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Juan Gavasa

Pío Baroja estaba equivocado

Pío Baroja estaba equivocado

Hace ya algún tiempo que decidí abandonar la lectura de cualquier artículo que llevara la frase atribuida a Pío Baroja, “el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando”. No importa que el artículo me interesara o que su autor integrara mi lista de predilectos, opté por ser radicalmente intransigente porque ese recurso irrumpía en mi lectura como una decepción infinita, como un estallido de cristales sobre el suelo que lo pone todo perdido y además puede causar daños.

Escribía recientemente Benjamín Prado que “no hay terreno más estéril que un lugar común”.  Con el presunto aforismo de Baroja ocurre lo mismo, el tiempo y su abuso han puesto de relieve su utilidad como eficaz slogan publicitario, como idea fuerza rotunda y contundente que inyecta a quien la pronuncia una inmediata superioridad moral y mucha complacencia. Se trata de ese tipo de citas que siempre adorna bien un texto, le aporta brillo y esplendor, y sobre todo ahorra el esfuerzo de buscar argumentaciones más trabajadas y sólidas.

Frecuentemente suele ser utilizada con la categoría de teoría empírica por quienes intentan desacreditar a los nacionalistas catalanes o vascos. La paradoja es que esos mismos son portadores de otra forma de nacionalismo que el científico social británico Michael Billig calificó de “banal” o “difuso”; es decir, una interpretación natural del concepto nación vinculada generalmente a la idea de España. Dudo mucho que todos los que apelan a Baroja de forma tan oportunista respondan al retrato social que pretendía dibujar el escritor vasco. Qué viajen los otros, cabría decir.

Como lugar común que es, se ha convertido en una frase hueca que no dice nada más allá del eco de su sonoridad, un fuego fatuo que corre el riesgo de resultar sospechoso por apócrifo. Pero tiene una poderosa utilidad asociada a su capacidad para desactivar cualquier réplica de su destinatario porque siempre lo deja en inferioridad, en una incómoda posición en el piélago del debate.

¿Qué es viajar? ¿A qué tipo de viajes se refería Baroja? ¿Vale un viaje a Eurodisney con los hijos o un vuelo a Cancun pasando por New York? ¿Después de unas cuantas visitas a Florencia, Praga, Londres y París se nos pasará la ventolera del nacionalismo? ¿Cuenta como viaje un fin de semana esquiando en Andorra? ¿Alguien nos puede garantizar que después de unos cuantos vuelos transoceánicos nos transformaremos en ciudadanos sofisticados y cosmopolitas? ¿Aborreceremos entonces las borrajas del pueblo y las tradiciones populares?

No lo tengo muy claro. Desde que llegué a Canadá he transitado por algunas de las fases de adaptación que impone el manual del buen emigrante. Sospecho que me quedan unas cuantas por atravesar. Al principio el recién llegado es inquilino de una sorpresa continua, habitante de un mundo perfecto en el que todo es como parece y la vida es una epifanía diaria. Venimos arrastrados por el impulso irrefrenable de la ilusión, poderoso combustible.

Es la etapa en la que nuestra admiración por el país de acogida sólo es comparable al juicio crítico y al rencor que proyectamos sobre la tierra que dejamos. Para sostener la estructura mental del cambio nos armamos con unas cuantas frases y convicciones que son el patrón oro de nuestras dudas, de nuestra nostalgia y nuestro miedo infinito. No nos engañemos, son frases que revelan una actitud castiza y paleta pero que apuntalan el herrumbroso edificio de nuestra fe como si fuera la verdad revelada. “Hemos hecho bien viniendo a este país”, “es lo mejor para nuestros hijos”, “aquí se vive mejor”, “los canadienses son mucho más civilizados”, “no se puede comparar la calidad de vida”, “aquí no hay corrupción”, “el invierno no es tan duro como pensábamos”… de éstas tengo unas cuantas más.

Pero la melancolía pronto acude al rescate de las almas transterradas. No tarda mucho en hacer acto de presencia, como los buitres que huelen el olor a carnaza. A estas alturas de la vida nuestra paletismo sigue intacto, aunque transformado. Llegan los primeros síntomas de nacionalismo revenido manifestados en expresiones que salen de nuestros labios primero con pudor y remilgo y después como bravatas: “como en España no se come en ningún sitio”, “no hay vinos como los españoles”, “el prosciutto de los italianos es una mierda comparado con nuestro jamón”, “estos canadienses no saben divertirse. Tendrían que pasar una temporada en España”… El catálogo puede extenderse y ahora el patrón  establece la medida de nuestra nostalgia.

Canadá es un país hecho de emigrantes. Los únicos canadienses nativos son los pertenecientes a las naciones originarias o “primeras naciones”, siempre en permanente conflicto con el gobierno federal por la defensa de sus derechos de origen. El  principal signo de identidad canadiense es la multiculturalidad y Toronto es la ciudad del mundo con mayor diversidad étnica.

Podría pensarse que ello ha forjado una sociedad abierta y solidaria en la que la convivencia ha logrado homogeneizar la diversidad y diluir los nacionalismos en el multietnicismo. Pero yo no lo creo. Más bien ha promovido de manera inconsciente una estructura social en compartimentos estancos que establece flujos de comunicación limitados. Los millones de ciudadanos del mundo que han venido a parar a Canadá han traído consigo su patria, su fe y sus costumbres. La Constitución canadiense de 1982 fue un traje a medida para que esa riqueza étnica fuera la base de la nueva construcción nacional. Y como todos los empeños ambiciosos, pronto registró fracturas y desajustes que han elevado a la superficie una distorsión social que es palpable en cualquier nivel de la sociedad canadiense.

Alguien habló de la “esquizofrenia binacional” para referirse a Canadá. Se manifiesta gráficamente en las grandes competiciones internacionales de fútbol con la irrupción en los coches que circulan por el país de banderitas que informan de la nación de origen de sus conductores. Conforme los equipos van cayendo eliminados la diversidad de enseñas se va reduciendo hasta recuperar nuevamente la normalidad: los canadienses tienen una relación de austeridad con la suya propia, nada comparable a la pasional de los estadounidenses.

Paul Wells, periodista de “Maclean’s”, la revista de cabecera de muchos ciudadanos de este país, ha afirmado en alguna ocasión que la característica que resume la identidad de la sociedad de Canadá es “la experiencia compartida” que significa: “llegar de alguna parte, adaptarse y participar enseguida en los debates nacionales”. Se olvida de aportar otra realidad; quienes vienen aquí no acaban de irse nunca de sus países de origen ni renuncian a sus costumbres, religiones y tradiciones. Más bien el fenómeno de la emigración refuerza la melancolía de la identidad nacional individual. Las razones sentimentales anidan en el concepto mismo del nacionalismo y, como alguna vez me ha recordado mi amigo Enrique que escribió Max Aub, “uno es de donde estudió el bachillerato”. La experiencia canadiense me muestra cada día qué equivocado estaba Baroja.

2 comentarios

Juan -

Es que desconozco la razón por la que los comentarios aparecen en un cuerpo microscópico. En todo caso, gracias por tus palabras. ¿Qué tal todo por Jaca? Un abrazo muy grande Pilar.

Pilar Amparo -

Tú eres de esas raras personas que le prefieren ser voz a ser eco... y hay, por desgracia, pocas
Pd.-No veo ni un pimiento lo que he escrito... Esto de hacerse mayor...