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Juan Gavasa

Patrimonio irredento

Patrimonio irredento

El visitante que recorra las salas del Museum of Fine Arts de Boston se topará con una bella portada románica que perteneció a la iglesia de San Miguel de Uncastillo (Cinco Villas) o con las espectaculares pinturas murales que un día fueron arrancadas de la iglesia de Santa María de Mur (Pallars Jussà). En la soberbia sala  “The Cloisters” del Metropolitan de New York podrá entretenerse en descifrar la detallada iconografía de los sepulcros góticos que pertenecieron a los Condes de Urgell en el Monasterio de Santa María de Bellpuig de les Avellanes. En el Museum of Art de Providence (Rodhe Island) un inmenso Cristo románico procedente del Pirineo aragonés se presenta como una de las piezas más cotizadas de su quinta planta dedicada al arte europeo.

Son tan sólo algunos de los ejemplos más ilustrativos del extenso patrimonio pirenaico disperso en museos y colecciones privadas de medio mundo. Durante buena parte del siglo XX el arte medieval del Pirineo fue un preciado objeto de deseo para ladrones, coleccionistas, anticuarios, marchantes y para la propia iglesia, que generalmente fue cómplice necesario y activo instigador de una sangría de bienes artísticos de incalculable valor. Este mercado indiscriminado e impune fue posible porque se ajustaba a las normas  recogidas en el Código de Derecho Canónico de 1917.

Cientos de piezas (retablos, pinturas murales, tallas, claustros, sepulcros, artesonados, puertas, capiteles…) se esfumaron de sus lugares de origen como consecuencia de una combinación perversa de avidez material e ignorancia popular. El historiador catalán Jordi Campillo ha estimado que un 82% del patrimonio del Obispado de la Seu de Urgell desapareció durante la primera mitad del siglo XX. En Aragón el también historiador Antonio Naval, que lleva años siguiendo el rastro de las piezas aragonesas dispersas en Estados Unidos, calcula que al menos 200 han cruzado el charco.

Cómo fueron a parar allí no es ningún misterio. La ruta seguida por buena parte de esas piezas (al menos las conocidas y localizadas), está perfectamente detallada y documentada. Fueron casi siempre ventas legales, pero “dudosamente morales” matiza Jordi Campilo, que se hicieron en un tiempo en el que las necesidades económicas y la ausencia de sensibilidad social hacia el arte medieval facilitaron el trabajo de coleccionistas y anticuarios. Estos sentían fascinación por lo que para los pirenaicos no eran más que sus santos protectores y su imaginería, a los que invocaban cuando lo cotidiano devenía en infierno, que era casi siempre.

Es cierto que también operó en el Pirineo una efectiva red de expoliadores que sencillamente se dedicó a robar y, por lo tanto, incurrió en delitos no siempre resueltos El caso probablemente más famoso, aunque mucho más cercano en el tiempo, es el de Erik “el belga” y la silla de San Ramón de la catedral de Roda de Isábena. Este fenómeno se enmarca en los años 60 y 70 del siglo pasado, cuando el éxodo rural y el desapego característico de los pueblos en retirada dejaron indefenso el patrimonio que todavía se había conservado. Lo expoliado se pierde así en una cartografía indescifrable de coleccionistas privados con la naturaleza de una ameba.

Pero en el caso del patrimonio vendido legalmente, certificado y de improbable retorno surge inevitablemente una reflexión:  “¿A qué nos referimos al hablar de patrimonio emigrado, sólo al que se vendió legalmente a coleccionistas y museos  extranjeros, o también al que fue a parar a museos nacionales?”. La pregunta la formula el historiador navarro Fernando Hualde en tono conativo.

Como siempre, la fuerza centrípeta que atrae las piezas se observa en origen con sospecha en función de su procedencia. La historia demuestra que los pirenaicos consideraron frecuentemente una intromisión centralista los esfuerzos de las instituciones por salvaguardar el patrimonio en peligro trasladándolo a museos de Madrid, Barcelona, Lleida, Seu d’Urgell, Vic, Jaca o Huesca (nacionales o diocesanos).

Muchas veces denodadamente levantaron la voz para evitar la salida de pinturas y tallas de valor de sus lugares de origen sin importar su destino. Otras, no hicieron distingos a la hora de vender a un coleccionista privado o a una institución. Lo mismo ocurre con los protagonistas del mercadeo; según el enfoque se considera al comprador un ilustrado  y respetado salvador o un expoliador de guante blanco. Al pirenaico como ignorante despreocupado o víctima propiciatoria.

