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Juan Gavasa

Solomon Burke

Vi en directo a Solomon Burke en la Plaza de la Trinidad de San Sebastián en 2003. La organización del Jazzaldia había programado como el concierto estrella de aquella edición el regreso a los escenarios de uno de los personajes más determinantes de la historia del soul. Pero en 2003 Solomon todavía era una nebulosa perdida en las brumas de la memoria, una figura mitificada precisamente por la dimensión de su olvido. Desde finales de los 70 el genio de Filadelfia se había recluido en su multitudinaria familia y en la religión ante el empuje irreverente de la moda funk y el dance. La transición experimentada por la música negra en aquellos años tuvo la gravedad de una revolución ante la que muchos sólo pudieron claudicar. El inmenso Burke fue uno de ellos.

            Cuando reapareció en San Sebastián en 2003 traía bajo el brazo el disco de su resurrección; el maravilloso “Give Up On Me” en el que cantaba canciones prestadas por algunos de sus admiradores confesos. Uno de ellos era Van Morrison, que aquella noche de julio en Donosti observaba discreto en un lateral del escenario el inmenso talento de aquel inmenso hombre que tenía que cantar sentado en un grandioso trono. Burke zarandeaba su voz de los graves a los agudos como quien escucha llover. Manejaba a la parroquia con un simple gesto de su mano, mientras con la otra lanzaba rosas a las féminas de las primeras filas. El seductor Burke apenas podía gobernar su cuerpo pero ofrecía intacto el poder torrencial de su voz y de su carisma.

            En aquel trono posaba sus posaderas una leyenda viva de la música, autor y cantante de algunas de las piezas más populares de la historia de la música negra. Todavía hoy es necesario recordar que “Everybody needs somebody to love” es suya, o que “Cry to me”, popularizada en España en la BSO de “Dirty Dancing”, no era de Sam Cooke u Otis Reeding. Aquella voz desgarrada a punto de quebrar era la de Solomon. O que algunos de los discos fundamentales en la discografía de Ray Charles fueron en realidad su respuesta atemorizada a la memorable ingeniería sonora que construía el de Fildafelfia en sus discos de los 60.

            Solomon Burke ha sido realmente uno de los grandes. Un grande en todos los sentidos. Su vida mantiene vínculos inexorables con la leyenda maldita que acompañó a muchos músicos de su generación. Siempre al borde del abismo, siempre rozando el drama; con un pie dentro del fango y el otro tanteando los resortes que separan la vida del éxito o del fracaso. Él, que empezó como tantos otros cantando góspel en la iglesia y que incluso leía sus propios sermones, vivió en la indigencia mucho tiempo y tuvo que aprender demasiadas cosas terribles que sólo son necesarias en la calle. Él sabía que la fama era una condición efímera, absurda a veces. Un capricho del destino que casi siempre emparentaba con la vanidad del ser humano.

            Por lo tanto vivió las etapas de la vida con la naturalidad de quien no espera nada especial. Esperó su momento mientras dormía en la calle y administró el éxito cuando éste, puñetero, le tocó por la espalda. Cuando de nuevo se fue sin avisar se recluyó en su familia y volvió a predicar. Sin perder su socarronería de proporciones bíblicas. Se ha apagado para siempre la voz de Solomon y uno se pregunta qué hacer para superar vacios tan irreparables como éste. Vacíos tan estruendosos.

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