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Juan Gavasa

Cine

Manuel Alexandre

En memoria de la magistral generación de actores españoles que iluminó el país durante la larga y triste noche del franquismo. Irrepetible. Hasta siempre Manuel Alexandre.

Tasio

Tasio

Fue hace 25 años cuando un carbonero navarro, de nombre Tasio, cambió el rumbo de la vida de Montxo Armendáriz. Dejó atrás el mundo de la electrónica y los arreglos a televisores para entrar de lleno en el cine. Hoy, este cineasta, nacido en Ollea (Navarra) en 1949 no tiene nada más que gratos recuerdos de aquel héroe solitario que trabajaba en una humeante montaña negra. Tasio fue la ópera prima de Armendáriz que desde entonces ha dirigido ocho películas y ya trabaja en el guión de la siguiente, No tengas miedo, sobre los abusos sexuales y las secuelas que dejan en hombre y mujeres.

 

El director navarro presentó ayer en la Academia de Cine de Madrid un hermoso libro, Tasio 25, editado por la Fundación del Instituto Navarro de las Artes Audiovisuales y la Cinematografía, que conmemora los 25 años de esta película que produjo Elías Querejeta y que marcó un estilo de hacer un cine muy cercano al documental.

 

"Hay personas, acontecimientos o personas que modifican el rumbo de nuestras vidas. En mi caso, fue Tasio", asegura Armendáriz. El cineasta recuerda que conoció al auténtico Anastasio Ochoa, más conocido como Tasio, en los años ochenta durante el rodaje del documental Carboneros de Navarra. Vivía en un pequeño pueblo de la comarca de Zúñiga pero su verdadero hogar era el monte. Fue al conocer la historia de este carbonero que nunca fue a la escuela cuando el realizador se empeñó en llevarla al cine. "Una historia", dice Armendáriz, "de amistad, de amor, muerte y soledad y también de la tenacidad y la voluntad de un hombre que nunca se doblegaba".

 

El filme, protagonizado por Patxi Bisquert, se estrenó el 19 de septiembre de 1984 en el Festival de Cine de San Sebastián, en el que ganó el segundo premio de la sección oficial y el Fipresci de la crítica. El libro Tasio 25, de más de 700 páginas y gran formato, incluye no solo el guión original, con escenas originales nunca filmadas y otras que se eliminaron posteriormente en el montaje, sino también un DVD remasterizado de la película, además de otros materiales, como el DVD de Carboneros de Navarra y una pieza sobre la filmografía de Montxo Armendáriz, dirigida por Arantxa Aguirre, el storyboard dibujado por Gerardo Vera, y las fotografías del rodaje realizadas por José Luis López Linares.

 

"Fue un rodaje largo y complicado pero placentero. Cualquiera que haya trabajado en cine sabe hasta qué punto el ambiente de un rodaje aparece de algún modo en las imágenes y la narración de la película", recuerda Elías Querejeta en el libro. López Linares, foto-fija en el rodaje, cuenta que intentó pasar desapercibido para intentar captar los momentos verdaderos y que de allí transformado con un sobrenombre nuevo por el que se le conoce desde entonces. Fue Nacho Martínez, un actor ya fallecido, quien, al ver a López Linares usar alguna técnica oriental para no ser visto antes de apretar el disparador le llamó López-Li, el fotógrafo chino.

 

Con motivo de este aniversario, la Academia de Cine dedica estos días su ciclo Joyas del cine español a la cinematografía de Montxo Armendáriz, con la proyección de varias de sus películas, documentales y cortometrajes. También en la sede de la Academia (Zurbano, 3) se puede ver hasta el próximo 18 de diciembre la exposición Tasio. 25 años, que revela las claves de esta película y ofrece un homenaje a quienes participaron en su creación.

El País. 26 de noviembre de 2009

Paul Newman

Paul Newman

Lo publica hoy Carlos Boyero. Como en la mayoría de las ocasiones en las que cuelgo un texto ajeno, se trata de un artículo que me hubiera gustado escribir a mi pero alguien se adelantó. Y también como siempre, lo hace mucho mejor que yo. Así que lo más inteligente es no caer en la tentación de emular a nadie y simplemente publicar el post con un poco de evidia sana y frustración eterna. Va por Paul.

