los recuerdos, los textos escritos por Izuel, los retazos de su libro póstumo (“Todo sigue tranquilo”. Ediciones Libertarias. 1994), sus críticas literarias en el suplemento “Rayuela” de El Periódico de Aragón, y sus múltiples frases nacidas de fogonazos de efímera inspiración. Es una especie de inventario del alma. Esta estructura facilita la equidistancia del autor y enfatiza con sus premeditadas reiteraciones la dimensión del desgarro que está consumiendo al protagonista.
Romeo se ha quedado en un segundo plano como un actor secundario que observa en un discreto silencio el deambular del protagonista en el escenario. El escenario, claro está, es la vida y su protagonista un ser que habita en el quicio del abismo. Era la única forma de no caer en la tentación legítima del ditirambo. En ningún momento el Romeo escritor se deja engatusar por el Romeo amigo. No hay un solo guiño a la ampulosa retórica de los obituarios. No hay señales que anuncien una intención hagiografa.
El libro podría parecer un necesario viraje al pasado para sellar un sofocante sentimiento de culpabilidad que no mengua; el del escritor. Un ajuste de cuentas que silencie de una vez por todas los ecos desgarrados de la memoria. Lejos de ello, el texto muestra las heridas descarnadas de ese pasado con toda su crudeza, sin tiritas ni antibióticos; con la sangre chorreando a borbotones. Así de cruel fue esta historia y así hay que contarla. Pero hay un sentimiento de culpa que cae como una losa sobre cada palabra. ¿por qué desde hace años arrastro una terrible sensación de culpa por tu muerte? se pregunta el autor. Y ésta otra más terrible todavía: ¿cómo no me di cuenta de que te ibas a suicidar?
El tiempo y la distancia ponen luz sobre muchos de los textos de Izuel, alumbran las entrelíneas de sus escritos sincopados, anárquicos e imperfectos; interpretan y traducen los mensajes ocultos que, en realidad, eran gritos desesperados de angustia y auxilio. Pero, lo dicho, eso solo lo puede iluminar el tiempo. La lectura de “Amarillo” describe sombras muy reconocibles de la personalidad humana. Todos en algún momento de nuestra vidas nos hemos sentido huérfanos de cualquier sentido vital, todos hemos mirado con vértigo al fondo para descubrir con horror su insoportable cercanía. Todos conocemos el pellizco inconfundible de la decepción.
Por eso creo que el desenlace final es un hecho ajeno a las circunstancias de Chusé. Su tormento, la tortuosa personalidad que inspira sus textos, era un terreno abonado para la desesperación. Quiero decir que en ocasiones sólo es necesaria una chispa para desatar las turbulencias que hibernan en nuestra alma y en nuestra cabeza. A veces tiene nombre de mujer y otras es simplemente la vida, que ya no sabemos vivirla.
"Tengo veinticuatro años y soy un anciano que agoniza, que se atraganta con su propia saliva, que se caga en los calzoncillos, que se tropieza con sus pies, que busca la salida última, que le tiene pánico a su mismo nombre".
Chusé Izuel
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