Campillo señala que “la fuerte necesidad económica de estas poblaciones, la imposibilidad de conservar las obras y la presión de los coleccionistas y los museos nacionales y privados” abonaron un caldo de cultivo propicio para la desbandada. Antonio Naval habla de “menosprecio con ignorancia” de los pueblos. Más condescendiente es el historiador Domingo Buesa, que afirma que “no era desapego sino necesidad”.

La especialista Marisancho Menjón pone el foco en los coleccionistas y en los expertos que los asesoraban y que siempre proclamaban fines proselitistas: “si lo que pretendían, como decían, era evitar que esas valiosas piezas salieran de España lo único que tendrían que haber hecho era “enseñar al que no sabe” y advertir a cada pueblo que aquella pieza que tenían en su iglesia era de gran valor y la debían conservar”.  Evidentemente durante mucho tiempo el arte medieval pirenaico fue tan solo “un producto útil para el mercado”, en palabras de Antonio Naval. Cuando no un botín de guerra como en la de 1936, que contribuyó a mermar más si cabe el arte religioso en algunos valles pirenaicos.

En esta azarosa historia del patrimonio pirenaico hay multimillonarios que suspiran por poseer una colección privada, venerables museos americanos fascinados con el arte medieval europeo, museos nacionales con afán centralizador, agiotistas anticuarios, ávidos coleccionistas, testaferros sin escrúpulos y también especialistas guiados por un sincero espíritu de conservación de un patrimonio que respetaban y que veían en peligro.  

Y todo se produce en un convulso contexto histórico de profundos cambios de naturaleza social, económica e incluso identitaria. Lo ha analizado rigurosamente Jordi Campillo, en su libro “On ès la calaixera? L’espoli del patrimoni historicoartístic altpirenenc al segle XX”. Instituciones como el CEC de Catalunya, el SIPA de Aragón o la Junta de Museos de Barcelona, venían alertando desde principios de siglo de la “desaparición” inmediata del patrimonio religioso de las iglesias pirenaicas. En ese momento ya existía una creciente inquietud de una parte de la sociedad por el destino de aquel  patrimonio. En Catalunya había adquirido nuevo valor dentro del movimiento cultural conocido como la Reinaixença, que quería renacer el arte y la cultura como señas de identidad del país. La historiadora Marisancho Menjón considera necesario recordar que hasta entonces los expertos habían despreciado el valor del arte medieval, “el arte del mal gusto” le llamaban.

Así las cosas, las historias que se trazan tienen algo “shakesperiano” en cuanto que definen el alma humana y reproducen temas eternos de la literatura como la deslealtad y la traición. De hecho, hay un innegable pulso novelesco en los relatos de esta realidad. En 1919 el pintor Joan Vallhonrat, que estaba copiando por encargo del Instituto de Estudios Catalanes (IEC) los frescos de la iglesia de Santa Maria de Mur, descubrió una conjura montada por anticuarios y financieros (entre ellos el anticuario polaco Ignasi Pollak y el empresario y coleccionista catalán Lluis Plandiura), con la aquiescencia de las autoridades civiles y eclesiásticas, para adquirir en bloque todas las pinturas murales del Pallars. Las de Mur acabaron en Boston entre la conmoción popular, pero la Junta de Museos de Barcelona llegó a tiempo de recomprar el resto y entre 1919 y 1923 fueron arrancadas y trasladadas al Museo Nacional de Catalunya.

Conocida es la historia del llamado “Terno de San Valero”, de Roda de Isábena”, unos despojos de incalculable valor que el Obispado de Lleida vendió a Lluis Plandiura en 1922 por la astronómica cantidad de 200.000 pesetas pese a la oposición del pueblo aragonés, que denunció el caso al Gobernador Civil. Esa venta dio origen a un pleito muy famoso en la época entre el coleccionista barcelonés y Joaquim Folch i Torres, presidente de la Junta de Museos de Barcelona.  No sería ni el primero ni el último. Cuatro años después del litigio la Justicia dio la razón a Plandiura. Después de dar mil y una vueltas, en la actualidad es la pieza más importante del Museu Téxtil i de la Indumèntaria de Barcelona.

El camino seguido por la portada románica de San Miguel de Uncastillo hasta llegar a Boston es propicio para un guión cinematográfico. La compró en 1915 por 400 pesetas el librero catalán Salvador Babra al Obispado de Jaca, que desoyó el clamor de los vecinos del pueblo. Las cerca de 150 cajas que guardaban las toneladas de piedra deambularon de un almacén portuario a otro durante años en busca de comprador. Cuando en 1927 el Museo de Boston se interesó ya estaba en vigor la ley que impedía la exportación de este tipo de piezas.  A través de intermediarios y empresas de paja la puerta acabó en Estados Unidos vía Marsella gracias a la adquisición de un tal Francis Barlett, que después la donó al Museo. La figura de la “donación” fue utilizada habitualmente para tapar una compra ilegal.