Leo en este periódico que el irremplazable Apolo está seriamente enfermo. Lo ha contado su amigo y su socio. Lo desmiente el agente de una de las mayores empresas publicitarias del progresismo, de la belleza combinada con la inteligencia, de un tipo llamado Paul Newman. Y pienso que cada uno hace su trabajo, pero lamento que tu colega íntimo vaya de chota con los cuervos si tú no le has dado permiso para constatar la presencia del monstruo. Son cosas privadas. Tu enfermedad, tu decrepitud, tu adiós.

Me enseñan fotografías publicadas en The Independent en las que percibes el ensañamiento del ogro con el rostro del hombre más bello (me he vuelto cursi, pero no encuentro definición más precisa) que ha existido, de alguien que representó durante infinitos años el esplendor en la hierba, de unos ojos espectacularmente azules que estaban coordinados con la inteligencia, del hombre más guapo, más sexy, más complejo, más inteligente, más fiable, que ha llenado la apetencia y los sueños del personal femenino desde que la cámara se enamoró de su jeta, de sus armónicos movimientos, de una gestualidad hipnótica, de un fondo de credibilidad, de una forma de ser y de estar. Era escandalosamente guapo sin ser ofensivo para los tíos. Era listo, era ágil mentalmente, podía encarnar nuestras incertidumbres y nuestros miedos, podía encarnar la derrota existencial a pesar de ser apolíneo, era alguien cercano a pesar de su condición divina.

No habiendo disfrutado por desarreglos genéticos y vocacionales de la condición homosexual o bisexual, tan de moda ellas, confieso sentir el placer de la hermosura cuando veo y escucho en una pantalla a Cary Grant, a Brando, a Bogart, a Mitchum, a Nolte, a Connery. Y haciendo esfuerzos épicos incluso encuentro en el cine moderno a un chulazo sensible como Matt Dillon recogiendo esa herencia de machos. Pero, ante todos, flipo con la hermosura del Newman joven, admiro cómo consolida su talento cuando el físico amenaza con el deterioro, y cuando se hace definitivamente viejo posee el respeto, la admiración y el amor de las leyendas perdurables, del incontestable veredicto del jamás existió un actor tan guapo, tan magnético, tan deseable.Siempre desconfié del Newman joven. Demasiado narcisismo, demasiada interiorización, demasiado tributo a ese invento fatuo, prestigioso y sobrevalorado (quería decir asqueroso, pero el maximalismo sin causa ya no queda bien a mis años) que se inventó el intocable Stanislasvki, esa cuna de impostores que podían disimular con adornos la falta de auténtico talento, de simulacros obsesionados con la expresión corporal, de tanto sentimiento vistoso y hueco.

Pero un tal Robert Rossen, un chivato de la caza de brujas, alguien simplemente eficiente que a raíz de su sentido de culpa, del pecado y la necesidad de explicarlo se inventa dos películas tan atormentadas como geniales llamadas El buscavidas y Lilith le ofrece que interprete a Eddie Felson, ese virtuoso del billar que no sabe beber, ese genio arrogante que tendrá que sufrir el templado e implacable machaqueo del Gordo de Minnesota, el suicidio de esa borracha coja que intenta convencerle de que un artista jamás es un perdedor, la necesidad de la redención para sobrevivir en el infierno. Y a partir de ese momento sublime, entre humo, resaca, tormento, peligro, desolación, Newman encarna la épica más dolorosa, la resistencia moral frente al capitalismo inteligente y depredador. Le recordaría durante toda mi vida aunque solo hubiera interpretado a esa piltrafa que aprende dignidad y desafía a su amo con un sobrecogedor: "Dime Bert: ¿Cómo puedo perder? Ya sé lo que es tener carácter".

Nadie ha envejecido mejor que Newman. A partir de los 40 años todo en él es veracidad, ritmo, matices, gracia, aroma, seducción, profundidad. Se despidió del cine con una interpretación memorable en Camino de Perdición, la de ese patriarca irlandés que tiene que salvar a Caín aunque ame a Abel. Qué grande es usted, señor Newman. La demostración de ese milagro de que el más guapo también puede ser el más listo.

