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Juan Gavasa

Joseph Habierre, el francés de Jaca

Joseph Habierre, el francés de Jaca

La vida cada vez es más difícil en Jaca. Varias epidemias consecutivas de cólera, viruela y dengue han dejado maltrecha a la población, que practica cada mañana un heroico ejercicio de supervivencia. Las cosas no mejoran mucho en el campo y la alarmante falta de trabajo mantiene a muchas familias en la absoluta indigencia.

            Orosia Rapún, natural de Borau, con la viudedad recién estrenada y la desesperación en el alma, decide cargar a sus cinco hijos, el más pequeño todavía de pecho, y tomar el camino de Oloron en busca de futuro. Corre el año 1892 y a Jaca acaba de llegar la luz eléctrica y también el tren. Tremenda paradoja.

            La carretera que lleva a la frontera ha sido construida hace muy pocos años pero el Somport sigue siendo inhóspito y traicionero. Pese a todo, a finales del siglo XIX cruzar a Francia sigue siendo más sencillo que bajar al llano, tierra ajena y desconocida. Orosia arrastra a sus hijos y una carga de dolor que al tiempo le insufla valor. Es lo único que pesa en el mísero equipaje de una viuda de jornalero que quiere mitigar el hambre de sus cinco hijos.

            Al llegar a lo alto del Somport continúan sin descanso hasta Lescar, muy cerca de Pau. Han llegado a la tierra prometida con la certeza de que el camino andado es tan sólo una estación intermedia. Allí les preguntan por sus apellidos y el Javierre del marido y padre fallecido (jota rotunda e impronunciable para los franceses) se convierte en una hache aspirada que lo transforma en Habierre. Con el afrancesado se quedaron para siempre, iniciando un proceso de desespañolización que culminó en uno de los errores más importantes de la historia del ciclismo español, sólo resuelto más de un siglo después.

            La revista belga Coups de pédales (Pedaladas) desveló el pasado año que José María Javierre, uno de los hijos de Orosia, fue el primer español que corrió el Tour de Francia en 1909, y no el bilbaíno Vicente Blanco “El Cojo”, al que se le atribuía históricamente ese privilegio después de tomar parte en la ronda gala de 1910. Para encontrar el origen de esa confusión hay que remontarse a ese lejano año 1892, cuando la familia Javierre inicia la diáspora hacia Oloron y pasa a ser Habierre.

            Orosia Rapún, nacida en “Casa Soro” de Borau, había contraído matrimonio con Justo Javierre, natural de Javierregay. Vivían en el número 3 de la antigua Plaza de la Estrella de Jaca, actual plaza de Ripa,  detrás del claustro de la Catedral. José María fue el tercero de cinco hermanos que vivían hacinados en una casa de escasos recursos y muchas renuncias. Había nacido el 6 de febrero de 1888 y bautizado en el mes de abril en la Catedral. En el libro de Cumplimiento Pascual que conserva el Obispado de Jaca se indica con claridad que en la Pascua de ese año vivían en la Plaza de la Estrella el matrimonio Javierre y sus hijos Miguel, de 10 años, Cándida, de 7, y José María, de meses. También se informa de que compartían techo con cuatro personas más que no pertenecían a la familia.

            Tres años después se había sumado un hijo más, Luis, de seis meses, pero ya había fallecido el cabeza de familia. En 1892, tras el nacimiento de Dámaso, ya no queda ningún Javierre en esa dirección. A esas alturas Orosia ya había iniciado el exilio forzado hacia el otro lado del Pirineo. Nunca más volvería. En Lescar encontraron las oportunidades que la Jaca burguesa y acomodada les negaba. Con 17 años José María comienza a interesarse por las bicicletas y se compra una para hacer largos recorridos por la tarde, después de trabajar en la fábrica del pueblo. En Francia el ciclismo es ya uno de los deportes más populares. Tan sólo dos años antes el diario ciclista L’Auto, dirigido por Henri Desgrange, ha comenzado a organizar la Vuelta a Francia. La prueba ha logrado arrastrar en poco tiempo a miles de franceses a las carreteras y el pequeño Maurice Garin es la estrella del momento tras ganar la primera edición.

