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Juan Gavasa

Alquezar

Alquezar

Alquézar es de color naranja y albero, mimetizado entre la tierra y la roca caliza que define la naturaleza de las sierras prepirenaicas. Los encalados tostados de las fachadas y las tejas que cubren sus tejados parecen dispuestas con ese fin camaleónico, intentando evitar la quiebra de una armonía que resulta fascinante cuando el perfil de Alquézar se presenta insolente por la carretera que nos ha traído desde Radiquero. Nada fue dejado a la improvisación en esta obra de siglos nacida con carácter defensivo.

 

En realidad todo es una cuestión de percepciones y de ángulos. El naranja se matiza y se atenúa en la cercanía pero nunca se pierde la sensación de estar en un espacio de voluntariosa discreción, resguardado bajo la gran mole que soporta la Colegiata de Santa María la Mayor, verdadero icono y referencia visual de Alquézar. La antigua fortaleza musulmana es el origen y la razón de todo. El propio pueblo debe su nombre al castillo o Al-Qasr, construido a finales del siglo IX para defender el acceso a la capital de la Barbitania (Barbastro) de los núcleos de resistencia cristianos del Pirineo.

 

Lo cierto es que resulta complejo hablar de Alquézar sin recurrir a tópicos mil veces usados. Sin abusar de referencias literarias de los viajeros decimonónicos que vieron en la vieja fortaleza tanta belleza como misterio en los fondos abismales de los barrancos que la rodean. El pueblo ha sido escrito y cantado, dibujado y recorrido por los primeros pirineístas, por los franceses Lucien Briet y Aymard d’Arlot de Saint-Saud, por Lucas Mallada y el dibujante Albert Tissandier. Todos ellos describieron sobrecogidos este espectáculo de riscos y barrancos rematado con la fortaleza como espadaña de un templo natural.

 

            Las fotos que nos legó Briet en su “Superbes Pyrénées” a principios del siglo XX muestran un pueblo de calles estrechas y empinadas, de casas apiñadas y trazos urbanos imposibles, forzados por la dureza de una orografía que todo lo condiciona. El mismo Briet dejó escrito en su diario de viaje: “escudos nobles se mezclan con postigos esculpidos y caducos. Gracias a la inclinación del terreno, las calles que descienden se juntan con las que suben. Hay que andar con la vista en el suelo para no torcerse el tobillo”. Todos los inconvenientes que advirtió el popular viajero hace cien años son hoy parte de la sustancia que hace de Alquézar uno de los pueblos más hermosos y singulares del Pirineo aragonés.

 

            El Parque Natural de la Sierra y los Cañones de Guara es el escenario que lo decora. Alquézar está en el sureste del mapa del Parque, erigiéndose como puerta principal de acceso y referente fundamental para barranquistas y amantes de los deportes de aventura. Ésta es la pequeña revolución experimentada por el pueblo en las últimas décadas al albur de un desarrollo turístico tan imprevisible como sorprendente. Lo que durante siglos fueron inquietantes e inhóspitos barrancos que pertenecían al lado más sombrío del imaginario popular, se convirtieron de repente en atractivas formas de la naturaleza que permitían nuevos placeres y una capacidad lúdica inédita.

 

            Esas profundas huellas labradas durante siglos por las aguas del río Vero atrajeron primero a decenas de franceses y mas tarde a una romería constante de amantes de las nuevas expresiones deportivas que no deja de crecer.  Alquezar se transformó en el templo del barranquismo y hoy comparte un turismo interesado por su  historia con otro que camina con neopreno en busca de las corrientes de agua. En el pueblo han tenido que aprender rápido el francés para atender tanta demanda e incluso varios compatriotas del inolvidable Briet han seguido sus pasos un siglo después pero esta vez para instalarse definitivamente en Alquézar. El pintor Albert Tissander escribía en un viaje realizado en 1889 que “no nos cansaríamos de pasear por las afueras de la ciudad, entre olivos plantados en todos los sitios donde la tierra vegetal se ha podido retener entre las inmensas rocas que forman el foso natural de la fortaleza”. Las evocaciones del paisaje son hoy de otra naturaleza en los nuevos visitantes.

 

El casco urbano no puede substraerse a la imponente presencia del castillo, monasterio y colegiata de Santa María la Mayor, elevado sobre un istmo rocoso del que parten desparramadas las callejuelas siguiendo sinuosos diseños para adaptarse al relieve. El caserío adquiere forma de media luna, como si quisiera perpetuar su cuna, y sus viviendas se apretujan en trazados de origen medieval que se complican con pasos elevados. Hay una tradición en Alquézar que asegura que hace algunos siglos se podía cruzar el pueblo sin necesidad de pisar la calle a través de esos pasos.