Indiana Jones

Indiana Jones

El 22 de mayo se estrena Indiana Jones and the kingdom of the crystall skull. Soy un rendido admirador del personaje creado en 1982 por Lucas y Spielberg. Desde que con apenas 10 años ví por primera vez Indiana Jones. En busca del arca perdida, no ha menguado mi fascinación por la trilogía cinematográfica que ahora se amplía con una nueva entrega en la que Harrison Ford (con 65 años) regresa a muchos de los lugares comunes de la primera película. Estoy entusiasmado, aunque echaré de menos a Sean Connery. El periodista Jacinto Antón publicó este fin de semana un artículo en el que comparte la misma ilusión casi infantil por el inminente estreno.

Vuelve Indiana Jones! Millones de personas en todo el mundo aguardan con expectación apenas contenida el estreno el 22 de mayo de Indiana Jones and the kingdom of the crystal skull. El nombre del aventurero arqueólogo se inscribe ya con mayúsculas en la cultura y el imaginario de nuestro tiempo. Su chaqueta de cuero y su sombrero, reconocibles en todo el planeta, se exhiben en el Museo Smithsonian de Washington, donde quien firma los pudo ver hace unos meses, con la natural emoción, no lejos del Spirit of St. Louis de Lindbergh y junto a la guerrera de ante con flecos del general Custer y las pistolas de Jeb Stuart, otros iconos, estos bien históricos, de la aventura.

Lo de Indy es asombroso e invita a la reflexión: unos adolescentes estadounidenses reprodujeron en vídeo, plano por plano, a lo largo de siete años, En busca del arca perdida (es verdad que sin los 500 extras y las 7.000 serpientes originales). Un novelista español de éxito confiesa haber visto el primer filme de la serie ¡27 veces seguidas! Un arqueólogo ofrece en Internet visitas a los lugares reales en que se desarrollan las búsquedas de su colega de ficción, como el templo de los guerreros chachapoyas, aunque parece que no están ahí la letal piedra rodante ni el feo cadáver del infortunado Forestal. Se discute científica, sesudamente, estos días la veracidad del MacGuffin -el objeto que impulsa la trama- de la nueva entrega, los célebres cráneos de cristal pulido precolombinos, que parece ser nos van a conducir a una historia de tintes fantásticos e incluso -ay, ay, ay- roswellianos. Los aficionados se interrogan con escalofríos de emoción anticipada sobre el significado del número marcado en la misteriosa caja de madera "Property of Dr. Jones" que aparece en el cartel y el tráiler de la nueva película -9906573- que es, por supuesto, una variación del legendario 9906753 impreso en el cajón donde se guarda el Arca de la Alianza al final de la primera entrega...

Rizando el rizo, el arqueólogo de carne y hueso más popular hoy, el egipcio Zahi Hawass -que compite en buscar cosas extraordinarias con nuestro héroe: ahora la tumba de Cleopatra-, luce un sombrero como el de Indiana Jones en el que es probablemente el mayor homenaje que puede hacerse a la creación de George Lucas.

Nadie, en suma, parece inmune al encanto y la llamada del valiente, inteligente, vulnerable, romántico, divertido y a menudo cáustico Indiana (pruebe usted mismo a ponerse un sombrero). ¿Por qué ese éxito del personaje y la serie? ¿Qué tienen Indiana Jones y sus aventuras que los hacen tan irresistibles, que provocan que el bueno de Harrison Ford, con 65 años, vuelva a la carretera -para darse batacazos otra vez- y nosotros, que algunos ya peinamos canas, nos precipitemos con el corazón abierto a los cines? Bueno, Indiana Jones, es obvio, encarna un arquetipo. Su dualidad -el respetado profesor de arqueología Henry Walton Jones Jr. y su álter ego el aventurero Indy ("¿y tú eres profesor?", le espeta tras una escena de acción en la nueva entrega su ¿hijo? Shia LaBeouf; "de vez en cuando", responde nuestro hombre)-, remite al Zorro, a la Pimpinela Escarlata, a Scaramouche y a todos los modernos superhéroes. Y es típica de los héroes mitológicos, como lo es la ausencia de madre, la marca física (la cicatriz), la lucha contra los ejércitos del mal (nazis, thugs o soviéticos de Irina Spalko), el embarcarse en la búsqueda de un objeto mágico, la (mala) relación con las serpientes o el arma propia (el látigo).