El Obispado de la Seu vendió en 1918 la sillería del coro gótico de la catedral de la Seu d’Urgell al magnate del periodismo norteamericano, Randoph Hearst, aprovechando las obras de restauración que estaba realizando el arquitecto Puig i Cadalfach. Se asegura que el obispado lo hizo para financiar las obras de restauración, pero Campillo insiste en que la desaparición de este patrimonio “fue una práctica consentida e incentivada por la propia iglesia durante décadas”. Antonio Naval aporta más datos: “En Capella el obispado fotografió todas las piezas de valor con claros objetivos mercantiles y en Arén se vendieron objetos para arreglar el suelo con las ganancias”. Son tan sólo unos ejemplos.

Recientemente han regresado a Andorra La Vella los frescos de la iglesia de Santa Coloma, que fueron vendidos en los años 30 del pasado siglo por el obispado de La Seu d’Urgell al barón Van Cassel Van Doorn. Viajaron hasta Alemania pasando por España, Francia y Austria. Con el inicio de la II Guerra Mundial el noble alemán se refugió en Estados Unidos dejando atrás parte de su colección, cuya propiedad quedó repartida entre sus herederos y el Gobierno alemán. El ejecutivo andorrano los compró en 2007 y ahora se exponen en el Museo Nacional de Andorra.

Frecuentemente los compradores eran asesorados por experimentados anticuarios y reputados hispanistas, que se habían dedicado durante años a recorrer toda la península Ibérica empujados inicialmente por un afán de conocimiento. Nombres como los de Kingsley Porter, Chandler Post o Arthur Byne se repiten una y otra vez y se intuyen determinantes para enfocar y materializar el disperso, impreciso y repentino interés por el arte medieval de las nuevas fortunas norteamericanas de principios del siglo XX. Libros como el publicado por Byne, asesor personal del magnate Randolph Hearst, y su esposa Mildred Stapley, “Arquitectura española del siglo XV”, fueron utilizados tiempo después como si se tratara del catálogo de una grandiosa subasta.

Pero hay también anticuarios nacionales como Celestí Dupont, Luis Ruiz y Josep Bardolet –algunos de los cuales llegaron a abrir sucursal en Nueva York-, o coleccionistas como el ya citado Lluis Plandiura que rivalizaron en la carrera por conseguir las piezas más codiciadas. Antonio Naval recuerda que “los anticuarios españoles exportaron para la subasta piezas en número que resulta increíble. En ese tiempo se hicieron no menos de 30 subastas monográficas de arte español en Nueva York”.

En Catalunya se creó en 1902 la Junta de Museos de Barcelona con el objetivo de recuperar, ordenar y centralizar las piezas artísticas esparcidas por el territorio y que corrían el riesgo de desaparecer. Durante mucho tiempo la tarea de sus promotores -el arquitecto Josep Puig I Cadalfach, Lluis Folch i Torres, el cura Josep Gudiol o Josep Pijoan-, fue una continua y agónica carrera para adelantarse a la adquisición de tipos como Plandiura, personajes de gran prestigio social, valiosos contactos y considerables fortunas. A veces lo consiguieron, otras no.

Mercè Vidal i Jansà cuenta en su libro “Teoria i crítica en el Noucentisme. Joaquim Folch i Torres” una anécdota que define la atmósfera de aquellos tiempos: el Obispado de La Seu d’Urgell sacó a subasta las piezas que componían el altar de la parroquia d’Encamp de Andorra. A la puja acudió Lluis Plandiura pero también la Junta de Museos, que estaba empeñada en no perder las piezas. Ganaron la subasta pero cuando Joaquim Folch regresaba por el congosto de San Juliá de Loria con el altar, su vehículo fue asaltado y las piezas robadas. Sobre el “autor intelectual” de ese hurto se pueden abrir todo tipo de hipótesis. Ironías de la vida, en 1932 Plandiura, agobiado por una fuerte crisis económica, se vio obligado a vender por 7 millones de pesetas toda su colección precisamente a la Junta de Museos.

Pese a la orden emitida en 1919 por la Nunciatura Apostólica, que prohibía la “venta y extracción de objetos artísticos y de pinturas de sus templos o conventos”, o la ley contra la exportación de obras de arte promulgada por el gobierno español en 1926, y las posteriores mucho más avanzadas ya en periodo democrático, la sangría patrimonial no se detuvo de ningún modo. La llegada del estado de las autonomías y la recuperación de identidades perdidas ha otorgado nueva conciencia social a este patrimonio, como ocurre en Aragón con los bienes que pertenecen a las iglesias de la Franja, actualmente en Lleida, y causa de un ardoroso conflicto que va para diez años.

Artículo publicado en el número 86 de la revista El Mundo de los Pirineos

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