José María Javierre es ya Joseph Habierre. Su infancia jacetana apenas la reporta recuerdo alguno. Desde los cuatro años vive en Lescar y piensa como un francés, habla francés y se siente francés. Pero sigue siendo español. Su afición ciclista le concede cierta notoriedad en algunas carreras locales y regionales. En el velódromo Bois Louis de Pau gana varias pruebas con 19 años y en 1908 consigue el triunfo en la más que respetable Monein-Artix. Las victorias se suceden en la Pau-Puyoo-Pau con un record que se mantendría durante varios años. Apenas consigue dinero, corre por el honor y algunas medallas, nada más. Ha ganado fuerza y confianza y se encuentra preparado para dar el salto al Tour de Francia, “la prueba deportiva más grande”, como rezaba la publicidad de L’Auto.

            Un 5 de julio de 1909 Joseph Habierre se inscribe con el dorsal 70 en el que iba a ser el Tour más frío y lluvioso de la historia. Preguntado por su lugar de origen responde que es natural de Lescar, y francés. Los rudimentarios métodos de inscripción de la época no daban para más. Aquel Tour recorrió 4.497 kilómetros durante 14 terroríficas etapas de 300 kilómetros por carreteras infames sobre rudimentarias y pesadas bicicletas. Ganó con una autoridad insultante el luxemburgués François Faber (logró seis victorias de etapa),  y Habierre finalizó en una meritoria 17ª posición en la general.

            El Tour de 1909 fue el primero que admitió la categoría de los isolés, los ciclistas solitarios que competían sin equipo ni apoyos técnicos. El de Jaca fue uno de ellos. Hercúlea empresa en un tiempo en que el ciclismo pertenecía al universo de la épica. Su primera participación en el Tour fue alabada por los medios de comunicación y admirada por sus paisanos de Lescar, que le recibieron con una pancarta que decía “Vive Habierre” cuando la carrera atravesó el pueblo en la terrible etapa entre Bayona y Burdeos. Según recogía la revista de Pau Eclair-Pyrenées, en un reportaje que dedicó a Habierre en 1952, éste besó a su madre y le espetó en bearnés “Adiou Mama”.

            Ese día el de Jaca hizo la mejor etapa de su vida y concluyó el 15º, a una hora y media de Constant Ménager, exhausto ganador con un tiempo de 10 horas.  Al final del Tour Habierre ocupó  el sexto lugar de su categoría en una carrera dominada por los grandes equipos del momento, sobre todo el patrocinado por la mítica marca de bicicletas Alcyon, maravilloso equipo de galácticos en el que militaba el propio Faber,  Garrigou y Alavoine.

            En aquel reportaje publicado 43 años después en Eclair-Pyrenées, se relataba con detalle una de esas etapas, que ilustraba sin ambages la dureza de una aventura heroica. “Entre Brest y Caen, a las 3 de la mañana, Habierre pinchó. Mientras repara el neumático al borde de la carretera, en la oscuridad más completa, una fuerza brutal le empuja y le manda al fondo de la cuneta. Era un ciclista retrasado y despistado. Habierre, aunque tarda un poco, recupera el sentido, pero lo que no recupera es el desmontable. A cuatro patas busca ansioso entre la hierba. Por fin lo encuentra. Termina de arreglar el pinchazo y vuelve a partir. Llega al primer control con 1.20 horas de retraso y debe rodar solo los 415 kilómetros de la etapa”. Al año siguiente el jaqués se traslada a vivir a Oloron y abre una tienda de bicicletas Alcyon. Su vida se vuelca definitivamente en el ciclismo y decide participar nuevamente en el Tour de Francia, y vuelve a terminarlo. Es la edición de los Pirineos, la primera que asciende el Tourmalet, el Peyresourde, el Aspin y el Aubisque en una misma etapa. Henri Desgrange, el padre del Tour, había enviado a un emisario el año anterior para inspeccionar los puertos pirenaicos. Quería más espectáculo y dureza y estaba convencido de que la capacidad de sufrimiento de los ciclistas no había alcanzado su límite. Ese emisario encontró en el Tourmalet una pista forestal intransitable pero envío un telegrama a Paris en el que decía: “Superado el Tourmalet. Stop. Muy buena ruta. Stop”. Los Pirineos engrandecían la leyenda del Tour. El mítico Octave Lapize, ganador de aquella edición, dedicó a los organizadores una de las frases más terribles de la historia del Tour al coronar el Tourmalet: “¡sois unos asesinos!”.