Indiana además  esencializa el estereotipo de héroe aventurero moderno. Lo hace con toda la potencia que le proporciona el cine de Hollywood pero también con toda la carga de un mito enraizado profundamente en la tradición de la literatura de aventuras y viajes. Indiana es heredero de todos aquellos que en la realidad o la ficción mezclaron, como señala la estudiosa Sylvain Venayre (La gloire de l’aventure, gènese d’une mystique moderne 1850-1940, Aubier, 2002), "la pulsión de afrontar riesgos mortales con el deseo de espacios ilimitados". Es heredero, pues, de los hombres que quisieron ser rey -el rajá Brooke, Mayrena de los sedangs, los bribones del Kafiristán- y de los que prefirieron el tráfico y el contrabando -Rimbaud, Henri de Monfreid-. Toda la "fuerte raza de los aventureros" que decía Blaise Cendrars.

Pero Indiana es muy especialmente hijo de todos esos científicos embarcados en la aventura, desde los de Julio Verne hasta el gran Belzoni, el egiptólogo del XVIII que competía -a menudo a pistoletazos- por conseguir las mejores antigüedades faraónicas. En su genealogía están Lawrence de Arabia, arqueólogo en Karkemish y hombre de (mucha) acción -¿no es acaso Indy uno de sus "soñadores de día", uno de esos seres envidiables que cumplen sus sueños despiertos?-; y Malraux, que igual pilotaba y tiraba de pistola que arrancaba frisos de Angkor Wat. Por ahí anda también Howard Carter, otro con sombrero.

La historia de cómo surgió el personaje es bien conocida: Lucas y Spielberg se encuentran en una playa hawaiana tras el estreno de Star Wars en 1977. El primero le habla de la idea de una película sobre un arqueólogo con látigo, un tipo con aire vintage, de los años treinta, que vive aventuras en la jungla y reproduce las viejas series de televisión que Lucas había visto de niño. Lo bautizan Indiana como el malamute de Lucas... En fin, pura historia de las ideas del siglo XX.

Lo que tenemos es un héroe de capa y espada -los anglosajones tienen esa diabólica palabra que suena como una estocada, swashbuckling- revestido, y ahí está la gracia, de arqueólogo. Los complementos vienen a continuación. La indumentaria no es en absoluto original: el fedora (sombrero tipo borsalino) es el de Humphrey Bogart en El tesoro de Sierra Madre; el látigo nos remite al Zorro o al domador Clyde Beatty; la chaqueta de cuero es un clásico del aventurero, con referencias a la aviación pionera y de combate -véase en el mismo Smithsonian la tan estupenda de Claire Chennault, el líder de los Flying Tigres-, y qué decir de la universalidad del cinturón y la pistolera Sam Browne, la camisa kaki, el macuto, las botas...

La inspiración iconográfica general fue el personaje de Harry Steele que encarnó Charlton Heston (¡) en Secret of the incas, y que, naturalmente, se basaba en el arqueólogo profesor de Yale y explorador -redescubrió Machu Picchu- Hiram Bingham. Los retratos en campaña de Hiram Bingham le muestran ciertamente como un Indiana Jones avant la lettre pero flacucho y avinagrado. Su lado oscuro -expolió las antigüedades peruanas- nos recuerda las contradicciones que se agitan en el alma de Indy (y la enriquecen). Nuestro héroe es, no lo olvidemos, un conseguidor de objetos para los museos occidentales -¡el Grial en una vitrina!- con mentalidad bastante colonial. Por supuesto, esto se disfraza en los filmes con la encarnación de las mayores pulsiones negativas de Indiana en personajes rivales, verdaderos dobles especulares, como son el arqueólogo francés sin escrúpulos René Belloq o los arqueólogos nazis -que traslucen la búsqueda por la organización Ahnenerbe de las SS de objetos esotéricos para Himmler y Hitler-.