 

La iglesia de San Miguel (1681), sobria y robusta, saluda al visitante en el extremo occidental del casco. Su decoración  quedó prácticamente destruida durante la Guerra Civil, lo que explica la austeridad de su interior. Desde ahí y a través de una puerta gótica en forma de arco nos introducimos en la calle Pedro Arnal Cavero. La antigua calle Mayor está labrada de casas rústicas, grandes portaladas, edificios de una austeridad espartana y escudos de armas esculpidos en las paredes. Así llegamos a la Plaza Mayor, recoleta y modesta, especial por los soportales de anarquía constructiva que cubren tres de sus vertientes. Aquí se detuvo Briet hace casi cien años para contemplar a las mujeres de Alquézar lavar la ropa, y lo contó en su diario con gran virtuosismo descriptivo: “Esta plaza mide 8,25 metros de ancha por 22,50 de larga y constituye el corazón y la síntesis de esta región”. Hoy esa imagen es imposible pero el decorado permanece intacto.

 

La plaza es un buen punto de referencia en la visita. Si seguimos por la calle de la iglesia accederemos por la derecha al mirador O’Bicon sobre el río Vero y por la izquierda a Santa María la Mayor a través de la Plaza Cruz de Buil. La antigua fortaleza musulmana perteneció a la familia del político Jalaf Ibn Rasin Ibn Asad. Sancho Ramírez, hijo de Ramiro I, conquistó el pueblo en 1074 y con él la magnífica fortaleza que pasó a ser monasterio benedictino. En ese momento comienza una profunda transformación acometida en diversas fases atendiendo a los estilos arquitectónicos de cada momento. La magna obra que hoy podemos contemplar es el resultado de siglos de trabajo, y sólo los restos de la torre vigía delatan el remoto origen.

 

Santa María la Mayor requiere tranquilidad y sosiego para su visita. De repente entramos en un mundo de princesas y leyendas, de malvados reyes musulmanes y heroicas intervenciones populares. Una guía nos introduce en este universo singular con aportaciones no menos singulares sobre la trayectoria del monumento. A veces las interpretaciones libres de la historia logran despertar el interés dormido de los turistas y éste es un claro ejemplo. La torre albarrana domina la rampa en forma de zigzag de subida al castillo. Fue la primera aportación de los reyes cristianos tras arrebatar la fortaleza a los musulmanes. Pasamos poco después ante la puerta del calabozo donde fueron martirizadas las vírgenes Nunila y Alodia. El legendario en torno al edificio adquiere forma con una historia que acabó en drama. Sobresale el bajorrelieve del siglo XV  sobre la clave de la puerta.

 

Al llegar a la plaza de la colegiata accedemos al interior del irregular claustro románico, la joya escondida de la colegiata. Fue construido en 1258  y restaurado en  el siglo XIV con claras influencias del de San Juan de la Peña. Sus capiteles historiados y los frescos del siglo XV que lo rodean lo convierten en excepcional. En el interior de la iglesia de Santa María destaca el formidable órgano barroco del siglo XVI y la capilla barroca del Santo Cristo, espléndida talla de transición románico-gótico de finales del siglo XII.

 

De regreso a la plaza, disfrutamos de una vista casi cenital de Alquézar. Los naranjas del principio se han vuelto marrones y en cierta medida manejamos la sensación de dominar el tiempo y la historia. Los primeros barranquistas de la temporada comienzan a pulular por las calles, la imagen exótica de hace unos años forma parte ya del paisanaje del lugar. Esta primavera el fuerte deshielo ha vuelto bravo el Vero y el verano se anuncia inmejorable. Alquézar tiene los más accesibles y bellos barrancos de Europa, los infiernos del pasado son el cielo del presente para los nuevos turistas.

 

Historias de princesas y reyes

El origen musulmán de Alquézar y la mezcla de culturas y religiones que ha marcado su historia aviva una suerte de legendario popular de gran riqueza y colorido. Las leyendas y tradiciones se multiplican y repiten en formas diversas, localizando de forma invariable los escenarios en la cumbre de la Colegiata o en el infierno de los cercanos barrancos. Aseguran en Alquezar que en la noche de difuntos todavía se escuchan voces desgarradoras procedentes del Vero, justo bajo la mole pétrea que soporta el monumento. Esas voces son las de los soldados musulmanes que huyeron despavoridos tras conocer la muerte de su rey a manos de una joven del pueblo.

            La leyenda sostiene que un malvado rey moro exigió los favores de la joven más bella de Alquézar con amenaza de muerte para sus familiares si no atendía sus propósitos. Los vecinos, cansados de tanto abuso, se reunieron la noche anterior a la finalización del plazo para tramar un plan. La misma joven decidió recogerse sus largos cabellos y esconder en su interior una daga con la que daría muerte al rey. Al día siguiente accedió a sus maravillosos aposentos rodeada de lujos inimaginables y en un momento de soledad le arrancó la cabeza y la mostró desde uno de los balcones de la fortaleza a sus vecinos.

            Sin embargo la historia más conocida es la de Nunilo y Alodia, que estuvieron cautivas en el castillo antes de ser condenadas a muerte por no renunciar a la fe cristiana. Finalmente fueron decapitadas en el año 851.

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