 

 

Vicente Blanco, “El cojo” de Bilbao

En España el ciclismo no pasaba buenos momentos. Tras el boom de finales del siglo XIX la mayoría de velódromos había desaparecido y la popularidad del deporte perdía peso en beneficio de otras especialidades como el fútbol. La prensa deportiva consideraba al Tour como “la prueba ciclista más importante del mundo” y contaba con envidia el espectáculo anual de la grand boucle. “¿Llegaremos aquí algún día a imitar esos o parecidos ejemplos?” se preguntaban.   En Bilbao llevaba varios años dominando las carreras locales Vicente Blanco, al que le apodaban “el cojo” por las evidentes secuelas que le habían dejado dos graves accidentes laborales cuando trabajaba en la metalurgia. Sin embargo, sobre la bici era invencible y en muchas tabernas de Bilbao colgaba su foto como ejemplo de ídolo local. Manuel Aznar, su mentor, le convenció para que se adentrara en la aventura del Tour. Era la única forma posible de agrandar su leyenda y competir con los mejores del mundo, casi todos ellos franceses. Los periódicos españoles de la época recibieron la noticia con entusiasmo y expectación.

La de Blanco fue la historia de un sueño imposible. La Federación Atlética Vizcaína a la que pertenecía no pudo costearle el viaje a París y el ciclista se fue a la capital francesa pedaleando. Llegó agotado la víspera del inicio del Tour y en la primera etapa con final en Roubaix los adoquines de las carreteras y el cansancio le obligaron a retirarse. Exhausto y sin dinero regresó a su tierra convertido en el primer español que participaba en el Tour. Así fue hasta el pasado año. Joseph Habierre terminó en la 24ª posición en una edición dominada de principio a fin por el equipo Alcyon. Tres de sus ciclistas, Lapize, Faber y Garrigou ocuparon las primeras posiciones en la general y en las clasificaciones parciales. El jaqués mantuvo una regularidad absoluta y realizó meritorias actuaciones en complicadas etapas como la Roubaix-Metz, de 398 kilómetros. Esta segunda experiencia en la carrera francesa había colmado sus aspiraciones y decidió no volver más.

Sus participaciones le habían otorgado cierta relevancia y respeto entre sus rivales y el mismo Desgrange le envía una carta: “Espero que este año vuelva a participar en el Tour de Francia. Antes de tomar una decisión, piense en la gloria que recae sobre todos los corredores que participan”. El padre del Tour no logró convencerle. Desde este momento, Habierre se empeña en conseguir la nacionalidad francesa. Los éxitos deportivos no eran suficientes y necesita sumar méritos.  Se inscribe en la Legión Extranjera y participa en la I Guerra Mundial como cabo del batallón senegalés. Regresa cojo de una pierna y marcado por la metralla para siempre, pero recibe la Legión de Honor, la Cruz de Guerra, la medalla militar y, por fin, la nacionalidad francesa. El precio había sido muy alto. En 1920 se casa con Anne Loustalot, natural del cercano pueblo de Lurbe,  y tiene dos hijos, Auguste y Cécile. Dos años antes de morir asegura al periodista de la revista Eclair-Pyrenées que “el Tour de Francia de ahora es cosa de mujeres, no sufren, llegan a meta en un sillón”. Lo dice en los tiempos épicos de Coppi y Bobet. Falleció en 1954 con 66 años atacado por el reumatismo, un cansancio crónico y un corazón debilitado por los esfuerzos de la bicicleta y la guerra.

 

Artículo publicado en la revista "Jacetania" que edita el Centro de Iniciativa y Turismo de Jaca y realiza Pirineum Editorial.

 

           

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