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Juan Gavasa

El canfranero, camina o revienta

El canfranero, camina o revienta

El Canfranc casi forma parte del universo mitológico de los altoragoneses. Hay tanto de verdad como de leyenda en su breve pero azarosa historia, sometida al inapelable juicio del tiempo de forma prematura y a la corrosiva exposición de su símbolo como un sentimiento que va más allá de lo racional.

En el Canfranc se han depositado frustraciones, complejos de inferioridad y todos los secretos inconfesables de los aragoneses. Ha sido el pañuelo donde se han secado las lágrimas de la incomprensión y el zaguán en el que muchos políticos han escondido su ineptitud. Fue un sueño a mediados del siglo XIX, una esperanza el día de su inauguración y una gran decepción casi todo el resto del tiempo. Un conocido político aragonés dijo con tino que el “Canfranc nunca tuvo buenos tiempos” y parece que la realidad se empeña en darle la razón. 

Por todo esto y por mucho más el viaje en el “canfranero” no es un simple trayecto en tren. Abstraerse de todo lo que representa sería abaratar el valor de la memoria y hasta cierto punto concederle a otros ferrocarriles el privilegio de compartir la categoría que nunca tendrán.

El Canfranc es único, “un símbolo para todos los que amamos los trenes, primero está el Canfranc y después el resto”, me aseguraba recientemente, con una rotundidad difícil de expresar por escrito, el historiador y especialista en trenes Carlos Teixidor. Viajar en un símbolo tiene que ser tan complejo de explicar como ser un mito. Los mitos, como los símbolos, son la piel que envuelve a los mortales, el aura que hace especial lo que nació en igualdad de condiciones.

 Nada de eso se escapa a la experiencia íntima de viajar en el canfranero y recorrer su tramo más pintoresco e insólito, el que parte de Huesca y llega a Arañones casi tres horas después. El tiempo deja de tener un valor absoluto cuando te introduces en sus vagones, hay que asumir el viaje como un medio para alcanzar el placer, nunca como un medio para el transporte. Cuando las prisas se instalaron en la sociedad, se convirtió de inmediato en una maravillosa reliquia. Quizá siempre lo fue, mientras esperaba que alguien cambiara su destino.

La nueva estación intermodal de Huesca es el único edificio que respira aires de modernidad en todo el trayecto. Funcional y austero, carece de la intensidad vital de otras estaciones mayores, del ensordecedor murmullo de voces en despedida, de taconeos apresurados y llamadas por la megafonía. Es posible que las estaciones sean un reflejo de sus ciudades. Las hay vigorosas, nerviosas y tumultuosas, otras que son tímidas, discretas y silenciosas. La de Huesca es una de éstas.

No hay demasiado movimiento en esta mañana de lunes de noviembre. Acaba de salir un tren Altaria con destino a Zaragoza.  De repente, han desaparecido las dos azafatas que daban la bienvenida a los pasajeros en la entrada del andén. Ese simple gesto de distinción se ha borrado de un plumazo cuando llegamos los tres viajeros que vamos a subir al canfranero. Está claro que somos clientes de segunda, como el ferrocarril en el que vamos a viajar. También ese andén parece haber retrocedido de categoría hasta quedarse nuevamente en una simple estación de provincias.

Los tres pasajeros nos hemos distribuido en dos de los tres vagones que componen el tren automotor de una sola pieza que RENFE ha reciclado para esta línea. No hay tumultos en el acceso ni embotellamientos en los pasillos, aunque le hemos roto el sueño a la joven que dormía plácidamente en la parte delantera. Se ha despertado tan aturdida que probablemente ha dudado un instante dónde estaba. El caso es que con ella somos cuatros viajero y el revisor, que acaba rápido su trabajo.

La mañana es fría, muy fría, cubierta por una espesa niebla que sólo comienza a retroceder cuando nos acercamos al Pirineo. El paisaje de la Hoya oscense evoca escenarios misteriosos en los que cualquier cosa es posible. El horizonte se vuelve cercano y la visión desde el interior del tren pasa a ser plana y monótona, sólo rota por la silueta perdida de algún castillo en ruinas o una fonda en desuso.

El primer tramo del trayecto atraviesa la comarca de Huesca, la parte más sencilla del recorrido. Aquí el tren se muestra ligero y atrevido, como si quisiera dejar en evidencia todas las leyendas sobre su impuntualidad, sus achaques y su senectud. No hay todavía noticias del Pirineo y eso se nota en la velocidad. En Plasencia del Monte el tren no se detiene, no hay ningún viajero que haya demandado sus servicios previamente.