Indiana es reflejo de otros muchos personajes, pero entre los más significativos se encuentra sin duda Roy Chapman Andrews, que llevaba sombrero y revólver y merodeaba en los años veinte por lugares agrestes y remotos en busca de objetos asombrosos, en su caso fósiles de dinosaurio para el American Museum of National History. La arqueología y la paleontología son los dos grandes reinos científicos de referencia de Indiana, aunque él todavía no ha corrido detrás (o más bien delante) de ningún tiranosaurio -eso ha quedado para su sosias de Parque Jurásico Alan Grant, que también luce sombrero-.

Lucas y Spielberg, con su gran intuición y esa comunión tan estadounidense con la infancia propia que sensibiliza y predispone al contacto con lo arquetípico, son grandes reelaboradores de mitos. Su mayor acierto con Indiana ha sido entender que el gran héroe aventurero de masas ya no es -no puede ser- el militar, el explorador o el aviador, sino que su mito lo encarnan hoy el arqueólogo y su pariente el paleontólogo, empeñados en traspasar esa última frontera que es el pasado, la historia y la prehistoria de las que brotan, para nuestro alborozo, tesoros y monstruos.

Bardem

Bardem

Ha ganado Bardem. La noticia se coló de soslayo en las portadas de los periódicos españoles, preocupados más por el sopor del debate electoral que por el éxito de uno de los mejores actores de la historia del cine español. Y que conste Señora Danvers que sigo pensando lo mismo de los premios, incluidos los Oscar. En ocasiones son los actores los que engrandecen los premios; éste es el mejor ejemplo. La Academia ha sabido estar a la altura de uno de los actores más completos de la escena actual. No al revés. Ha premiado a un profesional de izquierdas, comprometido y muy poco entusiasmado con la idea de incorporarse al universo de Hollywood.

            Javier Bardem me cae bien, me cae muy bien. Desde “Jamón jamón” lo he visto como un tipo auténtico, un chulo con galones para poder ser chulo. No todo el mundo puede serlo, aunque muchos lo intentan infructuosamente. Ser chulo es un mérito. Javier es un pedazo de actor con  una capacidad camaleónica natural, ese atributo que tanto gusta de adjudicar a otros actores con perfil más bajo. Bardem es un currante de la cámara, un machaca que ha conseguido lo que ha conseguido gracias a un concepto stajanovista del trabajo, se ha metido tan de lleno en sus personajes, los ha diseccionado con tanta meticulosidad que ha logrado ser un trasunto de ellos. Hay ejemplos como el de Reynaldo Arenas que producen vértigo por su extraordinario parecido.

            Bardem pertenece a una saga familiar que resulta incómoda para determinada derecha de este país. Directamente no los soportan. No pueden con ellos porque son brillantes, independientes, cáusticos y un poco brutos cuando defienden causas en las que creen. Es esa delgada línea que otros llaman crispación y que no es más que el derecho democrático a la libertad de expresión.

            Hay otra cosa que duele de los Bardem y que Elvira Lindo lo definía ayer muy bien; han llegado a la aristocracia gracias al trabajo. Es decir; que nadie les puede reprochar absolutamente ningún privilegio heredado ni pago de favor alguno. Pilar Bardem es una señora que las ha pasado bien putas en esta vida; y quizá por ello observa ésta con un punto de descreimiento e ironía que también sienta fatal. Es una mujer forjada en las trincheras y no en las alfombras rojas. El papel que le recuperó para el cine, la madura suegra de Victoria Abril en “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto” de Agustían Díaz Yanes, es de algún modo un retrato descarnado de su propia vida y un despliegue impecable de su enorme talento cinematográfico.

De la trayectoria de una mujer dura e imperturbable surge un hijo instalado en las mismas coordenadas vitales. Un personaje al que se le puede imaginar sin distorsión tomando cervezas en un bar de carretera de los Monegros, o compartiendo un Dry Martini con George Clooney en el selecto hotel Chateau Marmont de Sunset Boulevard.

Hay otra cosa que desarmó a muchos en la madrugada del lunes. El rojo antipatriota dedicó el Oscar a España. A esa España de la que se ha apropiado una parte del país que sólo entiende el concepto patriótico envuelto en una gran bandera rojigualda y abrazado a los valores tradicionales heredados de la noche oscura del franquismo. Bardem representa a otra España tan patriota como la anterior pero construida sobre valores universales como la solidaridad, la igualdad, el diálogo y el respeto al otro. Eso que algunos llaman relativismo.