Así seguiremos, rumbo a toda máquina hasta Ayerbe, donde nos detendremos diez minutos para esperar el cruce con el tren que viene de Jaca. La estación es todo abandono. Una adolescente con aspecto hippie y un señor de avanzada edad esperan silenciosos en uno de los bancos del anden. La estampa y el decorado acentúan los contrastes de una escena que bien podría pertenecer al universo de Almodóvar. En este tiempo no se miran ni se mueven, tan sólo apuran sus cigarros como si el reloj no corriera. Y es que parece que no corre.

El edificio de la estación aguanta a duras penas la caída del calendario. Tiene la melancolía de esos lugares en los que todavía se conservan tenuemente las huellas de un pasado no lejano de vitalidad. Pero no son más que huellas que se vuelven cada día más mohínas.

Nadie se ha subido al tren y el maquinista reemprende la marcha. El revisor aprovecha para dar una pequeña cabezada. Maneja los tiempos del viaje con el rostro aburrido de quien sabe perfectamente lo que va a pasar en los próximos minutos. Esa certeza relaja el espíritu, me imagino. En el interior no se oye más que el sonido monótono del tren. Fuera todo pasa por el filtro blanco de la niebla, cada vez más difusa. Avanzan los kilómetros y el paisaje se vuelve más agreste y bello, y crece la convicción de que estamos ante una soberbia obra del ser humano. Hemos dejado el llano oscense y nos dirigimos hacia el Pirineo. El tren torna cansino y extenuado su ritmo y por momentos da la sensación de que no va a dar más de sí. La vía se interna por estrechos corredores, por paredes rasuradas que encajonan la máquina y limitan la perspectiva. Surgen los túneles, y con cada uno de ellos el trayecto se empina un poco más.

Es ahora cuando comienza a adquirir su verdadera dimensión el símbolo del Canfranc. Es en estas primeras rampas, que anuncian la inminencia del Pirineo, donde la intervención del ser humano se hace palpable, donde se inicia el duelo entre el hombre y la naturaleza. En las cercanías de Riglos también toma cuerpo el valor social del tren como vertebrador del territorio. Muchos de los pueblos que atraviesa lo recibieron hace setenta años como el último eslabón que les podía unir a la modernidad, al desarrollo y a la esperanza de un futuro. Se sacrificó el tiempo pero se aseguró entonces la vida de numerosas localidades.

Los mallos de Riglos asoman la cabeza entre los últimos estertores de la niebla. La visión que se tiene de ellos desde el tren es irrepetible, parece que en algún momento se van a volcar irremediablemente sobre la máquina. Aquí tampoco se para el tren, aunque reduce considerablemente la velocidad para atravesar con seguridad el corredor que cruza la vertical de los mallos. En los años 40 decenas de montañeros utilizaron el tren para viajar hasta el templo de la escalada y conquistar sus cumbres, hasta entonces inaccesibles.

Vamos ahora hacia el pantano de la Peña y Santa María. Los técnicos franceses que participaron a finales del siglo XIX en el diseño del trazado de la línea internacional siempre fueron claros con sus homólogos españoles: “hay que trazar una línea recta, el Canfranc sólo será viable si hacemos el trayecto más corto”. Está claro que las cosas no se hicieron así y casi todos los estudiosos del ferrocarril coinciden en atribuir al tortuoso trazado español una de las razones de su fracaso. La Z que dibuja desde Huesca a Canfranc fue letal para su rentabilidad.

En Santa María vuelve a girar bruscamente a la izquierda camino de Anzánigo. Son zonas de escasa demografía y comunicaciones poco desarrolladas. El tren que trajo en los años 30 la prosperidad a todos esos pueblos, apenas es hoy un leve aliento incapaz de insuflar algo de esperanza. La preeminencia de la carretera de Somport como conexión hacia el Pirineo hirió de muerte a principios de los 80 los caminos históricos de Santa Bárbara y Oroel, precisamente los que sigue transitando el tren, cada vez más solitario.

Anzánigo es simplemente un hito en el libro de ruta, el tren no se detiene. La pequeña estación es un edificio desvencijado y abrumado por el paso de los años, la ausencia de servicio y el abandono. Como casi todas las estaciones y edificios ferroviarios que surcan el camino, pasó de ser centro de actividad local a esporádico refugio de excursionistas y cobijo de noches a la intemperie.  

En Caldearenas la maleza ha borrado las vías auxiliares. Fue una de las estaciones más prósperas y febriles de la zona pero esos fueron otros tiempos. Por aquí ya no pasan los obreros que venían todos los días desde Ayerbe para trabajar en la incipiente industria de Sabiñánigo. No hay remolinos de gente impaciente esperando el espectáculo del siguiente tren. El pequeño hilo de vida que surca el Pirineo está repleto de memoria, pero de nada más.

Sabiñánigo ha remozado recientemente su estación. Aquí, como en Canfranc, el tren está indisolublemente unido a su historia. Se ha bajado la chica somnolienta y ya sólo quedamos los mismos tres viajeros que nos habíamos subido en Huesca. La parada es breve y el tren reemprende su marcha camino de Jaca. Cruzamos de la Val estrecha a la Val Ancha y vemos a la izquierda Collarada y a la derecha la Peña Oroel. Por unos minutos el trayecto recupera la horizontalidad y la máquina se toma un respiro. Queda lo peor, pero también lo más bello.

 

Jaca y el tren

Cuentan las crónicas de la época que cuando el tren llegó por primera vez a Jaca, en 1893, la empresa concesionaria del ferrocarril se indignó considerablemente porque ningún jacetano fue a recibir el nuevo y extraño artefacto. Había preparado un convite popular pero ante el escaso éxito del invento sólo invitó a los trabajadores. No es difícil imaginar el tremendo impacto del tren en los jaqueses de finales del siglo XIX. El panorama que observó el maquinista de aquel primer ferrocarril cuando se acercaba a la estación poco tiene que ver con el que se contempla hoy. La expansión urbanística de la ciudad ha dejado el edificio en medio de las nuevas zonas residenciales, y las vías se han integrado en el casco como una calle más. Probablemente ningún urbanista visionario podría haber imaginado esto hace un siglo, cuando se tuvo la prudencia de ubicar la estación lejos del casco urbano amurallado.  Esta vez el tren ha parado en Jaca y se ha subido una pareja de avanzada edad. Por la sonrisa entusiasta de sus rostros, parece que están ante su bautismo ferroviario en el canfranero. Sonríen sin parar y miran a todos los lados, como si no quisieran perder ni un solo detalle del paisaje prometido. La máquina comienza la marcha y se adentra en el valle de Canfranc con paso firme pero discreto. Ha rebajado la velocidad ligeramente.

Hemos atravesado Castiello de Jaca, disfrutando de una panorámica privilegiada que no permite la carretera. Después de atravesar un largo túnel llegamos al viaducto con sus 28 arcos, una de las obras más notables del majestuoso Canfranc, fotografiada primero por De las Heras en los años 20 y después por cientos de fotógrafos que buscaban la belleza del tren. Aquí, sin duda la encontraban. Pronto queda Villanua abajo y la vía alcanza su altura máxima. La carretera nacional parece minúscula y el valle se hace angosto y temerario. Canfranc Pueblo muestra las huellas descarnadas del incendio de 1944, aunque la reciente fiebre constructora hace que cada nueva casa sea como una tirita en la herida. Contemplando el paisaje hemos llegado a los Arañones y disfrutamos del momento único del acceso al anden de la estación internacional. La expectativa es tan grande que surge el reconocible pinchazo de la frustración ante la soledad del recibimiento. Cómo no imaginar los tiempos de esplendor del edificio, cuando se mostraba a cada nuevo viajero insolente, vivo y orgulloso. El nerviosismo infantil de cruzar el túnel y viajar a Francia.

Artículo publicado el año 2006 en la revista "Jacetania" que edita el Centro de Iniciativa y Turismo de Jaca y realiza Pirineum.

 

6 comentarios

Pavoguze -

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clara -

Atrapada por el encanto y la magia del Canfranero, y desde mi espacio: el dibujo, he organizado un "Maratón -Canfranero" y lo he ilustrado y encabezado con tu exquisito, envolvente y sugerente artículo. Si te animas, ya sabes
http://devueltaconelcuaderno.blogspot.com/2010/04/maraton-canfranero.html

carolina -

Un hermoso relato de viaje, una gran historia la del canfranero, cada vez me atrapa más su historia y leyenda...
Ojala pueda un día subirme a él y llegar a Canfranc como tu.
saludos desde argentina, date una vuelta por mi blog cuando quieras

Dorothee Hasnas -

Hello
I used this picture on my blog in an article about Canfranc.
http://www.hasnas.com/blog-fury/2009/3/31/canfranc-spaniens-tor-1928-1970.html Greetings
doro

tercera republica -

reapertra YA!!!